
PRÓLOGO DEL AUTOR
La primera vez que escribí sobre el general Mariano Álvarez de Castro, fue en mi primer blog, en fecha del 12 de mayo de 2013. Unos pocos años antes, había descubierto el internet y empecé a navegar por la red. Y me di cuenta de que apenas ni aparecía la figura del héroe que se hizo cargo de la defensa de Gerona durante la Guerra de la Independencia. Fue mi propósito rescatarlo del olvido, y escribí mi primera entrada, que la podéis ver a través del siguiente enlace:
https://xavier-valderas.blogspot.com/2013/05/el-general-mariano-alvarez-de-castro.html
Este sería el génesis de la presente novela histórica que os presento, y de lo cual me serviría de borrador a partir del cual empecé a escribir.
He pretendido llevaros al espacio temporal de en torno a los años 1808 y 1809, que es cuando se desarrollan los sitios de Gerona. He querido llevaros a un paseo por la época, y por la misma Gerona, que sufría las dramáticas consecuencias de la guerra. He querido crear un tapiz de novela en la que estuvieran presentes todos los estamentos sociales, con sus dramáticas vivencias en aquellas circunstancias tanto de armas como de supervivencia.
No se puede comparar la mentalidad de la época con la actual. Por entonces estaba muy arraigada la mentalidad de la religión católica, el Rey, la Patria y la propiedad privada, conceptos que se tenían casi como algo sagrado e inherentes a la vida.
Referente a quien era el mando francés que se hacia cargo de la toma de Gerona, que si Saint Cyr, Augureau, o Suchet, teniendo al propio emperador Napoleón Bonaparte como su superior, existen contradicciones y controversias entre historiadores, que no se ponen de acuerdo. Yo me baso en la investigación con la cual pude hacer la entrada de mi blog rescatando la figura de Álvarez de Castro, y lo digo por si acaso alguien se queja de alguna inexactitud histórica, lo tenga presente. Eso sí: he procurado que los hechos históricos fueran lo más realistas posibles, aunque se trate de una novela de ficción histórica surgida de mi propia imaginación y creatividad.
Todas las imágenes están generadas por inteligencia artificial, a las cuales le pedí que se inspiraran en pintores de la época como Delacroix, David, Goya, Martí Alsina, y los hermanos Álvarez Dumont. Esta es la razón por la que inevitablemente salen las banderas españolas rojigualdas de Carlos III o las de la cruz de San Andrés o de Borgoña sobre fondo blanco. La Inteligencia Artificial a veces pone la actual bandera constitucional, que no era la de la época, una señal de que todavía no están lo suficientemente desarrolladas para crear imágenes lo más exacto posibles. La idea actual del separatismo catalán de buena parte de la población gerundense actual, no tiene nada de ver con la de la época de los sitios de Gerona en la cual existía otra visión del patriotismo. Es algo que quiero dejar claro.
Os dejo, pues, con mi novela, de la cual os aviso de que os va a enganchar si sois unos apasionados de Gerona, ciudad de la cual he estado prácticamente un tercio de mi vida, con todo lo que pueda significar para mi, y como una forma de rendirle humilde homenaje.
XAVIER VALDERAS, octubre de 2025
LOS GRITOS DE GERONA
"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres."
( Miguel de Cervantes Saavedra, por boca de Alonso Quijano, más conocido como “Don Quijote de la Mancha”)
ISABEL "LA LEONA"
El sol de la primavera de 1789 se derramaba sobre La Devesa, tiñendo de oro viejo las copas de los jovencísimos plátanos recién plantados al lado del río Ter. No era un sol cualquiera, sino el de Gerona, un astro que parecía entender el pulso de la ciudad, sus secretos y sus silencios. Isabel, apenas una muchacha de veinte años, sentía su calor en la piel, un calor que nada tenía que ver con el fuego que le ardía por dentro. Su caballo, un purasangre de crin oscura y ojos inteligentes, galopaba con la gracia de un sueño, levantando una estela de polvo que se disolvía en el aire. A su lado, el aristócrata Don Jaime de Fontclara, un hombre de cerca de cuarenta años con el cabello rubio y unos ojos de un azul tan profundo como el Mediterráneo, reía con la despreocupación de quien lo tiene todo.
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Isabel no era de su mundo. Nacida en la humildad de Campdura, su vida había sido un rosario de privaciones y de miradas furtivas, maltratos familiares y la traición de un primer amor. Pero Jaime, con la insolencia de su rango y la ceguera de su pasión, la había sacado de aquel fango. A sus ojos, ella era la moza más hermosa que había visto. La había vestido con sedas, se la había llevado a vivir con él en su casa de la calle Ciutadans, la había enseñado a montar a caballo, a leer los libros de poetas y las cuentas del comercio, y a escuchar la música que llenaba los salones de la alta sociedad. Para él, ella era un capricho, una flor exótica que deseaba convertir en una obra propia. Para ella, él era la puerta a un universo prohibido, una promesa de libertad que se pagaba con el cuerpo y que, afortunadamente, él la trataba demasiado bien como para que lo creyera.
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Cada tarde, el ritual se repetía. Cabalgaban en los límites de La Devesa, un parque que era un espacio libre para la ciudad, un laberinto de senderos y de sombras donde los secretos podían respirar, al tiempo que veían bajar el curso del río Ter en su intersección con el Oñar. Galopaban sin rumbo en aquel espacioso parque, el viento en el rostro, el corazón latiendo al unísono con el galope de los caballos. Jaime le hablaba de sus sueños, de los viajes que haría, de la vida que le esperaba en la corte de Madrid, y que deseaba que ella la compartiera con él. Isabel lo escuchaba, sus ojos fijos en el horizonte, sabiendo que aquel futuro no era el suyo, que ella era solo una estación en su camino, un desvío en su destino.
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Pero en aquellos paseos, ya sea de la mano de Don Jaime por la ciudad de Gerona, o en la intimidad de la naturaleza, Isabel aprendía. Aprendía a leer los gestos de los hombres, a descifrar las palabras no dichas, a entender el lenguaje del poder y de la ambición. Jaime, como si fuera un padre y un amante a la vez, le revelaba sin querer los entresijos de un mundo que le era ajeno, un mundo de intrigas, de alianzas y de traiciones. Ella, con la astucia de quien ha aprendido a sobrevivir en la calle, absorbía cada detalle, cada matiz, construyendo en su mente un mapa de la sociedad que la rodeaba.
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Una tarde, mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de naranjas y violetas, Jaime detuvo su caballo. Su rostro, antes jovial, se había ensombrecido. "No sé qué me pasa," dijo, su voz apenas un susurro. "Siento un dolor en el pecho que me quita el aliento." Isabel, preocupada, lo ayudó a bajar del caballo. Su piel estaba fría, su cara pálida. "Es un simple malestar," intentó tranquilizarla, pero su mirada revelaba un miedo que no podía ocultar. La llevó de vuelta a casa, y allí, el médico de la familia, el joven Dr. Don Armand Dubois, le diagnosticó una enfermedad repentina y fatal. Los días se convirtieron en semanas de agonía. Isabel no se separó de su lado, cuidándolo con la misma devoción con la que él la había protegido.
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Jaime, en su lecho de muerte, tomó su mano. "No te dejaré, Isabel," susurró con sus últimas fuerzas. "Mi padre, mis parientes... todos te han rechazado. Pero en el corazón, yo siempre te quise." No le dijo nada más, porque las fuerzas se le terminaron, y murió en sus brazos.
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Cuando el testamento fue leído, la conmoción fue total. La familia de Fontclara había asistido con una solemnidad forzada, esperando las habituales cláusulas de caridad para la "protegida" de Don Jaime. Pero en lugar de una pequeña renta o una casa modesta, el notario leyó un documento que dejaba a Isabel, la muchacha de Campdura, la totalidad de su herencia, una fortuna considerable, con la única condición de que no fuese utilizada para el juego o para alimentar negocios turbios que la llevaran a la perdición. El notario, un hombre de confianza del fallecido, se aseguró de que el testamento no se pudiera impugnar legalmente, pues era un hombre de fiar que había visto la injusticia con que la familia del aristócrata trataba a la joven. En la sala de la notaría, el silencio era tan profundo que se podía escuchar el polvo caer.
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Isabel no mostró emoción alguna. Su rostro, una máscara de fría determinación, ocultaba el torbellino de emociones que la asaltaban: la pena por la muerte del hombre que la había sacado del fango, la sorpresa por su generosidad final y una nueva y abrumadora sensación de poder. La joven de Campdura había muerto en aquel parque, y en su lugar, una leona, herida pero indomable, comenzaba a forjar su propio destino.
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Con el paso de los años, Isabel utilizó esa fortuna para construir su imperio. Compró y renovó una gran casa en el corazón de la ciudad y la transformó en un burdel, el mejor de toda Gerona. Pero no era un burdel cualquiera. Era un lugar donde el poder y el conocimiento se compraban y vendían, donde los secretos se susurraban en la penumbra y donde los hombres de la sociedad, desde el clero hasta el alto mando militar, se sentían lo suficientemente a salvo como para hablar de más. Isabel se sentó en el centro de esta telaraña, como una araña paciente, y observó. Gerona, con sus calles empedradas y sus secretos, la esperaba. Y ella, la ahora apodada "La Leona" por su carácter y su ferocidad en los negocios, estaba lista para reclamar su lugar en ella, un lugar que había ganado con el sacrificio y el dolor de su primer amor.
PARTE I: LA SOMBRA DEL ÁGUILA (Primavera 1808 – Principios 1809)
LA ESPAÑA Y SU IMPERIO EN LA VÍSPERA DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA (1808)
Al alba del siglo XIX, España se erguía como un coloso herido. Era un imperio en la agonía, un gigante exhausto que se tambaleaba en el escenario europeo. El país, que había sido el corazón de un mundo vasto, languidecía ahora en la encrucijada de su propia historia. No era la España de los Reyes Católicos, ni siquiera la de Felipe II; era una nación anclada en el crepúsculo del Antiguo Régimen, cuya grandeza se medía en la extensión de su podredumbre. Las reformas ilustradas de Carlos III, el "Rey Alcalde" que había reinado desde 1759 hasta 1788, habían sido el último intento de insuflar vida a un cuerpo moribundo. Sus “grandes medicinas” —la Ilustración, el impulso al trabajo productivo y los censos— habían raspado la costra de la inercia, pero no habían logrado extirpar el mal de la sociedad.
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El verdadero mal de España no era la falta de recursos, sino la inmovilidad de sus estructuras. Los hidalgos, pálidos fantasmas de un pasado glorioso, se aferraban a sus títulos y privilegios con la desesperación de un náufrago. Vivían en casas solariegas semiderruidas, con los escudos de armas descoloridos en la fachada, mientras sus tierras se malograban o eran trabajadas por campesinos a los que no pagaban. Su única riqueza eran las apariencias, las deudas y la herencia de un nombre ilustre. Se paseaban por las plazas con el sombrero ladeado y la espada al cinto, saludando con una pompa vacía, mientras en casa su esposa remendaba la ropa y su hija se consolaba con rezos para no morir de frío. Por su parte, los frailes, en sus opulentos conventos, mantenían su influencia sobre las almas del pueblo, pero también sobre la tierra. Los bienes de "manos muertas" de la Iglesia, acumulados durante siglos, abarcaban una parte inmensa del territorio español. Los frailes vivían rodeados de lujo, con bodegas repletas de vino y despensas con las mejores viandas, mientras mantenían una red de poder que se extendía hasta las casas más humildes, exigiendo el diezmo y las primicias a una población ya empobrecida. Al otro lado de la moneda, los mendigos, con sus manos temblorosas, eran el rostro visible de una pobreza estructural que se extendía como una plaga. Un mendigo en la calle no era visto como un caso individual de infortunio, sino como la manifestación de un sistema social que permitía a unos pocos poseerlo todo y a la mayoría, nada. A menudo, antiguos soldados, campesinos o artesanos arruinados, estos hombres y mujeres eran el residuo de una sociedad que devoraba a sus propios hijos. España no era un país, sino un mosaico de regiones dispares, unidas por la corona, pero separadas por montañas, costumbres y una orgullosa amalgama de lenguas que, desde las tierras soleadas de Andalucía hasta los montes abruptos de Cataluña, daban fe de la fragmentación de una nación.
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El imperio, la fuente de su gloria y de su miseria, era apenas la sombra de su antiguo esplendor. Desde las Américas hasta las Filipinas, las colonias producían torrentes de riquezas, pero la administración era un laberinto de burocracia y corrupción que hacía que la mayor parte de esos caudales se perdiera por el camino. En el corazón de México o en el Perú, las ciudades de ultramar resplandecían. Eran los lugares con el mejor nivel de vida del mundo, no solo para la minoría criolla y peninsular, sino también para una creciente clase media. En la Ciudad de México o en Lima, por ejemplo, el lujo de los salones, la sofisticación de las fiestas y el florecimiento de las artes y las ciencias superaban en muchos aspectos a lo que se vivía en Madrid. Eran reinos prósperos y vibrantes, conectados por un comercio que fluía en todas las direcciones.
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A pesar de ello, la burocracia y la corrupción, lejos de ser un mal exclusivo del comercio colonial, asfixiaban la vida cotidiana de las clases populares. Un simple labrador que quería registrar su parcela de tierra o el artesano que buscaba una licencia para abrir su taller se enfrentaban a una red de funcionarios locales y escribanos que exigían "una contribución" por cada papel, por cada sello y por cada firma. Un funcionario de bajo rango podía pedir un soborno para simplemente poner un sello, y un juez local lo aceptaba para que una causa legal avanzara o se estancara en el fango de la justicia. La corrupción era un peaje invisible pero constante que se pagaba para existir, para vivir, para no ser tragado por el sistema. La derrota en Trafalgar (1805) fue la lápida del imperio, una prueba sangrienta de su incapacidad para proteger las rutas marítimas que eran su único cordón umbilical.
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En la península, la vida cotidiana estaba marcada por una contradicción cruel. Aunque casi todas las familias de los pueblos y aldeas tenían grandes acopios de víveres duraderos —como jamones, embutidos, aceite, legumbres y conservas— escondidos en sótanos, en paredes dobles o bajo las cubiertas de sus casas, esto no los salvaba de la miseria. Por las malas experiencias de años anteriores, entre guerras y otras malas gestiones políticas, sabían que necesitaban una reserva para no morir de hambre. Sin embargo, esta precaución no servía de nada ante la inflación, disparada por la escasez y la devaluación de la moneda, que hacía que el pan, la base de la dieta, fuera un lujo inalcanzable. La gente podía tener jamones y alubias en sus despensas, pero el trigo para hacer pan no se podía guardar indefinidamente y su precio se había duplicado entre 1790 y 1808 en muchas regiones. Así, la hambruna no se debía a la falta de comida en general, sino a la incapacidad de comprar los productos básicos.
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Más del 80% de la población vivía de la tierra, pero esta estaba ahogada por un sistema de privilegios feudales y tributos injustos. Una familia de agricultores que trabajaba la tierra de un conde o de un monasterio, tenía que pagar un sinfín de tributos: un porcentaje de su cosecha iba para el señor feudal, otro para el cura, otro para la Corona, otro para la venta de la cosecha en un mercado feudal, y un largo etcétera. La nobleza no pisaba sus tierras, y vivía en la corte, en un estado de decadencia, mientras que el clero se enriquecía a través de los diezmos, las donaciones y las tierras de manos muertas que no pagaban impuestos. Esta estructura agraria arcaica, donde el progreso y la innovación eran imposibles, era la verdadera causa de la miseria generalizada.
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En la corte, sin embargo, el mundo era otro. El reinado de Carlos IV (1788-1808) era el epítome de la decadencia. El poder no residía en el monarca, un hombre de pocas luces y pasiones sencillas, sino en la figura de Manuel Godoy, el "príncipe de la paz", un valido cuya ambición sin límites y su poder casi absoluto, respaldado por la reina María Luisa, habían sembrado el resentimiento en la nobleza y la ira en el pueblo. Godoy y María Luisa formaban un triángulo de amor, poder y pasión que era el principal foco de escándalo de la corte. La reina, una mujer de carácter fuerte, no ocultaba su devoción por el joven y ambicioso Godoy, y Carlos IV, ciego a la evidencia o complacido con el arreglo, le otorgaba un poder cada vez mayor, convirtiéndolo en el verdadero gobernante de España. Este favoritismo descarado, sumado a las derrotas militares y las desastrosas alianzas políticas, generó un odio visceral en el pueblo, que lo apodó "el Choricero" con desprecio.
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En medio de este ambiente opresivo, el entonces príncipe Fernando, crecía con un profundo resentimiento hacia Godoy, la reina y la debilidad de su padre. En la sombra, su principal consejero, el canónigo Juan de Escoiquiz, le impartía lecciones de poder que eran, en realidad, lecciones de cinismo. Escoiquiz era un hombre erudito, un intelectual que había leído a los pensadores de la Ilustración, pero había decidido que el conocimiento era una herramienta para dominar, no para liberar. Despreciaba las ideas de libertad y razón que amenazaban el viejo orden. Para él, la Ilustración solo servía para que las masas pensaran, y las masas no debían pensar, solo obedecer. Le enseñaba a Fernando que la ley de la naturaleza de un rey no era el amor de su pueblo, sino el poder absoluto, y que la única forma de gobernar era con mano dura. Le susurraba que el país estaba en manos de una camarilla corrupta y que, para liberarlo, debía derrocar a su padre y a Godoy. La lección más relevante de todas era que un rey no debe ser amado, sino temido, pero que un rey que es amado es el rey más temible de todos, y que la mejor forma de ser amado es parecerlo. El pueblo, en su ignorancia, necesitaba un Mesías, y él, el príncipe Fernando, era la respuesta a sus plegarias.
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Pero en la España profunda, en las calles de la pequeña Gerona, el pueblo vivía ajeno a las intrigas palaciegas. La vida transcurría entre el fervor religioso, las fiestas patronales y las procesiones, pero también en los rincones más oscuros de la ciudad. La ciudad amurallada, con su Catedral que se alzaba sobre el río Onyar como un guardián de piedra, era un bastión de identidad catalana. La enorme nave gótica de su catedral ya estaba construida, pero los trabajos de la imponente fachada principal, la que daba a la escalinata, continuaban a buen ritmo, y su grandeza no era solo un logro arquitectónico, sino una fuente de orgullo para sus ciudadanos, que veían en ella la manifestación de su fe y su resiliencia. La vida en Gerona era, como en la mayoría de las ciudades, un reflejo de la España de la época: devota, recelosa de lo extranjero y profundamente leal a su príncipe de Asturias, a quien el pueblo, en su ciego optimismo, había bautizado como "el Deseado", esperando de él la salvación. En cada hogar, la crisis económica era una presencia tangible: los campesinos de los alrededores de Gerona apenas podían pagar los tributos eclesiásticos y señoriales, mientras los artesanos de los gremios veían sus talleres languidecer. El clero predicaba paciencia y resignación, pero la desesperación tenía otros santuarios. En un edificio de tres plantas en el corazón de la ciudad, el burdel de Isabel "La Leona" prosperaba en la penumbra. Con más de 800 metros cuadrados por planta y dos sótanos de idéntica superficie, era un universo en sí mismo, un microcosmos de la sociedad gerundense. Sus compartimientos separados acogían a todos: el hidalgo arruinado que buscaba olvidar su orgullo, el fraile que desafiaba sus votos, el mercader que celebraba un trato y el soldado que buscaba un último consuelo antes de la batalla. Era un lugar donde las clases sociales se diluían, y donde la cruda realidad del asedio inminente se manifestaba en la necesidad más primitiva.
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La Guerra de la Independencia, que pronto desgarraría el país, no sería solo una lucha contra el invasor francés, sino un choque titánico entre dos visiones de España: la del absolutismo tradicional, la de los hidalgos y los frailes, y la de una libertad incipiente, aún sin forma clara, que germinaba en los salones ilustrados y en la desesperación de las tabernas. En vísperas de este conflicto, España era un imperio exhausto, una nación de contrastes donde la fe, la tradición y la ambición se entrelazaban con los primeros destellos de la modernidad. En Gerona, como en tantas otras ciudades, sus habitantes estaban a punto de descubrir que la historia, con su furia y su grandeza, no pediría permiso para entrar en sus vidas, sino que irrumpiría con la brutalidad de un cañón y la promesa de una libertad incierta.
LA VOLUNTAD DE LA PIEDRA
Mientras la corte se desmoronaba en un festival de intrigas y cobardías, la garra del águila imperial ya se había clavado sin piedad en el corazón de Cataluña. El 28 de febrero de 1808, Barcelona, la ciudad condal de los mercaderes y los santos, despertó bajo la ominosa sombra de las bayonetas francesas. Las tropas de Duhesme, silenciosas y numerosas, entraron con una disciplina marcial que helaba la sangre, no como invasores, sino como “aliados” que venían a “ayudar” a invadir Portugal. Solo la inocencia o la cobardía más profunda podían creer en tal farsa, en esa mascarada de una amistad que ya era un veneno en las venas de la nación.

En Barcelona, en la inexpugnable fortaleza del castillo de Montjuïc, el brigadier Mariano Álvarez de Castro no era un hombre de medias tintas, ni de complacencias. Su figura, recia y espartana, había sido cincelada por años de disciplina militar y el estudio infatigable de los viejos maestros de la guerra. En su despacho, a la luz de una vela que se consumía como la paciencia de un hombre de honor, leía y releía los tratados de Sébastien Le Prestre de Vauban, el gran genio de las fortificaciones. Para Álvarez, la guerra no era solo un acto de valor, sino una ciencia, una disciplina de cálculo y voluntad.

Mientras las tropas francesas se acuartelaban en la ciudad, la mente de Álvarez trabajaba sin descanso. Sus dedos recorrieron las láminas de Vauban, imaginando un plan de defensa que honrara los principios del maestro. Podía ver cómo utilizar los baluartes y revellines de la ciudadela, cómo disponer la artillería en el Montjuïc para dominar los puntos de acceso, cómo canalizar la defensa callejera en un laberinto de barricadas. Una ciudad, pensó, no era solo un conjunto de edificios, sino un ser vivo que respiraba, que podía ser herido pero también podía luchar. Cada torre, cada muralla, cada casa podía convertirse en un bastión de resistencia. Pero la realidad a su alrededor era un caos de traición, de cobardía y de cálculo político.

Álvarez de Castro rugió por dentro. Despreció las órdenes de las autoridades españolas, títeres ya de la diplomacia francesa, que clamaban por ceder sin lucha. Su indignación se extendía por la flagrante hipocresía de una corte que se había doblegado ante el poder de Napoleón. Las palabras del infame Tratado de Fontainebleau y la inacción de la nobleza ante la ocupación se le antojaban la más amarga de las traiciones. «¡Infames!», se dijo a sí mismo, con el corazón apretado de rabia. «¡Entregar así nuestra tierra!. ¡El honor, dónde diablos está el honor!». Pero la disciplina militar era un juramento de sangre que se llevaba en el uniforme, y no en la lengua.
Solo cuando el Capitán General de Cataluña, el anciano y presionado Conde de Ezpeleta, le conminó directamente, Álvarez de Castro cedió.
—Brigadier, sé de su reputación y de su valor —dijo Ezpeleta, con la voz quebrada por el peso de la vergüenza, mientras su rostro pálido se encendía de frustración—. Y sé también lo que piensa de mí. Pero tiene que entenderlo. Mis órdenes son estrictas. Un enfrentamiento directo en Barcelona es impensable. Sería una masacre inútil. La ciudad caería, y con ella, miles de vidas.
Álvarez de Castro lo miró con la furia de un león enjaulado. Su voz, baja y tensa, era más peligrosa que un rugido.
—Excelentísimo señor Conde, la historia no juzgará la prudencia de nuestras acciones, sino el valor de nuestra resistencia. La guerra es un arte, sí, pero también es una cuestión de honor. Un honor que se ha vendido al mejor postor en la corte. Lo que usted llama prudencia, yo lo llamo cobardía. Y lo que usted llama evitar una masacre, yo lo llamo una traición que nos costará la dignidad de la nación.
El Conde de Ezpeleta, veterano de mil batallas y con una larga trayectoria política a sus espaldas, que lo había llevado de Virrey de Nueva Granada y Gobernador de Cuba a Capitán General de Cataluña, sabía que la posición de Álvarez de Castro era la del militar puro. Pero él era también un político, un diplomático.
—Lo que usted ignora, brigadier —replicó Ezpeleta, con la voz más firme, aunque la palidez de su rostro seguía reflejando la pesada carga de la jerarquía—, es que la guerra no es solo de sables. Es de intrigas, de alianzas, de diplomacia. Nuestros aliados británicos no están listos. El pueblo español no está preparado. Y el enemigo, brigadier, es el amo de Europa. Entregamos la ciudad para ganar tiempo, no por cobardía. Se lo juro por mi honor.
Álvarez de Castro cedió. Lo hizo con protestas, con la indignación grabada en cada fibra de su ser, un subalterno obligado a tragar el veneno de la deshonra, de la obediencia que mataba el alma. Su partida de Barcelona no fue una retirada, sino la búsqueda de un nuevo campo de batalla. Un hombre de honor, de aquellos que se forjan en la fragua de la adversidad, que no se doblega, sino que busca su lugar en la lucha. Su destino era Gerona, una ciudad a punto de convertirse en el crisol donde su honor, y el de una nación entera, se forjarían o se harían cenizas.
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A cientos de kilómetros de aquel desgarro de la patria, Gerona latía con el ritmo ancestral de su tierra y el susurro milenario de sus muros. No era una ciudad de grandes capitales, sino de modestos artesanos y comerciantes, de agricultores y de fe. Su economía, predominantemente agraria y artesanal, anclada en la tradición y en la autosuficiencia, estaba a punto de convertirse en un arma más del asedio. Los campos circundantes, el verdadero motor de la vida, proveían los cereales, el vino, el aceite y el ganado. En el corazón de la urbe, los gremios de tejedores, alfareros, molineros y panaderos bullían, un sistema social y económico que había funcionado durante siglos.
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También los albañiles y canteros eran parte fundamental de la vida de Gerona. Con sus manos callosas y su fe inquebrantable, habían trabajado durante años en la construcción de la majestuosa Catedral, a la que le faltaba poco para ser finalizada. Su labor no se limitaba a la casa de Dios, sino que se extendía a las murallas, los edificios públicos, las residencias de la nobleza local y el clero, así como las modestas viviendas del pueblo llano. Estos hombres rudos pronto dejarían sus cinceles para empuñar palas, poleas de grúas y andamios; la misma fe que los impulsaba a construir, los impulsaría a defender.
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En esta sociedad, bulliciosa y estratificada, varias figuras se alzaban, cada una a su manera, un reflejo de las luces y sombras de Gerona. Una de ellas era Isabel, conocida como "La Leona", una mujer forjada en el crisol de la astucia, la supervivencia y una inteligencia poco común. Nacida en el seno de una humilde familia de payeses de Campdura, su vida había dado un giro amargo cuando, siendo joven, fue repudiada por un aristócrata de la zona que la dejó sola. Tras este desengaño, se dedicó a la prostitución en un burdel, donde su carisma y su agudeza la llevaron a prosperar. Fue allí donde conoció a un aristócrata de más avanzada edad llamado Jaime de Fontclarà que se enamoró de ella y, aunque no pudo casarse, le proporcionó una sólida educación en contabilidad y administración, y a su muerte le legó todo su vasto patrimonio. Con el tiempo, Isabel se hizo dueña de su propio burdel, "El Racó de l'Esplai".
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El burdel era un inmenso edificio de unos 800 metros cuadrados por planta, que se extendía en tres pisos y dos sótanos. Isabel lo había ampliado comprando varias casas contiguas, pagando generosamente a sus propietarios que se resistían a vender. Era un lugar tolerado en la Gerona profundamente religiosa, una casa de prostitutas fijas que era, en realidad, un complejo centro de sociabilidad popular y de recreo. Su entrada, común para todos, daba paso a salones separados según la clase social. Había una zona de lujo, con elegante decoración, música de piano en vivo, bebidas finas y prostitutas con buena educación, entrenadas en el arte de la conversación y la etiqueta. La zona popular, en contraste, era más sencilla, ruidosa, con mobiliario básico y un trato más directo sin que faltara un tablao para actuación musical. Las habitaciones, por su parte, se dividían por calidad y privacidad.
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Isabel no solo gestionaba el negocio con una mano de hierro y un cerebro de contable, sino que también era la maestra de sus pupilas. Con una disciplina férrea, las reunía semanalmente en la intimidad de uno de sus salones privados para instruirlas en la filosofía de su oficio. Era un sermón laico, una lección de supervivencia destilada de su propia experiencia y de la cruda realidad del mundo.
—Sed amables, la amabilidad lo es todo en la vida —les decía, paseándose frente a ellas con una mirada que no admitía réplicas—. Y más en este oficio. Si hacemos algo desagradable, nos rechazan, nos repudian, hablan mal de nosotras, no nos recomiendan a sus amigos y conocidos. Por esto, sed siempre amables, sonreíd, decid palabras dulces. Nunca os mostréis frías, indiferentes, desagradables, ni causéis desprecio, ni le robéis ni un mísero real del dinero que lleve consigo. Eso nunca lo olvidan los hombres, que nunca podemos tomar por tontos, y la que lo hace, lo pierde como cliente y ya se ha ganado mala reputación como puta, lo que significa quedarse sin pan, sin medios para comer y subsistir.
Se detenía, clavando su mirada en cada una, asegurándose de que la lección calaba hondo.
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—La polla del hombre tiene mucha más importancia de lo que os podáis imaginar. Le proporciona placer y es indicador de su virilidad: si veis buenas erecciones, es señal de buena salud y buena vitalidad, y por esto se da entre los más jóvenes. A los más mayores, tendréis que esforzaros en estimularles más, con caricias, con chupadas, con follarles más para que sostengan su erección. Pensad en lo importante que es la polla del hombre: de ella procede ese líquido lechoso y espeso que es la semilla de la misma vida en potencia que nos permite ser fecundadas y poder ser madres. Si a un hombre se le castra, pierde su virilidad, su brío, su temple, su energía, su carácter, toda su esencia, y pasa a ser un ser débil, fofo, inofensivo, inútil, de mirada apagada. Por esto es tan importante cuidar con devoción la polla del hombre, que además es una parte muy delicada, que si no se la trata bien, si se le da un mal toque, puede causarle un gran daño, y esto siempre tenemos que impedirlo, tratando su miembro con delicadeza. Nunca mostréis asco por su polla, al contrario: mostrad que os gusta, que os encanta, que la apreciáis… eso hace sentir bien al hombre. Si el hombre sale satisfecho, contento, paga y regresa tan pronto como pueda. Muchos os amarán incluso más que a sus propias mujeres, aunque seáis putas, precisamente por esto: porque sois amables, cariñosas, le hacéis sentir bien y le dais placer, que es lo que más necesitan, pese a que muchos de estos hipócritas os acusarán de pecadoras, de ser cómplices del demonio. Ganad todo el dinero que podáis y evitad quedaros embarazadas.
Isabel suspiró, su voz se hizo más grave, más reflexiva.
—Aprended todo lo que podáis, y si llegáis a ser las mejores, podéis ganar suficiente dinero como para independizaros y luego abrir vuestro propio negocio que os proporcione rentas. Incluso puede que os salga un buen partido que os pida matrimonio, aunque habéis sido putas, y os arregle la vida. Recordad: ser amables y agradables en todo, servir siempre bien a los demás, es el secreto de ganar dinero, y no solo en este viejo oficio. Cuando un hombre está con vosotras, vuestra misión es hacerle feliz; y si además os gusta, aprovechad para pasarlo bien. Y otra cosa más: la que me asuste o me enfurezca a los clientes, la despido y no vuelve a pisar más esta casa.
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Los sótanos, vastos y profundos, se habían convertido en un almacén ciclópeo de víveres no perecederos, un auténtico arca de Noé para el asedio que estaba por caer. Jamones curados, sacos de harina de trigo, arroz, garbanzos, aceite, vino... y un vasto almacén de medicinas de la época: quinina, opio en forma de láudano, fardos de vendas. A su vez, el amplio patio trasero no solo contaba con un pequeño huerto para hortalizas, sino que albergaba corrales con varias docenas de gallinas y jaulas con más de cuarenta conejos. Este surtido de animales y hortalizas garantizaba la frescura de los alimentos para la taberna y la cocina del burdel, mientras que los cerdos que engordaban en los establos cercanos prometían carne salada para el futuro. La dueña, aficionada a la hípica desde que conoció a Jaime de Fontclarà, mantenía una cuadra para sus caballos que había heredado de él tras su muerte hacia ya unos 20 años atrás, atendida por un mozo, un lujo que pocos podían permitirse en la ciudad.
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La previsión de Isabel era tal que, en caso de asedio, su establecimiento podría resistir al menos un par de años. Aquella previsión, que en otra ciudad habría parecido una excentricidad paranoica, en Gerona era la simple manifestación de una sabiduría amarga, destilada a lo largo de siglos. Su destino estaba grabado en piedra por su geografía: puerta de los Pirineos, llave del reino y, demasiadas veces, primer bocado para la voracidad de Francia. Esta historia de asaltos y hambrunas había inculcado en sus gentes una ley no escrita que se transmitía de padres a hijos con la misma solemnidad que el catecismo: ninguna casa sin pozo, ningún sótano sin un doble fondo para el grano y el aceite, ninguna familia sin su provisión de carne salada, legumbres secas y vino rancio. Todos los años se celebraba la típoca matanza del cerdo, con lo cual se hacían butifarras, morcillas, jamones, y se aprovechaban todas las partes del cerdo, lo cual suponía un complemento de comida para muchos meses. Las casas patricias del Barri Vell, con sus muros gruesos y sus portones sólidos, ocultaban en sus patios interiores pequeños huertos casi secretos —los huertos— donde, a la sombra de la Catedral, crecían las hortalizas de la resistencia. No era avaricia; era la memoria hecha provisión. La despensa de Isabel "La Leona", con su escala ciclópea, no era la obsesión de una mujer precavida, sino la culminación lógica de una herencia de siglos de asedios. Era la respuesta gerundense a la brutal certeza de que, cuando llegara el momento, estarían, como siempre, solos. Era la otra cara de la moneda de una sociedad con diversidad de clases sociales, y la inmensa mayoría muy pobre, pero casi todos bastante precavidos. Y en el caso de Gerona aún más, por ser la más cercana al que siempre había sido el enemigo de España: la vecina Francia, con un listado interminable de guerras y violaciones territoriales desde hacia varios siglos.
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A pesar de su naturaleza pecaminosa, el burdel era muy frecuentado. Las ganancias eran tales que Isabel solía hacer importantes donativos para la Iglesia, sobre todo para las escuelas para niños pobres y para el cuidado de los desamparados en el hospital y los ancianos en el asilo. Esto, junto a la discreción de sus tres porteros, le valió la tolerancia tácita del clero, que, aunque por un lado lo criticaba, por otro, se beneficiaba de sus obras de caridad. Los porteros, por su parte, eran más que simples vigilantes; eran hombres forzudos, con experiencia militar y bien pagados, que se encargaban también de cualquier labor de criado que fuera necesaria dentro del local. Irónicamente, el burdel se encontraba a solo un par de calles abajo de la Catedral, protegido por la misma muralla que circundaba la parte vieja de Gerona. Sin embargo, las mujeres de la ciudad, en su mayoría, no veían con buenos ojos el lugar.

LA TRAMPA DE BAYONA
El aire de Bayona, en aquel abril de 1808, era engañosamente suave, cargado con el perfume de los laureles y la promesa de una primavera que nunca llegaría para España. El río Nive fluía plácido, reflejando el cielo inmaculado, ajeno al teatro de intrigas que se desarrollaba en sus orillas. Pero para el joven Fernando VII, recién aclamado rey por un pueblo que lo creía su salvador, el aroma de las flores era tan opresivo como el hedor de un calabozo. Había cruzado la frontera francesa con una mezcla de esperanza ingenua y una inquietud creciente, arrastrado por la insistencia de Napoleón y la ambición de un séquito que había orquestado su ascenso al poder, paso a paso.
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La rebelión de Fernando no había sido un capricho del momento, sino la culminación de años de intrigas. Como Príncipe de Asturias, había encabezado una facción implacable contra el favorito de sus padres, Manuel Godoy, cuyo control sobre la Corte y el Rey Carlos IV era casi absoluto. La desastrosa alianza con Francia, que culminó en la derrota naval de Trafalgar y la humillante ocupación de las principales plazas fuertes de España por tropas francesas, había enardecido a la nobleza y al pueblo. Godoy era visto como el arquitecto de todas las desgracias. En 1807, la primera conspiración, conocida como la del Escorial, fracasó. Fernando fue descubierto traicionando a sus padres, pero Carlos IV, con una debilidad que parecía no tener límites, lo perdonó a regañadientes. Sin embargo, el fuego no se extinguió; los conspiradores, liderados por el canónigo Juan de Escoiquiz, solo esperaron el momento oportuno para volver a golpear.
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Ese momento llegó un mes antes, en el lodo de Aranjuez. El pueblo, hambriento de cambio a causa de la miseria y la corrupción imperante, se había levantado en una revuelta furiosa, no contra el trono, sino contra su sombra: Manuel Godoy. La turba, enardecida, asaltó el palacio, exigiendo su cabeza. Entre el caos y los gritos, el viejo Rey Carlos IV, un hombre más interesado en la caza que en el gobierno, cedió. Humillado, abdicó en favor de su hijo. De la noche a la mañana, España tuvo un nuevo rey, un símbolo de esperanza, pero sin la legitimidad de la paz. El precio de la corona había sido la traición, y Fernando lo había pagado con gusto.
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Ahora, en Bayona, Fernando se sentía, sin embargo, como un pájaro enjaulado. El Emperador, el "héroe de Francia" como lo llamaba Escoiquiz, había prometido reconocer su trono. También le había susurrado una tentadora promesa: la mano de una princesa Bonaparte. Para Fernando, esto era el golpe de suerte definitivo. La princesa, ya fuese una de las niñas hijas de José Bonaparte o incluso una de las parientes de la propia Emperatriz Josefina, no importaba quién fuera, le daría a su reinado la bendición del hombre más poderoso del mundo.
Él, Fernando, se convertiría en un cuñado del Emperador, elevando a la humillada Corona española a la altura de una potencia. Para su mente simple e inmadura de príncipe malcriado, esta unión sellaría la paz y la prosperidad, y lo pondría al mismo nivel que Napoleón. Pero la promesa era una trampa ingeniosamente diseñada. Napoleón no solo buscaba establecer una alianza, sino una excusa para intervenir en los asuntos de España, y la boda era el pretexto perfecto para asentar su poder. El sueño de Fernando de un matrimonio real era, en realidad, un cebo para legitimizar su futura abdicación.
La realidad en Bayona era otra: una ciudad bajo control militar francés, donde cada gesto, cada palabra, era vigilada. Las calles, llenas de soldados con los uniformes limpios y las botas relucientes, olían a pólvora, no a flores. Y Fernando, a sus veinticuatro años, era un hombre de pocas luces, inseguro, inmaduro, ególatra y fácilmente influenciable, pero con una vanidad desmedida. Vestía con la pulcritud que exigía su rango, pero bajo el terciopelo y la seda, su cuerpo se sentía tenso, como si presintiera la trampa..png)
Su sombra, su guía, su titiritero, era Juan de Escoiquiz. El canónigo, de cincuenta y tres años, era la antítesis de su pupilo: astuto, ambicioso, con una inteligencia retorcida y una fe inquebrantable en su propio destino como hacedor de reyes. Había sido él quien había empujado a Fernando a la rebelión contra sus padres, quien había orquestado el Motín de Aranjuez, y quien ahora lo había convencido de que viajar a Bayona era el camino para consolidar su poder. Escoiquiz, con su sotana impecable y su rostro orondo, observaba cada movimiento de Fernando, cada expresión, cada duda. Para él, Fernando no era solo un rey; era su obra maestra, el instrumento de su propia gloria.
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La llegada de Carlos IV y la Reina María Luisa a Bayona transformó la atmósfera. No venían como invitados, sino como víctimas. El encuentro entre padre e hijo, orquestado por Napoleón, fue un espectáculo de humillación y furia. En una de las salas del Château de Marracq, los Borbones se encontraron cara a cara por primera vez desde el motín de Aranjuez. El aire, ya denso con la ambición de Napoleón, se llenó ahora de amargos reproches.
Carlos IV, con el rostro enrojecido y la voz quebrada por la ira, se adelantó hacia su hijo. La Reina María Luisa, a su lado, lo miraba con ojos que reflejaban un odio que helaba la sangre.
—¿Qué has hecho, infeliz? ¿Qué has hecho con mi reino? —espetó Carlos IV, señalando con un dedo tembloroso a Fernando—. ¡Un rey no se hace por la fuerza de una chusma enardecida! ¡Un rey se recibe por la gracia de Dios, de manos de su padre!. ¡Tú, mi propio hijo, has robado mi corona!.
Fernando, con la barbilla alta, intentó defenderse, su voz cargada de una petulancia que apenas ocultaba su miedo.
—Padre, no la robé. Tú abdicaste. El pueblo de España no quería a Godoy, y yo actué por el bien de la nación.
—¡El bien de la nación! —La Reina María Luisa intervino, su tono un siseo venenoso—. ¡Tú no has pensado en nadie más que en ti mismo, ni siquiera en tus padres, ni en tu honor, ni en tu linaje!. Has mancillado la dignidad de la Corona, la has arrastrado por el fango de la calle. ¡Napoleón tiene razón, nuestra dinastía está acabada por tu culpa!.
—¡Godoy nos arrastró a la ruina! —insistió Fernando—. ¡Nos hizo vasallos de Francia!.
—¡Godoy era mi fiel servidor!. ¡Y tú eres un traidor! —rugió Carlos IV—. Has conspirado, has mentido. Has envenenado el corazón del pueblo contra tu propio padre. ¡Y para qué!. Para sentarte en un trono que no te pertenece, en un reino que ya no existe. ¡Mira a tu alrededor!. Estamos prisioneros, humillados. ¡Y todo por tu ambición!.
Fernando se encogió, sin saber qué decir. Las palabras de su padre eran como puñales, y no tenía la fuerza para contraatacarlas. El encuentro terminó con Carlos IV exigiendo la devolución de la Corona que, según él, le había sido robada. Y Napoleón, con una sonrisa disimulada, observaba cómo la propia familia real española desmantelaba su legitimidad, facilitando su plan.
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La primera audiencia con Napoleón Bonaparte fue en el Château de Marracq, una residencia imperial que el Emperador había elegido para la ocasión. El ambiente era de una formalidad helada. El aire, en el interior, olía a cera de vela y a ambición. Napoleón, con su uniforme verde de coronel de los Cazadores de la Guardia, irradiaba una autoridad que empequeñecía a Fernando. Sus ojos grises, penetrantes, parecían desvestir el alma de quien tenía enfrente. Se sentía la fuerza de mil batallas, la voluntad de un continente en un solo hombre.
—Majestad —comenzó Napoleón, sin preámbulos, su voz grave y resonante—, he de ser franco con vos. La situación en España es insostenible. Vuestro padre, Carlos IV, un hombre débil y manipulado por ese infame Godoy, ha llevado a vuestro reino al borde del abismo. Y vos, Alteza, con vuestra impaciencia, habéis precipitado la crisis.Fernando, acostumbrado a la adulación de la corte, sintió un escalofrío. Miró de reojo a Escoiquiz, que permanecía de pie, un paso detrás de él, con el rostro impasible.
—Majestad Imperial —respondió Fernando, esforzándose por mantener la compostura—, mi pueblo me aclamó. Deseaban un cambio, una nueva era para España. Mi padre abdicó voluntariamente.
—Voluntariamente, decís. ¿A punta de bayoneta?. ¿Con una turba enloquecida asaltando el palacio?. No me toméis por un necio, Alteza. Sé lo que ocurrió en Aranjuez. Fue una conspiración, un golpe de estado orquestado por vuestros partidarios, y en particular por vuestro... consejero.
Los ojos de Napoleón se posaron un instante en Escoiquiz, que sintió un escalofrío a pesar de su habitual aplomo. El Emperador lo había desenmascarado con una sola mirada, como quien ve el motor de un reloj de bolsillo.
Escoiquiz, dando un paso al frente, se inclinó ligeramente. —Con vuestro permiso, Majestad Imperial. Mi pupilo, Su Majestad el Rey Fernando, no es un conspirador. Él simplemente ha dado voz a los anhelos de su pueblo. España clamaba por un cambio, y Fernando fue el instrumento de la providencia para salvar a la nación de la ruina.
Napoleón soltó una risa corta, sin humor. —La providencia, canónigo, no tiene nada que ver con un motín. Y vos, que os hacéis llamar su consejero, sois el verdadero artífice de esta rebelión. No intentéis engañarme. Vuestra ambición es tan palpable como el trono que habéis intentado arrebatar para vuestro títere.
—España necesita estabilidad —continuó Napoleón, volviendo su atención a Fernando—. Una estabilidad que ni vuestro padre ni vos sois capaces de proporcionar. Vuestra dinastía, los Borbones, ha demostrado su incapacidad para gobernar. Son una rama podrida de un árbol moribundo.
Fernando enrojeció. Nunca nadie le había hablado con tanta franqueza, con tanto desprecio.
—Majestad Imperial, mi linaje es tan antiguo como el vuestro es reciente. Mi derecho al trono es divino.
—¡Divino! —Napoleón se burló—. El derecho divino, Alteza, se demuestra en el campo de batalla, en la prosperidad de un reino, en la lealtad de un pueblo. ¿Dónde está vuestro ejército? ¿Dónde está vuestra riqueza? ¿Y dónde está la lealtad de un pueblo que se levanta en motines y conspiraciones?
El Emperador se acercó a un mapa desplegado sobre una mesa, señalando con el dedo la Península Ibérica.
—España es la llave del Mediterráneo, la puerta a las Américas. No puedo permitir que sea un foco de inestabilidad, un nido de intrigas que ponga en peligro mi sistema continental. Necesito un aliado fuerte y leal, no un reino en constante convulsión.
—Y yo estoy dispuesto a ser ese aliado, Majestad Imperial. Reconocedme como rey, y España se pondrá a vuestro servicio.
Napoleón lo miró con una mezcla de lástima y desdén. —No sois lo suficientemente fuerte, Alteza. Ni lo suficientemente leal. Vuestra ambición os ha cegado. Habéis traicionado a vuestro padre, y traicionaréis a cualquiera que se interponga en vuestro camino. No sois de fiar.
Fernando abrió la boca para protestar, pero Napoleón lo interrumpió con un gesto imperioso.
—Tengo una solución para España. Una solución que traerá la paz, la prosperidad y la modernidad a vuestro país. Una solución que os permitirá a vos, Alteza, vivir una vida cómoda y digna, lejos de las intrigas y las responsabilidades que os superan.
Fernando sintió un escalofrío. Sabía lo que venía. Escoiquiz, a su espalda, permanecía inmóvil, pero Fernando podía sentir la tensión que emanaba de él.
—¿Qué solución, Majestad Imperial?
—La abdicación. Vuestra y la de vuestro padre. La Corona de España pasará a mi familia. Mi hermano José, un hombre de probada capacidad, gobernará España bajo mi dirección. Y vos, Alteza, recibiréis una renta generosa y una residencia digna en Francia. Viviréis como un príncipe, sin las cargas de un rey.
El silencio que siguió a las palabras de Napoleón fue sepulcral. Fernando sintió que el aire le faltaba. ¿Abdicación?. ¿Después de todo lo que había hecho para conseguir el trono?. Miró a Escoiquiz, buscando apoyo, una señal. El canónigo, con una leve inclinación de cabeza casi imperceptible, le transmitió un mensaje claro: Resiste. No cedas. Esto es una prueba.
—Majestad Imperial —dijo Fernando, con la voz apenas un susurro—, no puedo. Mi pueblo me ha elegido. Mi derecho es inalienable.
Napoleón suspiró, como si tratara con un niño caprichoso.
—Alteza, no os pido. Os lo exijo. Vuestra negativa solo traerá más derramamiento de sangre a España. Mis ejércitos ya están en vuestro territorio. Puedo tomar lo que deseo por la fuerza, pero prefiero la legalidad. Pensad en vuestro pueblo. Pensad en las vidas que se perderán si os obstináis.
—Pero... ¿y si me niego?
Napoleón se encogió de hombros. —Entonces, Alteza, vuestro destino será menos... agradable. Y España se sumirá en una guerra que la destruirá. La elección es vuestra.
La conversación se prolongó durante horas, con Napoleón alternando amenazas veladas con promesas de una vida de lujo. Fernando, débil y asustado, se aferraba a la esperanza de que Escoiquiz encontrara una salida. El canónigo, por su parte, intervenía ocasionalmente, con frases ambiguas que buscaban ganar tiempo y sembrar la duda en la mente de Napoleón, mientras susurraba a Fernando la necesidad de resistir, de no ceder su legitimidad.
—Majestad Imperial —dijo Escoiquiz en un momento dado, con su voz untuosa—, la abdicación de un monarca no es un asunto trivial. Requiere de un proceso, de una justificación ante Dios y ante los hombres. Quizás si Su Majestad Imperial pudiera ofrecer alguna garantía, algún gesto de buena voluntad que demostrara que esta decisión es por el bien de España...
Napoleón lo miró con desconfianza. —Vos, canónigo, sois el cerebro de esta intriga. No intentéis engañarme. Mis garantías son mis ejércitos. Y mi buena voluntad es la paz que os ofrezco.
La tensión era palpable. Fernando, agotado, finalmente cedió, pero con una condición: que su padre, Carlos IV, también abdicara. Napoleón, que ya había convocado a los padres a Bayona, sonrió. El plan estaba en marcha. Los días siguientes fueron un tormento de negociaciones, presiones y humillaciones. Carlos IV y María Luisa llegaron a Bayona, y el espectáculo de la familia real española desintegrándose ante los ojos de Napoleón fue patético. Las recriminaciones, los insultos, las acusaciones mutuas... todo servía al propósito del Emperador. Fernando, atrapado entre la ira de su padre y la implacable voluntad de Napoleón, se vio forzado a abdicar el 6 de mayo de 1808, cediendo sus derechos al trono español a Napoleón Bonaparte.
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Escoiquiz, aunque desolado por el fracaso de su plan inmediato, no perdió la esperanza. Sabía que la legitimidad de Fernando, aunque ahora en el exilio, seguía siendo una baza. Y Napoleón, al enviarlos a Valençay, les estaba dando, sin saberlo, una prisión dorada desde la que podrían seguir tejiendo los hilos de la ambición.
EL PRELUDIO DE LA TORMENTA
La plaza del Vino hervía como un hormiguero en aquel mediodía luminoso. Los pregones de los vendedores competían con las campanas de la Catedral. Había olor a queso curado, a bacalao salado, a fruta madura en los cestos. Jaime el carpintero ofrecía taburetes recién labrados, mientras Gaspar el herrero, sudando bajo el sol, exhibía clavos y herraduras que brillaban como monedas.
Niños corrían entre los puestos, robando higos cuando nadie miraba. Mujeres con pañuelos de colores discutían el precio de las cebollas, y un gaitero rasgueaba una tonada que hacía mover los pies a más de uno. Hasta Isabel “La Leona”, con su falda roja y risa descarada, cruzó la plaza al mediodía, saludando a medio mundo, como si su burdel no fuese pecado, sino parte inevitable de la ciudad.
Ese día, en la iglesia de Sant Feliu, la joven novicia Sor Teresa encendía velas. Oraba con fervor, pero no por miedo: aún era tiempo de paz. O eso parecía.
Al caer la tarde, un mensajero llegó a caballo, cubierto de polvo. En la taberna de Pilar se hizo un silencio incómodo cuando, con voz entrecortada, habló de franceses cruzando el Ebro, de ciudades arrasadas, de la familia real prisionera en Bayona. El bullicio del mercado dio paso a un murmullo inquieto. Las risas se apagaron.
Esa noche, sin embargo, un barrio de Gerona celebraba una festividad de finales de la primavera, y por una joven pareja de vecinos que se habían casado. Hubo procesión con cirios, gaitas y danzas bajo faroles de aceite. Los niños corrían con bengalas de yesca, los hombres brindaban con vino agrio y la familia de los casados ofrecían dulces caseros a los vecinos, aparte en los balcones colgaban colchas bordadas en honor a los recién casados. Nadie lo sabía, pero era la última vez que Gerona celebraba una fiesta de barrio sin el peso de la guerra. Las hogueras ardieron en la calle para hacer un pequeño asado de cerdo, como si pudieran espantar a las sombras.
En las murallas, un hombre de bigote afilado observaba en silencio. El brigadier Juan Julián Bolívar acababa de llegar a su cuartel general, después de un largo día de inspección de las defensas. Mientras los vecinos bailaban, él pasaba sus dedos sobre las piedras húmedas del baluarte y murmuraba:
—Pronto será aquí donde se decida nuestro destino.
EL AVISPERO: PRIMER ASALTO (20 DE JUNIO DE 1808)
El 20 de junio, Gerona despertó con el rugido de la guerra. No era el estruendo de una tormenta de verano, sino el eco de los tambores franceses que marcaban el paso de un ejército confiado. El general Duhesme, al mando de un heterogéneo cuerpo de ejército que incluía regimientos suizos, italianos y una fuerte contingente de la 2ª División de Infantería del Ejército de Cataluña, lanzó su primer asalto. No se trataba de un sitio formal, sino de un golpe de mano, un intento arrogante de someter la ciudad con la celeridad de un rayo.
Las columnas francesas, con sus uniformes impolutos y sus bayonetas relucientes, avanzaron con la confianza de quien se sabe superior. Desde la colina de Montjuïc, los oficiales, montados a caballo, esbozaban sonrisas de desprecio. Sus ojos pasaron revista a unas defensas improvisadas: barbacanas de mampostería recién levantadas, parapetos de sacos de tierra y, para su incredulidad, una milicia popular vestida con ropas de paisano. Vieron a mujeres encaramadas en los tejados y sacerdotes empuñando fusiles oxidados, y el desdén se reflejó en sus rostros.
—¡Malditos españoles! ¡Son monos con navaja! —masculló un coronel francés, convencido de que sería un paseo militar. El joven soldado Antoine, a su lado, lo miró con el terror en los ojos. Él no veía monos, sino rostros. Viejos, jóvenes, hombres y mujeres, todos con el mismo fuego en los ojos. Eran más de los que su oficial había dicho que serían. El miedo se apoderó de él, un miedo que resonaba en el eco de los tambores.
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Pero lo que encontraron no fue una ciudad acobardada, sino un avispero. Desde las murallas, la milicia, hombres y mujeres por igual, se defendió con una furia irracional, nacida del miedo que se transformó en rabia. El tendero Miquel Flores, que la semana anterior vendía telas, ahora sostenía una vieja escopeta de caza. Vio cómo la columna francesa avanzaba con una arrogancia insoportable. Apoyó su arma en el parapeto, escupió al suelo con rabia y gritó, con la voz rota por una mezcla de pánico y odio: —¡Veníd aquí, gabachos de mierda!. ¡Veníd a probar el acero de Gerona, cabrones!. ¡Por la Virgen Santa, que no queda ni uno para contarlo!.
No eran soldados profesionales, sino artesanos, campesinos, tenderos, albañiles, armados con lo que tenían a mano: viejos fusiles, horcas, cuchillos de cocina e incluso adoquines arrancados de las calles que caían como proyectiles mortales. El olor a pólvora quemada se mezclaba con el hedor a sudor, a tierra húmeda y, pronto, a sangre. El sonido de las campanas, que repicaban de forma desordenada como un clamor enloquecido, se fundió con los gritos de los defensores, el estruendo de los mosquetes y el ulular de las balas.
El sargento Ruiz, con la cara tiznada de pólvora y un brillo salvaje en los ojos, disparaba su fusil una y otra vez. Su voz, ronca por los gritos y los años de batalla, se alzaba por encima del estruendo. —¡Escúchenme bien, maldita sea!. Hoy no luchamos por un rey ni por un uniforme. ¡Luchamos por nuestras casas, por nuestras familias, por estas piedras que nos vieron nacer!. ¿Van a dejar que esos bastardos entren y nos pisoteen? —¡NUNCA! —respondieron los milicianos a coro, la determinación más fuerte que el miedo.
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En el sector de la Catedral, el padre Anselmo Petit, el mismo sacerdote dogmático de siempre, se había transformado. Con un crucifijo en una mano y una escopeta oxidada en la otra, su voz, quebrada pero firme, arengaba a los combatientes. —Hermanos, hoy no son solo soldados los que avanzan contra nosotros. Son herejes que quieren arrancar nuestra fe, nuestra tierra, nuestra alma. Dios está con nosotros. ¡Que cada bala sea una oración y cada golpe un acto de justicia!. Las mujeres, con faldas recogidas y paños en la cabeza, lanzaban calderos de agua hirviendo que escaldaban la piel, tejas, macetas e incluso muebles desde los tejados, convirtiendo las calles en trampas mortales. Una de ellas, con la cara enrojecida por el esfuerzo, gritó a los invasores: "¡Tomad esto, malditos hijos del demonio!. ¡Esto es por mi marido, cabrones!". El ataque era un caos sangriento, un frenesí de empujones, disparos y gritos, donde la improvisación se mezclaba con la desesperación.
El asalto fue breve, brutal y, para la consternación de los franceses, un fracaso rotundo. Las calles se llenaron de cadáveres con uniformes azules. La retirada francesa fue caótica, dejando tras de sí un rastro de humillación y perplejidad. Los franceses apenas habían logrado entrar por las brechas, pero los gerundenses impidieron que se adentraran y fueron repelidos fuera de las murallas otra vez.
Dos oficiales franceses se retiraban, con el rostro sucio de sudor y la humillación en sus miradas. —No entiendo cómo pudimos fracasar. Era una ciudad indefensa —dijo uno de ellos. —Indefensa, sí... —murmuró el otro, frustrado—. Pero llena de locos. Locos que prefieren morir antes que rendirse.
Gerona no ganó una batalla. Ganó tiempo, orgullo y una leyenda. Casi 1000 hombres de la guarnición de Juan Julián Bolívar, lograron contener a más de 6600 hombres de Guillaume Duhesme.
EL ECO DE BAILÉN
La ciudad olía a pólvora, a madera quemada y a la sal amarga del sudor. El asedio era una lenta y asfixiante enfermedad que corroía el ánimo de los gerundenses. El hambre apretaba, los niños tenían los rostros pálidos y, bajo la superficie de la resistencia, se extendía la duda, ese gusano de la desesperación que devoraba la moral. El coronel Juan Bolívar, supremo jefe militar interino de Gerona, en la soledad de su despacho, lo sentía en el aire. La furia de los primeros días se había transformado en una tensión de acero, la certeza de que la voluntad humana, incluso la más firme, tenía un límite.
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La noticia, sin embargo, no fue un milagro caído del cielo, sino el fruto de una voluntad indomable. Unos días antes, Daniel, un chaval forzudo de quince años, había logrado deslizarse fuera de las murallas por una alcantarilla apenas visible. Su misión, autoimpuesta, era buscar a la guerrilla catalana de las afueras, llevarles un mensaje de Pilar, la dueña de un establecimiento popular, y pedirles ayuda. Encontró a un hombre curtido por la guerra, un líder de guerrilleros llamado Joan Solà, que había presenciado la retirada francesa de Andalucía. Solà, al ver el coraje del muchacho, le encomendó la misión más crucial: regresar a Gerona y gritar la victoria de Bailén. La noticia, un eco de esperanza para la asediada Gerona, era un arma psicológica, un conjuro contra la desesperación. A Daniel se le confió esta responsabilidad, y la promesa de un futuro mejor, que le daría fuerzas para volver, evadiendo patrullas, escondiéndose en zanjas y acequias.
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Así, fue en medio de aquella opresión cuando una sombra irrumpió en la Plaça de la Catedral. Era Daniel, el muchacho, forzudo, cubierto de un espeso manto de polvo y lodo. Su ropa, hecha jirones, estaba empapada en sangre. No corría, sino que se tambaleaba como un borracho, sus piernas moviéndose en una danza macabra que parecía desafiar al agotamiento. Su boca, abierta en un rictus de desesperación, apenas podía articular un sonido. Pero las palabras que finalmente escaparon de sus pulmones, gastados por el esfuerzo, resonaron en la plaza como una campanada de gloria.
—¡Bailén!. ¡Victoria en Bailén!. ¡Castaños ha derrotado a los franceses!.
La noticia no fue solo un grito, sino un incendio. Se propagó por cada rincón de la ciudad, de boca en boca, como un eco de esperanza. Un miliciano, Pep, levantó su jarra de vino con ojos encendidos de un júbilo casi infantil.
—¡Milagro!. ¡Un milagro de la Virgen! —vociferó, como si la victoria en Bailén fuera una respuesta directa a sus plegarias—. ¡El general Castaños es el nuevo Palafox!. ¡Así como Zaragoza se defiende, España entera se levanta!
Pero a su lado, Esteve, un veterano de la milicia, de barba cana y rostro curtido por el sol y la guerra, bebía de su copa de forma lenta y silenciosa. Su mirada, llena de escepticismo, era un ancla que trataba de evitar que la euforia se los llevara por delante.
—¡Zaragoza!. ¿De qué Zaragoza hablas, imbécil? —le replicó con voz áspera—. ¡Zaragoza está sufriendo un asedio de mil demonios!. ¿Una victoria?. Sí, es un respiro. Pero una guerra no se gana con una sola batalla, por gloriosa que sea. Los gabachos son como la mala hierba, cortas una y brotan cien más. Y este, coño, es el puto emperador Napoleón, no un marquesito de pacotilla.
Una mujer, la dueña de una taberna, interrumpió la discusión, con la mirada puesta en un pan que amasaba en silencio.
—Que hablen de victorias, pero que alguien repara las brechas de la muralla derribadas, porque van a regresar esos malditos gabachos, una realidad más pesada que cualquier victoria y de la que había que darse prisa.
En la Plaça de la Catedral, entre la confusión de abrazos y lágrimas, la algarabía se quebró. El anciano Josep Domenech, un viejo carnicero de boina que había visto demasiados asedios, se acercó a un grupo de vecinos. Tomó una vela de sebo de un puesto y, bajo la mirada curiosa de todos, la encendió a los pies de una pequeña imagen de la Virgen, que alguien había colocado sobre una repisa. Luego, alzando su voz temblorosa, entonó:
—Dicen que Gerona no cae, porque la Virgen la guarda...
La melodía, antigua y sencilla, flotó sobre las cabezas, primero apenas oída, luego recogida por otros labios. En segundos, la plaza entera se sumó, y la copla, repetida y transformada en letanía, se propagó como un conjuro contra el miedo y el cansancio. Hubo quien se persignó, quien besó la medalla de Sant Narcís, pero todos sintieron que en esa copla sobrevivía algo más tenaz que la inquietud: la fortaleza supersticiosa de un pueblo que convertía su temor en canción.
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Las campanas de la Catedral y de Sant Feliu, que llevaban semanas tañendo a difuntos o a alarma, repicaron ahora con una alegría desbordante, un sonido que se extendió por toda la ciudad, un himno de esperanza y desafío. La noticia de Bailén fue un chute de moral, una inyección de coraje que redobló la resistencia. Este grito llegó a las trincheras francesas, recordándoles, como Suchet diría más tarde en sus memorias, que esta guerra en España era "diferente a todas las demás". Los franceses, desmoralizados por la derrota en Andalucía y la tenacidad gerundense, finalmente levantaron el sitio a mediados de agosto, pausa que Juan Bolívar aprovechó a toda prisa para reforzar y reparar las murallas, y hacer una enorme entrada de suministros, municiones y víveres dentro de la ciudad.
En la tienda de Pilar, había una efervescencia inusual.
—Madre mía, si hasta los curas están cantando como gorriones —dijo Rosario, asomándose a la ventana del local.
—Hija, cuando la gente tiene miedo, agarra lo que puede. Hoy se aferran a Bailén como quien se agarra a un clavo ardiendo —comentó Pilar, contando las pocas monedas que quedaban en la caja.
Al otro lado de la muralla, en el cuartel francés, el capitán Delmas, un hombre duro y de sangre fría, escuchó el repique de las campanas con una mueca de desprecio en el rostro. Su teniente, Henri, un joven oficial que seguía creyendo en el honor de los hombres, se acercó con el rostro pálido.
—Capitán, los hombres murmuran. Dicen que esta guerra está maldita —informó Henri.
—Maldita o no, seguimos aquí porque el Emperador lo ordena —respondió secamente el capitán, y luego añadió, como si fuera un juramento—. Pero apunta bien lo que te digo: Gerona será nuestra tumba o nuestra redención.
Mientras tanto, en el despacho de Juan Bolívar, el coronel jefe militar de Gerona, con el rostro grave, miraba a su ayudante, Martín, con una seriedad que no admitía réplicas.
—¿Sabes qué es lo peor, Martín?. Que veo cómo se ilusionan con esta noticia...
—¿Y no deberían, mi general? —preguntó Martín, con una mezcla de esperanza y temor.
—Ajá. Pero yo he leído los informes. Napoleón no es un hombre que perdone un desaire así. Esto no es un final, es apenas el principio.

EL PESO DE LA TINTA Y LA SANGRE
En los primeros días del sitio, la ciudad de Gerona fue presa de una nueva fiebre, una que no nacía de la peste, sino del miedo a la nada: la fiebre de la última voluntad. La propiedad privada no era simplemente un derecho; era un sacramento tan venerado como el altar de la catedral. Desde los tiempos de los condes de Besalú, las casas, los huertos y los almacenes habían pasado de padres a hijos con la solemnidad de un rito religioso. Cada piedra, cada palmo de tierra, llevaba consigo siglos de historia familiar, y en aquellos días de incertidumbre, los gerundenses acudían al notario como peregrinos a Santiago, llevando consigo sus últimas voluntades escritas con manos temblorosas. El estruendo de la artillería no solo recordaba la fragilidad de la vida; también obligaba a poner en orden aquello que se dejaría atrás.
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La notaría de Don Genís de Fluvià, en la calle de la Força, se había convertido en el confesionario de una ciudad que se sabía mortal. Su puerta, que antes solo se abría para los tratos de mercaderes o las herencias de ancianos, ahora veía una procesión interminable de espectros. Hombres, mujeres, viejos y jóvenes formaban una cola silenciosa que se derramaba por la calle, una cofradía de futuros difuntos que aguardaban con la paciencia de quien ya ha perdido toda prisa. El miedo era doble: por un lado, a morir bajo los cañones franceses; por otro, a que sus herederos quedasen sin protección, despojados, olvidados en la nada.
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Don Genís, un hombre cuya vida había sido la caligrafía pulcra del orden y la ley, sentía que su mundo de pergaminos y sellos de lacre se había resquebrajado para siempre. Su despacho, antes un santuario del contrato y la propiedad sagrada, olía ahora a sudor rancio, a ropa húmeda y a ese pánico sordo que se adhería a la piel. Con sus gafas de latón sobre la nariz y la pluma de ganso temblando en sus dedos manchados de tinta, ya no redactaba acuerdos comerciales, sino epitafios.
Un carpintero llamado Jaume Casallá, con las manos nudosas aferradas a la mesa, dictó su testamento: "Mis herramientas, mi martillo, mi garlopa, mis formones… que sean para mi hijo, si sobrevive. Es lo único que tengo. Es lo único que soy. Que sepa que su padre le dejó el alma con que se gana el pan". Don Genís tradujo el alma de un hombre a la fría prosa de la ley: «Lego a mi primogénito, Pau Casallá, todos los útiles y enseres de mi oficio…».
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Después, entró una viuda, Eulàlia Grau, con el rostro consumido por el luto y el hambre. "No tengo nada, señor notario", susurró, "Solo el rosario de mi madre y los pendientes de mi boda. Que sean para mi hija, Clara. Y quiero que escriba… que le dejo mi bendición. Que la quise más que a mi vida". El notario, conmovido, escribió: «Ítem más, lega a su mencionada hija, Clara, el amor incondicional y la bendición perpetua de su madre…». Los hombres, con el uniforme manchado de sangre y el rostro curtido por el sol, también acudían. "Mi fusil, para mi hermano pequeño, para que defienda esta tierra como yo lo he hecho", dictaba un joven miliciano. En tiempos de guerra, la propiedad se reducía a lo esencial, a lo que podía servir para la supervivencia.
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El padre Francesc anunció: "He venido a dejar constancia de que, si muero en este asedio, quiero que mis libros, reliquias y pertenencias personales pasen a manos del obispo de Gerona". También dejó instrucciones precisas para el tesoro de la catedral, con la esperanza de que su legado sobreviviera a la tormenta.
Entre la procesión de la desesperación, la figura de un campesino de mediana edad, Josep Casadevall, destacó por la solemnidad de sus palabras. Su testamento, aunque carente de lujos, era un acto de fe. Con las manos encallecidas por el trabajo de la tierra, se sentó frente al notario.
—Quiero dejar constancia, señor Genís, de mis propiedades. Tengo una casa en el campo con sus tierras, y otra aquí, en la ciudad, en la calle Ballesteries. Quiero que la casa del campo y sus tierras sean para mi hijo mayor, si sobrevive.
El notario asintió, su pluma danzando sobre el pergamino.
—Y en cuanto a mi otra casa —continuó el campesino—, la de la ciudad, quiero que se divida en partes iguales entre mis otros tres hijos, si sobreviven, claro. También quiero que conste que, si algunos mueren, heredarán los supervivientes, con la casa de campo para el superviviente de mayor edad y la de la ciudad para los supervivientes. Si quedara un solo hijo, todo será para él.
Hizo una pausa, su mirada fija en el vacío como si viera a los animales de su corral.
—En cuanto a mi ganado, los ocho cerdos, la mula, el caballo, las dos vacas, las gallinas y los conejos… que a mi muerte se vendan y se reparta el dinero a partes iguales entre todos mis hijos que hayan sobrevivido. Y si, por designios de Dios, nadie sobrevive a esta barbarie, todo mi patrimonio se lo dejo a uno de los orfanatos de la ciudad a sortear.
El notario registró cada detalle, asombrado por la meticulosidad del campesino.
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El procedimiento era siempre el mismo. El testamento se redactaba en papel sellado, firmado por el causante y por el notario, a cambio de un módico estipendio que aseguraba la solemnidad del acto. Aquello iba a ser una tarea de varios días, dentro del paréntesis de la tregua previa al siguiente asedio que preparaban los gabachos, lo que garantizaba al notario y a sus escribientes un trabajo intenso y unas ganancias inciertas. Una copia auténtica, llamada testimonio, se entregaba al otorgante, mientras el original ingresaba en el protocolo notarial, un grueso libro encuadernado que Don Genís guardaba en un arcón de hierro, bien protegido en la cripta de su sótano, ante unos previsibles bombardeos de obuses que destrozaran la casa del notario. Al final de cada año, esos protocolos se remitían al Archivo del Real Colegio Notarial de Cataluña, donde quedaban custodiados con valor legal perpetuo. Don Genís sabía que muchos de esos testimonios se perderían entre las ruinas, pero el protocolo, el verdadero corazón de la notaría, sería custodiado a toda costa, para que la voluntad de los gerundenses, incluso después de su muerte, siguiera viva.
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El contraste llegó con la irrupción de Don Rafael de la Riva. El mercader entró sin esperar su turno, su cuerpo rotundo llenando el umbral. No había miedo en su rostro, solo el cálculo frío de un jugador que mueve sus piezas. "Genís, necesito actualizar mis disposiciones. Con esta incertidumbre, la cartera debe estar protegida", dijo, desenrollando un legajo de papeles. La gruesa documentación de Don Rafael de la Riva iba a suponer cuatro días de trabajo notarial para redactar sus disposiciones y darles valor legal en caso de su muerte. Dictó deudas, propiedades y censos, un imperio de papel que pretendía salvar de un naufragio de piedra y sangre. Para Don Rafael, la propiedad no era sagrada por su esencia, sino por su valor de cambio.
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Cuando el mercader se marchó, dejando tras de sí el olor a tabaco caro y a indiferencia, Don Genís se quedó mirando la pila de testamentos sobre su mesa. Eran docenas, cientos. Cada uno, un fragmento del alma rota de Gerona. El testamento del carpintero olía a madera y sudor. El de la viuda, a lágrimas secas. El del campesino, a tierra fértil y a una fe inquebrantable en el futuro. El de Don Rafael, a la fría humedad del oro.
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Aquella noche, mientras el eco lejano de los picos franceses comenzaba a oírse de nuevo, anunciando la construcción de nuevas trincheras, Don Genís de Fluvià no pudo dormir. Se dio cuenta de que su trabajo ya no era el de un notario. Se había convertido, sin quererlo, en el archivero de la memoria. Era el guardián de las últimas palabras, el custodio de un mundo que se aferraba a la propiedad de las cosas para no admitir que lo único que les quedaba, lo único verdaderamente sagrado, era la propiedad intangible de sus recuerdos. Y esa, se dijo con una amargura infinita, era una herencia que ninguna pluma, por mucha tinta que vertiera, podría jamás registrar.
EL CADÁVER QUE SE LEVANTÓ
El eco de la humillación de Bailén no había resonado en España como una simple derrota militar; había retumbado en el corazón de Europa como una blasfemia, una grieta en el mito de la invencibilidad imperial. En el Palacio de Saint-Cloud, el mismo lugar donde nueve años antes Napoleón Bonaparte había dado el golpe de Estado que le daría el poder, la noticia le llegó como una afrenta personal, no la furia calculada de un general, sino la ira fría de un dios ofendido. El mariscal Dupont, rindiendo a veinte mil veteranos de Austerlitz y Friedland ante un ejército improvisado y una milicia heterogénea mandada por un aristócrata anticuado como el General Castaños, era una anomalía matemática, un insulto a la lógica de la guerra que él, el Gran Corso, había perfeccionado. Este General Francisco Javier Castaños, más que un estratega brillante, había sido un caudillo que supo aprovechar con astucia el fervor popular y el terreno, desgastando a las tropas francesas bajo un sol de justicia hasta obligarlas a la rendición. Fue una victoria de la voluntad popular y del conocimiento de la tierra sobre la superioridad técnica del ejército invasor.
—España es un cadáver —le había espetado a Talleyrand meses antes, cuando el Príncipe de Benevento le había advertido de los riesgos de la intervención—. Y un cadáver no resucita.
Pero el cadáver se había levantado, y sus manos huesudas se aferraban a la garganta de la Grande Armée. La mancha de la derrota debía ser borrada, no con tinta, sino con sangre y con la presencia del propio Emperador.
—Deben entender —espetó a su Estado Mayor, golpeando la mesa de caoba con un puño cerrado, haciendo tintinear las copas de cristal—, que el águila no ha alzado el vuelo. Ha descendido para posarse sobre su cuello. Y una vez allí, no la soltará.
A finales de 1808, el Águila cruzó los Pirineos. No lo hizo como un simple general, sino como el destino encarnado, al frente de doscientos mil hombres, la más formidable maquinaria de guerra que el mundo había conocido. Su llegada fue un vendaval que barrió la precaria resistencia española. Burgos cayó en un día, Tudela fue una masacre de la que aún se escuchaban los alaridos, y las puertas de Madrid se abrieron ante él con la sumisión de un miedo que se sentía antiguo.
Pero conquistar la capital no era conquistar España. Napoleón, el hombre que entendía el mundo a través de mapas, números y la ciencia de la artillería, se encontró prisionero de un país que se negaba a ser comprendido. Para él, un corso que había domesticado la Revolución y redibujado Europa, España era un enigma brutal, un atavismo fascinante y exasperante. Decidió observarla, no como un rey, sino como un naturalista ante una especie indómita.
Su primera inmersión en el alma española fue en la Plaza Mayor de Madrid, habilitada para una corrida de toros en su honor. Sentado en el palco real, rodeado de la adulación nerviosa de los afrancesados, Napoleón observó el espectáculo con la curiosidad fría de un entomólogo. Se inclinó hacia el mariscal Murat, que estaba a su lado.
—Dime, mariscal, ¿qué sabes de este rito? ¿Conoces el significado de esta barbarie? —preguntó, con el ceño fruncido.
Murat, con un gesto de desdén, respondió: —Es un ritual primitivo, Majestad. El animal, un toro bravo, es un símbolo de fuerza salvaje. Los hombres, con sus capas y sus espadas, lo provocan y lo debilitan. Es un baile macabro que termina con la muerte, un sacrificio. El público, esta gente... lo ve como una obra de arte, una tragedia y un espectáculo de valentía. Su única pasión es la sangre.
Napoleón escuchó atentamente, sin apartar la vista del ruedo. Vio la fuerza bruta del toro, un animal magnífico y estúpido, embistiendo una y otra vez contra el capote de un torero vestido con un traje de luces que al Emperador le pareció ridículo y afeminado. Vio la sangre, la crueldad del picador, la agonía del animal. Pero lo que le fascinó no fue la lidia, sino el público.
—No. Es más que eso. Es un rugido gutural, primario, que celebra cada pase, cada verónica, cada estocada. Es el mismo grito que mis espías me describieron en los motines de Aranjuez. Es un grito que no nace de la razón, sino de las tripas. No celebran el arte, general. Celebran la muerte. Es un pueblo que coquetea con la aniquilación como si fuera una amante. No comprenden la lógica de la retirada, ni la diplomacia. Solo entienden el honor y la muerte. Y eso, mi querido Murat, los hace más peligrosos que cualquier ejército de Europa.
Mientras tanto, en un rincón de la plaza, un viejo zapatero llamado Faustino, con el rostro curtido por el sol de los veranos madrileños, observaba el palco real. No tenía simpatía por el toro ni por el torero. Solo miraba al Emperador de los franceses, la encarnación del orden que le había arrebatado a su rey.
—Mira a ese hombre —le susurró a su nieto, un niño de diez años con los ojos muy abiertos por la sangre del ruedo—. Se cree un dios. Pero los dioses no entienden la furia de los hombres. Cree que puede domar a este pueblo con la misma facilidad con la que se mata a ese animal. Pero la furia que nos ha robado a nuestro rey, y que nos quita el pan, es como la de ese toro. Solo que la nuestra no morirá en la arena. Y pronto, muy pronto, la furia de los españoles será tan poderosa como la de ese toro. Ya lo verá.
El niño, que no entendía la política, solo veía la sangre, pero sintió la amargura en las palabras de su abuelo, y una semilla de odio se sembró en su joven corazón. Napoleón, que creía observar a un pueblo, en realidad estaba siendo observado por él.
LA PROFECÍA DEL CIRUJANO
El olor a alcohol, a carne quemada por el cauterizador y a sangre vieja impregnaba el pequeño consultorio sito en la escalinata de Sant Martí . Era un aroma denso, la esencia misma del oficio del doctor Armand Dubois, y una constante que lo anclaba a la sombría realidad. En el centro de la mesa, un candil parpadeaba, proyectando sombras alargadas sobre los frascos de vidrio y el afilado filo de un escalpelo. Con un gesto seco, casi ritual, Dubois se inclinó sobre su diario, mojó la pluma en el tintero de cobre y dejó que la ironía amarga de su alma fluyera hacia el papel. Su caligrafía, pulcra y precisa, era un intento desesperado de imponer orden al caos que rugía tanto en las calles como en su mente.
«19 de agosto de 1808. Gerona.» —escribió, y la fecha resonó en su cráneo como una campana funeraria—. «Celebran la victoria de Bailén. ¡Qué ingenuos!. Han eclosionado una hazaña de un solo hombre, sin comprender que no han hecho más que enfurecer al águila. El Emperador no perdonará esta afrenta. Volverá, y lo hará con la furia de un Dios y la organización de un relojero, con la precisión de la muerte. Lo que este pueblo exultante ha ganado es una venganza napoleónica mucho más terrible y organizada. Los pocos que vemos más allá de esta efímera gloria, nos preparamos para el verdadero cataclismo. La sangre que aún no se ha derramado en esta ciudad será un río, un diluvio, un mar de miseria que ahogará sus cánticos y sus medallas. Gerona, en su ingenuidad, ha sellado su propio destino. Me pregunto cuántos de los que hoy gritan su alegría acabarán en esta mesa, con sus carnes destrozadas por la metralla y sus huesos partidos por el cañón.»
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El golpe seco del diario al cerrarse resonó en el silencio de la estancia. La calma que se había instalado en la ciudad, el eco de la victoria que el pueblo celebraba, no era más que la calma que precede al huracán. Se levantó y caminó hasta la ventana. La apartó con un gesto brusco, como si quisiera arrancar un velo. En la calle, el clamor de una multitud llegaba a sus oídos. Un grupo de niños jugaba, alborotado, ajeno al hedor a muerte que se avecinaba. Vio sus rostros, sus risas, sus gestos sencillos, y un escalofrío de terror le recorrió la espalda. ¿Acaso no veían que su alegría era solo un espejismo?. ¿No sabían que el Imperio, herido en su orgullo, no iba a dejarles vivir en paz?.
Apoyó la frente contra el cristal, frío y polvoriento. Su mente, formada en la razón y la ciencia de la Ilustración francesa, se desbordaba con preguntas que no encontraban respuesta. ¿Qué clase de locura era esta que llevaba a los hombres a cantar mientras morían de hambre?. ¿Qué fuerza invisible movía a los ancianos a rezar, a los niños a jugar, a los soldados a luchar cuando todo a su alrededor clamaba por rendición?. Era como si Gerona, esa pequeña ciudad atrapada entre montañas y ríos, se negara a reconocer su insignificancia en el gran tablero de Napoleón.
Recordó París. Los salones de la Academia de Cirugía, el debate con los sabios de la Sorbona, las calles bulliciosas, el Sena bajo la luna. Había huido de las convulsiones de su propia Francia, de las promesas traicionadas de la Revolución, buscando un lugar donde la ciencia pudiera florecer lejos de la política y la guerra. Pero aquí, en este rincón olvidado, había encontrado algo peor: una fe ciega, una resistencia irracional que desafiaba todas las leyes de la supervivencia.
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Se sirvió un vaso de coñac. Lo bebió de un trago, sintiendo el ardor del líquido en su garganta, pero no lograba calentar su alma. El cinismo, la ironía amarga, eran su única coraza. Pensó en un paciente, un miliciano, apenas un muchacho, que había llegado al consultorio con una bala incrustada en el muslo. Mientras Dubois extraía el proyectil, el chico le había dicho con una sonrisa débil: "Doctor, si muero, será por España". No había miedo en sus ojos, solo una serenidad inquietante. Dubois había querido gritarle: "¡España no existe!. ¡Es solo un nombre, una idea, una ilusión!". Pero sabía que no habría servido de nada. Para estos hombres, para estas mujeres, España era tan real como la sangre que brotaba de sus heridas.
Pensó en Napoleón, en su genio frío, en su voluntad implacable. Napoleón no entendía este tipo de resistencia, esta obstinación suicida. Para él, la guerra era una ecuación, un problema que podía resolverse con la suficiente fuerza y estrategia. Pero aquí, en Gerona, la ecuación no tenía sentido. Aquí, la gente luchaba no porque tuviera esperanza de ganar, sino porque creía que era lo correcto. Porque creían en algo más grande que ellos mismos.
«Pero eso», pensó, «eso es una enfermedad. Una fiebre que consume la cordura.». Él, que había dedicado su vida a curar cuerpos, sabía que no había remedio para esa clase de locura. Era contagiosa, se propagaba como una plaga, y convertía a los hombres en mártires dispuestos a sacrificarlo todo.
Se volvió hacia su escritorio. El diario permanecía cerrado, como un ataúd que guardaba sus pensamientos más oscuros. «El honor», murmuró para sí mismo, «es el último refugio de los insensatos». Y sin embargo, mientras miraba por la ventana y veía a los niños correr bajo el sol de agosto, no pudo evitar preguntarse si acaso no era él, el médico cínico y racional, quien estaba equivocado. Si acaso, en su búsqueda de orden y lógica, no había perdido de vista algo esencial. Algo humano. Pero no. Sacudió la cabeza con brusquedad. La razón era su brújula, su faro en la oscuridad. Y si la razón decía que Gerona estaba condenada, entonces así sería. Con un suspiro, tomó su pluma y abrió el diario de nuevo. Escribiría. Escribiría hasta que las palabras dejaran de temblar en su mano. Hasta que el caos dejara de rugir en su mente. Hasta que la guerra, finalmente, terminará.
EL FRACASO DE LA RAZÓN
El gran salón de la Quinta de los Duques del Infantado, en el barrio de Chamartín de Madrid, estaba sumido en un silencio denso y pesado, un eco de la derrota que no se atrevía a pronunciarse en voz alta. Afuera, la helada noche de diciembre se cernía sobre la capital, un manto de escarcha que se aferraba a los tejados como un sudario y que mordía la piel de los centinelas. Adentro, el crepitar de una leña de roble en la chimenea y el parpadeo trémulo de las velas apenas lograban disipar la opresiva atmósfera. Napoleón Bonaparte, con su mano encajada en el chaleco de su uniforme verde oscuro, se sentía más prisionero que dueño de aquella sala. En la punta de su lengua persistía el amargo sabor de una victoria incompleta, un sabor metálico y seco como el de la pólvora rancia, un sabor que se acentuaba con el vino que le habían servido. Con un gesto de evidente asco, lo apartó de su vista.
—¡Es un vino rancio, propio de los viciosos que habitaban este palacio! —espetó, golpeando la mesa con la palma de la mano—. ¡Que me traigan otro!. ¡El mejor que encuentren!. ¡No puede ser que en un imperio falte un buen vino para el Emperador!.
Era una pequeña molestia, pero un síntoma de su frustración. Había aplastado a la fuerza borbónica, había dispersado sus ejércitos, pero el verdadero enemigo, el espíritu indomable de España, seguía desafiando su lógica militar, su genio político y la misma esencia de su imperio.
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A su alrededor, como estatuas de piedra cinceladas en el rigor de la guerra, los hombres que habían forjado su imperio esperaban. El mariscal Jean Lannes, con la mirada curtida de quien ha visto los peores horrores en los campos de batalla de Austerlitz y Friedland, y la boca apretada en una línea fina y amarga, como si la victoria le supiera a ceniza. Jean-de-Dieu Soult, analítico y reservado, más cómodo con los mapas, las cifras y la geometría de la artillería que con las indomables pasiones humanas. Y el general Jean-Baptiste Bessières, leal y de confianza, cuya postura erguida y marcial no podía ocultar la inquietud que le roía por dentro. La sala, impregnada del olor a vino rancio, a cera quemada y a un frío que se pegaba a los huesos, era el epicentro de un imperio que, por primera vez, parecía tambalearse en una península incomprensible.
—¿Creísteis que sería como en Prusia?. ¿Que bastaría con un par de batallas gloriosas para humillar su orgullo? ¡Sois unos ingenuos! —espetó Napoleón, y el puñetazo que asestó a la mesa de caoba resonó como un disparo, haciendo tintinear las copas de cristal de Bohemia—. Los Borbones eran un cadáver político, una familia de locos que se desgarraban entre sí. Pensé que mi intervención sería una cirugía necesaria, una lección de Ilustración para un pueblo ignorante. ¡Les doy un rey inteligente, una constitución, leyes modernas que son la envidia de toda Europa... ¿Y qué recibo a cambio?. Un desprecio fanático, una resistencia que se ríe de las reglas de la guerra.
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Napoleón se detuvo, su voz bajó a un murmullo cortante. —Recordad, mis mariscales, que este pueblo no es nuevo en la guerra. Son los que se adueñaron de las Américas, los que crearon el mayor imperio que el mundo había conocido. Tienen en sus venas la experiencia militar de siglos, un orgullo atávico. Son un pueblo de hidalgos que se creen dueños de su terruño, apegados a la tierra como un hombre a su nombre. Son individualistas, envidiosos, sí, pero también invencibles cuando deciden luchar, y se unen como una piña cuando tienen un enemigo común. Sin embargo, siguen siendo ignorantes, retrasados, marcados a fuego por la superstición y por esa abominable Inquisición. He venido a traerles la luz de la Razón y ellos prefieren la oscuridad de sus confesionarios.-
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Napoleón se incorporó entonces, con el rostro iluminado por el fuego de la chimenea y los ojos ardiendo de ambición. —Pero no os equivoquéis —prosiguió con solemnidad—. España no es solo una provincia levantisca, es la llave del mundo. Durante tres siglos, desde Sevilla y Cádiz, han gobernado un imperio que se extiende por América, Asia y África. De esas tierras vienen el oro y la plata, el azúcar, el cacao, el café, las especias, los tintes y maderas que han nutrido a toda Europa. España fue la primera potencia global, y aunque hoy está agotada, sus colonias siguen siendo un manantial de riquezas. Quien domine Madrid, quien convierta la metrópoli en una provincia más del Imperio francés, dominará también La Habana, México, Lima, Manila y hasta las Filipinas. Eso significa dominar las rutas oceánicas, cerrar el paso a Inglaterra, controlar el comercio mundial y no solo el europeo.
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Roma dominó el Mediterráneo y se llamó eterna; yo dominaré los cinco continentes. Si España me pertenece, Francia será dueña de los océanos y de los recursos del mundo. Inglaterra se sostendrá un tiempo con su flota, sí, pero sin el oro y la plata americanos, sin el azúcar del Caribe, sin los puertos españoles, será un león sin garras. —Apretó los puños sobre la mesa—. Por eso esta guerra que parece local es en realidad decisiva: si no la gano, mi Imperio será continental; si la gano, mi Imperio será universal. España debe dejar de ser una nación rebelde y convertirse en una simple provincia del Imperio francés. Una provincia más de mi sistema, tan obediente como el Rin o Lombardía. Solo así la historia reconocerá que no soy un rey entre reyes, sino el emperador del mundo.
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Para el emperador, la paradoja era inexplicable, una herejía a la razón. Él ofrecía el orden, el progreso y el Código Civil, pero los españoles, con el fervor de un mártir, se aferraban a la superstición y al antiguo régimen. No era solo una cuestión de lealtad a un rey depuesto, sino un profundo apego a las cadenas que, según Napoleón, los oprimían. Era la fe en lo irracional, una enfermedad del alma que corrompía su lógica militar.
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El mariscal Soult, un estratega brillante con formación de artillero, se aclaró la garganta. Su análisis era frío y preciso, como un informe meteorológico. —Señor, el problema es de geometría y logística, no de moral. En Europa, la capital es el centro neurálgico; tomamos la capital y el cuerpo de la nación cae, descabezado. Aquí no hay un centro único. Madrid es una cabeza, sí, pero el cuerpo de España es una hidra de Lerna. Cortamos una y surgen tres más en Zaragoza, en Valencia... en esa maldita Gerona. Además, el relieve montañoso, tan diferente de las planicies de Francia, ofrece un refugio perfecto para bandoleros y guerrilleros. Ocupamos un territorio y la resistencia se disuelve para reaparecer en nuestra retaguardia, cortando nuestras líneas de suministro, asesinando a nuestros correos, diezmando a nuestras patrullas. No luchamos contra un ejército, sino contra el vacío, contra unos fantasmas. No tenemos un enemigo que confrontar, solo una tierra que nos devora.
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Lannes, más impulsivo y forjado en el fragor del combate, se atrevió a contradecirle. Su voz era un rugido amortiguado, lleno de la rabia que había visto en los asaltos de Zaragoza. —Con el debido respeto, mariscal, el problema no es de geometría, es de teología. Y de honor. No luchamos contra un ejército, sino contra una cruzada de fanáticos. Cada campesino que abatimos con nuestro fuego de fusilería cree morir por su dios local, y cada cura con un trabuco se siente un apóstol. Su lealtad no es a los Borbones, a quienes desprecian, sino a su terruño, a su campanario, a la memoria de sus ancestros, a esa España de las campanas y las cruces. No se les vence con la maniobra, porque no siguen una doctrina militar. Su doctrina es la fe, y contra eso, nuestros cañones solo abren el campo a más mártires. No son soldados, son fantasmas que se alzan de la tierra para vengarse.
Napoleón se acercó a la chimenea, extendiendo las manos para sentir un calor que no le llegaba al alma. —Entonces, coincidís —dijo con una voz helada que hizo callar a los mariscales—. No es una guerra. Es una enfermedad. Una patología del espíritu nacional que se niega a la luz de la razón. —Murmuró, casi para sí mismo—. Y por si fuera poco, este frío… Un frío que se mete en los huesos y se niega a marcharse. No es el frío ordenado de Austerlitz, ni el glorioso de las cumbres de los Alpes. Este es un frío del alma, un frío que se aferra como un bandido. Creímos que España sería un paseo de primavera y, en cambio, nos ha regalado este invierno amargo.La victoria en Madrid era un espejismo, una cura temporal para una enfermedad que amenazaba con devorar al Imperio desde dentro. —Esta es una úlcera que corroe el flanco de nuestro Imperio —declaró Napoleón, volviéndose hacia ellos—. Drena nuestros mejores hombres, consume nuestros recursos y, lo que es peor, infecta nuestra certidumbre. Por eso, mis decretos desde este mismo lugar de Chamartín no son un castigo, sino una cirugía. Abolir la Inquisición, los derechos feudales... No busco su gratitud. Busco extirpar el tejido necrótico que alimenta este fanatismo. No amputaré un tumor; si es preciso, amputaré el miembro entero.
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Napoleón miró a sus hombres con una severidad que no admitía réplica. —Mi regreso a Francia es inminente. El Imperio requiere mi presencia en otras latitudes. Pero vosotros os quedáis. No podemos permitir que se repita una derrota como la de Bailén. Aquella humillación fue la que les dio alas, la que les hizo creerse invencibles. A partir de ahora, la estrategia es una sola: ningún cuartel. Hay que someterlos pueblo a pueblo, aldea a aldea, sin dejarles un respiro. Cada vez que tomen las armas, el castigo debe ser ejemplar, visible. Necesitamos que el silencio de la tumba sea el único que se escuche en esta nación.
En ese instante, la puerta se abrió y José Bonaparte, el nuevo rey de España, hizo su entrada. Su expresión era la de un rey filósofo en un trono de bayonetas, un hombre atrapado entre la voluntad de su hermano y un pueblo al que no comprendía, pero por el que sentía una extraña empatía.
Había escuchado las últimas palabras de Napoleón y, sobre todo, aquella visión de España convertida en simple provincia de un Imperio universal. A sus ojos, aquello era grandioso, sí, pero también desmesurado. José, que creía conocer el alma de este país mejor que su hermano, pensaba que ni todos los ejércitos de Europa podrían arrancar a los españoles su terco sentido de nación, ni mucho menos convencerlos de que entregaran de buen grado el dominio de sus colonias. Para él, la obsesión napoleónica sonaba más a un sueño febril de dominación global que a una política realizable en las callejuelas de Toledo, Zaragoza o Gerona.
—Hermano, intentas aplicar la lógica de Europa a un pulso que nace de las entrañas —comenzó José con su tono mesurado, casi de súplica—. Para comprender a este pueblo no basta con leer mapas, hay que leer sus pasiones. Ya que has tenido el gusto de asistir a una corrida de toros, permíteme que te muestre un tablao flamenco. O ven conmigo a ver los grandes maestros de la pintura, a Goya... En sus lienzos verías las sombras que habitan en el alma de este pueblo, las supersticiones, el miedo y la rebeldía. Ahí entenderías por qué se niegan a ser liberados.
Napoleón lo interrumpió con un gesto seco, como una navaja que se cierra con un chasquido.
—Tú hablas de almas, José. Yo hablo de estructuras de poder. La fascinación por el primitivismo es un lujo que un emperador no puede permitirse. El alma de un pueblo rebelde no se seduce, se quiebra. Y se quiebra con ley, orden, y una fuerza abrumadora que haga que cualquier resistencia no solo sea fútil, sino impensable.
Se acercó a su hermano. Su voz, ahora un susurro cortante y peligroso.
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—Y hablando de grandeza, hermano, me sorprende que en todo este tiempo no hayas querido ver la mayor prueba del genio de esta nación. No me refiero a su espíritu, sino a su talento. Te he invitado en varias ocasiones al Palacio Real de Madrid. ¿Por qué te niegas a visitarlo?. Es el palacio más grande de Europa y del mundo. Un prodigio arquitectónico que te dejaría sin aliento. Se ha hablado mucho, en los salones de París, de tu famosa frase en Egipto: “¡Soldados!. Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan.” Bien, pues aquí, en el Palacio Real, no contemplan cuarenta siglos... contemplan apenas unas décadas. Porque se construyó en el siglo XVIII, en apenas unos años, y pese a la ignorancia y el fanatismo, no se podía menospreciar el genio y el talento de los españoles. La grandiosidad de ese palacio —símbolo de los reyes del mayor y más rico imperio del mundo, el español— habla por sí sola... y de ese imperio es del que ahora nos estamos adueñando. ¿Acaso no te intriga el lugar que fue el centro de todo eso? No se puede subestimar a un pueblo que creó algo tan grandioso. Es un monumento al poder. Un poder que ellos no quieren que olvides. Un poder que tu fanatismo te impide ver. El Palacio, a diferencia de las pirámides, está vivo, habitado. Es el símbolo de la magnificencia de sus reyes y de aquel inmenso Imperio Español del cual tú eres ahora el dueño… y yo, el Rey de las Españas en tu representación.
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—Basta, hermano, no tengo tiempo para eso —respondió Napoleón con impaciencia—. Estoy muy ocupado con el proyecto imperial francés. Tal vez más adelante, cuando haya adelantado mi tarea, venga unos días a España y visite ese palacio que, según dices, es el más grande del mundo. Por cierto, hermano —añadió con una mueca irónica—, he oído que te llaman "Pepe Botella". ¿Es cierto? Y también me pregunto… ¿tendrán algún mote o insulto reservado para mi imperial persona?.
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La sonrisa de José se borró, dejando en su lugar una amargura que había aprendido a ocultar. —Es uno de sus muchos motes, mi hermano. Una gracia popular que se aferra a la ironía. A ti, te llaman... el "Anticristo". Lo tolero, Napoleón, igual que tolero el mío. Es un insulto, una puñalada... pero al menos es un insulto que no pueden negarme, porque lo recibo de un pueblo que no puede hablar. Me consuelo con que no se quejan de mis decretos, sino de mi presencia. José, que había endurecido su expresión, aprovechó la pausa para pasar al contraataque, volviendo la mirada hacia su hermano, que se revolvía incómodo en el asiento. —Y hablando de ofensas más privadas, hermano. El Imperio requiere un heredero. ¿Cómo va tu matrimonio con Josefina?. ¿Sigue siendo la luz de tus ojos, la mujer por la que te negabas a marcharte?. ¿O ha habido... alguna decepción?.
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Napoleón no se inmutó. La pregunta había sido un golpe limpio, pero él era el mejor esgrimista de Europa. —Es una mujer admirable, José. Hermosa, elegante, con una gracia que pocos poseen. Pero la grandeza de un imperio no se mide por la belleza de sus reinas. Se mide por su descendencia. Y Josefina... ha cumplido su función. Me ha dado un amor, un apoyo, y una sombra de la vida que un emperador debe dejar atrás. Si el destino y la Providencia no me dan un hijo de mi vientre, lo buscaré en otro. Es una transacción. Mi felicidad personal nunca será la prioridad, sino el futuro de Francia. Por lo tanto, me veré en la obligación de buscar una nueva esposa. Pero no te engañes, José. La quiero. La querré siempre. Y aunque los designios del Estado me obliguen a tomar otra esposa, jamás dejaré de tenerla a mi lado. Será mi amante, el único bálsamo para un alma que solo conoce la guerra. Es el precio que debo pagar.
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Napoleón cortó la conversación con la frialdad de un cirujano. No había lugar para el sentimentalismo en el gran diseño de su vida. El amor era una distracción, la dinastía, una necesidad.
La noche siguiente, su hermano José, el rey intruso, lo invitó a un tablao improvisado en un salón del Palacio Real. Una mujer de piel morena y ojos como ascuas, con un vestido de volantes y un mantón de Manila que parecía tener vida propia, se contorsionaba en el centro de la sala. Sus tacones golpeaban el suelo con una furia rítmica y precisa, un redoble de tambor que era a la vez un lamento y un desafío. El cantaor, un hombre de rostro gitano y voz rota, lanzaba alaridos de un dolor ancestral. No era música, era un exorcismo. La letra no hablaba de guerra, ni de reyes, sino de un amor fracasado y decepcionante.
Llora la pena en el olivo,
el corazón se me ha roto por tu filo.
Mi alma es un pozo sin fondo,
donde se ahogan las penas de un amor que creí profundo.
Ay, que el tiempo pasa y no vuelve,
que el aire quema y no llueve.
Que la noche es negra y larga,
y el lamento del cantaor no se apaga.
Napoleón, acostumbrado a la armonía matemática de las óperas italianas, a la lógica de la sinfonía, no entendió nada. —¿Qué es esto? —le susurró a su hermano en una pausa, su voz llena de la irritación que producía el caos—. Es flamenco, Sire —respondió José, encogiéndose de hombros—. Es el alma de esta tierra. Napoleón observó los rostros de los presentes, absortos, transfigurados. No es el alma, se dijo para sí, es su fiebre. La música no era una amenaza directa, pero su salvajismo, la emoción cruda que destilaba, le resultaba profundamente inquietante. Era una fuerza que no podía dominar, un código que no podía descifrar.
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Pero fue en el interior de una iglesia en Burgos donde la incomprensión del Emperador alcanzó su cénit. Entró en la Catedral, no por devoción, sino por curiosidad arquitectónica. El aire era denso, cargado del olor a cera quemada, a incienso y a una multitud sin lavar. El oro de los retablos barrocos, recargados hasta lo grotesco, hería la vista. Y la gente... Cientos de personas, de rodillas sobre la piedra fría, murmurando rezos, sus rostros vueltos hacia estatuas de madera policromada que representaban a una virgen llorando lágrimas de sangre y a un cristo cubierto de llagas purulentas. Vio a una anciana arrastrarse de rodillas por el pasillo central, su rostro un mapa de sufrimiento y éxtasis. Vio a un soldado con el uniforme hecho jirones besar los pies de una estatua con una devoción que no había visto en sus hombres ni ante él mismo. Adoran el dolor, pensó con una mezcla de desprecio y fascinación. Su fe no es una esperanza de gloria, es una celebración del sufrimiento. ¿Cómo se puede derrotar a un pueblo que encuentra la fuerza en su propia agonía?.
Esa noche, en su despacho temporal, mientras el frío de la meseta castellana se colaba por las rendijas, escribió una carta a su esposa. La pluma se deslizaba sobre el papel, un intento de traducir el caos en orden, de explicar lo inexplicable.
Mi querida Josefina,
Te escribo desde el corazón de esta tierra extraña y terrible. He tomado Madrid. Mis ejércitos avanzan. La victoria, sobre el papel, es absoluta. Pero España no es como ningún otro lugar de Europa. Esto no es Austria, donde una batalla ganada te entrega un imperio. Esto no sé si es África, pero así es España. He entrado en sus iglesias, y no he encontrado a Dios, sino a la superstición en su forma más primitiva y sangrienta. Adoran ídolos cubiertos de heridas, se postran ante el dolor. Su música es un grito, su baile una convulsión. Hoy he asistido a un espectáculo que llaman "corrida de toros". Es un ritual bárbaro donde una multitud celebra la muerte metódica de un animal noble, y lo llaman arte, la representación de la bravura, la lucha contra la muerte sin miedo y con cierto toque de elegancia, y si al pueblo le gusta esto que además llaman faena, lo aplauden. Toda España está llena de plazas de toros. Y en sus gritos, Josefina, he oído el mismo fanatismo irracional con el que se defienden en ciudades como Zaragoza o esa maldita Gerona.
Mis generales me hablan de estrategia, de logística, de flancos y retaguardias. Son conceptos inútiles aquí. Luchamos contra un fantasma. Cada campesino es un soldado, cada cura un general, cada mujer una espía. Los vences en el campo de batalla y se reagrupan en las montañas. Tomas una ciudad y la encuentras vacía, o llena de ancianos que te miran con un odio milenario en los ojos. Son valientes, sí, de una valentía suicida que nace de la ignorancia y la fe ciega. Son un pueblo anclado en el medievo, y yo he venido a traerles la luz de la Razón y el Código Civil, pero ellos prefieren la oscuridad de sus confesionarios , la tiranía de sus curas, y la sumisión a sus señores dueños de tierras y de haciendas.
Pero lo que no puedo confesarte a nadie más que a ti, Josefina, es la verdadera razón por la que esta tierra me obsesiona. España no es solo España: es América, es Asia, es un imperio escondido tras sus iglesias y su atraso. Si someto a la metrópoli, si la convierto en provincia de Francia, heredo de un golpe la llave de los océanos, las minas de plata de México y del Perú, los azúcares y cafés del Caribe, el comercio de Manila y las rutas hacia Oriente. Inglaterra perdería su respiración, y yo, con un solo movimiento, no sería dueño de Europa, sino del mundo. No se trata de conquistar un reino: se trata de tomar el timón de la historia. Y por eso, aunque esta guerra me devore el alma, no puedo abandonarla. Debo lograr que España sea Francia, para que Francia sea el mundo.
No sé cuánto tiempo más podré permanecer aquí. Este país me agota el alma. Es un desierto de piedra y de fe, y mi ejército se desangra en él. Pero debo someterlos. No por la gloria, sino por la lógica. Un imperio no puede permitirse tener una herida abierta en su costado. Debo cauterizarla, aunque para ello tenga que quemar España hasta los cimientos. Como bien sabes, Imposible es una palabra que sólo se encuentra en el diccionario de los tontos. Y yo, mi querida, no soy un tonto. Por más que se nieguen a la razón, su resistencia no es una fuerza que pueda detener un imperio; es solo un obstáculo que mi voluntad, mi genio y el tiempo doblegarán. No hay nada imposible, solo lo que aún no hemos conseguido. Y yo conseguiré esto.
Pienso en ti, en la civilización de nuestros salones, en la belleza ordenada de Malmaison, en nuestras comidas y bebidas refinadas, en nuestras charlas y controversias con intelectuales. Pienso en ello como un náufrago piensa en tierra firme. No tardes en escribirme. Tus cartas son el único bálsamo en este infierno de polvo y cruces.
Tuyo siempre, NAPOLEÓN.
Apenas unas semanas después, a principios de 1809, un correo urgente llegó a su cuartel general. Las noticias no eran de España, sino del corazón de Europa. Austria, envalentonada por las dificultades francesas en la península y financiada por el oro inglés, volvía a movilizar sus ejércitos. El archiduque Carlos amenazaba Baviera.
Napoleón leyó el despacho y su decisión fue instantánea. España, con su guerra sucia y su resistencia irracional, era un problema, pero Austria era una amenaza existencial para el Imperio. La gran política, el destino de Europa, se jugaba en el Danubio, no en las llanuras de Castilla.
Dejó el mando de la guerra española a sus mariscales, con órdenes claras de aplastar la insurrección y, sobre todo, de tomar las ciudades que aún resistían. —Que Suchet se ocupe de Aragón. Que Soult pacifique Portugal. Y que Gouvion Saint-Cyr borre Gerona del mapa. Es un foco de resistencia que debe ser aniquilado sin piedad ni demora —ordenó antes de partir.
Su regreso a Francia fue tan veloz como su llegada. El Águila abandonaba la piel de toro, dejando tras de sí un reguero de sangre y la certeza de que aquella guerra no se ganaría con grandes batallas, sino con la lenta y brutal asfixia de un pueblo. La mirada del Emperador se había posado sobre Gerona en el mapa, y aunque él ya no estuviera allí para verlo, su voluntad de aniquilación se cerniría sobre la ciudad como una sentencia irrevocable.

LA LEONA DE PIEDRA Y LA PRIMERA PRIMAVERA DE 1809
Vista desde el aire, desde la altura impía desde la que solo la observan las águilas o los dioses de la guerra, la ciudad era una leona de piedra echada sobre el valle. Una bestia milenaria, con el lomo erizado de torres y el corazón blindado por un abrazo de baluartes, que dormitaba un sueño inquieto entre los pliegues verdes de las colinas de las Gavarres y la atenta mirada, majestuosa y distante, del Montseny. No era una ciudad; era un desafío geográfico, una sentencia de piedra que la historia había colocado en la encrucijada de todos los caminos, como una aduana entre la fe visceral de España y la razón, a menudo furiosa y cruel, de Francia. Allí vivían unos 10.000 gerundenses.
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El río Oñar, una serpiente de plata y lodo, la partía en dos almas irreconciliables. A la derecha, trepando por la colina con la tenacidad de la hiedra, se apretujaba la Gerona inmemorial, la Força Vella. Un laberinto de callejuelas umbrías y empinadas que olían a incienso, a cuero viejo y a sopa de legumbres, un caos de tejados pardos que ascendían en una devoción arquitectónica hasta morir a los pies de su reina: la Catedral de Santa María. Su inmensa nave gótica, la más ancha del mundo, no era un templo, sino el pecho mismo de la ciudad, un corazón abovedado que parecía albergar el alma colectiva de sus gentes. Esta nave única, un prodigio técnico de 22,98 metros de ancho, lograba una luminosidad y una unidad que transmitían una sensación de monumentalidad que infundía orgullo a los vivos y prometía paz a los muertos. A su lado, como un fiel y adusto escudero, la iglesia de San Félix alzaba su campanario truncado, una cicatriz de viejas batallas que servía de eterna advertencia.
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Y a la izquierda, al otro lado de los cuatro puentes que la cruzaban como venas de vida, se extendía la ciudad nueva, el Mercadal. Este barrio, cuyo nombre provenía del antiguo mercado medieval que allí se celebraba, se alzaba con un orden de casas rectangulares y plazas simétricas que contrastaba con el caos medieval de la colina. Era la Gerona de las promesas, del progreso, de los negocios que habían hecho florecer a la ciudad en el siglo anterior. Pero ahora, en la primavera de 1809, ambas almas de la ciudad se habían fundido en una sola, tensa y frágil. La Gerona de los mercaderes y la de los santos se aferraban a un mismo destino. Los cañones franceses, invisibles en las colinas circundantes, ya habían comenzado a rugir, transformando el aire en una sopa densa de pólvora y el temor en un compañero constante.
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En el centro de ese universo de piedra, en el cuartel de los soldados, un hombre se movía con la precisión de un relojero que sabe que cada pieza es vital. El general Mariano Álvarez de Castro que acababa de llegar a Gerona en aquel abril de 1809, tras la dimisión de Juan Julián de Bolívar, con los cargos de Jefe del Ejército de Cataluña y Gobernador de Gerona por indicación de la Junta Suprema Central. Con cerca de sesenta años a sus espaldas, la edad comenzaba a pesarle como un pesado manto. Era un hombre de experiencia, curtido en los reales ejércitos, y su rostro era un mapa de una determinación férrea. Sus ojos, profundos y oscuros, no miraban a los mapas que cubrían la mesa, sino a algo que estaba más allá de la tinta y el papel: el alma de la ciudad que debía defender. El destino de Gerona y el suyo estaban sellados, y la conciencia de que los mejores años de su vida se le iban en una defensa sin cuartel, que podría no ver el final, era un peso más en sus hombros.
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Afuera, en las calles empedradas, se movía otro tipo de fuerza. La fuerza del pueblo. Un joven de diecinueve años, Miguel Ferrer, correteaba entre los soldados y las mujeres que cocinaban en las plazas. El olor a pan recién hecho se mezclaba con el hedor de las trincheras y el miedo flotaba en el aire como una neblina. Miguel no era un soldado, sino el hijo de una tabernera, Rosa Puig, una mujer de unos treinta y ocho años, de cabello negro y ojos vivaces. Su taberna, Ca la Rosa, era un hervidero de rumores y de esperanzas. Rosa servía vino aguado a los soldados, pero su verdadera mercancía era la información que recogía, una espía improvisada en el epicentro de un asedio. En la penumbra de su taberna, escuchaba las historias de los soldados, las quejas de los civiles y el desesperado orgullo de un pueblo que se negaba a ser doblegado.
En el frente de la batalla, en las trincheras de la Torre del Gobernador, el sargento Don Francesc Serra, un veterano de las guerras coloniales, observaba a los reclutas. Eran jóvenes, asustadizos, y sus caras reflejaban la inocencia que el tiempo, la guerra y el hambre les arrebatarían sin piedad. Un joven soldado, Manuel, de no más de diecisiete años, tiritaba de frío. Su bayoneta, aún sin manchar de sangre, brillaba inútilmente en la penumbra.
—¿No te da vergüenza, chaval? —le espetó Francesc Serra con un tono que no era de burla, sino de preocupación disfrazada de dureza—. Te va a dar más el aire de Gerona que una bala francesa. ¿Acaso crees que el miedo es un abrigo?
—Tengo frío, mi sargento —murmuró el joven, con la voz quebrada. El vaho de su aliento era un fantasma blanco que se disipaba en el aire gélido de la mañana.
—Pues pégate al que tienes al lado, o mejor, piensa en el vino caliente que te espera en la taberna de Ca la Rosa. Eso es lo que te mantendrá vivo, pensar que hay algo por lo que vale la pena resistir.
Don Francesc Serra no compartía el fervor patriótico ni la visión heroica de Álvarez de Castro. Para él, la guerra no era una cruzada, sino un oficio: un trabajo sucio que cumplía con eficacia, sin romanticismos. Sin embargo, bajo su armadura de cinismo, latía una empatía sincera por los hombres que comandaba, una preocupación casi paternal que lo convertía en una figura trágica y, al mismo tiempo, profundamente noble.
Mientras el sargento hablaba, un estruendo terrible sacudió el aire. Un cañonazo, un aviso de que la danza de la muerte había comenzado de nuevo. La tierra tembló bajo sus pies. El joven Manuel se agachó instintivamente, con los ojos cerrados, pero Don Francesc Serra lo sujetó por el hombro con fuerza.
—No. Quieto. Mira.
Don Francesc Serra le obligó a mirar hacia la colina de Montjuic, donde el humo se elevaba en espirales desde las posiciones francesas. Las nubes de pólvora olían a azufre y a destrucción.
—Así es como empieza. Un estornudo de la bestia, un aviso. Vendrán más. Muchos más. Pero tú no miras el cañón que dispara, miras lo que defiendes.
Y Manuel, por primera vez, levantó la cabeza y miró hacia la ciudad, hacia los tejados pardos de la Força Vella y la majestuosa Catedral, y por un instante comprendió que no defendía un pedazo de tierra. Defendía el aliento de las mujeres que cocinaban en las plazas, el olor a pan, el laberinto de sus calles. Defendía un sueño, una identidad, el alma de un pueblo que se negaba a morir.
LA INMORTALIDAD DE LAS MURALLAS
El corazón de Gerona, ese corazón abovedado que parecía albergar el alma colectiva de sus gentes, latía ahora con el estruendo salvaje de un tambor de guerra. Era el latido de un animal acorralado que, en lugar de desfallecer, encontraba un poder primigenio en su rabia. El fragor de la batalla no era un solo estruendo, sino una sinfonía de la destrucción: el sordo estampido de los obuses, el silbido mortal de la metralla, el crujido de la madera al astillarse y, por encima de todo, el lamento ahogado de los hombres y el gemido incesante de la ciudad. El humo acre de la pólvora se arremolinaba sobre las almenas como una niebla gris, pesada y corrosiva, picando en los ojos, quemando en la garganta y cubriendo cada palmo de piedra y carne con un velo de hollín. Era el olor de la muerte.
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Sobre la muralla, en un saliente que ofrecía una vista clara del imparable asalto francés sobre el sector de la Força Vella, el obispo Pedro Valero se mantenía de pie, inmutable. Vestido con una sotana oscura, ahora manchada de polvo, sudor y la sangre ajena que salpicaba su hombro, su presencia era un ancla de granito en medio de la tempestad. No era un hombre de armas, pero sus ojos, profundos y severos, habían visto más batallas que la mayoría de los soldados que lo rodeaban. En la paz, había sido un teólogo; en la guerra, se había convertido en un estratega del alma. Sabía que un cañón podía romper una muralla, pero solo la fe podía mantener en pie a los hombres que la defendían.
Junto a él, el capellán Sebastián Bataller, con el rostro endurecido por una mezcla de miedo, asombro y una convicción frágil, intentaba escuchar sus instrucciones por encima del ruido. Su sotana blanca, ahora sucia y enlodada, parecía una bandera de rendición que se había negado a caer.
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—Padre, vaya a la iglesia de Sant Feliu —ordenó Valero, su voz grave y potente sin titubear. El estallido cercano de un proyectil de mortero hizo temblar la muralla y lanzó una lluvia de escombros, pero el obispo ni se inmutó—. Reúna a los capellanes. Que reciten el Catecismo del padre Ripalda a los heridos y los moribundos. Que les recuerden la lección de la "obligación del cristiano". Y, sobre todo, que les digan que, con cada golpe, con cada herida, están haciendo más que defender un muro de piedra. Están purificándose, limpiando sus almas de los "malos pensamientos" de la razón francesa, de las "malas palabras" de sus blasfemias, y de las "malas obras" de sus cañones. Esta guerra, padre, no es solo por esta vida, sino para ganar la otra.
El capellán, con los ojos muy abiertos, asintió y se retiró, casi corriendo, aferrando un rosario a su cuello como si fuera la última boya en un mar embravecido. No compartía la certeza fanática de Valero, pero comprendía su poder.
En ese momento, un grupo de soldados, con el miedo tatuado en sus rostros sucios, se acercó al obispo. Uno de ellos, un joven cabo con un vendaje improvisado en la cabeza, se inclinó para besarle el anillo de su mano.
—Padre, ruegue por nosotros. El miedo... el miedo es una traición que no podemos evitar —murmuró, sus labios secos.
Valero, con un gesto firme, levantó su mano, no para retirarla, sino para posarla en la cabeza del soldado.
—El miedo es la tentación del diablo, hijo. Pero si tenéis a Dios en el corazón, la bala francesa no es más que el camino que os lleva a su lado. No dejes de orar. No dejes que la desesperación te quite lo único que no pueden quitarte: la fe.
El soldado asintió, su mirada parecía encontrar un resquicio de esperanza en las palabras del obispo. Valero, sintiendo su deber cumplido, le dio la bendición y los soldados regresaron a sus puestos con un renovado, aunque frágil, sentido del propósito.
Más abajo, en la calle de los Valls, el joven Miguel Ferrer se había detenido a observar la escena. Él no oía las palabras del obispo, solo veía el rostro del sargento herido, el gesto firme del prelado y el humo que cubría la ciudad. A su lado, el panadero Josep Coll, con un cesto de panes duros bajo el brazo, mascullaba:
—Palabras. Eso es lo que nos dan. Palabras, mientras las ratas se comen nuestros almacenes y los franceses nos bombardean hasta la muerte. Este pan, seco como el alma de un santo, es lo que nos alimenta.
—Pero son palabras de Dios, Josep —respondió Miguel, sin apartar la vista.
—¡Bah! Dios está arriba, en el cielo. Y los franceses, abajo, con los cañones. No me hables de fe, chaval. Háblame de pólvora. Eso es lo que necesitamos.
Mientras tanto, en un callejón cercano, el obispo vio a una mujer de unos cuarenta años, con el rostro demacrado por la angustia y el frío, rebuscando entre los escombros de una casa derrumbada. Recogía pequeños trozos de madera, como si aún creyera que con ellos podría encender el fuego del hogar. Su gesto era pequeño, casi invisible, pero en él se escondía la misma terquedad que mantenía en pie a toda la ciudad: la voluntad de seguir viviendo, aunque el mundo se estuviera desmoronando. Valero se acercó a ella, la bendijo y le dedicó una sonrisa llena de compasión.
—Hija, esta es la verdadera fe. La que no desfallece ni en la oscuridad. Con tu ejemplo mantienes viva la esperanza en esta ciudad.
La mujer, sorprendida, le devolvió una mirada vacía pero asintió con la cabeza. Su gesto era pequeño, pero en él se escondía la misma terquedad que mantenía en pie a toda la ciudad: la voluntad de seguir viviendo.
"Gerona", se dijo para sí mismo el obispo Valero, "es un testamento a la voluntad de Dios. No caerá por la falta de fe, sino por la falta de tiempo". Su deber, ahora, no era ganar la batalla terrenal, sino asegurarse de que la fe no se extinguiera antes de que el tiempo se agotase. No era un general, sino un pastor. Y su rebaño, sus soldados, estaban listos para el matadero del martirio, convencidos de que su muerte significaría la vida eterna.
Al mismo tiempo, desde el campamento francés en las colinas de Montjuic, el coronel Jean-Baptiste Bessières miraba la ciudad con una mezcla de respeto y frustración. La muralla de Gerona parecía respirar bajo la lluvia de proyectiles.
—Es un asedio de locos —comentó a su ayudante, un joven teniente de apellido Duval—. No es una ciudad, es una secta. El general Lannes piensa que con cada cañonazo se debilitan, pero es al revés. Cuanto más los golpeamos, más se endurecen. Es una guerra de voluntad.
—Coronel, ¿cómo se puede luchar contra el fanatismo? —preguntó Duval, con la voz baja.
—No se puede, teniente. Solo se puede aplastarlo. Y se aplasta con más fanatismo.
El coronel Bessières, al igual que Álvarez de Castro, había aprendido que en Gerona las reglas de la guerra cambiaban. No se trataba de estrategia, sino de alma. No se trataba de quién tenía más armas, sino de quién tenía una fe más inquebrantable. Y por el momento, la fe de los gerundenses era una muralla más sólida que la piedra de sus baluartes.

EL CORAZÓN PARTIDO DE LA CIUDAD
En la base de la colina de la Força Vella, entre los retorcidos callejones del Barrio Judío —un laberinto de escaleras, patios y pasadizos que era un testamento de siglos de historia, de exilios y de fe—, se alzaban las sedes de las fuerzas vivas. El Palacio Episcopal, con su imponente presencia, se erguía en la calle de las Monjas, un bastión de la fe a la sombra de la Catedral. A poca distancia, en la Plaça del Vi, el Consistorio ejercía su autoridad municipal, el corazón secular de la ciudad. La antigua Fontana d’Or, un emblemático palacio medieval erigido sobre los cimientos de un molino del siglo XI, lucía una galería de capiteles del siglo XIII —inspirados en el repertorio clásico—, vigías silenciosos de un tiempo tan remoto que ya era mito. Era un epicentro de poder y espiritualidad, donde las decisiones se tomaban a la sombra de la fe y la tradición, un lugar donde el incienso de la Catedral se mezclaba con el olor a papel y cera de los despachos.
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La ribera izquierda del río era otro mundo. Era el Mercadal, la ciudad nueva, llana y burguesa, un damero de calles más rectas, casas de líneas austeras y ambiciones más mundanas. Pero no por ello estaba desprotegida; el Mercadal se extendía defendido por sus propias murallas, una extensión fortificada con baluartes que complementaban y reforzaban la defensa de la Gerona antigua. Allí, el aire olía a tinta de notarios, a telas de ultramar y a café tostado, un contraste abrupto con el aroma de incienso y guisos de la colina. Se extendía entre huertas interiores y muros sobrios, donde se levantaban edificios cruciales para la vida de la ciudad: el Hospital General, con sus enfermos y sus historias de dolor, y los grandes conventos de San Francisco de Asís, el Carmen y las monjas de Santa Clara. A las afueras, más allá del rumor de la ciudad, los conventos de frailes de Sant Domènec y el monasterio de las benedictinas de Sant Daniel, con sus vastas tierras de cultivo, no eran solo lugares de retiro y oración, sino los pulmones económicos de Gerona, vitales para el sustento de su población.
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Y uniendo todo, como la sutura de una herida antigua, el robusto Puente de Piedra (Pont de Pedra) se arqueaba sobre las aguas del Oñar, un cordón umbilical que permitía que la fe y el comercio, la oración y la pólvora, se dieran la mano cada mañana. A sus pies, en la Plaça de les Cols, se extendía el mercado diario de víveres, un hervidero de pescaderos que traían su mercancía desde el mar, sorteando con gran riesgo las posiciones enemigas gracias a los pasos protegidos desde el baluarte de Montjuïc, carniceros con sus delantales manchados de sangre y labradores que vendían sus productos frescos. Era el pulso ruidoso de la vida que se unía al mercado semanal en la Plaça del Vi. Un espectáculo de vitalidad que ahora, con la guerra en el horizonte, parecía una broma cruel, pues se entraba y se salía de la ciudad como se podía.
Más allá de los muros, la ciudad se disolvía en una vasta campiña, una corona de campos y huertas que se extendía por la llanura de Santa Eugènia. Un poco más al norte, más allá del cauce del río Ter, se encontraba la zona de Pedret, un rincón más humilde con caseríos dispersos y campos de cultivo, donde, años después, se consolidaría el majestuoso parque de La Devesa como un lugar de descanso y paseo. Nadie en aquella primavera de 1808 podía sospechar que esa zona rural, con su cercanía a los ríos y sus pequeños caminos, pronto se convertiría en un punto estratégico de control, la cabeza de playa desde donde el enemigo intentaría estrangular el corazón de Gerona.
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Y en la cima de su colina, como un vigilante silencioso, el Castillo de Montjuïc se alzaba, la llave maestra de la defensa, un coloso de piedra cuyo destino estaba indisolublemente atado al de la leona que dormía a sus pies. Pero en aquella primavera de 1808, la ciudad vivía una paz ilusoria, la calma tensa que precede a la tormenta. El aire ya transportaba el olor a pólvora de una guerra lejana que se acercaba con la inexorabilidad de una marea. Los gritos aún no habían comenzado, pero en el silencio de sus piedras, en la obstinada fe de sus gentes, Gerona ya estaba afilando el alma para su inmortal agonía.
LA MENTIRA DE LOS NOMBRES
En un rincón húmedo y frío del claustro de la Catedral de Gerona, convertido en una improvisada oficina que olía a incienso rancio, a cera derretida y a la humedad milenaria de la piedra, el joven Pau Lladó mojaba su pluma de oca en el tintero. Tenía las manos manchadas de una tinta que parecía sangre seca y un temblor que no era de frío, sino de una impotencia que se le había pegado a los huesos como el barro. El frío viento de abril se colaba por las arcadas, trayendo consigo el eco de un estallido lejano y el crujir de las vigas que se quemaban.
Frente a él, el capitán Cistaré, un hombre de unos cincuenta años con el uniforme raído, una barba de tres días y unos ojos hundidos que habían visto demasiado, dictaba el parte diario para la Junta Central de Sevilla. Su voz era monótona, desprovista de toda emoción, como si estuviera recitando una letanía. La luz trémula de un candil luchaba por iluminar las palabras que se plasmaban en el papel de arroz.
—Ayer, a las diecisiete horas —dijo el capitán, su voz un murmullo cansado que se perdía en la vastedad del claustro—, el enemigo intentó un asalto al baluarte de Santa Clara. Escribe: “Nuestros valientes defensores, en un acto de heroísmo sublime, rechazaron la embestida con bravura indomable”.
Pau escribió, pero lo que veía en su mente no eran palabras de heroísmo, sino el rostro del viejo zapatero Pere, con el vientre abierto por una bayoneta, intentando sujetar sus propias entrañas con una mano temblorosa, los ojos fijos en la nada. Veía a los dos hermanos adolescentes, los Feliu, que habían sido arrancados de sus trabajos en la barbería de su padre para servir como mensajeros, volar por los aires por el impacto directo de un cañón, su último grito ahogado en un estallido de escombros y carne. Veía el miedo y la rabia que había en los ojos de la gente, no la bravura indomable que se exigía en los partes.
—Las bajas enemigas se estiman cuantiosas —continuó el capitán, frotándose los ojos enrojecidos, como si intentara borrar el recuerdo de lo que había visto—. Las nuestras... escribe: “Hemos pagado un glorioso, aunque doloroso, tributo de sangre por la defensa de la patria. Siete almas nobles han ascendido al cielo”.
Siete. Pau pensó en sus nombres, en sus caras. En el grito de la madre de uno de ellos, una mujer de voz rota que aún resonaba en sus oídos. Siete almas no, siete cuerpos destrozados. Siete vacíos terribles en siete familias que ya no volverían a ser lo que eran. Siete vidas que se habían convertido en una cifra, en una nota a pie de página en una misiva que llegaría a un salón de Sevilla, lejos del olor a muerte y de la lluvia de cascotes.
—Termina con la frase habitual: “El espíritu de Gerona permanece inquebrantable y nuestra fe en la victoria final es absoluta”.
El capitán se levantó, su silueta alta y cansada proyectada en la pared. Le dio una palmadita en el hombro a Pau, una acción más mecánica que paternal.
—Buen trabajo, Lladó. Que el correo salga antes del alba.
Pau se quedó solo, mirando el papel. Las palabras heroicas parecían una burla, una mentira grotesca. Se dio cuenta de que la primera víctima de cualquier guerra no era la verdad, sino el peso real de las palabras. Aquel parte no llevaba el olor a pólvora ni el sabor a sangre. Olía a tinta, a papel sellado y a la distancia inhumana de un poder que exigía sacrificios sin comprender su coste. Y ese, pensó con un escalofrío, era el olor más inhumano de todos. El olor de la burocracia del dolor. Se levantó, guardó la pluma y el parte, y se aventuró de nuevo en el claustro. El frío de la noche era amargo y denso, pero no era el frío de la muerte, sino un frío que, de alguna manera, se sentía más honesto.
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En las callejuelas estrechas de la Gerona asediada, el silencio de la noche era más opresivo que los bombardeos. Era un silencio denso, cargado de miedo, de escasez y de la certeza de que el amanecer traería consigo más muerte. Pau Lladó caminaba a paso ligero, sus botas resonando en el empedrado. El hedor de la letrina se mezclaba con el de las heridas sin lavar y el de los fuegos de leña que apenas mitigaban el frío de la noche. Vio la sombra de una mujer acurrucada en un portal, su rostro demacrado por la falta de alimentos que ya empezaba a extenderse y el miedo. Se detuvo un instante y, con un gesto de pena, sacó de su mochila una porción de pan seco, un tesoro en aquella ciudad cercada, y se la ofreció. La mujer lo miró con los ojos de un animal herido, pero aceptó el gesto con una gratitud que se sentía más pesada que cualquier palabra.
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Pau siguió su camino, y al doblar una esquina, tropezó con una carreta. Era la carreta de los muertos, una carreta que ya no podía distinguirse de los carruajes de los vivos, con la madera roída por el uso y la tela podrida que cubría los cuerpos. Un hombre con un rostro sucio de hollín y una palidez enfermiza cargaba con un cuerpo. Era un anciano, pero no era el zapatero, ni los hermanos Feliu. Era un desconocido, una cifra anónima en un censo de cadáveres. Al verlo, Pau no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda. El hombre lo miró con ojos vacíos y asintió con la cabeza, un gesto de reconocimiento, de una fraternidad nacida en el miedo y la muerte. A escasos metros, en el patio de un convento despojado de sus objetos de valor, una escena que se había vuelto común se desarrollaba bajo la luz de un farol. Ancianos y niños, con sus manos temblorosas y sucias, cavaban una fosa común. En un rincón, otro hombre, con una meticulosidad casi obsesiva, colocaba pequeñas tablas de madera con nombres tallados junto a cada cuerpo, una última y desesperada esperanza de que, en un futuro de paz, pudieran ser reconocidos y enterrados dignamente por sus familiares.Pau, que también llevaba una lista en su mochila con los nombres de los caídos para el registro de los cementerios, sintió un nudo en el estómago. La idea de una fosa común, de esos cuerpos apilados unos sobre otros, le resultaba intolerable. Pero la realidad era que los cementerios tradicionales de Gerona estaban ya saturados. Algunos entierros se hacían en el Cementerio Viejo de Gerona, pero la mayoría de los cuerpos debían ser enterrados en patios de conventos, iglesias o plazas, que ahora servían como fosas comunes. Era una medida desesperada ante la abrumadora cantidad de muertos.
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Cuando llegó a la casa de los Feliu, un pequeño taller de barbería convertido en un refugio de la miseria, se detuvo un instante. La puerta estaba entornada. Pudo oír el sonido de un llanto bajo y constante. Era el llanto de la madre de los dos hermanos, un llanto que se había convertido en el eco de una ciudad sitiada. Pau no se atrevió a entrar. No tenía palabras para consolar un dolor que era tan profundo como el asedio. Tenía el parte de novedades en la mano, un pedazo de papel que se había convertido en un monumento a la mentira. Miró el parte, que llevaba un sello de la Junta, y lo pensó. Las palabras escritas en él eran una burla. El heroísmo, una mentira. La muerte, una cifra. Los nombres de los muertos, un olvido.
Finalmente, regresó a su casa. El frío de la noche era implacable, pero la verdad era más dura. Se acostó en su cama, pero no podía dormir. El olor a tinta y a papel sellado se había adherido a él, y no podía quitárselo de encima. Se dio cuenta de que su trabajo, el de escribir el parte, no era un acto de servicio, sino un acto de complicidad. Y por primera vez en su vida, sintió que el enemigo no estaba afuera, con sus cañones y sus bayonetas, sino dentro, en la burocracia del dolor, en las mentiras que se escribían en un rincón húmedo de la Catedral. Y se dio cuenta de que él, Pau Lladó, era parte de esa mentira.
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EL GENERAL REPARA LAS MURALLAS
El aire de Gerona, en aquel crepúsculo de 1809, no olía a primavera, sino a tierra removida y a la amarga ceniza de la desolación. Los muros, antaño orgullosos y robustos, eran ahora un esqueleto de heridas abiertas por los cañones de Duhesme, de brechas reparadas a toda prisa con la esperanza y el miedo. El eco lejano de los cañones franceses retumbaba desde las colinas circundantes, un redoble de tambor que anunciaba la llegada de la muerte. Era en esta ciudad de cicatrices donde el General Mariano Álvarez de Castro, nombrado nuevo Jefe del Ejército de Cataluña y Gobernador de Gerona, un hombre de sesenta años con la mirada de un águila y el temperamento de la piedra, entró con una mezcla de solemnidad y urgencia. A su lado, el ya nombrado general Juan Julián Bolívar, que con muy escasos recursos logró impedir que los franceses entraran en Gerona, un veterano de semblante grave, le puso al día.
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—General, la ciudad es un nido de víboras y de ratas, pero el alma de Gerona aún respira —dijo Bolívar, su voz ronca por el polvo y la tensión—. Hemos reparado las murallas y las brechas con una celeridad asombrosa. Y por milagro, hemos logrado introducir unas caravanas de suministros. Pólvora, víveres, medicamentos... Lo suficiente para aguantar unos meses. Sabemos que Duhesme volverá, y esta vez, su ejército será más numeroso que el que nos ha dejado para rodearnos.
Álvarez de Castro asintió lentamente, sus ojos escudriñando los rostros de los ciudadanos que los miraban al pasar. No eran rostros de derrota, sino de una fatiga que escondía una determinación férrea. Vio a un hombre con un brazo en cabestrillo, cargando un capazo de escombros, y a una mujer, la cara cubierta de hollín, llevando una olla humeante. Se detuvo un momento, y el silencio expectante del gentío que se había agolpado se hizo palpable.
—¿Y tú cómo te llamas? —preguntó Álvarez de Castro, dirigiéndose al hombre del brazo herido.
—Miquel, mi general. Llorenç Noguer —respondió el hombre, sorprendido de que un oficial de tan alto rango se dirigiera a él.
—Llorenç —repitió el general, con un tono cálido, pero firme—. El honor de Gerona no está solo en las bayonetas, sino en la tierra que llevas sobre tus hombros. Sigue así. Cuanto más se refuercen las murallas y se taponen las brechas, más seguros podremos sentirnos, porque los gabachos, estos cabrones, volverán a atacar.
El gesto, simple y directo, hizo que Llorenç Noguer se irguiera con un orgullo que la guerra no había podido robarle. Era una muestra de que Álvarez de Castro no era un líder que se escondía en los despachos, sino un hombre que compartía el sufrimiento de su pueblo, generando una confianza que trascendía los rangos militares.
En la Casa dels Pastors, al pie de la escalinata de la Catedral, la luz temblorosa de los candiles apenas iluminaba los mapas extendidos sobre la mesa. El cuartel general era un hervidero de generales y oficiales, pero la atmósfera era opresiva, cargada de la tensión que solo la guerra podía generar. A la cabeza de la mesa, Álvarez de Castro presidía la reunión con sus oficiales de más confianza: Juan Julián Bolívar, Guillermo Minali, el General Haro, el Capitán O’Donnell y el teniente Rovira, entre otros de menor rango.
El silencio se rompió cuando Álvarez de Castro se dirigió a ellos. Su voz, aunque no era alta, resonaba en la sala.
—Señores —comenzó Álvarez, su voz grave pero clara—. Esta ciudad no caerá mientras quede un solo hombre en pie. Nuestra fuerza no está en los muros, sino en la voluntad de su gente. Y esa voluntad la guiaré yo mismo.
Se inclinó sobre el mapa, señalando con el dedo las líneas de defensa: —Contamos con unos cinco mil seiscientos regulares, cuatro mil voluntarios locales y las milicias urbanas. Los miquelets se encargarán de hostigar los accesos y cortar los suministros enemigos. Ingenieros y artilleros deben coordinarse para reforzar los puntos débiles y mantener la moral. Ningún detalle es pequeño cuando se lucha por la vida. Proteger en lo máximo las líneas de suministros, porque municiones, pólvora, alimentos y medicinas, vamos a necesitar, y por tanto son vitales para todos.
El brigadier levantó la vista de los planos y fijó su mirada acerada en los oficiales que lo rodeaban. La vela chisporroteaba, proyectando sombras sobre el mapa extendido, como si fueran fantasmas acechando en los pasadizos de la ciudad.
—Señores, no basta con murallas y baluartes. Gerona tiene venas ocultas, conductos subterráneos que podrían convertirse en la puerta del enemigo. Hablo de las alcantarillas.
Quiero que se revisen una por una. Allí donde sea posible, rejas de hierro; donde no, escombros y piedras. Si un francés osa reptar por esas cloacas, que encuentre la muerte antes que la salida.
Gerona no tiene solo murallas. Sus tripas son también su defensa. Que las cloacas se conviertan en muralla, y que el enemigo entienda que ni por arriba ni por abajo podrá doblegar esta ciudad.
Guillermo Minali, un ingeniero militar de voz grave, respondió con una seriedad que no admitía réplica.
—Avanzamos, mi general, pero los franceses han descubierto el túnel. He perdido a varios de mis mejores zapadores. Necesito más pólvora y más hombres, hombres que no teman morir bajo tierra.
El general Haro, con el rostro curtido y la chaqueta desgarrada, golpeó la mesa con el puño: —El Regimiento de Baza ha perdido un tercio de sus hombres en el último ataque. Están exhaustos... pero si usted lo ordena, volverán a salir.
O’Donnell, irlandés de verbo rápido y sonrisa torcida, soltó una carcajada breve: —Los de Ultonia no vinimos a Gerona para dormir. Señálenos dónde y cuándo, y allí estaremos.
Álvarez los miró uno a uno, reconociendo en cada gesto la mezcla de miedo y valor. Luego habló con calma, como quien dicta no órdenes, sino un destino compartido: —Entonces, que así sea. Esta ciudad no se rinde. Que el enemigo aprenda que Gerona no es una plaza: es un juramento. En todo caso les comunico a todos que estoy esperando importante ayuda exterior, así que resistan todos porque vendrán a socorrernos.
Fue entonces cuando la tensión en la sala, que hasta el momento había sido contenida, se rompió. Álvarez de Castro, con una quietud que contrastaba con el súbito malestar de sus subordinados, añadió:
—Y para demostrar este juramento, hay una orden que nadie, ni el más alto oficial, podrá eludir. En la medida de lo posible, todos los que podamos, participaremos en las obras de reparación de las murallas y brechas. No es una sugerencia, señores, sino una obligación. No hay rango, ni uniforme, ni privilegio que nos exima de la más sagrada de las tareas.
Un murmullo de incredulidad recorrió la mesa. El general Haro, con su rostro enrojecido, fue el primero en romper el silencio. "Mi general, con el debido respeto, esto no es trabajo para un oficial, que como usted bien sabe así lo estipula el reglamento y las ordenanzas militares vigentes" espetó con la voz teñida de indignación. "Es una humillación, una labor de peones. Se perderá la disciplina, se manchará nuestro honor."
Álvarez de Castro se mantuvo inmutable, su mirada de águila no parpadeó. Dejó que el malestar se extendiera, que las miradas indignadas de los oficiales se cruzaran. Luego, su voz, ahora un tono por debajo de la anterior, pero con una firmeza que heló la sangre, respondió:
—¿Honor, general Haro?. ¿Se atreve a hablar de honor en un momento como este?. Unos hombres, con las manos desnudas, acarrean la tierra que nos mantiene con vida mientras nosotros discutimos la decencia de ensuciarnos las nuestras. No hay mayor honor que servir a su patria con las propias manos. Mi deber es proteger Gerona, y si para ello tengo que convertirme en cantero, lo haré. A mis sesenta años, tomaré el pico y la pala. No les pido nada que yo mismo no esté dispuesto a hacer. Así que les guste o no, lo van a hacer, y además poniendo buena cara ante todo el resto de civiles y milicianos que se apliquen en la tarea. Mi ejemplo servirá para animar al resto de militares y civiles, porque esta ciudad se levantará con el sudor de todos, y no solo con el de los más humildes.
La respuesta de Álvarez de Castro fue demoledora. El rostro de Haro se tornó pálido, y el silencio volvió a la sala, pero esta vez era un silencio de profunda vergüenza. Los oficiales se miraron entre sí, sin encontrar argumento alguno. El general, con su discurso, no solo había impuesto una orden, sino que había redefinido lo que significaba el honor en medio de una guerra.
Uno tras otro, los oficiales apoyaron sus manos sobre el mapa, sellando un pacto silencioso de resistencia. El silencio, cargado de determinación, llenó la sala más que cualquier arenga. Afuera, la noche resonaba con los cañones; dentro, se forjaba la voluntad de resistir.
Al día siguiente, Álvarez sorprendió a todos. En la brecha de la muralla cercana al baluarte de Santa Clara, se despojó de la casaca bordada, tomó pico y pala y comenzó a cargar piedras en un capazo, pese a su avanzada edad. Su figura enjuta, doblada por el esfuerzo, se mezclaba con la de soldados, mujeres y hasta niños que rellenaban las grietas. Cada golpe de su pala era un mensaje: nadie estaba por encima del sacrificio común.
—¡Vamos, muchachos! —gritaba con voz ronca—. ¡Que cada piedra que coloquemos hoy será la tumba de un francés mañana!
Una mujer del mercado, con los brazos ennegrecidos por el barro, murmuró a su compañera mientras lo veía trabajar: —Mira al general... no manda desde arriba. Está con nosotros. Es de los nuestros.
Un viejo cantero, que apenas podía sostener el martillo, se enjugó el sudor y añadió con un hilo de voz: —Con un hombre así, Gerona no caerá.
Los soldados miraban a su general y redoblaban los esfuerzos. En aquel instante, la línea que separaba al mando del pueblo se desdibujaba: todos eran defensores, todos compartían el mismo destino. Y entre el estruendo lejano de los cañones y el chocar de las piedras, nacía una certeza: Gerona resistiría.
EL RECUERDO Y EL NÁCAR
Maria Antonia no buscaba joyas ni monedas entre los escombros de lo que había sido su hogar en la calle de la Força, a la sombra de la majestuosa Catedral de Gerona. Su mundo, un universo que alguna vez había girado en torno al aroma a pan recién horneado y las risas de sus hijos, se había reducido a un montón de vigas calcinadas y polvo gris. Su marido, Miquel, el panadero, y sus dos hijos, Martí, el muchacho de catorce años, y la pequeña Laia, de siete, habían muerto en el último bombardeo, una semana de horror ininterrumpido.
No buscaba nada, o quizá lo buscaba todo: una prueba de que la vida que había sido no era un sueño fugaz. Sus manos, agrietadas y ennegrecidas por la cal y el hollín, removían los cascotes sin sentir el dolor de los cortes, con la obstinación ciega de una loba que busca a sus cachorros perdidos.
Y entonces, lo encontró. No era una cuchara de plata ni un crucifijo, objetos de valor que en otro momento habrían sido un tesoro, pero que ahora serían una burla del destino. Era un pequeño botón de nácar, del tamaño de la uña de su pulgar, iridiscente como el interior de una concha marina. Pertenecía al vestido de domingo de su hija Laia, una prenda que ella misma había cosido y bordado con un hilo de seda azul, el mismo color de los ojos de la niña. La ironía de la guerra, pensó, era que la muerte podía ser grande y estruendosa, pero el recuerdo era pequeño, delicado y silencioso.
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Apretó el botón en la palma de su mano, un puño cerrado alrededor del frágil tesoro. El objeto era liso, perfecto, absurdamente intacto en medio de la devastación. Y en ese pequeño círculo de nácar, Maria Antonia lo recuperó todo. No el recuerdo, sino la sensación visceral del pasado. El tacto del pelo de Laia bajo sus dedos al hacerle las trenzas por las mañanas. El sonido cristalino de su risa cuando perseguía a las gallinas en el patio. El calor de su pequeña mano en la suya, una mano que se ajustaba a la perfección a la de su madre. Todo el peso de la vida que había sido, toda la felicidad perdida, toda la dulzura de la maternidad, se concentró en aquel minúsculo objeto, un universo de amor encerrado en un trozo de concha.
Se quedó allí, arrodillada, sin llorar, con el puño cerrado. No poseía nada más en el mundo, pero en aquel instante, lo poseía todo. Un miliciano, con una escopeta en bandolera y el rostro demacrado por la guerra y el miedo, la vio desde lejos y pensó que era una mujer enloquecida por la pena, buscando algo de valor para malvender. No entendía que aquella mujer no buscaba sustento, sino que se aferraba al último átomo de su universo, a la última brizna de la vida que se le había escapado de entre los dedos. No podía comprender que la guerra, con su brutalidad, había destrozado casas y vidas, pero que el recuerdo, el verdadero tesoro de la existencia, era tan fuerte que no podía ser destruido ni por el cañón ni por el olvido.
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En el rincón de la plaza de Sant Feliu (San Félix para los castellanos), donde la gente se reunía para recibir las raciones de sopa aguada distribuidas por la Junta de Defensa, María Antonia se encontró con Eulàlia, una vecina de toda la vida. Eulàlia, con el rostro surcado por las lágrimas y la ropa hecha jirones, la miró con ojos vacíos. Su hijo menor había muerto también, y ahora, en las calles, nadie se miraba a los ojos. El dolor, como la desesperación que empezaba a corroer a la población, era una enfermedad contagiosa que carcomía el alma de los gerundenses.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Eulàlia, su voz un susurro ronco.
Maria Antonia abrió lentamente la mano, mostrando el pequeño botón de nácar. Eulàlia lo miró sin comprender al principio, su mente incapaz de procesar más dolor.
—Es de Laia —dijo Maria Antonia, su voz tan baja que casi se la tragaba el viento.
Eulàlia asintió con la cabeza, una lágrima solitaria rodando por su mejilla. —El mío... el mío tenía un soldadito de plomo. Lo llevaba siempre en el bolsillo. Aún lo siento en mis manos cuando no lo busco.
Las dos mujeres se miraron. No había palabras para el dolor, solo gestos. El de Maria Antonia, aferrándose al botón. El de Eulàlia, cerrando sus manos vacías. La guerra, con su grandilocuencia de banderas y batallas, se había reducido a un soldadito de plomo y un botón de nácar. El sitio de Gerona no era solo la historia de generales y héroes, sino de los miles de vidas anónimas que, con su sufrimiento, mantuvieron viva la llama de la resistencia en el corazón de Cataluña.

EL EVANGELIO DE LA HIGIENE
Pero su negocio era más que un simple burdel; era una telaraña de información. Sus "chicas", con la desilusión en los ojos y el pragmatismo por única bandera, eran oídos y ojos en cada rincón de la ciudad. Los clientes, desde el rústico miliciano cubierto de barro que se evadía de la miseria de las trincheras hasta el más encumbrado regidor que llegaba con los bolsillos llenos de intrigas y el corazón vacío, en el ardor del momento, soltaban confidencias, rumores y pequeños trozos de información. Isabel, con la fría precisión de un mercader de secretos, recolectaba, analizaba y guardaba para el momento oportuno. Aquel conocimiento era su verdadero capital, más valioso que el oro o la seda, y ella lo custodiaba con celo.
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La información, sin embargo, no era lo único que Isabel, la matriarca implacable de "El Racó de l'Esplai", gestionaba con la fría precisión de un cirujano. En su burdel regía una ley no escrita, una asepsia insólita que chocaba con la sordidez del entorno y que era, a su manera, otra forma de trinchera contra la muerte. En cada una de las pequeñas y lúgubres alcobas, junto al jergón de paja de los más pobres o la cama de caoba rellena de plumas de lana de los más ricos, había siempre una jofaina de loza con agua limpia, un trozo de jabón áspero de sebo y una pila de toallas bastas de buena absorción, renovadas con una diligencia casi fanática. La orden de Isabel, transmitida a sus chicas con una pragmática brutalidad que no admitía réplica, era tajante: ningún cliente se metía en faena sin antes haberse lavado a conciencia sus partes, y ninguna de ellas recibía a un hombre sin haberse adecentado después.
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Si en alguno se visualizaban señales de sífilis o gonorrea, el servicio se rechazaba de plano. El cliente era devuelto a la calle con la mitad de su dinero, siendo la otra mitad una penalización por intentar engañar a la casa. Los clientes protestaban, se mofaban de la costumbre y a menudo intentaban saltársela, pero la mirada de hielo de Isabel era más persuasiva que cualquier amenaza, y el corpulento guardaespaldas, un exsoldado de la Corona con una cicatriz que le cruzaba el rostro, se aseguraba de que la ley se cumpliera sin discusión. Quien se negaba, sin importar su rango o borrachera, era cogido del cuello de la camisa y arrojado a la calle como un saco de patatas.
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Aquella costumbre, que provocaba las burlas de otros burdeles de la ciudad, no nacía de un capricho de pulcritud, sino de una conversación, años atrás, con el doctor Balcells, un viejo médico ya retirado. "La suciedad trae la enfermedad, Isabel", le había dicho el galeno mientras atendía a una de sus chicas con unas fiebres malignas. "Y la enfermedad, en tu negocio, es la ruina. Las fiebres, la purgación, las llagas... no respetan la edad ni la belleza, y una mujer enferma no produce, solo consume." Fue él quien, con la cautela de quien transita por terrenos prohibidos, le había referido una curiosidad que un colega suyo, un médico de Padua, le había escrito en una carta. En Italia, al parecer, se experimentaba con unas fundas protectoras, unas "vejigas" —así las llamaban— hechas con tripas de cordero o cerdo, finas y tratadas con azufre y lejía. Se ajustaban al miembro viril y se ataban en la base con un pequeño cordón de seda. Eran un lujo caro, ciertamente, y la mayoría eran lavables y reutilizables, un engorro para el cliente apresurado. Pero el italiano, según la carta, las había probado con más de trescientos pacientes de un regimiento veneciano, y los estragos del "mal francés" y la purgación se habían reducido drásticamente. El doctor Balcells, un hombre de ciencia en una era de supersticiones, había plantado una semilla de pragmatismo en la mente de Isabel, una semilla que había fructificado en una obsesión.
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Para los capellanes que a veces rondaban por el barrio para predicar contra el vicio, la respuesta era más sencilla. El Padre Anselmo Petit, el mismo que luego arengaría en las murallas, se lo había dejado claro a Pilar Tornabells, una de las prostitutas de "El Racó de l'Esplai" en una ocasión en que la encontró en el mercado. "Vuestro oficio violenta el sexto y el noveno mandamiento", le había sentenciado, su dedo huesudo casi rozándole la nariz. "Las pústulas, las supuraciones y la locura final de los que frecuentan esos lugares no son sino la justa ira de Dios cayendo sobre el 'desorden humano' de los pecadores. Es el castigo merecido por revolcarse en el fango del pecado." Pilar Tornabells, que había visto con sus propios ojos la locura de la sífilis y las llagas de la gonorrea, no discutió. Conocía la teología del Padre Anselmo Petit, pero también conocía la fría y cruel realidad de los cuerpos que se consumen.
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Isabel, que había visto a demasiadas de sus chicas consumirse por fiebres y llagas, tenía su propia teología, basada en la contabilidad y la lógica. Consideraba a sus prostitutas como lo que eran: sus activos más valiosos, a los que debía cuidar bien. Y una inversión en jabón y en aquellas extrañas y costosas fundas que encargaba a través de un contrabandista de Perpiñán —y que guardaba bajo llave como si fueran joyas—, era infinitamente más rentable que perder a una buena trabajadora o tener que pagarle un entierro. En su guerra particular contra la miseria y la muerte, la higiene no era una virtud, era una estrategia. Y la prevención, el más implacable y rentable de todos los mandamientos, era su principal arma.
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Isabel, al igual que los ingenieros franceses en el exterior de la ciudad, había comprendido que la batalla contra la muerte se libraba con la frialdad de las matemáticas, no con el calor de las pasiones. Su negocio, como la ciudad sitiada, era un baluarte contra el caos, una fortaleza que oponía la dura voluntad de la razón a la irracionalidad destructora de la guerra, la enfermedad, y la superstición. Pero el ritual de la jofaina no se limitaba a la piel. Isabel, observadora incansable del cuerpo humano, había notado la correlación entre la boca de sus clientes y la salud de sus chicas. Era un ritual simple, pero escrupulosamente aplicado. Junto a la jofaina, siempre había un vaso de loza con una mezcla de agua, un puñado de sal y vinagre. Y luego otro vaso y jarrón con agua pura para quitar el sabor de la mezcla anterior. La orden era tajante: el cliente que buscaba besos o un placer más completo con la boca debía enjuagarse a conciencia, haciendo gárgaras hasta que la espuma blanca de la suciedad se disolviera en el agua gris. Pero la norma no solo era para ellos. "La boca es una alcantarilla", les había espetado a sus chicas en una de sus reuniones matutinas. "Tampoco quiero que vuestras bocas se conviertan en cementerios de la carne. La lujuria, cuando no es limpia, es un cuchillo en la oscuridad". Por ello, el mismo ritual era de obligado cumplimiento para ellas después de cada servicio que implicaba el contacto bucal. Los hombres se quejaban, el sabor era áspero y el ritual mataba la pasión, pero Isabel se mantenía inflexible. Después, ya bien limpias las bocas y los genitales, las pasiones carnales de los clientes volvían a encenderse con intensidad.
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Una tarde, mientras el lejano bramido de un cañón sacudía los cimientos de la ciudad, un coronel español, con el uniforme impecable a pesar del asedio y la arrogancia pintada en el rostro, entró en "El Racó". Su nombre era Coronel Pardo, y su mirada se detuvo en una de las chicas más jóvenes.
—Quiero a esa. Y sin rituales de lavabo —sentenció con una sonrisa burlona.
Isabel salió de su rincón de observación, su figura erguida y su mirada glacial.
—En mi casa, se cumplen mis leyes, mi Coronel. O se va por donde ha venido.
Pardo, acostumbrado a que su autoridad no fuera cuestionada, desenvainó su sable un palmo. El gigante guardaespaldas dio un paso al frente, la mano en el mango de su cuchillo. El ambiente se hizo pesado, tenso como la cuerda de un arcabuz a punto de disparar. Los ojos de Isabel no pestañearon.
—No nos va a sobrar el vino, ni la sangre, por una tontería de estas —se rió el coronel.
Isabel se acercó un paso.
—La salud de mis muchachas, y mi negocio, no son ninguna tontería. Mis normas no son una ofensa a usted, sino una ofrenda a la supervivencia.
El coronel, por un instante, vio en la mirada de Isabel no el miedo, sino algo más frío y peligroso: la misma determinación que lo había mantenido defendiendo Gerona. Envainó el sable y, con un gesto de resignación, se dirigió a la jofaina. Aún en medio del asedio, la higiene de Isabel era una victoria más de la resistencia gerundense.
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Aquella frialdad no había nacido en ella; había sido forjada. Forjada en el fuego y el miedo de otra guerra, la del Rosellón, cuando aún no era conocida como “La Leona”, sino solo una joven heredera que olía el perfume de las flores silvestres en la casa grande que había heredado de Jaime de Fontclarà, su fallecido amante. La fe era para los necios y el honor un lujo para quienes no conocían el hambre. Una noche, un recuerdo que a veces la asaltaba en la quietud, como una bala de escopeta: un rostro que se había convertido en una máscara de terror, justo antes de que una turba de los sans-culottes se la llevaran. Recordaba sus risas, una cacofonía que había ahogado los últimos vestigios de su infancia. No se la devolvieron. La encontró días después en una zanja, un cuerpo roto que ya no era un refugio, sino una lección. La lección era simple y brutal: la debilidad era la única condena imperdonable. Solo quedaba el cálculo. La supervivencia. Por eso ahora, al escuchar los susurros de sus chicas, no sentía compasión. Sentía el peso de aquella lección, y sus dedos se cerraban en un puño invisible. Nadie volvería a encontrarla en una zanja. Nunca.
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LA FIEBRE DEL ORO Y EL HIERRO
Frente a la calle de la Força, a poca distancia del burdel de Isabel "La Leona" pero en un universo moral completamente distinto, se alzaba la imponente casa de Don Rafael de la Riva, el comerciante que ejercía de banquero. Su figura, redonda y engolada, era la encarnación de un pragmatismo tan gélido que rayaba en la avaricia más descarada. Su negocio principal era la compra y venta de víveres, un flujo constante de trigo, aceite y sal que adquiría en el campo a precios irrisorios y luego revendía en la ciudad con un margen desorbitado.
Además de los víveres, Don Rafael también se dedicaba al negocio inmobiliario. Poseía varias viviendas dispersas por el casco antiguo y el Mercadal, que alquilaba sin escrúpulos. Su verdadera pasión, sin embargo, no era el oro ni la plata, sino el dinero por el dinero mismo, en una adoración fría y silenciosa, casi religiosa. Don Rafael no tenía familia; su única descendencia era la multiplicación incansable de sus caudales. No tenía hijos, pero sí herederos: las futuras generaciones de sus billetes de cambio. A veces, en la quietud de la noche, un destello fugaz de una vida pasada, quizás la de un hermano que había perdido en una inversión arriesgada, le recordaba que la lealtad de la sangre era frágil, pero la del capital, eterna.
En su despacho, una estancia forrada de madera de nogal que olía a papel viejo, cera de vela y a pólvora de tabaco, no leía tratados de Vauban sobre el arte de la guerra. Su ciencia, su único arte, era la contabilidad. En su biblioteca, no solo guardaba volúmenes sobre derecho y filosofía, sino que atesoraba los libros que para él eran la verdadera Biblia: las obras de Adam Smith sobre la riqueza de las naciones, una de las primeras ediciones traducidas del "padre de la economía", y los tratados de Luca Pacioli, el maestro de la contabilidad. De estas páginas, aprendió que la acumulación de capital no era un pecado, sino una fuerza motora; que la compra y venta de víveres y propiedades no era simple usura, sino un arte calculable y ordenado. A la luz parpadeante de una vela de sebo, su pluma de ganso mojada en tinta negra se deslizaba por las páginas de sus libros, un rosario de cifras que, para él, tenían más significado que cualquier salmo o cualquier oración. Con una sonrisa que apenas le llegaba a los ojos —una mueca de hiena, un gesto de satisfacción contenida— calculaba los márgenes de beneficio que la escasez inevitable traería consigo. Su frialdad no era solo avaricia, sino la aplicación de una ciencia que justificaba su pragmatismo: el dinero era una fuerza de la naturaleza, y él era simplemente el maestro que la controlaba. "La inestabilidad," pensaba, mientras sus dedos gordos trazaban una suma, "es el mejor abono para la fortuna de los perspicaces." En la calle, el rumor de la guerra se colaba por las rendijas de las ventanas, un eco distante de cañones que, para él, no eran más que un reloj que marcaba el tiempo de su cosecha.
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Una mañana gris, cuando las primeras noticias de las tropas francesas que se acercaban a la ciudad se propagaban como un olor a incienso quemado, un hombre entró en el despacho de Don Rafael. Era el maestro artesano Joan, un hombre de manos callosas, con el olor de la madera y el vino pegado a la piel, que había fabricado los mejores barriles de Gerona durante más de veinte años. Sus barricas, resistentes y perfectas, eran un símbolo de la vida cotidiana de la ciudad, esenciales para almacenar agua, aceite, y vino. Pero ahora, con el sitio a la vista, el negocio de Joan se tambaleaba. Llevaba en las manos un saquito de piel, el ahorro de toda una vida, que había guardado para dar un futuro a su hijo, Lluc.
—Don Rafael —dijo, su voz un susurro cargado de miedo—, vengo a pedirle un préstamo de treinta duros. Con los franceses cerca, los precios de la madera se han disparado. Necesito comprar unas tablas para mi taller, o no podré trabajar. Si dejo de hacer barriles, la ciudad se quedará sin un lugar para guardar sus reservas.
Don Rafael, sin levantar la vista de sus libros, deslizó la pluma sobre un número, tachándolo con una precisión cruel. —La madera, Joan, es un bien escaso. Y el riesgo de la guerra, un cálculo que debo tener en cuenta. El precio del dinero, como el precio de la madera, sube con la incertidumbre. El asedio es una oportunidad para unos pocos, no un castigo para todos. Es un filtro que separa la miseria de la prosperidad. Aquellos que se preparan, que tienen el capital para resistir, se elevarán mientras los demás caen.
Joan tragó saliva. —Ya lo sé, don Rafael. Pero le pagaré. Mi palabra es mi honor. Mi taller y mi honradez son mi garantía.
Don Rafael finalmente levantó la vista. Sus ojos, pequeños y brillantes, eran los de un ave de rapiña. Se permitió una pequeña risa, seca y sin humor. —El honor, Joan, es un lujo que solo los que no tienen nada se pueden permitir. El honor no paga el pan, ni llena los barriles. Su taller es un activo que bien podría acabar en cenizas con el primer bombardeo, no es una garantía suficiente. Sin embargo, su saquito...
Joan, con el corazón en un puño, dudó. Aquello era usura, un robo descarado. Pero la visión de su hijo, con su pequeño rostro pálido, y la necesidad de poder contribuir a la resistencia de la ciudad, le empujaron a tomar una decisión dolorosa. Sacó el saquito de piel, que contenía sus ahorros de toda una vida, el equivalente a veinte duros de plata, y lo puso sobre la mesa de madera de nogal, con un gesto de derrota.
Don Rafael tomó el saquito, sopesándolo en su mano, como si estuviera midiendo el peso del alma de Joan. Con una sonrisa más amplia que la primera, un rictus de triunfo que desdibujó su rostro redondo, explicó con una voz amablemente condescendiente: —Entienda, Joan, que en estos tiempos de guerra, el capital es un soldado que no puede perder su batalla. Su saquito me da una seguridad tangible. Considérese afortunado. Se lo acepto como pago por el préstamo de treinta duros que le concedo a un interés del quince por ciento. No se lo voy a entregar ahora, ya que en la calle es muy inseguro. Me lo quedo yo, y en tres meses saldamos cuentas. De esta manera, si no puede pagar su deuda, no perderá su taller. Perderá lo que ya me ha dado a modo de pago por adelantado. En mi contabilidad, ya no me debe nada. Un hombre previsor, Joan, es un hombre sin honor, porque, mi querido Juan, el honor es un lujo que solo los ingenuos o los que no tienen nada que perder pueden permitirse. En un mundo de supervivencia, la previsión y el pragmatismo son los únicos valores reales, y espero que esto lo entiendas. Ahora, si me disculpa, tengo otros asuntos de mayor importancia.
Joan salió del despacho con el alma en la boca. En la calle, la vida parecía continuar, pero él sabía que, en la Gerona sitiada, no solo se lucharía con balas y cañones, sino con el hambre, y que los enemigos, a veces, llevaban el mismo uniforme que los amigos. Don Rafael, con el saquito de Joan en la mano, se reclinó en su sillón, el ruido de la pluma de ganso volviendo a ser el único sonido en el despacho. Había hecho un buen trato. Había transformado el miedo de Joan en su propio beneficio. Y ese, pensó con una satisfacción sin límites, era el verdadero arte de la guerra.
LA CIENCIA DEL HUESO ROTO
En este delicado y complejo entramado social de una Gerona asediada, el doctor Armand Dubois ocupaba un lugar peculiar, un espacio propio entre la fe de los devotos y la avaricia de los mercaderes. Francés de nacimiento, este cirujano había buscado refugio en la ciudad unos 20 años atrás, huyendo no de una guerra, sino de una herida más profunda: la de una revolución que iba a devorar a sus propios hijos. Su cinismo, agudo y punzante como el acero de su bisturí, no era un rasgo de carácter, sino la armadura forjada para contener el profundo dolor de una vida truncada. El recuerdo de su esposa, una mujer de cabellos rubios y ojos color miel que había desaparecido en el abismo de la pre-revolución con sus agitadores, era una herida tan antigua que ya ni siquiera sangraba, pero su cicatriz gobernaba cada uno de sus movimientos. En su pequeña consulta de la escalinata de Sant Martí en el Barri Vell, un laberinto de sombra y luz que apestaba a alcohol de quemar, a éter, a carne humana y a esperanza muerta, atendía a los enfermos y heridos con una precisión clínica que bordeaba lo despectivo. No creía en Dios, en la gloria, ni en el honor. Solo creía en la realidad del cuerpo, en la carne que se pudre, en el hueso que se rompe y en la incurable estupidez humana que siempre busca una forma más ingeniosa y brutal de matarse. Su única fe era la de la anatomía, su único dios, la carne de los hombres, esa materia perecedera que él intentaba, con sus manos expertas y su corazón frío, remendar. A pesar de su origen, los gerundenses lo habían adoptado. Su fama de sanador se extendía más allá de las fronteras de la ciudad sitiada, y su neutralidad política, o más bien, su indiferencia total por la política, le había granjeado la confianza del pueblo. Él no veía españoles o franceses, solo cuerpos que sufrían a los que curar, conforme el juramento hipocrático de los médicos.
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Una tarde de abril, mientras el eco de los cañones franceses sonaba como un trueno lejano pero insistente, llamando a la puerta de la ciudad, un soldado entró en su consulta. Era un muchacho de apenas dieciocho años, con el rostro sucio de sudor y polvo, y la boca apretada por el dolor. Una bala le había atravesado el muslo, y la sangre, oscura y pegajosa, había manchado su pantalón blanco, tiñendo el aire con un olor a hierro oxidado. Junto a él, un sargento, más viejo y curtido que el joven, lo sostenía con la paciencia forjada en mil batallas.
—Doctor —dijo el sargento, con la voz grave—. Le han dado. Se lo ruego, sálvele la pierna. Es un buen soldado, un buen muchacho.
Dubois no levantó la vista de la herida. Con un paño de lino, limpio pero áspero, limpió la sangre, revelando un orificio de entrada y otro de salida, ambos negros y llenos de astillas de hueso. Con sus dedos largos y finos, palpó el muslo, buscando el rastro del metal. El muchacho se quejó, pero no gritó, lo que le valió una mirada de respeto del sargento.
—La bala ha pasado limpia —dijo Dubois, su voz un susurro sin emoción, apenas audible sobre el estruendo distante del asedio—. No hay fragmentos, no hay hueso roto. Tienes suerte.
El sargento suspiró de alivio. —Gracias a Dios, doctor.
Dubois alzó una ceja, deteniéndose un instante en su tarea. —No tiene nada que ver con Dios. Tiene que ver con la trayectoria, la velocidad y la suerte. Un milagro sería que no se infectara. Y eso, señor sargento, es un asunto de ciencia y de limpieza, no de fe. El agua caliente para los paños, el jabón y el vinagre contra la infección, esos son mis únicos sacramentos.
El muchacho, con los ojos llenos de lágrimas, miró a Dubois. —Doctor, ¿podré volver a luchar?
Dubois se puso de pie y se lavó las manos en una palangana de cobre, el tintineo del metal contra el metal siendo el único sonido en la habitación. —Podrá volver a caminar, muchacho. Sobre lo de luchar... la estupidez, ya sabe, no tiene cura. La voluntad, en cambio, es una cosa frágil. La pierna le aguantará, si no se le gangrena. Pero su voluntad de matar, esa es la que acabará matándole.
El muchacho, confundido, miró al sargento. El sargento le guiñó un ojo. —No le haga caso, muchacho. Es francés, ya sabe. Es un poco gruñón. Pero mi padre no estaría vivo si no fuera por este hombre. El doctor Dubois ni siquiera se inmutó. Terminó de vendar la herida con la precisión de un artesano. —Que se vaya a casa. Un mes de reposo y buena alimentación. Que se aplique un paño con agua caliente y vinagre. Y que no le dé el sol. Y que se olvide de la guerra, que la guerra, como el amor, es la enfermedad más estúpida de todas. Si sabe leer, aproveche el tiempo, pues enriquecerá su espíritu, y desconecte de todo lo exterior, buscando la tranquilidad.
El sargento pagó con unas monedas de plata. —Gracias, doctor. Y disculpe por... —No tiene nada que disculpar. La ignorancia es una enfermedad incurable. La suya, señor sargento, es tan solo una de las muchas que curaré en este asedio. Y sin embargo, la guerra seguirá.
Mientras el sargento se llevaba al muchacho, cojeando pero aliviado, el doctor Dubois se quedó solo en su consulta. La luz del ocaso se filtraba por la única ventana, proyectando sombras alargadas que danzaban en las paredes. Su mirada se perdió en un rincón oscuro de la habitación, donde un pequeño relicario de madera de olivo guardaba el recuerdo de la que había sido su esposa. La había conocido en París, una joven ilustrada y llena de vida, que había muerto en la guillotina los agitadores revolucionarios que seguían a Robespierre, por defender ideas que él, a su pesar, seguía compartiendo. Recordó sus palabras, susurradas en una noche de angustia: "Pierre, prométeme que no odiarás. El odio es una cadena de la que nadie se libera". Él se lo había prometido. Y ahora, dos décadas después, no odiaba. Simplemente, no sentía nada. El cinismo no era una armadura, era la herida misma. Y la guerra de Gerona, con sus cañones, sus muertes y su heroísmo, no era más que el telón de fondo de un drama que ya había vivido, y que no le conmovía. Un eco de los gritos del ambiente que dio paso a una sanguinaria Revolución que aún resonaba en el eco de sus huesos.

EL EVANGELIO DE LA MISERIA
En el convento de las monjas Capuchinas, a escasos metros del bullicio de "El Racó de l'Esplai", en un contraste que no era casual, sino un reflejo del alma dual de la ciudad, vivía la novicia sor Teresa. Su vida era un rosario de oraciones, de trabajo silencioso en el huerto del convento y de caridad hacia los más desfavorecidos que se acercaban a la puerta, como polillas a la llama de una vela. Su fe, sin embargo, era una fuerza de una pureza casi aterradora, un fanatismo sin fisuras que la conectaba con lo más antiguo y dogmático de la religión, en un linaje espiritual que se remontaba a la Inquisición. En un mundo de hombres que hablaban de tácticas y política, ella hablaba de milagros y de la intercesión de los santos. El sufrimiento de los pobres no era para ella un problema de economía, sino una prueba del alma, un camino para la redención. Su recompensa no residía en el bienestar material, sino en la quietud del alma y la sonrisa de los necesitados, a quienes ayudaba con una devoción que, sin que ella lo supiera, rayaba en la crueldad de la esperanza en la vida eterna frente a la brutalidad de la vida terrenal. En su celda, una pequeña habitación de muros blancos y ásperos que olía a cera de vela y a silencio, mientras rezaba el santo rosario y sus dedos nudosos se aferraban a las cuentas de madera, Teresa sentía una conexión directa con lo divino, teniendo como libro de cabecera una Biblia, siendo los Evangelios, los Salmos, el Eclesiastés, y el Cantar de los Cantares, sus lecturas favoritas del libro sagrado. El mundo exterior, con sus guerras y sus intrigas, le parecía lejano, casi irreal, una distorsión del verdadero camino espiritual.
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Una mañana, el murmullo habitual del convento fue interrumpido por un golpe seco en la puerta. Era el hermano Anselmo, el capellán del convento. Su presencia, aunque indispensable para los sacramentos y la vida espiritual de las monjas, era un recordatorio constante de que la vida en el claustro no era totalmente ajena al mundo exterior. Por su condición, el hermano Anselmo vivía en una estancia discreta anexa a la capilla, fuera de la clausura, siendo el único puente entre el sagrado aislamiento de las monjas y el ruido de la ciudad. El hermano Anselmo traía consigo a un joven soldado herido, cojeando, con una herida vendada en el muslo. El mismo muchacho que había pasado por la consulta del doctor Dubois, con su fe aún intacta, a pesar del cinismo del cirujano.
—Hermana Teresa —dijo el hermano Anselmo, con la voz grave—. Este muchacho ha venido a la ciudad a defender la fe y la patria. Ha sido herido. No tiene dónde ir. ¿Podríamos darle un plato de sopa y un lugar donde descansar?
Teresa miró al muchacho. Sus ojos, llenos de un miedo inocente, le recordaron a su hermano pequeño, que había muerto de fiebres años atrás. El soldado, con la pierna herida, era una imagen del sufrimiento de Gerona, una herida abierta en el cuerpo de la ciudad. Ella asintió.
—Claro que sí, hermano Anselmo. En la fe, hay sitio para todos. Vayan al comedor. La madre superiora les preparará algo de sopa.
El sargento que acompañaba al joven soldado le dio las gracias con una reverencia, mientras el soldado se alejaba, cojeando, hacia el comedor. Teresa se quedó sola con el hermano Anselmo.
—Hermana —dijo el capellán—, rezo por que el asedio no dure mucho. Las raciones empiezan a ser escasas. Los pobres... están sufriendo.
Teresa sonrió, una sonrisa tan serena que casi era aterradora. —El sufrimiento, hermano Anselmo, es el crisol del alma. En los tiempos de bonanza, la fe es fácil. En la miseria, la fe se forja en acero. La providencia nos ha puesto a prueba, y el sufrimiento de este muchacho no es en vano. Él nos ayudará a entender que nuestra misión es más grande que un simple plato de sopa.
El hermano Anselmo, un hombre más de este mundo, con un corazón más propenso a la compasión que al fanatismo, la miró sin comprender. La fe de Teresa era una pared contra la que su propia compasión se estrellaba.
Y sin saberlo, la fuerza de su fe y la inmensidad de su compasión serían puestas a prueba de la manera más brutal, más allá de los muros del convento. Su destino no era el de una santa, sino el de una madre que se vería obligada a alimentar a su rebaño con la esperanza de que la fe, por sí sola, pudiera ser un alimento para el cuerpo.
EL PAN DE LA MUERTE
En el corazón del Mercadal, en el recodo de una calle empedrada que la memoria del sol calentaba hasta el mediodía, el aroma a pan recién hecho que emanaba de la panadería de Joan Marc era, hasta hacía poco, el reloj que marcaba el pulso de la ciudad. Era el olor de la vida, el perfume que llamaba a la gente a la esperanza. Ahora, ese olor era más débil, un suspiro de harina y levadura que se perdía en el aire viciado de Gerona. Joan, un hombre corpulento de brazos enharinados y de barba recia, contemplaba los últimos sacos de trigo en su almacén. El suministro empezaba a escasear, pese a que el fuerte de Montjuich todavía protegía las vías de acceso, y el pan, que era su oficio, se había convertido en un tormento, un recordatorio constante de la escasez y el hambre que se avecinaban.
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Una mañana, Isabel “La Leona”, con la presencia imponente de quien no pide permiso, entró en su obrador. El lugar estaba lleno de mujeres y niños, con los ojos fijos en el horno, como si en él se cocinara la última esperanza del mundo. La mayoría eran clientas de siempre, madres y esposas de soldados que luchaban en las murallas, gente que antes de la guerra eran el corazón de la ciudad. Ahora eran sombras que se movían con la lentitud de la desesperación, sus rostros demacrados, sus manos temblorosas. Isabel, sin dirigirle la palabra, se abrió paso entre la multitud y, con un gesto de cabeza, le indicó a Joan que la siguiera al almacén.
El almacén, un espacio de penumbra y polvo donde el aroma a trigo aún resistía, sirvió de escenario para su encuentro. Isabel se apoyó contra un saco, su mirada de hielo analizando cada rincón.
—Joan —dijo con la voz un susurro que sonaba a orden—. Sé que tienes harina en el almacén. Te compro lo que te quede. Te pagaré el triple de su valor.
Joan se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. La harina se le había pegado a la piel, formando una segunda capa de blanco que contrastaba con el rojo de su rostro. —Isabel, esta harina es lo único que mantiene a esta gente con un hilo de vida. A mi mujer, a mis hijos... ¿Y por qué querrías tú tanta harina?.
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—Porque tengo más información que tú, panadero. He recibido un chivatazo de mis chicas, de mi red de oídos en la ciudad: el General Álvarez de Castro está a punto de dictar un bando. Va a requisar toda la harina para uso militar y muy posiblemente prohibirá que el pan se haga con trigo. Solo con cebada, centeno y lo que se pueda encontrar. La panadería, Joan, se va a convertir en la primera trinchera de la ciudad. Y si no me la vendes, la perderás toda y no ganarás ni un céntimo. Y yo la necesitaré para la clientela de mi burdel, sobretodo cuando no tengas suficiente pan para vender en tu panadería, que esto muy probablemente es lo que ocurrirá. Es la razón por la que estoy dispuesta a pagarte el triple de su valor.
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Joan miró los sacos apilados, y su corazón se dividió. Una parte le decía que escondiera lo suficiente para su familia, para sobrevivir, para seguir amasando la esperanza. Otra, le recordaba las caras hambrientas de las mujeres y los niños en su obrador. La oferta de Isabel era un salvavidas, un traidor que lo rescataba de la miseria inminente, pero también una traición a sus principios. Comprendió que su pequeño mundo de pan y levadura se había convertido en un campo de batalla. Comprendió que la guerra, como el destino, era una fuerza implacable que no entendía de sentimientos. La decisión, pensó, ya no era suya. Era la de la ciudad, la de la supervivencia.
—Que sea lo que Dios quiera —murmuró, su voz rasposa—. La venderé. Pero que sepa, Isabel, que con esta harina no estamos haciendo pan. Estamos amasando las mortajas de los que van a morir.
Isabel asintió con la cabeza. Sus dedos, fríos y firmes, se cerraron en un apretón sobre el brazo de Joan. Luego le dio las instrucciones.
—A últimas horas de la tarde. Un carro del burdel, tirado por uno de mis caballos, cruzará el puente de piedra, porque tu panadería como sabes está en la otra orilla donde tengo mi burdel, y ese puente es la única vía segura de comunicación que nos queda en esta parte de la ciudad. Mis criados, los más forzudos, los vigilantes de mi burdel que seguro que tú ya conoces de vista, pasarán a recoger los sacos. Asegúrate de que nadie lo vea, de que no levante sospechas. La discreción es nuestro único aliado.
Sin una palabra de consuelo, sin una muestra de emoción, se dio la vuelta y salió del obrador, dejando a Joan Marc solo, en medio de la multitud de mujeres y niños que aún tenían los ojos fijos en el horno, en busca de un pan que no volvería a ser el de antes.
El horno, ese viejo corazón de ladrillos que durante años había bombeado vida a la ciudad, ahora irradiaba un calor vacío. Su interior, antes un vientre fecundo lleno de hogazas doradas, era ahora una boca oscura y silente. Joan lo miró. Y por primera vez desde que empezó el asedio, se sintió completamente solo.
LA GUERRA DE LA RAZÓN
A unas pocas calles del convento de las Capuchinas, en una consulta aséptica que olía a alcohol de quemar, a hierbas amargas y a la limpieza de una razón fría y despiadada, se encontraba el doctor Armand Dubois. Francés de nacimiento, este cirujano había llegado a Gerona para ejercer su profesión y, quizás, para escapar de las convulsiones revolucionarias de su propia Francia. Pero su conexión con la ciudad era mucho más profunda y antigua de lo que sus pacientes sabían. Su padre, un comerciante ilustrado, se había enamorado años atrás de una gerundense de la burguesía que conoció en un viaje de negocios. El amor los había unido, y Pierre, habiendo crecido con el acento catalán de su madre y la estricta lógica de su padre, hablaba el español con una fluidez que enmascaraba su acritud. En su consulta, las herramientas de la medicina moderna, pulidas hasta el brillo del acero, convivían con volúmenes de anatomía y tratados de la Ilustración, con retratos enmarcados de Diderot y D'Alembert. En un cajón con doble fondo, a salvo de miradas indiscretas, guardaba los tratados de Herman Boerhaave, que le enseñaron que el cuerpo era una maquinaria compleja y que el conocimiento de sus mecanismos era la única senda hacia la curación. También atesoraba la Anatomie Générale de Xavier Bichat, un libro que, con su meticuloso estudio de los tejidos, le reveló que las enfermedades no atacaban al cuerpo entero, sino que se albergaban en los rincones más pequeños. A estos saberes sumaba los manuales de su oficio: las guías de cirugía de Giovanni de Vigo y Alonso López de Hinojosos, llenas de ilustraciones detalladas que, aunque aterradoras para un lego, para él eran una hoja de ruta para salvar vidas. Y para la preparación de medicinas, se apoyaba en el Florilegio medicinal de Fray Juan de Esteyneffer, una colección de remedios y fórmulas que eran la base de su farmacopea. Pero su verdadera pasión eran las ideas. De la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert había aprendido que el conocimiento era una herramienta de progreso, y los tratados de medicina ilustrada que le llegaban de París y Londres le confirmaban que la razón era la única luz en la oscuridad de la superstición. Su mente era un templo a la lógica, a la búsqueda de la verdad empírica. Creía en el progreso, en la capacidad del hombre para mejorar su condición a través del conocimiento, en el ideal de una sociedad libre de supersticiones.
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Observaba la sociedad gerundense con una mezcla de curiosidad profesional y una ligera condescendencia hacia lo que consideraba su "oscurantismo". "Oscurantismo", escribió una noche con su pulcra caligrafía, "y sin embargo, hay en su fe una honestidad brutal de la que carecía la otra locura de la que escapé. Huí del torbellino de París, de la Razón convertida en histeria. Huí de los discursos virtuosos de los filósofos que olían a pólvora, de la lógica implacable que preparaba el cadalso para los que no estaban de acuerdo con sus ideas. Buscaba un remanso de paz, una España anclada en el tiempo donde la ciencia pudiera florecer sin política cuando luego ya Robespierre llevaría a Francia a un horrible ambiente que llamaron "el Terror". ¡Qué ironía!. He venido a parar a un lugar donde la fe es la única lógica, donde la única ley es la de un Dios antiguo y vengativo. He cambiado la tiranía de la Razón por la tiranía de la Superstición. Y ambas, lo veo ahora con una claridad que me hiela el alma, exigen el mismo sacrificio: la carne humana en el altar de un ideal. He huido de un infierno para caer en otro."
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La idea de la guerra, para él, era una barbarie irracional, un atavismo que la luz de la razón debería haber erradicado. La fe, en su opinión, era una droga para las masas, un opio para calmar los dolores que solo la ciencia podía curar. Su vida transcurría entre diagnósticos, cirugías menores y el estudio de las enfermedades, convencido de que la ciencia era la única herramienta para combatir el sufrimiento. A medida que sus pacientes, desde el humilde jornalero hasta el burgués, lo iban conociendo, su reputación crecía. Valoraban su precisión, su falta de sentimentalismo y la honestidad con la que hablaba. Aunque a los más pobres no les cobraba en el momento, sí les pedía un compromiso: un día, cuando la economía mejorase y la guerra terminase, le pagarían. Él también tenía que vivir. Era una transacción de fe y pragmatismo, un delicado equilibrio entre la caridad y la supervivencia.
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Sobre su escritorio, un pequeño retrato en miniatura, ya descolorido, mostraba el rostro angelical de una mujer joven. Era Laura, su amante parisina, fallecida años atrás por unos agitadores durante la pre-Revolución. Dubois deslizó un dedo por el marco, y su mente viajó en el tiempo, a una noche en la biblioteca de su padre. Laura, con su risa clara y su mirada inquisitiva, sostenía El Contrato Social de Rousseau. "Pierre", le había dicho, su voz un susurro en la penumbra de las velas, "los hombres libres firman su propio destino. La ley es la expresión de la voluntad general." Él, joven idealista, había respondido con la fría lógica de la anatomía, explicando que el cuerpo, con sus vicios y sus pasiones, era la verdadera cárcel. Esa noche, su amor, apasionado y cerebral, había sido un refugio. Pero las turbas, los gritos, los ideales retorcidos de la pre-Revolución, habían acabado con ella en una de esas guillotinas que luego se emplearía para cortar la cabeza a millares de franceses. Esa impotencia lo había llevado a huir a Gerona, la ciudad grande más cercana a Francia de donde procedía su madre, donde imaginaba un lugar más tranquilo y en paz, atado a su recuerdo, como un náufrago a su último pedazo de madera. El amor había sido la última de sus pasiones, y su pérdida lo había transformado en el hombre cínico que era ahora.
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Un día, revolviendo un cajón olvidado de su consulta, había encontrado el viejo diario del fallecido Doctor Busquets, su predecesor en la ciudad, al que le había comprado la consulta con todos sus ahorros traídos de Francia. Al abrirlo, una sonrisa condescendiente afloró en sus labios mientras leía: “Para equilibrar los humores y calmar la fiebre, sangría con veinticuatro onzas de sangre, seguida de cataplasmas de mostaza en el pecho. Para la melancolía, una dosis de láudano al atardecer para calmar el espíritu y el dolor del alma.” Dubois negó con la cabeza; qué prácticas tan primitivas, qué ignorancia sobre el cuerpo humano. Él había leído los tratados de los grandes anatomistas, conocía la circulación de la sangre y las causas reales de la fiebre. Sin saberlo, él mismo, con toda su ciencia ilustrada, pronto se vería obligado a recurrir a métodos aún más brutales y desesperados, cuando la razón se estrellara contra la furia de la guerra y la única herramienta que tendría a su disposición sería un bisturí , una sierra, y el aceite hirviendo junto con el hierro al rojo vivo para tapar heridas que sangraban.
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Mientras la luz de la tarde se desvanecía, un sonido lejano, un eco sordo de metal contra piedra, atravesó el aire viciado de la ciudad. Era el sonido de los zapadores franceses, excavando trincheras, montando sus baterías, la maquinaria de guerra que la razón de Vauban había perfeccionado. Dubois se estremeció. No era miedo, sino un escalofrío de una certeza amarga. Aquellos hombres, sus compatriotas, estaban trayendo a Gerona la misma lógica implacable que él había huido en París. La Razón se había vuelto un arma, y en su guerra particular, él se vería obligado a defenderse con el único conocimiento que le quedaba, el de la carne, el de la sangre, el de la muerte.
LA FORJA DEL HONOR
Miguel Ferrer, un joven de 19 años apenas salido de la adolescencia y con el rostro todavía limpio de las cicatrices de la vida, era el ayudante más cercano del general Álvarez de Castro. Su lealtad no era la forzada disciplina de un soldado, sino una devoción casi filial, una admiración genuina por la rectitud y el honor inquebrantable del general. La admiración se había alimentado en las páginas de los viejos libros que su abuelo le leía al calor de la chimenea: historias de héroes castellanos, de Guzmanes que lanzaban el puñal antes que rendir la plaza, de Cides que ganaban batallas después de muertos. Para Miguel, el honor no era una palabra, era la argamasa que unía a España, un eco que resonaba desde los campos de las Navas de Tolosa hasta los muros de Gerona. Y en Álvarez de Castro veía el reflejo de todos ellos. Veía la misma mirada adusta, la misma negativa a doblar la rodilla, la misma fe inquebrantable en que un hombre, sin honor, no es más que un animal que camina erguido. Por eso, al escuchar las órdenes del general, no oía a un simple superior. Oía la voz de la Historia, y se sentía, por primera vez en su joven vida, un eslabón en esa cadena de sacrificios que hacían de su patria una leyenda.
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Antes de la guerra, su vida era la de un joven oficial en ciernes, aprendiendo los intrincados pormenores de la administración militar y soñando con una carrera honorable en el ejército. Su visión del mundo era idealista, teñida por las gestas heroicas que leía en los libros y las historias de los viejos soldados. La figura de Álvarez, íntegra y exigente, era su modelo a seguir. Para él, el general no era solo un superior, sino un faro moral en un mundo que se desmoronaba. No había conocido aún el horror del combate ni la crudeza de la supervivencia; su juventud lo protegía de la total comprensión de lo que implicaba una guerra de verdad. Su futuro, hasta entonces predecible, se ataba ahora al destino de su general. Su idealismo, sin embargo, pronto se enfrentaría a la brutalidad de la guerra, y la pureza de sus creencias se mancharía con la sangre de la realidad.

Una tarde, mientras el sol de marzo caía sobre los tejados de Gerona, tiñéndolos de un rojo cobrizo, Miguel observaba desde las almenas del convento de San Francisco. A su lado, el general Álvarez de Castro, con el catalejo en la mano, escrutaba el campamento francés. El aire olía a pólvora, a madera quemada y a la salinidad del río Ter. De repente, un obús, con el silbido de una serpiente enfurecida, partió el aire. El impacto, brutal, sacudió el suelo. Una columna de humo y polvo se alzó en el barrio del Mercadal. Unos gritos, agudos y aterradores, se oyeron. El corazón de Miguel se encogió.
—¡A la orden, mi general! —dijo un sargento, con el rostro sucio de hollín y la respiración entrecortada—. Han dado de lleno en una casa. Hay civiles heridos.
Álvarez de Castro bajó el catalejo. Su rostro, surcado por arrugas profundas, no mostró ninguna emoción, pero Miguel notó un imperceptible endurecimiento en su mandíbula. —Envíe a la compañía del capitán Soler. Y que el doctor Dubois esté preparado. —Sí, mi general. —Y usted, Miguel —dijo Álvarez, sin mirarlo, su voz tranquila y firme—, venga conmigo. Ha llegado el momento de que vea que el honor, joven, no es solo una palabra. Es el peso de la responsabilidad.

En el Mercadal, la escena era un infierno. Una casa de tres plantas había sido demolida por el impacto de un obús. El techo se había derrumbado, aplastando escombros y la esperanza que se aferraba a sus cimientos. Un grupo de civiles, hombres, mujeres y niños, excavaban entre los restos con las manos desnudas. El olor a polvo, sangre y yeso era tan denso que casi se podía masticar, y los gritos de una mujer, agudos y aterradores, sobresalían entre el ruido de los cascotes. Miguel vio a una madre con el rostro cubierto de sangre, llorando sobre un cuerpo inerte. Aquello no era la épica de los libros, no era un héroe. Era una mujer, una madre, con un dolor tan real que le quemó la garganta. La guerra, pensó, no era un cuento de valor, sino la brutalidad, el sin sentido. A su lado, un joven miliciano se apartó para vomitar en un rincón.
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Álvarez de Castro se acercó a la mujer. No fue un movimiento grandilocuente, sino un gesto de quietud. Se agachó a su lado, tan solo un hombre más en la miseria, y le tomó la mano, una mano áspera por el trabajo y la angustia. —Señora —dijo con una voz que, a pesar de su severidad habitual, se quebró por la compasión—, permítame compartir su dolor. —¡Váyase! —gritó ella, con una histeria que era un ruego y un reproche—. ¡Váyase! ¡Han matado a mi hijo! ¡Y usted... usted no ha hecho nada! La mirada de Álvarez de Castro se oscureció. Ya no era el fiero defensor de la patria, sino un hombre impotente ante la tragedia más elemental. No intentó justificarse. Solo apretó su mano con una firmeza que no era de un superior, sino de un compañero en el sufrimiento. —Tiene razón, señora —musitó, y la honestidad de la confesión le dejó la voz rota—. No hay nada que yo pueda hacer por su hijo. Y lo lamento más que a mi propia vida.
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Miguel se quedó sin palabras. Aquella mujer había destrozado la imagen de la guerra en un instante, pero el general había respondido con una verdad aún más devastadora. El honor, la gloria, la patria... todo se desvanecía ante la realidad del dolor humano. El mundo no era blanco y negro, no era una batalla entre el bien y el mal, sino un amasijo de colores oscuros, de decisiones imposibles y de sufrimiento. Álvarez de Castro, sin embargo, no se inmutó. Se puso en pie, con el rostro de un hombre que ha enterrado el dolor en lo más profundo de su ser, y se acercó a un sargento, dándole órdenes precisas sobre la remoción de escombros. La compasión había sido un relámpago, fugaz y doloroso. Ahora era el general de hierro otra vez, el hombre que no podía permitirse el lujo de la desesperación.
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Cuando regresaron a las almenas, el sol ya se había puesto. Álvarez de Castro, con los ojos fijos en la oscuridad, se dirigió a Miguel. —Lo ha visto, joven. Ha visto el verdadero precio del honor. La guerra no es un poema épico, es una masacre, una cosa terrible. Y la única forma de sobrevivir es seguir adelante, incluso cuando el corazón se desgarra. Y el honor... el honor, Miguel, es lo único que nos diferencia de los animales, porque nos permite sentir el dolor ajeno. El día que lo olvides, habrás muerto.
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Miguel lo miró. En sus ojos, ya no había la admiración ingenua del comienzo del día. Había una mezcla de miedo, de dolor y de una nueva y terrible comprensión. El general había sido herido, no por una bala, sino por una pena tan profunda que su voluntad de hierro no pudo ocultar. Y el honor, esa palabra que antes resonaba en los libros, ahora se le antojaba como un peso insoportable, una cadena de la que no se podría librar. Sin saberlo, en ese día, la pureza de sus creencias se había manchado con la sangre de la realidad, y el soldado que había en él, el hombre que debía ser, acababa de nacer. Mientras caminaban, Miguel se agachó sin que el general se diera cuenta y recogió del suelo una pequeña piedra ennegrecida, un fragmento de escombro. Aquello, pensó, no era la gloria, no era un trofeo. Era la verdad, la dura y áspera verdad de lo que era la guerra. Y se la guardó en su bolsillo, como una insignia de su nuevo y doloroso bautismo.
LAS MUJERES DEL AGUA Y DEL FUEGO
La primavera de 1809 ardía sobre Gerona con un sol implacable, pero el calor del cielo era un suspiro en comparación con el infierno que la ciudad vivía tras meses de sitio. Las murallas, heridas, se mantenían en pie como viejas matronas orgullosas, y dentro de ellas, el hambre había hecho presa en todos. Pero allí donde los hombres sostenían mosquetes y bayonetas, las mujeres hallaban otras armas.
En una de las calles estrechas del Barri Vell, Pilar había dejado de servir vino en su taberna. Ahora llevaba un delantal manchado de sangre seca, no de vino. Con otras vecinas había improvisado un hospital en la nave lateral de Sant Feliu, donde los heridos se amontonaban como leños rotos. Las camillas eran puertas arrancadas de casas vacías, los vendajes trozos de sábanas rasgadas.
—Apretad fuerte aquí —ordenó Pilar a una muchacha de apenas quince años, que con manos temblorosas sujetaba la pierna abierta de un miliciano—. ¡Si sangra más, se nos va al otro mundo!.
El aire hedía a sudor, a pólvora, a la dulce amargura del láudano. La peste de las heridas supurantes se mezclaba con el incienso que un sacerdote aún esparcía en procesión, como si el humo pudiera tapar el hedor de la carne corrompida.
No lejos de allí, Isabel “La Leona” había convertido los sótanos de su burdel en almacenes de víveres y en refugio. Pero no se limitaba a guardar; cada noche, disfrazadas de campesinas, enviaba a dos de sus pupilas fuera de la muralla por pasadizos ocultos, cargando sacos de grano que algún contrabandista había hecho llegar desde los campos vecinos. Una de ellas, Rosario, regresó una madrugada con el rostro tiznado y la respiración entrecortada.
—Nos siguieron, señora... unos franceses. Pero les dimos esquinazo entre las huertas. Llevamos harina suficiente para una semana.
Isabel no sonrió. Solo asintió, y con voz seca ordenó:
—Bien. Esa harina va primero para los niños y los viejos. Los soldados aguantan más.
Las chicas del burdel, que la ciudad despreciaba como pecadoras, eran ahora contrabandistas y espías. Escuchaban conversaciones en la cama, guardaban en la memoria nombres de oficiales y rutas de patrullas, y al amanecer los repetían como un rezo en los oídos de un sargento de confianza.
Mientras tanto, en las murallas, había mujeres que subían con cántaros de agua que habían hervido antes para desinfectarla. No eran soldados, pero cuando la artillería francesa encendía los parapetos, ellas corrían con el líquido como si llevaran vida en lugar de barro. Cada gota apagaba brasas, cada jarro impedía que un puesto ardiera. Algunas lanzaban aceite hirviendo o cal viva contra los enemigos que osaban acercarse demasiado.
Un día, al pie de la muralla de Sant Pere, una mujer llamada Caterina, viuda de un herrero, se plantó con un martillo en la mano. El cañón francés había abierto un boquete y los hombres dudaban. Ella, con la falda arremangada y la piel cubierta de polvo, gritó:
—¡Si ellos entran, que entren sobre mi cadáver! —y levantó la herramienta como un estandarte.
Su voz encendió a los demás. Los milicianos la siguieron, cerraron la brecha con sacos de arena y escombros, y los franceses retrocedieron ante la furia inesperada.
Aquellas jornadas no se escribían en partes militares. No había plumas que recogieran el pulso de las mujeres que lavaban la sangre, que cavaban zanjas, que robaban leña a la noche para cocer el último pan. Pero sin ellas, la ciudad habría caído antes de que sonaran de nuevo las campanas de la Catedral.
Y así, entre cántaros de agua y hogueras, entre gritos de dolor y canciones improvisadas, las mujeres de Gerona se convirtieron en el agua que salvaba y en el fuego que resistía. Nadie las llamó heroínas, pero cada niño que sobrevivió, cada soldado que pudo volver a empuñar un fusil, llevaba en su piel la huella de aquellas manos anónimas.
LA GEOMETRÍA DE LA PASIÓN
A poco más de un centenar de kilómetros de Gerona, en el cuartel general del general Duhesme en Barcelona, el coronel Vigny, un ingeniero de talento, estudiaba un mapa de la provincia. Vigny era la encarnación de la Ilustración militar francesa. Un estratega metódico y un hombre que, a pesar de servir al águila imperial de Napoleón, albergaba en ocasiones dudas sobre la brutalidad de los métodos empleados por su ejército. Para él, la guerra era un problema de ingeniería, una ciencia precisa que no dejaba lugar a la emoción. "Gerona no es más que una serie de cálculos," pensaba, mientras sus dedos trazaban las líneas de las murallas, los ángulos de los baluartes y los puntos ciegos de la defensa. "Un problema de matemáticas y física." La ciudad, para él, era un nudo en la red de suministro que había que desatar, un obstáculo en el camino de la dominación.
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Pero había algo en la resistencia de los españoles que le intrigaba, que escapaba a la lógica de la Ilustración. No era la fuerza de su ejército, sino la de su espíritu, su fanatismo religioso y su sentido del honor. Como él mismo había observado en sus informes, los guerrilleros como Juan Clarós, que asolaban las líneas de suministro francesas, no luchaban por un salario o por la gloria, sino por un ideal abstracto de libertad y patria. Una pasión que, en su opinión, era tan irracional como peligrosa. La pasión, para un hombre de razón como él, era un mal de la sangre, una enfermedad que nublaba el juicio. Y Vigny sabía bien lo que era vivir bajo esa pasión. Su rostro, frío y sereno, era una coraza forjada en el recuerdo de un amor perdido durante el Terror, de una mujer que había muerto en la plaza pública, víctima de la misma razón desbocada que ahora él servía. Su lógica era su refugio, un muro entre su corazón y el caos del mundo.
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Un día, mientras revisaba los planos de una batería de cañones que se construiría en el cerro de Montjuïc, el general Duhesme entró en la tienda. Era un hombre bajo y rechoncho, con un rostro que recordaba al de un cerdo y una voz aguda que recordaba al gruñido de un animal. A su lado, un sargento empujaba a un oficial español prisionero, escoltado por dos de sus hombres. El español, con su uniforme destrozado y el rostro cubierto de hollín y sangre, se mantuvo erguido, con la mirada altiva.
—Coronel —dijo Duhesme, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. He recibido su informe. Demasiadas dudas, Vigny. Demasiadas preguntas. ¿Habla usted de la pasión de los españoles?. ¡La pasión es para las putas y los poetas!. La guerra es para los soldados, para la disciplina, para la sangre fría.
Vigny, con el mapa en la mano, se mantuvo inmutable. Su mirada se detuvo en el prisionero, que no mostraba miedo, solo un agotamiento estoico. —Mi general, la pasión de la que hablo es la de una fe que no se puede romper, de una devoción por un ideal que va más allá de la razón. Este oficial ha sido capturado intentando abrir una brecha en nuestras líneas para que entrara un convoy de ayuda a la ciudad. No es un problema de moral, sino de estrategia. No podemos vencer a un enemigo que no le teme a la muerte, porque para ellos la muerte es la entrada a una gloria eterna.
El oficial español, al oír las palabras de Vigny, escupió al suelo con una furia silenciosa. —Morir por Gerona es morir por el Cielo —murmuró, su voz ronca por el polvo—. Y su razón... su razón es un camino al infierno.
Uno de los soldados españoles, un muchacho joven con los ojos llenos de lágrimas de dolor y rabia, se revolvió. —¡No les diga nada, mi oficial!. ¡Son perros sin alma!. El otro soldado, un hombre mayor con una barba cana, lo miró con resignación. —Ya no importa, hijo. La fe es lo único que nos queda.
Duhesme se rio con una carcajada ronca. —¡Vea lo que le digo, Vigny!. ¡Usted es un poeta!. Yo, en cambio, soy un soldado. Y la única lógica que entiendo es la del cañón. Ya lo verá. La disciplina de nuestro ejército, nuestra superioridad tecnológica, nuestra razón... se impondrá. La pasión es un fuego que se apaga con el plomo.
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Duhesme salió de la tienda, llevándose a los prisioneros consigo. Vigny se quedó solo. La luz de la lámpara de aceite proyectaba su sombra sobre el mapa, como la sombra de una duda que no podía expresar. Pensó en las palabras de Duhesme. Tenía razón. La guerra era una ciencia. Una bala no se preocupaba por el honor de un hombre, ni un obús por la fe de una mujer. Él mismo lo había visto en sus cálculos. La destrucción de las murallas, la apertura de las brechas, la entrada de los soldados franceses, era una cuestión de tiempo y de recursos. Su mente metódica dibujaba líneas de avance, puntos de ataque y zonas de impacto. De repente, su mano se deslizó, y, sin querer, en vez de una línea, dibujó con el lápiz una cruz sobre Gerona. Era un presagio, una señal de que en esa ciudad, la geometría de la razón se enfrentaba a una geometría del alma que él, con todos sus cálculos, no podía entender. La pasión, ese fuego irracional, quemaba la lógica en Gerona, y Vigny, desde su tienda, se sentía como un espectador de la masacre que él mismo estaba diseñando. La única herramienta que tendría a su disposición sería su lápiz y su regla. Su papel, sin saberlo, sería el de la conciencia que, desde el lado del invasor, cuestionaría los horrores que se avecinaban, intentando racionalizar una pasión que no tenía cabida en sus fríos cálculos.

EL JURAMENTO DE LA TIERRA
La noche en Gerona tenía el sabor de una calma tensa, una tregua no declarada con el destino. A lo lejos, el eco sordo de los cañones franceses rompía el silencio a intervalos regulares, un latido metálico que recordaba a la ciudad que la paz era solo una ilusión. En el laberinto de la Força Vella, tras el ábside en ruinas de una vieja capilla olvidada, existía un pequeño huerto escondido, un milagro de hojas verdes y tierra húmeda. Era allí, en ese jardín secreto, donde el alma de Gerona se partía en dos.
Martí Bosch llegó como una sombra, deslizándose por callejones que su clase social raramente transitaba. Había un olor a miedo en el aire, a la desesperación que crece con la escasez de provisiones y el polvo de los escombros. Encontró a Ana Feliu de espaldas, regando unas tomateras con el agua recogida de la última lluvia en un caldero abollado. El simple sonido del agua cayendo sobre la tierra era una música de paz en un mundo que se preparaba para el estruendo.
—Podrían matarte si te encuentran aquí —dijo él, su voz un susurro que no quería romper el hechizo de la quietud.
Ana se giró. Su rostro, iluminado por la luna, era una mezcla de fiereza y ternura. Sus ojos oscuros brillaban con una convicción que él no podía entender. —Hay muchas formas de morir, Martí. El miedo es una de ellas. Y yo no pienso morir así.
Él acortó la distancia, la tomó entre sus brazos con una urgencia que nacía de la incertidumbre. El olor de ella, a tierra y a jabón barato, era para él el aroma de la verdad. —Mi padre dice que esto es una locura. Que Álvarez de Castro nos llevará a todos a la tumba. Quiere que nos marchemos.
Ana le sostuvo la mirada, sus dedos trazando el contorno de su mandíbula. —Tu padre habla con la voz de sus libros de cuentas. Mi familia habla con la voz de la sangre derramada. ¿Crees que olvido a mis primos?. Los vi salir por la puerta con una fe que te helaría la sangre y los vi regresar en un ataúd, pero no muertos, sino como mártires que habían prometido lealtad a Gerona. Esta tierra no es una mercancía, Martí. Es un juramento. Álvarez de Castro es solo la espada que empuña ese juramento.
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El beso fue un choque de mundos. Breve. Brutal. Necesario. Él la arrastró hacia el rincón más oscuro, contra el muro cubierto de hiedra, y allí, entre el aroma de la albahaca y el presagio de la pólvora, se amaron con una desesperación febril. Él hundió sus dedos en la tela áspera de su vestido, sus manos temblaban mientras la levantaba, y el muro se volvió altar, testigo de un rito que no pedía permiso. Ella, con una mezcla de ternura y dominio, guiaba el ritmo. Él le acariciaba las tetas, y se deleitaba en la piel, mientras le besaba los pezones con una lentitud que sabía a tiempo robado. El roce de sus bocas, la humedad que crecía entre sus partes íntimas, el roce de sus cuerpos febriles… cada gemido era una traición al silencio, cada caricia una promesa de muerte si alguien los oía. Se dieron largos besos con lengua, como si quisieran saborear el alma del otro antes de que la guerra se la arrebatase. Y cuando sus cuerpos se fundieron, como hierro al rojo, como pólvora y llama, alcanzaron un orgasmo extasiado que les pareció la gloria en medio del infierno, una liberación de la tensión acumulada que les hizo sentir vivos en el corazón de la muerte. Y mientras Gerona dormía, la tierra había sido jurada.
LAS MURALLAS DE CARNE
La noche en Gerona tenía el sabor de una calma tensa, una tregua no declarada con el destino. A lo lejos, el eco sordo de los cañones franceses rompía el silencio a intervalos regulares, un latido metálico que recordaba a la ciudad que la paz era solo una ilusión. En el corazón del animado Barri Vell, cerca de la imponente Catedral que se alzaba majestuosa sobre los tejados como una anciana guardiana de piedra, se encontraba "El Racó de l'Esplai". El burdel de Isabel "La Leona" no era un simple prostíbulo, sino el latido de un corazón social complejo. Era un lugar donde el vicio convivía con la fe, donde el miedo se ahogaba en vino y en guisos de taberna, y la información fluía como un río subterráneo. El espacio se dividía en dos mundos. La sala principal, ruidosa y popular, vibraba con la energía primigenia de milicianos con sus casacas desabrochadas, artesanos con las manos aún manchadas de su oficio y algún que otro campesino que había bajado de la montaña llevando a vender su cosecha y sus salazones de cerdos y jabalíes cazados, huyendo de la sombra que ya se cernía sobre los campos. El olor a vino barato, a tabaco y a sudor se mezclaba con el de un estofado de ternera que salía de la cocina, una fragancia de normalidad en un mundo que ya no era normal.
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En una de las mesas más grandes de la sala principal, un grupo de albañiles de la Catedral, con sus ropas salpicadas de cal y los rostros marcados por el sol y el esfuerzo, apuraban jarras de vino tinto. Sus voces, rudas y acostumbradas a resonar en las alturas de los andamios, se alzaban por encima del murmullo general. —Casi tres siglos para levantar esa puta fachada, ¿y ahora quieren que remendemos la muralla en tres semanas?. ¡Me cago en Dios!. Nos pasamos la puta vida levantando piedra, acariciando el culo de la Catedral como si fuera el coño de la Virgen, ¿para qué?. Para que venga un cabrón gabacho con mala hostia y nos la meta por el ojete de un cañonazo. Y nosotros a remendar. Siempre remendando la puta piedra mientras se nos desangra la carne —se quejó Juan Vidal, el maestro de obras, un hombre de hombros anchos y mirada cansada pero orgullosa, golpeando la mesa con el puño. Sus compañeros asintieron con resignación, sus rostros, espejos de una fatalidad compartida.
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Juan Vidal miró sus propias manos, cubiertas de callos y del polvo de la piedra. Pensó en los muros. Una muralla era algo honesto. Si un cañonazo la hería, se le caían las piedras, pero se podía remendar. Se buscaban piedras nuevas entre las ruinas de los destrozos, se mezclaba argamasa y la herida se cerraba, haciéndolo incansablemente a toda prisa pues las circunstancias de guerra lo exigían. Volvía a ser fuerte. Pero la carne... la carne no. Pensó en su hijo, apenas un muchacho, perdido en el asalto a Montjuïc. Su cuerpo era una brecha que no podía repararse. No había argamasa para pegar los pedazos de una vida, ni piedras para rellenar el vacío que dejaba un grito ahogado. Y comprendió, con una lucidez amarga, que esa era la verdadera naturaleza del asedio. Ellos remendaban la piedra mientras los franceses les rompían la carne. La ciudad, al final, quizá seguiría en pie, pero sería un sepulcro de piedra lleno de ausencias, un monumento pagado con la única cosa que no se podía reconstruir. —¡Me cago en la hostia! —gruñó Mateo Simón, el más joven, bebiendo de un trago—. Las piedras que hoy ponemos para la gloria de Dios, mañana servirán para que el puto Diablo francés se limpie el culo con ellas. Y nosotros aquí, como gilipollas, bebiendo este vino que cada vez sabía más a agua añadida por lo del racionamiento que no tardaría en caer. Juan Vidal, el maestro, asintió con gravedad. —Peor es la piedra, muchacho. A la piedra le metes un remiendo y se acabó. Pero a un hijo te lo revienta un obús y a ver con qué cojones lo pegas después. Esa es la puta cuenta que no le sale a nadie. La risa que siguió fue corta, teñida de fatalismo, una aceptación sombría de lo inevitable que ya había calado hondo en la moral del pueblo.
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Pero había otra sala, la sala reservada, más opulenta y discreta, con cortinas de terciopelo que amortiguaban el ruido, donde los notables de la ciudad –comerciantes como Don Rafael de la Riva, algún pequeño hidalgo venal, oficiales de mayor rango de Álvarez de Castro– hablaban en voz baja, susurrando noticias y haciendo tratos. Allí se tejían los hilos invisibles del poder entre las fuerzas vivas de la ciudad, y se trazaban las líneas de la supervivencia. Isabel "La Leona", una mujer de unos cuarenta años, de curvas generosas y ojos vivaces que no se le escapaba un solo detalle de lo que ocurría a su alrededor, era la regente, la matriarca, la dueña de aquel pequeño universo, su propia reina. Había forjado su apodo no solo por su melena rubia y rebelde, sino por la ferocidad y la astucia con la que defendía lo suyo: su negocio, sus chicas, su propia parcela de control en un mundo caótico que amenazaba con devorarlo todo. Era, sin que nadie lo sospechara, la cabeza de una red de información que abarcaba cada rincón de la ciudad. Su patriotismo, más que una idea abstracta, había nacido de la pérdida personal: su hermano, un joven idealista que la había apoyado cuando fue repudiada por su propia familia, había muerto en el primer asedio de Gerona, una herida que Isabel no había olvidado, y que alimentaba su sed de venganza y supervivencia. En la oscuridad de su cama, las fantasías de venganza que tenía a veces, eran más vivas y brutales que la realidad misma.
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Y la oportunidad para la venganza llegó. Una de sus chicas, Pili, le sonsacó a un sargento de la milicia exterior la ruta de un convoy vital que traía láudano y los sueldos de la oficialidad. Aquella noche, Isabel reunió en su sótano a un grupo variopinto: los hermanos Bosch, contrabandistas experimentados, un par de milicianos que se jugaban la vida por un plato de lentejas y a Mateo Simón "Seisdedos", con las manos callosas de picapedrero. Sobre una mesa de madera tosca, Isabel extendió un mapa de la zona de Sant Daniel. —Señores —dijo Isabel, su voz un susurro que no necesitaba alzar—. Quien no se arriesga, no pasa la mar. Mañana, vamos a darles a esos gabachos una lección de economía gerundense. El convoy saldrá al amanecer. El desfiladero es estrecho, ideal para la emboscada. Los hermanos Bosch se encargarán del frente, y Mateo, con tu fuerza de bestia, tú y los milicianos los cogeréis por la retaguardia. No queda nada en esta ciudad, así que no podemos fallar. Ni un solo gabacho puede escapar para dar el aviso. Esto no es solo por el oro, es por nuestra vida, por nuestra dignidad. La emboscada en el desfiladero de Sant Daniel fue breve y brutal, tal como Isabel la había planeado. Ocultos entre la vegetación, cayeron sobre el convoy francés con la ferocidad de animales hambrientos. Isabel, con una pistola de arzón en cada mano, luchó con la furia de una leona, sus ojos brillando en la penumbra. El oro recuperado serviría para comprar voluntades y el láudano, para calmar el dolor de sus heridos, amén de provisiones y demás suministros incautados a los gabachos. Al regresar, cubierta de polvo y con la ropa manchada, Isabel no era solo la dueña de un burdel. Era la reina de los bajos fondos de Gerona. Su difunto amante que le dejó una fabulosa herencia, Jaime de Fontclarà, le había enseñado el uso de pistolas y escopetas para la caza, y prácticas de tiro en el campo. Tenía cierta experiencia en uso de armas, y en su burdel escondía algunas en lugar seguro de su habitación particular.
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En la mesa del sargento Ruiz, un oficial de la milicia con la cara enrojecida por el vino, presumía a voz en cuello de la fortaleza de Gerona. —¡Que vengan los gabachos!. ¡Esta ciudad es un hueso duro de roer!. ¡Ya lo vieron en Zaragoza, y en Valencia!. ¡Se van a dar de bruces con la muralla, coño!. Isabel se acercó, su voz suave pero firme, su mano reconfortante sobre el hombro de Carmen Barrau, la más joven de sus chicas, de ojos grandes y asustados, que servía las copas con manos temblorosas. Carmen Barrau, sonriente, se acercó a los tertulianos y les dijo "¿hoy nadie quiere que se la chupe ?", lo que provocó un estallido de carcajadas.
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Luego horas más tarde, en la penumbra algo sórdida del salón de "El Racó de l’Esplai", Isabel reunió a sus chicas entre dos servicios, su voz tan firme como su mirada. Apoyó las palmas en la mesa y dejó que el murmullo cesara. —Guapas, escuchad bien: aquí el vino no es lo que nos da de comer, ni siquiera el coño —sentenció—. Lo que da de comer somos nosotras propias. Aquí, quien entra, entra buscando algo: que le escuchen, que le digan “padre”, “valiente”, “señor”. Así que siempre con sonrisa, siempre con aliento dulce —como os he dicho mil veces—, y sobre todo, haced que se sientan reyes. Susurrad al oído, reid aunque no tenga gracia y, sobre todo, hacedle soñar que es el más fuerte, el más temido, el más querido en cama o en la guerra, para eso paga. Si pide fantasía, se le da fantasía, se le cuenta el cuento que más le excite, aunque sea cortito de bragueta y largo de lengua. Si fantasean con que seas su novia, dale trato de novia, aunque sea una farsa que ni la noten. A los hombres hay que saber que se sientan contentos su estómago y su polla, que son sus partes que más reclaman satisfacción, y nosotras estamos para proporcionarles esta necesidad. Se inclinó hacia Pili, la más rezongona. —No quiero caras largas con los clientes —siseó—, no cobraremos más por tristezas. Ni por frialdad. Aunque estamos en guerra, igual que con la paz, sobrevivimos de saber satisfacer todas las necesidades y caprichos de todos esos hombres que nos pagan, y tenemos que conseguir que nos paguen con gusto y les quede el deseo de volver. Aquí los deseos se cumplen porque así ganamos no sólo su dinero, también sus secretos. Y quien sale de aquí convencido de que es el gallo del corral, vuelve. Todo lo hacemos por dinero, Alicia, por sobrevivir; pero también por dominar este mundo de miserias. Así que, sed risueñas, hábiles, y si protestan, me los mandáis a mí que ya me encargaré de cada cual. Y recordad: el que paga, manda. Y por cada cliente que perdemos, ganamos menos, y por cada nuevo cliente que nos traen porque alguien habló bien de vosotras, ganamos más. Pero no siempre gana —guiñó un ojo, y todas rieron—. ¡Ale, a trabajar, coño, que la guerra aún no ha terminado!. ¿ Y tú no ves que se te corre la pintura?. Aquí no hay sitio para lágrimas. La tristeza es una zorra que te desangra por dentro, ¿entiendes?. Y yo no voy a dejar que ninguna de mis chicas se desangre por un sargento borracho. Así que endereza esa espalda, coño, hazte la simpática cariñosa y sírvele el vino al cabrón.
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Luego, con un movimiento ágil y casi felino, se dirigió a la mesa del sargento Ruiz que todavía estaba allí. —Así que, ¿mucho movimiento en los cuarteles, eh, mi sargento? —preguntó Isabel, sirviéndole otra copa de vino tinto con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, una sonrisa profesional y calculadora, diseñada para sonsacar, no para agradar—. Ese tipo, el general Álvarez de Castro, ¿será verdad que es tan... férreo como cuentan? Y, ¿qué novedades hay de esos ingenieros franceses que parecen planearlo todo al detalle?. ¿Es verdad que hay uno, un tal Coronel de Vigny, que tiene hasta el último muro de Gerona en sus planos, como si fuera un arquitecto divino?. El sargento, hinchado por el vino y la atención femenina, asintió con vehemencia, regodeándose en su propia importancia. —¡Férreo es poco, coño! —rugió, golpeando la mesa—. ¡Ese viejo es más duro que una piedra de molino!. ¿Sabes lo que hizo en Barcelona?. ¡Con un par de cojones bien puestos!. Se plantó delante del puto Duhesme y le dijo que por sus santos huevos los franceses no entraban en Montjuïc. ¡Así, con todas las letras! Lástima que el Capitán General fuera un cagatintas con las bragas meadas. Pero ese, Isabel, ese no se dobla ni aunque le metan un cañón por el culo. ¡Lo juro por mis muertos! El Duhesme, ese arrogante que se cree el amo del mundo, con su bicornio y su mirada de sargento de barracón, se quedó con la boca abierta, rojo como un tomate. Yo estaba allí presente como escolta y lo vi. Al final, claro, tuvo que obedecer al Capitán General, ese conde que recibió órdenes de Madrid para no oponer resistencia. Pero su acto de desafío... ¡eso ya es una copla que cantan los soldados en cada taberna!. Es el tipo de hombre que no se dobla, y eso, Isabel, nos hace falta como el pan en estos tiempos. Y sí, esos gabachos son unos malditos sabiondos. Oí a un superior hablar de un ingeniero, un Vigny de esos, que ya tiene todos los planos de la ciudad como si fuera su propio jardín, cada alcantarilla, cada pasadizo. Un cabrón meticuloso, dicen. ¡Dicen que hasta el mismísimo Saint-Cyr, ese zorro viejo y frío como el hielo, lo tiene en alta estima por su ojo para la guerra de sitio!. Pero ya veremos si sus planos aguantan el coraje español, y la sangre y el sudor de Gerona, ¡coño!. ¡No es lo mismo conquistar un mapa que una ciudad que no se rinde!. Isabel asintió pensativa, sus dedos tamborileando rítmicamente sobre la madera de la mesa, procesando cada palabra. "Un coronel ingeniero," murmuró para sí. "Un Vigny, con todos los planos... y el respaldo de Saint-Cyr." La mención de Saint-Cyr la inquietó profundamente. Como toda dueña de burdel que se enteraba de todas las novedades, conocía la reputación del general. No era un estratega convencional, sino un genio de la destrucción metódica, un hombre que veía la guerra no como una danza de honor, sino como un problema de ingeniería a gran escala. Ella, con su mente calculadora de comerciante, podía imaginarse la maquinaria de la guerra en marcha. La guerra, para los franceses, no era una cuestión de bravura, sino de logística, de números, de cálculos. ¿Cuánto costaba un día de asedio?. ¿Cuántos sacos de pólvora necesitaba un cañón de 24 libras para abrir una brecha?. La resistencia de Gerona, pensó Isabel con una frialdad que la heló hasta los huesos, no era un acto heroico para los franceses, sino una irritante distracción en el gran juego de la guerra de conquista. Aquello no era un detalle casual; era una pieza de inteligencia vital que le confirmaba el coste y la frustración que Gerona ya estaba causando al mando francés. En aquel crisol de temores velados, bravatas altisonantes y una aparente falsa normalidad, Teresa rezaba por una salvación que intuía debía ser activa, un servicio al prójimo; Dubois analizaba la locura humana desde las páginas del antiguo diario del Doctor Busquets, buscando patrones y advertencias; e Isabel, con la astucia de quien ha visto demasiado de la vida, tejía la invisible telaraña de la resistencia popular, preparando a Gerona para lo inevitable. La primavera de Gerona, con su engañosa placidez, se preparaba para el grito ahogado de la guerra.
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LA LUZ DE LA SANGRE
En una de esas noches de falsa calma, cuando el traqueteo lejano de los cañones franceses se sentía menos como una amenaza y más como el latido monótono de un corazón enfermo, el destino de Pedro Ferrer se torció. Una esquirla de obús, una viruela de hierro del diablo, le había abierto una herida sucia en la pierna mientras reforzaba un parapeto cerca de la Catedral. Lo llevaron, a falta de espacio en el hospital desbordado, a una de las salas traseras de "El Racó de l'Esplai", el burdel de Isabel “La Leona”.

El lugar era un crisol de olores, un hedor visceral y complejo que olía a sudor, a vino rancio, a un guiso de ternera olvidado, y, por encima de todo, a un dulzón y nauseabundo perfume de sangre y medicinas, un aire espeso que los gemidos y las blasfemias de los heridos no hacían sino espesar. En una esquina, el doctor Dubois que había acudido allí por petición de Isabel ( que había dispuesto algunas habitaciones de su burdel para atender a los heridos), un hombre de rostro pálido y manos de temblor perpetuo, trabajaba sobre la pierna de Pedro.
—Ya está —gruñó, alzando unas pinzas manchadas de sangre, en cuyo extremo brillaba un trozo de metal—. Un trozo de nada, de un obús del tamaño de una puta.
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Pedro, con el rostro bañado en sudor frío, se retorció. Sus ojos, en medio del dolor, vagaron por la penumbra y encontraron los de una muchacha que le limpiaba la frente. Se llamaba Rosa. No era una de las bellezas deslumbrantes que había imaginado en sus fantasías de soldado, las que se contaban en las tabernas. Era una muchacha delgada, de ojos grandes y asustados, con una sencillez que era casi dolorosa de ver. Su mano, al contacto con su piel febril, era pequeña y fría, como una hoja de higuera en el invierno. Pedro sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la herida. Era la sensación de la pureza en medio de la podredumbre, una luz que se negaba a extinguirse en la oscuridad. En su mente, que hasta ese momento solo albergaba la idea de gloria, la imagen de la Catedral se desvaneció, y el brillo del metal que el doctor acababa de extraer se opacó ante el brillo silencioso de esos ojos.
—Gracias... —musitó Pedro, avergonzado de su propia debilidad. Ella no respondió, solo asintió con una delicadeza que contrastaba con el caos del lugar. En esa mirada silenciosa, Pedro no vio a una prostituta, sino a otra víctima, otro rostro de la Gerona herida que él había jurado defender. Y sintió, por primera vez, que el honor no consistía solo en matar franceses, sino quizá, solo quizá, en ser capaz de salvar una sola de esas miradas.
Un cañonazo cercano hizo temblar las vigas, y un poco de polvo y cal cayeron del techo, haciendo que las llamas de las velas parpadearan violentamente. El olor a pólvora se sumó al aire viciado. Rosa se encogió instintivamente.
—No hay nada que agradecer —dijo ella, con una voz baja y temblorosa, casi un susurro. —¿Y usted...? ¿Por qué está aquí? —preguntó Pedro, sin poder evitar la pregunta. Él pensaba en los héroes del Monte Montjuïc, en los hombres que se cubrían de gloria, no en muchachas asustadas en un burdel. Su pregunta era más para sí mismo que para ella. —Alguien tiene que hacerlo —respondió, con una simplicidad que le rompió el corazón—. La vida... es un negocio. Y ahora el negocio es la muerte. Y yo... yo solo soy una oveja, pero... las ovejas también pueden ayudar a los heridos. Mi hermano murió en el primer asedio... era un miliciano como usted. Yo... yo no sirvo para luchar, pero... puedo ser útil de otra manera.
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En sus ojos, Pedro vio la verdad. No era el honor, ni la patria, ni la gloria lo que la movía. Era el simple instinto de la supervivencia, el miedo, la compasión. Era la cara de la guerra que nadie quería ver: la inocencia perdida, la dignidad pisoteada, la ternura que se encontraba en los lugares más insospechados. El doctor Dubois, con su rostro cansado y sus manos temblorosas, dejó las pinzas y se alejó. —Ya está. Pero la carne... la carne ya es otra historia —dijo, su voz ronca de años de sacrificio—. La carne cicatriza, pero el dolor... el dolor se queda en la sangre. Usted... se salvará. Pero no volverá a ser el mismo. Lo digo por experiencia. El dolor, joven, es una escuela para la vida. Y para la muerte.
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Pedro no pudo responder. Rosa, con una concentración que no correspondía a sus ojos asustados, le vendaba la herida con un paño blanco. Las gotas de sangre se filtraban lentamente, tiñendo el blanco del lienzo con un color rojo vivo, el mismo color que, pensó Pedro, tenían las amapolas en los campos fuera de la ciudad, los mismos campos que se convertían en tierra yerma. La sangre, la suya y la de Gerona, se unía en aquel paño. Y pensó en las palabras del doctor Dubois. Él, que había soñado con la gloria, había encontrado el dolor. Él, que había querido ser un héroe, había encontrado el miedo. Él, que había creído en la pureza del honor, había encontrado la compasión en los ojos de una prostituta. En la oscuridad, con el dolor en la pierna y el miedo en el corazón, sintió una lágrima silenciosa rodar por su mejilla. Aquella noche, en la sala trasera de un burdel, nació un hombre, un hombre que no creía en las glorias, sino en la compasión, en la ternura y en la luz que se encontraba en los lugares más oscuros.
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LA LLAVE DE CATALUÑA
A finales de la primavera de 1809 se abría paso en Gerona con la ferocidad de un león, pero la ciudad ya no era la misma. La aparente placidez de la vida cotidiana se había resquebrajado un año antes, cuando la traición urdida en la corte real, y la imposición de José I Bonaparte, el "Pepe Botella" de las coplas populares, habían encendido una chispa de rebeldía que ardía en cada corazón catalán. Gerona, un cruce de caminos vital entre la Provenza y las ricas tierras de Aragón, era el nudo gordiano que el águila napoleónica debía desatar para dominar España. La ciudad no era solo una encrucijada; era la llave que abriría o cerraría Cataluña.
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En el Mercadal, la plaza, antes bulliciosa con el aroma a fruta fresca y pan recién horneado, ahora olía a sudor, a polvo y a un miedo latente que se mezclaba con el calor del mediodía. La gente, con sus ropas de lana y sus rostros curtidos, ya no buscaba los productos de la tierra, sino el eco de la guerra que llevaba meses asolando la península. Se arremolinaban en corros alrededor de los pocos pasquines que aún quedaban colgados en las paredes, descoloridos y rasgados, donde el nuevo rey, con una mueca de impostor, se presentaba ante la ciudad.
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—Lo habéis oído, Juan. —murmuró un viejo carbonero, sus manos temblorosas y ennegrecidas por el hollín. Miraba los carteles como si fueran una afrenta continua. —Dicen que ese rey es un borracho. Un hereje que ha vendido nuestra fe. —No es el vino lo que temo, sino su codicia —replicó el joven carpintero, con los nudillos blancos de la rabia. La ciudad entera era una trampa y el enemigo se acercaba. —Si entra aquí, no quedará piedra sobre piedra. ¿Y qué será de nuestros talleres? .De nuestras familias... —sus ojos buscaron, sin querer, a su propia mujer en la multitud. —¡No es codicia, es el Diablo! —exclamó una mujer con un pañuelo de luto sobre la cabeza, haciendo el signo de la cruz. Sus ojos, enrojecidos, se detuvieron en la imagen de un soldado francés dibujado en el cartel. Recordaba a su hijo, caído en alguna refriega lejana. La guerra para ella no era una idea política, sino la pérdida que ya habitaba en su alma. —¡Dios nos libre del francés y de su diabólica ira!
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El ambiente en la plaza era una mezcla volátil de miedo, rabia y una fatalidad resignada que se palpaba en el aire, como el olor a pólvora de un cañón que no había disparado. De repente, un chirrido de carretas se detuvo en seco, y un grupo de gerundenses, liderados por el carpintero, se abalanzó sobre los carteles. En un gesto de desafío abierto, los rasgaron, prendiendo fuego a la imagen del rey intruso. El humo del papel quemado se alzó como una ofrenda amarga, un presagio.
Al pie de la Catedral, un sacerdote, con su sotana negra y el rostro de granito, levantó una cruz de madera. Su mano, al sostener el peso de la fe, tembló ligeramente. Había sido capellán en Zaragoza, y las memorias de aquel sitio aún le helaban la sangre.
—¡Hijos de Gerona! ¡Hijos de España! —gritó con una voz ronca que resonó en las paredes de la plaza—. ¡No os desesperéis!. El Rey legítimo está en el exilio, pero la fe está en nuestros corazones. Luchad por vuestra fe, por vuestra tierra, por vuestro honor. Y no temáis, porque Dios está de nuestro lado. No tengáis miedo del águila, porque solo es un pájaro de sangre. Y nosotros somos las rocas de Gerona.
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La multitud, conmovida por la voz de aquel hombre de fe que había visto la verdadera cara de la guerra, estalló en un grito unísono, no de rabia, sino de una determinación sombría. El grito se multiplicó, un eco de la voz de la ciudad, un eco que se convirtió en una promesa. El sacerdote, con la cruz de madera alzada, miró hacia la Puerta de Francia. Por un momento, vio el resplandor de un sol implacable reflejándose en el metal de la cruz. El aire se hizo pesado, y una bandada de palomas, asustadas por el clamor, levantó el vuelo. La ciudad, una encrucijada estratégica, había elegido su destino. La puerta estaba cerrada. Y Gerona ya había elegido morir antes que rendirse.

LA SOMBRA DEL ÁGUILA
Gerona, a finales de la primavera de 1809, respiraba un aire que no era el de sus tradiciones centenarias, sino el del inevitable asedio que se cernía sobre ella. Durante un año, la ciudad había vivido bajo la sombra de los acontecimientos que habían sacudido la península: la farsa de Aranjuez, las abdicaciones de Bayona y la imposición de José I Bonaparte, el "Pepe Botella" de las coplas populares. La presencia de las tropas francesas en Barcelona ya no era un rumor lejano, sino una realidad palpable que lamía las murallas de la ciudad. Gerona se había convertido, sin quererlo, en el altar donde la furia del águila imperial se estrellaría contra la indomable semilla de la inmortalidad. La ciudad era la última llave que quedaba en el Levante, y Napoleón venía a por ella.
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En la plaça del Vi, la multitud que se había congregado no era un día de fiesta, ni un mercado. Era la expectación muda de la fatalidad. El calor del mediodía era asfixiante, pero un frío gélido de miedo recorría la espina dorsal de los hombres. Intercambiaban rumores con miradas inquietas. Las mujeres, con sus mantillas y sus rosarios, se arremolinaban alrededor del balcón del ayuntamiento, como ovejas que no tenían adónde huir. Un pregonero, con su voz quebrada por el cansancio, subió al balcón.
Un silencio glacial se apoderó de la multitud, un silencio tan profundo que el sonido de un insecto zumbando en el aire se sintió como un cañonazo. El pregonero, con un pergamino que le temblaba en las manos, desdobló el bando del general Álvarez de Castro y, con voz forzada, leyó:
—"¡Gerundenses! He de informaros que un mensaje de la Junta me ha sido entregado. Se nos advierte que el general Laurent de Gouvion-Saint-Cyr se acerca con un ejército que duplica en número a las tropas de Duhesme. Sus ingenieros ya excavan trincheras a las afueras de la ciudad, y el fragor de sus cañones es el preludio de un asedio que será brutal y sin tregua. Fortificaremos Gerona con la fe y la sangre de sus hijos. No nos doblegaremos. ¡Luchad por vuestro hogar, por vuestro honor y por la verdadera España!".
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Las palabras cayeron sobre la plaza como piedras. Luego, un anciano, con el rostro curtido y una voz ronca que se había curtido a gritos, fue el primero en romperlo. —¡Han matado a nuestro rey, y quieren matarnos a nosotros! ¡Que se vayan a su casa! ¡Que se vayan! El grito del anciano fue una chispa. Un joven miliciano, con sus ojos llenos del fuego de un fanático, alzó el puño. —¡No se irán! ¡Los echaremos! —gritó, su voz fresca y joven resonando con la promesa de una fe que aún no había sido puesta a prueba. El grito fue un eco de la voz de la ciudad, un eco que se multiplicó en una furia inusitada. Los hombres alzaban sus puños, gritando: "¡Viva España! ¡Viva el rey! ¡Muerte a los franceses!". Las mujeres, con lágrimas en los ojos, gritaban: "¡Dios nos libre de la ira del francés!". En medio de la multitud, el joven soldado, Juan, observaba a la gente. Para él, los gritos no eran una locura, sino la voz de la patria, el latido de un corazón que se negaba a morir.

Esa noche, Juan, con su fusil en la mano, patrullaba las murallas del barrio de Sant Pere. La noche era fría y el viento, que olía a río y a piedra, le golpeaba la cara, pero el miedo que sentía no tenía nada que ver con el frío. Era un miedo antiguo, un miedo que resonaba en la memoria de la sangre, el miedo de un hombre que sabe que va a morir. A su lado, un sargento veterano, con una cicatriz que le cruzaba el ojo, ajustó su bayoneta.
—¿Asustado, muchacho? El miedo es el amigo del soldado. Si lo aceptas, te protege. Si lo niegas, te mata. —No es miedo, sargento —dijo Juan, con un orgullo que no sentía, sus nudillos blancos apretando el fusil—. Es la rabia. —La rabia es para los perros, muchacho —replicó el sargento, con una sonrisa amarga que deformaba su cicatriz—. Nosotros somos hombres. Nosotros luchamos por un rey que no nos conoce, por una patria que nos olvida, y por un Dios que nos abandona. ¿Sabe por qué? Porque si no lo hacemos, no somos nada.
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Juan lo miró sin comprender. Para él, el honor, la patria, el rey, eran palabras con un significado claro, tan sólido como las piedras de la Catedral. Pero el sargento, un hombre que había visto la guerra por media Europa, no creía en las palabras. Él creía en el fusil, en la pólvora, en la camaradería de la trinchera. Para el sargento, el honor no era un ideal abstracto, sino una red de alambre que ataba a los hombres. En la oscuridad, los dos hombres, tan diferentes en sus ideales, se quedaron en silencio. En la distancia, el sonido sordo de los cañones franceses, excavando trincheras y montando sus baterías, se oía como el latido de una máquina de guerra. La sombra del águila, la sombra de Napoleón, se cernía sobre Gerona. La ciudad se preparaba para morir, pero no para rendirse.
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MÚSICA ENTRE LAS RUINAS
La noche era un caos de fuego y gritos cerca de la brecha del Mercadal. El aire, denso y caliente, olía a pólvora quemada y a mampostería pulverizada, pero, por encima de todo, flotaba el hedor metálico y dulzón de la sangre derramada, pegado a las texturas de la piel, a las ropas desgarradas y a los muros derruidos. Sin embargo, a unas calles de distancia, en el salón destripado de una mansión abandonada, se hizo un silencio extraño, un hueco de paz en el corazón mismo del infierno.
Roc, un Miguelete de las montañas con el rostro tiznado de hollín y el sudor frío del miedo pegado a la piel, estaba apostado en una ventana rota. Contuvo la respiración. No era el sonido de un avance enemigo, no era el ulular de un obús o el grito de un herido. Era música.
Al otro lado de la calle en ruinas, en otra casa partida en dos por la metralla de un cañonazo, un soldado francés había encontrado un clavicordio. Quizá era músico de oficio, quizá solo un muchacho aterrorizado, un muchacho que buscaba un refugio del horror más allá del fusil y la bayoneta. Roc no podía verle el rostro, solo una silueta oscura a la luz tenue de la luna que se filtraba por un boquete en el techo. Sus dedos, que debieron ser torpes al principio, acostumbrados más al frío acero que a las teclas, encontraron una melodía.

Era una pieza sencilla, triste, una vieja canción popular que hablaba de la lluvia en los campos y de un amor perdido que nunca regresó. Las notas, como pequeñas gotas de agua, flotaron sobre los escombros, un pequeño islote de belleza en un océano de brutalidad. El clavicordio, un instrumento delicado y frágil, parecía un milagro en medio de la destrucción. La música no sonaba como un concierto; era el sonido de alguien tocando para sí mismo, un lamento solitario que encontró un eco en la desolación.
Roc bajó lentamente su trabuco. Por un instante, el hombre al otro lado de la calle no era un francés, no era el invasor que había destrozado su hogar y matado a su vecino. Era solo un músico. Y él no era un defensor de la patria, un Miguelete dispuesto a morir, sino un hombre que escuchaba, un ser humano a la deriva en la tempestad de la guerra.
¿Quién eres, muchacho?
¿Qué dolor te llevó a buscar consuelo en esas teclas?
¿Te acuerdas de tu aldea, de tu madre, como yo me acuerdo de la mía?
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La melodía era la misma que había escuchado en su aldea, en las montañas, cuando era un niño y su madre le cantaba antes de dormir. La guerra, el asedio, la muerte, el odio, todo se disolvió en las notas de esa canción. En su mente, vio la cara de su madre, sus manos ásperas, el fuego en el hogar crepitando en una noche tranquila. Sintió el frío de la brisa de la montaña, el olor de la leña quemada y el sabor del pan recién hecho. La música le trajo de vuelta a la inocencia que la guerra le había arrebatado.
La belleza, en su absurda fragilidad, había encontrado un camino para llegar hasta él, un eco del mundo que había sido y que, tal vez, volvería a ser. Durante casi el resto de la noche, se quedaron así, separados por la guerra, pero unidos por la melodía. Roc, el Miguelete, y el soldado francés, un muchacho desconocido en una tierra extraña. Dos hombres solos en el absurdo de la guerra, unidos por un recuerdo, por una melodía, por un breve instante de humanidad en la oscuridad.
Cuando el alba se asomó por el horizonte, tiñendo el humo de sangre y ceniza, la música se detuvo. Y Roc, con el corazón roto por la pérdida de ese breve instante de paz y la esperanza renovada en su alma, volvió a empuñar su fusil. La guerra seguía. Pero ya no era solo una cuestión de odio.
LA CARTA QUE LA GLORIA NO ENCONTRÓ
Esa noche, en el campamento francés, el cabo Pierre Dupont, un tejedor de Lyon con el rostro afilado por los años de campaña, intentaba escribir una carta a su amada. El aire de la tienda de campaña, denso y cargado, ya no olía a pólvora, sino a sudor rancio, a tierra mojada por el rocío y al miedo que flotaba en el ambiente como un perfume amargo, pesado, casi tangible. Afuera, en la semioscuridad, los ruidos del campamento eran un eco del día: los gemidos de los heridos, el rasgar de las ropas en el puesto de los cirujanos, y el murmullo incesante de hombres que mascullaban blasfemias o hablaban en sueños, reviviendo el horror del asalto.
Sentado sobre un saco de paja que hacía las veces de asiento, la luz trémula de una vela de sebo proyectaba sombras grotescas sobre la tela. Pierre tomó la pluma, pero su mano, tan firme cuando sostenía un fusil, temblaba ahora. No por el frío, sino por el peso de la mentira que se disponía a escribir.
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“Mi querida Geneviève,” escribió, con una caligrafía temblorosa que traicionaba la firmeza de su mano de soldado. “Hoy hemos atacado la ciudad. Los oficiales lo llamaban un paseo militar. El Emperador nos prometió gloria. Pero, Geneviève, esto no ha sido un paseo. Ha sido un infierno. No luchamos contra soldados. Luchamos contra una colmena de demonios: viejos con horcas, mujeres que nos arrojan aceite hirviendo desde los tejados, niños que tiran piedras. A duras penas conseguimos entrar por una brecha, pero tuvimos que salir porque todos nos venían encima,.....pero ¿a qué coste?. Apenas habíamos regresado muy pocos de los que conseguimos atravesar la brecha. Esto no es la guerra que nos contaron en Lyon. Esto es locura.”
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Se detuvo. ¿Cómo explicarle a su amada el sonido de las campanas repicando de forma desordenada, no como un toque de guerra, sino como el clamor enloquecido de un pueblo desesperado?. ¿Cómo describir el terror en los ojos de un joven soldado, no ante un regimiento enemigo, sino ante un sacerdote con un crucifijo y un fusil oxidado en las manos?. ¿Cómo confesar que la arrogancia de los oficiales se había desvanecido en una retirada caótica?.
Dobló la carta con manos torpes, como si fuera un pliegue de su propia alma. Una mentira piadosa, pensó. La gloria de la que hablaba el Emperador estaba muy lejos de las calles ensangrentadas de Gerona. Miró a sus compañeros, hombres que dormían con los ojos abiertos en la vigilia del horror, y sintió una profunda certeza: él, al igual que el miliciano español al que había intentado matar, era solo una pequeña pieza en un juego inmenso y cruel, movida por una voluntad que no era la suya. Una voluntad que había traído la guerra a esta tierra y la había envuelto en un manto de fuego y desolación.
Sintiendo el peso de la carta en su mano, un peso que lo condenaba a la mentira, Pierre sacó un pequeño cuaderno de cuero de su mochila. En él, escribía sus pensamientos más profundos, aquellos que no podía confiar a una carta que podría ser leída por un oficial, por un censor o por los ojos inocentes de Geneviève.
Con el temblor irreprimible de quien ha comprendido algo que no está en los manuales de táctica, trazó unas líneas en la página en blanco:
“He servido en Ulm y en Jena,” escribió. “He visto cómo ciudades enteras se doblegaban ante el empuje de la guerra moderna. Pero aquí, el enemigo no es solo tozudez. Hay algo en la roca de su resistencia que no logro odiar del todo. Peor aún: me veo obligado a respetarlos. Cuando un pueblo resiste el hambre, la pólvora y la desesperanza, luchando con lo que tienen a mano… ¿quién puede llamarlo salvaje?. Los libros de historia hablarán de nuestra victoria, pero no de las mujeres que vi luchar como leonas, ni de los viejos que preferían morir en sus puertas a ver a su ciudad caer. Este no es un enemigo, es un pueblo.”
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Cerró el cuaderno de golpe, avergonzado de ese pensamiento traidor. Un soldado, un verdadero soldado, debía odiar a su enemigo, no respetarlo. Pero la sombra de Gerona, esa noche, le pareció menos la de un enemigo y más la de un reflejo, un espejo en el que se veía a sí mismo, un hombre atrapado en el molino insensato del honor. Era una ciudad que, como él, había sido despojada de su inocencia, una ciudad que, como él, se preguntaba por qué luchaba y por qué moría. Y en esa profunda soledad, entre el olor a sudor y el murmullo de los sueños rotos, Pierre Dupont se dio cuenta de que, en la guerra, el enemigo no es el hombre al otro lado de la muralla, sino la misma guerra.
EL ECO DE LA VICTORIA
Las campanas de la Catedral estallaron esa noche como si quisieran ahuyentar a los muertos. No repicaron en un orden solemne, sino en un clamor enloquecido, un grito de alegría desbordada que intentaba a toda costa borrar de la memoria el eco de los cañonazos franceses. La noticia de la retirada del invasor corrió por las calles como un reguero de pólvora, y la victoria, para Gerona, fue una explosión de euforia primitiva y salvaje. La gente salió de las casas, de los refugios improvisados en sótanos y bodegas, y se abrazó, llorando, riendo, besando la tierra que los franceses no habían podido arrebatarles.

Pero la alegría era una espada de doble filo. En las calles, mezclados con la multitud que festejaba, yacían los cuerpos de los soldados franceses, con sus uniformes azules manchados de sangre y barro. Eran muñecos rotos, abandonados a la suerte del desorden de la victoria. Un anciano se detuvo junto al cuerpo inerte de un joven tamborilero francés, que no podía tener más de dieciséis años. Sus manos arrugadas y temblorosas acariciaron el cabello rubio del muchacho. No había odio en sus ojos, solo una infinita pena.
—Pobre criatura —murmuró, como si estuviera hablando a su propio hijo muerto.
Otros, sin embargo, tenían la cara transformada por la rabia. Pasaban de largo sin mirar los cuerpos, pateando el polvo, con los puños apretados, con la euforia mezclada con una sed de venganza que amenazaba con devorarlo todo. La victoria tenía un gusto amargo. Gerona había resistido, sí, pero el precio había sido alto y la ciudad ya no era la misma.
A la mañana siguiente, en la Plaça del Vi, el sol de junio intentaba abrirse paso entre los corrillos de la gente que se reunía para intercambiar noticias y rumores. El aire, ya no tan denso, olía a pólvora rancia, a cal y a ese perfume inconfundible de la sangre seca, pero también a la vida que volvía a brotar: el olor a pan recién horneado, a hierbas frescas de la huerta, al sudor de los hombres y las mujeres que empezaban a limpiar los escombros.
Cerca de la fuente, Don Matías Bassols, un abogado de pluma fácil con el rostro pálido y la mirada cínica, peroraba, con un cigarro en la mano, a un pequeño grupo de curiosos. El humo de su cigarro flotaba como un fantasma de la noche pasada.
—¡Una victoria pírrica, señores! —dijo, con una voz nasal y resonante que se alzaba sobre el murmullo de la plaza—. ¿Y qué hace la Junta de Sevilla?. ¡Escribir proclamas!. ¡Perro ladrador, poco mordedor!. ¡Así nos va!. Nos han dejado solos, como a corderos al matadero, y ahora se atribuyen el mérito de nuestra valentía. La gloria de Gerona no está en los papeles de esos cobardes, sino en las manos manchadas de sangre de nuestro pueblo.
Una vecina, con el rostro marcado por la angustia de los días de asedio, inquirió:
—Don Matías, ¿realmente cree que no harán nada por ayudarnos?
—¿Ayudarnos? —soltó una risotada seca—. Ellos están demasiado ocupados escribiendo proclamas y bebiendo vino en sus salones. Nosotros, los de a pie, somos los que cargamos con el peso de la guerra. No esperen ayuda de quienes solo saben hablar.
—Calle, Don Matías, que es usted un agorero —replicó la tía Pepa, una verdulera de brazos rotundos y mejillas encendidas por el sol, con una cesta de verduras en la mano—. Más vale espantar a la mosca que dejar que te ponga los huevos en la sopa. Mi cuñado estuvo en la muralla, y dice que los gabachos corrían como conejos. Los hemos vencido una vez, y los volveremos a vencer. La fe, señor, es el pan de los pobres.
Un joven estudiante, de esos que leían gacetas francesas con la avidez de un perro hambriento, intervino, con el rostro serio y la voz temblorosa de la juventud.
—La fe no detiene a una columna del general Saint-Cyr, tía Pepa. He leído en una gaceta de Marsella que un comerciante de Figueras, que ha podido pasar entre las líneas enemigas, me dio a escondidas. Allí se dice que el general Saint-Cyr se mueve hacia el norte con artillería pesada. Lo que necesitamos es organización. Los franceses volverán, y esta vez vendrán con cañones. No podemos vencer a la guerra moderna con la oración.
La verdulera le lanzó una mirada fulminante, con una furia tan antigua como sus propias piedras.
—¿Organización? ¡Deje de leer papeles, señorito, y coja un pico para reforzar la muralla, que obras son amores, y no buenas razones! —espetó, y un fuego sagrado brilló en sus ojos—. La fe, señorito, es la única estrategia que no se aprende en los libros.
La risa de los presentes selló la discusión. En aquel pequeño teatro latía la verdadera alma de Gerona: una mezcla de escepticismo, fe popular y una terquedad tan antigua como sus propias piedras. Un espíritu de la gente común, que se negaba a doblegarse, que encontraba en su propia carne y en su propia sangre la única verdad que les era posible. Gerona no sabía de tratados ni de estrategias modernas. Sabía de orgullo, de piedra y de sangre que no se rinde.
LA FURIA DEL GENERAL
La tienda del general temblaba como si también temiera a su dueño. Esa noche, en el campamento francés, la derrota en Gerona había cocido la tienda de campaña del general Duhesme en un hervidero de furia contenida, una caldera a punto de estallar. El aire, denso y caliente, estaba espeso con el olor a coñac y al perfume agrio de la rabia del general, un aroma tan penetrante como el humo de la pólvora. Duhesme, con el rostro enrojecido, los puños apretados sobre un mapa de Gerona que parecía burlarse de él con sus líneas de defensa improvisadas, lanzó un juramento entre dientes. No era un juramento de fe, sino una maldición de frustración. Sus ojos, pequeños y feroces, se clavaron en el mapa como si quisiera quemarlo con la mirada.
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En su mente, la humillación se mezclaba con el recuerdo de otras batallas. Recordó el sol de Austerlitz, el fragor de Jena, donde la estrategia de Napoleón había desbaratado a los ejércitos de las grandes potencias con una precisión de relojero. Allí, el enemigo había sido predecible, honorable en su derrota. Pero esto... esto era algo distinto.
Un joven ayudante de campo, pálido y con los ojos bajos, se acercó con cautela, sosteniendo un parte de bajas que parecía quemarle las manos. El teniente no podía dejar de pensar en los rostros demacrados de los heridos, en la incomprensión de sus ojos, un espejo del horror.
—Mi General —murmuró el ayudante, su voz apenas audible, la voz de un hombre que se espera un castigo inminente—. Las bajas son… considerables. La resistencia de los paisanos fue inesperada. Una furia que no habíamos visto antes.
Duhesme golpeó la mesa con la palma de la mano, haciendo temblar el candil y que la luz parpadeara. Los ojos del general brillaron con un fuego frío.
—¡Furia no, fanatismo! ¡No me hables de furia, teniente! —rugió, y su voz, dura y seca como un pedernal, resonó en la tienda—. He luchado contra los mejores ejércitos de Europa, he visto la desesperación de los ejércitos derrotados. Esto no es táctico, es la locura de los curas y las viejas. Son monos con navajas, eso es lo que son.
El joven ayudante tragó saliva, tocándose el pecho como si buscara un escudo invisible. Duhesme, ignorándolo, se levantó de la mesa y se paseó por la tienda, como un león enjaulado. Sus botas, manchadas de barro, aplastaban las hojas secas de los árboles que se habían filtrado en la tienda. Su voz, cargada de un desdén arrogante y una incomprensión abismal, resonó en la tienda.
El ayudante, con una punzada de miedo frío en el estómago, sintió la necesidad de cumplir con su deber.
—Mi General, también tenemos prisioneros —se atrevió a decir, su voz apenas un susurro—. Unos cincuenta de ellos. Milicianos y civiles… ¿Qué debemos hacer con ellos?
Duhesme se detuvo en seco, girándose lentamente. Sus ojos, antes llenos de furia, se volvieron fríos y calculadores.
—¿Prisioneros? ¿Dices prisioneros, teniente? —Su voz bajó a un tono peligrosamente bajo—. Un prisionero es un soldado que se rinde honorablemente. Estos… estos no son soldados. Son insurgentes. Fanáticos. Perros rabiosos que muerden la mano que intenta civilizarlos.
El teniente palideció.
—Pero, mi General, la Convención de la guerra…
—¡Al diablo con la Convención! ¡Aquí no hay guerra, hay una purga! —rugió, golpeando la mesa con el puño—. A los milicianos los fusilas. A los civiles los envías a caminar. Que el camino a Francia sea largo y que la sed sea su única compañía. Y que los que sobrevivan sean un ejemplo para los que se atrevan a resistir. Esta tierra no se conquista, se doma. Y si no, se quema.
—Pero, mi General… —el ayudante titubeó, con el miedo brillando en sus ojos—. No podemos ignorar el hecho de que conocen el terreno mejor que nosotros. Sus defensas improvisadas… parecen absurdas, pero funcionan.
Duhesme se giró bruscamente hacia él, sus ojos lanzando chispas.
—¿Absurdas? ¿Funcionan? —escupió las palabras como si fueran veneno—. ¡Tonterías! Lo que funciona es disciplina, orden, estrategia. ¡Eso es lo que separa a los hombres de los animales!. Pero estos salvajes no entienden nada de eso. No tienen honor. No tienen reglas. Solo tienen miedo y superstición.
El ayudante bajó aún más la cabeza, tratando de hacerse invisible.
—Sí, mi general. Perdóneme.
Duhesme soltó una carcajada amarga, cargada de desprecio.
—¿Perdonarte?. No, teniente. No te perdono. Porque tú también empiezas a sonar como ellos. Como si hubiera algo admirable en esta… esta insensatez. ¿Acaso crees que su "valor" merece respeto?. ¿Que su resistencia es digna de admiración?.
El ayudante levantó la vista por un instante, sorprendido por la pregunta. Luego negó rápidamente con la cabeza, sin atreverse a mantenerle la mirada.
—No, mi general. Claro que no.
Duhesme lo miró fijamente, como si intentara leer sus pensamientos más profundos.
—Más te vale, muchacho. Porque si alguna vez te escucho decir algo así, te enviaré al frente sin armas ni protección. Y entonces veremos cuánto admiras su coraje cuando estés solo frente a ellos.
La derrota no había sido por la valentía del enemigo, sino por su propia ceguera ante una resistencia que desafiaba toda lógica militar conocida. Gerona, esa pequeña ciudad de piedra, se había convertido en un obstáculo para la gloria del Emperador. Y Duhesme, en su furia, se dio cuenta de que no había sido derrotado por una estrategia militar, sino por la tozudez, la fe y el honor de un pueblo que se negaba a doblegarse. En su desesperación, el general, que había ganado tantas batallas, se enfrentaba a un enemigo al que no entendía. No fue Gerona quien lo venció. Fue su incapacidad de entenderla.
UN BRINDIS POR EL HAMBRE
La taberna de Rosa no se rendía a los aromas tradicionales del vino y la camaradería. Era un pozo de privaciones suspendido en el tiempo, un rincón de Gerona donde cada respiración se sentía como una cuenta regresiva hacia el vacío. El aire era una bruma tan densa que se podía masticar, un caldo acre de humo de tabaco barato, sudor de cuerpos que no conocían el baño y el aliento agrio de estómagos vacíos. Tras la barra, Miguel Franch, de dieciséis años, pulía un vaso de cristal. Era un gesto inútil, casi obsceno, en un mundo donde la limpieza no podía borrar la suciedad del alma. El tintineo del trapo contra el vidrio era una nota absurda, un eco de una normalidad muerta, en un silencio preñado por el rugido lejano de la pólvora. Rosa, su madre, una mujer cuyo rostro curtido por la vida era un mapa de fatiga y tenacidad, se movía entre las mesas con una jarra de barro. En ella no había más que las últimas gotas de un vino picado debido a cada vez proveían menos, un vinagre desabrido que servía como un último insulto a unos vientres que clamaban por pan.
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En el rincón más sombrío, donde la penumbra se aferraba como un parásito, un puñado de soldados, espectros de lo que una vez fueron, se aferraban a sus copas casi vacías. Sus uniformes, cubiertos por una pátina de tierra y sangre seca, pendían de cuerpos demacrados por la inanición. Sus rostros, surcados por las arrugas de la guerra, eran máscaras pálidas donde la privación había tallado una belleza trágica. El sargento Cifuentes, un hombre de hombros caídos y ojos opacos por el alma-cansancio, alzó su copa. No fue un brindis, sino un desafío al cielo.
—¡Por los caídos, coño! —gruñó, su voz rasposa como la arena. —Y por los que aún respiramos —respondió un soldado flaco, su cicatriz una línea blanca en su mejilla, con una risa que sonó a un estertor seco.
Miguel, con su idealismo adolescente, escuchaba sin comprender realmente. Para él, las murallas de Gerona no eran solo piedra, sino una extensión de su propia fe, un dogma heredado de su padre. El asedio era un ruido sordo que no podía penetrar la piel dura de su convicción.
Un recluta, Tomás, un muchacho de quince años cuya barba rala era un triste intento de virilidad, rompió el silencio con una voz que era una cuerda tensa a punto de romperse.
—El general dice que resistiremos… pero… ¿con qué, sargento? —su mirada inocente buscaba respuestas que nadie podía dar—. ¿Con qué, por Dios?. ¿Acaso roeremos las piedras de las murallas?.
La pregunta de Tomás, un grito ahogado de miedo y desesperación, hirió el silencio de la taberna. Un vacío más profundo que el de las copas se apoderó de todos, una privación que unía a la ciudad en una miseria compartida. Rosa se detuvo, su trapo un puño apretado, su mirada de madre dura fija en el muchacho. Cifuentes se giró, sus ojos encendidos con la furia de una bestia acorralada.
—¡Cállate la puta boca, mocoso!. ¿Quieres pan?. ¡Ve a lamer las botas de esos gabachos!. El hambre se aguanta, pero la deshonra… esa te pudre el alma.
El idealismo de Miguel, encendido por el eco de la voz de su padre, estalló. —¡El sargento tiene razón, joder!. ¡El honor es lo único que nos queda!. ¡Moriremos de pie antes que lamer las sobras de esos perros!.
Los soldados lo miraron con la piedad cansada de quienes habían visto demasiada sangre. Rosa, acercándose, colocó una mano en el hombro de su hijo.
—Basta, Miguel —siseó, su voz cargada de la furia de una mujer que ha visto demasiado—. El honor no llena estómagos. ¿Qué honor le das a un niño que entierra a su hermana?
Cifuentes, su mueca amarga una máscara de piedra, asintió con la cabeza. —El muchacho tiene redaños, Rosa. —Sus ojos se perdieron en la lejanía—. Comer menos se soporta y pasa… pero la cobardía es un veneno que te mata el alma para siempre.
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Mientras tanto, en una de las pocas tiendas de comestibles que habían sobrevivido a los ataques, el chirrido de la puerta al abrirse de golpe rompió el tenso silencio. Isabel "La Leona", dueña del burdel, irrumpió como un huracán. Llevaba un saco vacío y una mirada de desafío que era un arma afilada. Su vestido, algo raído pero altivo, y su presencia, una amalgama de arrogancia y supervivencia, llenaron la pequeña tienda.
—¿Qué pasa con esas caras largas? —dijo con un sarcasmo que cortaba como un cuchillo—. ¿Ya no queda nada que vender o ya está todo reservado para los fantasmas?. Rosa, dame harina, vino… lo que sea. Mis chicas no pueden trabajar con el estómago vacío.
Rosa se cruzó de brazos. —¡Maldita zorra! —escupió—. ¿Crees que puedes saquearme mientras la gente se muere de hambre? No te daré ni un mendrugo.
Isabel se acercó, su voz un susurro frío como el acero. —Cuida tu lengua. Mis chicas sacan más secretos de esos gabachos que toda tu chusma. Anoche me enteré de que Saint-Cyr trae cañones para la muralla norte. ¿Quieres la información?. Dame algo a cambio.
Ramon Batlle, otro de los clientes, con los puños apretados, dio un paso adelante. —¡Traidora!. ¡Vendes a Gerona por unas monedas!. ¡Deberías estar en la horca!.
Isabel rió, una risa seca y sin alegría. —Mocoso estúpido. Mientras tú juegas al héroe, yo mantengo viva a mi gente. ¿Sabes lo que es la guerra?. Es elegir entre morir de hambre o abrirse de piernas. ¡Yo elijo vivir!.
Tomás, el recluta, se puso de pie, su rostro bañado en lágrimas, su voz un grito roto. —¡Basta, por Dios, basta!. ¡Mi hermana murió sin comer!. ¡No quiero más peleas, solo… solo quiero un pedazo de pan!
Su llanto llenó la tienda. Rosa se arrodilló y lo abrazó, un gesto de piedad. —Ay, pequeño… esta maldita guerra nos está matando a todos. —Miró a Isabel con resignación—. Tengo media bolsa de harina en la trastienda. Cógela. No por ti, por tus chicas.
Isabel asintió con un destello de gratitud. —Tráeme licor, Rosa, no esa porquería que sirves. —Sus ojos se posaron en Ramón Batlle con un desprecio frío—. Y tú, pequeño héroe, reza para que tu honor no te mate de hambre.
Los soldados que habían alrededor de la tienda, en silencio, se perdieron en la noche. Isabel recogió el saco y se fue. Rosa, aún abrazando a Tomás, dejó que sus sollozos llenaran el vacío. Ramón, solo, contempló el escaparate vacío, un reflejo de su idealismo vacío. Los cañonazos franceses, lejanos y constantes, eran el latido de un corazón enfermo. La tienda, como la ciudad, se había convertido en una jaula, donde la carestía de alimentos y el honor libraban su propia guerra sin cuartel.
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LA FRAGILIDAD DE LOS HOMBRES, LA FORTALEZA DE LA CIUDAD
De los dos sitios que había soportado Gerona no fue olvidada por el Imperio, y se preparaba para un tercer con más hombres listos para tomar esta tozuda ciudad que se negaba a entregarse. La sombra del águila napoleónica, herida en su orgullo, se cernió de nuevo sobre Gerona. Pero antes de que la tormenta volviera a desatarse, una calma tensa se había apoderado de la ciudad. El aire, ya pesado, se cargaba de un silencio ominoso, el presagio de un cataclismo. Era el tipo de tranquilidad que solo puede conocerse cuando el peligro inminente se ha alejado, pero se sabe que regresará con renovada furia. Álvarez de Castro estaba al caso y hacia todo lo posible para hacer que se llenara Gerona de todo tipo de provisiones, suministros, municiones, medicinas, pólvora, etc…, hacer reparar las brechas y las murallas destrozadas en tiempo récord, y enviar mensajes de socorro para que llegara a la Junta y le mandara los refuerzos que necesitaría. Sabía que si caía Gerona, caerían a la vez el resto de Cataluña y de la Valenciania, donde todavía no había del todo el control francés.
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Al atardecer, en el pequeño taller de un artesano, el aire olía a virutas de madera recién cortadas y a metal frío, un aroma de vida y de muerte. La luz dorada del sol, filtrándose por una ventana estrecha, iluminaba el polvo en suspensión, un baile de partículas que parecía ser la única cosa viva en la habitación. El padre, un hombre de manos callosas y rostro serio, no estaba tallando una pieza de mobiliario. Con una piedra de amolar, afilaba con esmero una vieja y oxidada bayoneta, y el “ras-ras” del metal contra la piedra era el único sonido en la habitación. Su hijo, de unos diez años, lo observaba con ojos curiosos y serenos, sin comprender del todo la gravedad de la escena.
—¿Por qué luchamos, padre? —preguntó el niño, su voz apenas un susurro en la penumbra.
El padre detuvo su trabajo, dejando que el sonido metálico de la piedra de amolar se desvaneciera en el aire. Miró al niño con una mezcla de ternura y gravedad antes de responder.
—Luchamos porque no hay otra opción, hijo —dijo lentamente, como si eligiera cada palabra con cuidado—. Porque si no lo hacemos, perderemos todo lo que somos. Nuestra fe, nuestra lengua, nuestra tierra… todo eso desaparecerá bajo el peso del invasor.
El niño arrugó la frente, confundido.
—Pero ¿no sería más fácil rendirse? —insistió, mirando la bayoneta que su padre afilaba con tanto esmero—. Así no habría muertos, ni casas rotas…
El padre soltó un suspiro pesado y dejó la bayoneta sobre la mesa. Se agachó hasta quedar a la altura del niño y lo miró directamente a los ojos.
—Fácil no significa justo, hijo. La vida es dura cuando decides proteger algo importante. Pero cuando te rindes… entonces ya no eres libre. Y yo prefiero morir luchando por nuestra libertad que vivir arrodillado ante nadie.
El niño tragó saliva, aunque sus ojos seguían llenos de dudas.
—Entonces… ¿nosotros también vamos a pelear?
El padre le acarició el cabello con una mano callosa, pero su expresión era firme.
—No tú, hijo. Aún no. Tu tiempo llegará, pero por ahora tu lucha es aprender, crecer fuerte y recordar quiénes somos. Eso también es importante, ¿entiendes?
El niño asintió, aunque sus labios temblaban ligeramente.
—Sí, padre.
El hombre sonrió con tristeza y volvió a tomar la bayoneta, reanudando su tarea.
—Ahora ve a dormir, muchacho. Mañana será otro día difícil.
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Un mes después, en julio de 1809, la tormenta regresó. El general Reille, un oficial de carrera metódico y arrogante, bajo órdenes de Saint Cyr había reemplazado al frustrado Duhesme. Reille no veía en Gerona un pueblo de héroes, sino un problema de ingeniería militar que el orgullo de su predecesor no había sabido resolver. Para él, el fracaso anterior no se debía a la tenacidad de los defensores, sino a una falta de recursos y de una planificación adecuada. Su plan era simple y brutal: con una fuerza aún mayor y una artillería formidable, regresó para un asedio más formal, dispuesto a aplastar la resistencia de la ciudad con un bombardeo continuo. No habría más asaltos improvisados; solo la implacable, y lenta, mano del martillo francés golpeando la misma piedra una y otra vez, hasta que la ciudad se desmoronase bajo el peso de su propia desesperación. Los bombardeos sobre el Barri Vell comenzaron con una precisión aterradora, un rugido de fuego y hierro que se abatía sobre la ciudad como la ira de un dios.
Las casas se desmoronaban, las calles se llenaban de escombros y el olor a pólvora quemada se convirtió en el perfume de la ciudad, un hedor a muerte y destrucción.
En la consulta del Dr. Armand Dubois, el cinismo que lo había acompañado durante años, el escudo que había construido para protegerse de las miserias del mundo, comenzó a resquebrajarse bajo la presión del horror. Sus pacientes ya no eran molineros con dolores de muelas, sino hombres y mujeres con heridas espantosas: miembros amputados, cuerpos quemados, rostros desfigurados. Dubois, con sus manos manchadas de sangre y su mente científica, observaba el horror con una mezcla de repugnancia y una creciente, aunque molesta, admiración por el valor de los gerundenses.
En su consulta de la escalinata de San Martín, el doctor Dubois apretó los dientes mientras cortaba el último fragmento de hueso destrozado del brazo del joven miliciano. El chico, pálido y sudoroso, mordía con fuerza el tajo de madera, pero no emitía ni un solo grito.—Terminado —anunció Dubois finalmente, limpiándose las manos ensangrentadas en un trapo mugriento.
El joven tosió débilmente y escupió sangre antes de hablar.
—Gracias, señor… doctor.
Dubois lo miró con una mezcla de admiración y frustración.
—No me des las gracias todavía, muchacho. Esto no garantiza que sobrevivas. La gangrena puede aparecer en cualquier momento. Y si lo hace… bueno, no habrá mucho que pueda hacer.
El joven tragó saliva y trató de incorporarse, pero el dolor lo obligó a recostarse de nuevo.
—No importa —murmuró con voz temblorosa—. Si muero, moriré sabiendo que hice mi parte. Que defendí mi ciudad.
Dubois lo observó en silencio durante unos segundos antes de sentarse junto a él y escribir unas líneas en su cuaderno.
—Dime una cosa, chico —preguntó sin levantar la vista—. ¿Qué es lo que te impulsa a seguir adelante?. ¿La gloria? ¿El honor?. ¿O simplemente el miedo a fallar?.
El joven cerró los ojos un instante, pensativo.
—Ninguna de esas cosas, señor. Lo hago porque no puedo imaginar otra vida. Porque Gerona es mi hogar, y si no lucho por ella, ¿quién lo hará?.
Dubois dejó el lápiz sobre la mesa y exhaló lentamente.
—Ilógico… completamente ilógico —murmuró, casi para sí mismo—. Pero admirable, supongo.
El joven asintió débilmente antes de caer rendido por el agotamiento.
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En el Convento de las Capuchinas, la Madre Superiora Teresa, con el rostro pálido pero los ojos firmes, tomó una decisión trascendental: abrir las puertas de la clausura para los enfermos, heridos, y necesitados tal como le había pedido el gobernador Don Mariano Álvarez de Castro y con el visto bueno del obispo Pedro Valero. Fue un trauma. El olor a gangrena, a orina y a carne en descomposición invadió la capilla y el resto del convento, los gemidos de los heridos ahogaban los rezos. Teresa y las monjas, además de las novicias entre las cuales también estaba otra con el nombre de Teresa, superando su estricta clausura y su aprensión inicial, convirtieron parte del convento en un improvisado hospital. Los bancos de la capilla fueron apartados, los manteles se convirtieron en improvisados vendajes. Teresa la novicia, con el rosario apretado en una mano y la otra extendida para ayudar, vio entrar a los primeros heridos, hombres y mujeres con heridas espantosas. Su fe, antes contemplativa, se transformaba en acción, en servicio. Limpiaba, vendaba, consolaba, encontrando un nuevo propósito en el sufrimiento ajeno. Al presionar una herida profunda para detener una hemorragia, sintió la sangre caliente empapando sus dedos, y en ese contacto visceral, supo que su fe se había vuelto tangible, una fuerza real en sus manos, capaz de salvar y de sanar.
La Madre Superiora Teresa caminaba entre los heridos, repartiendo palabras de aliento y supervisando el trabajo de las novicias. Al ver a Teresa la novicia intentando vendar una herida profunda, se acercó rápidamente.—Cuidado, hija —le advirtió—. Aplica más presión aquí, o la hemorragia no se detendrá.
Teresa la novicia obedeció, aunque sus manos temblaban visiblemente.
—Madre Superiora… —susurró, con la voz quebrada—. ¿Cómo puede soportarlo?. Este sufrimiento… esta destrucción… Es demasiado.
La Madre Superiora colocó una mano firme sobre su hombro.
—No lo soporto, hija. Nadie puede soportarlo del todo. Pero debemos encontrar fortaleza donde podamos. En Dios, en nuestra fe… incluso en el simple hecho de ayudar a quienes sufren más que nosotras.
Teresa la novicia bajó la cabeza, luchando contra las lágrimas.
—¿Y si fracasamos?. ¿Y si todo esto no sirve de nada?.
La Madre Superiora la miró con una seriedad inquebrantable.
—Si fracasamos, al menos sabremos que dimos todo lo que teníamos. Y eso, hija, es suficiente. Porque incluso en la derrota, nuestra humanidad será nuestro triunfo.
Ambas mujeres regresaron al trabajo, en silencio, mientras los gemidos de los heridos llenaban el aire.
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En "El Racó de l'Esplai", el burdel de Isabel "La Leona", la guerra también había dejado su marca. El lugar, antes un hervidero de placer y de vida, se había transformado en un centro de apoyo logístico y una base para su guerrilla de inteligencia. Sus "chicas" no solo llevaban cubos de agua y vendas a los defensores de las murallas; se convirtieron en correos, espías y saboteadoras a pequeña escala. Carmen Barrau, la más joven, con la inocencia aún en el rostro, recibió el encargo de llevar un mensaje urgente al otro lado de la ciudad, donde la comunicación se había cortado por el fuego de la artillería.
El mensaje que llevaba era una pequeña pieza de papel, enrollada y escondida en el dobladillo de su falda. No era un mensaje de un mando militar, sino una súplica desesperada de Isabel "La Leona" a Juan Clarós, el líder guerrillero que comandaba el Segundo Tercio de Migueletes en Cataluña. Isabel había oído hablar de los éxitos de Clarós, en particular de su victoria el 23 de julio de 1808, cuando derrotó a una división francesa cerca de Molins de Rey, causándole más de trescientas bajas y capturando todo el convoy que transportaban, un golpe devastador para la moral del enemigo. Su mensaje contenía una petición urgente: necesitaban inteligencia sobre los movimientos de las tropas francesas que se dirigían a Gerona y, si era posible, un todos los convoys de suministros antes de que se iniciara el siguiente asedio, a cambio de una importante suma de dinero que le ofrecía.Carmen, con el corazón en un puño y los ojos asustados, se arrastró por las calles destrozadas, esquivando las balas y los cascotes. El miedo era paralizante, pero la adrenalina y la necesidad la empujaron hacia adelante. Cada metro bajo el fuego la convertía, a su pesar, en una "soldado" en esta guerra no declarada. Su mente repetía las palabras del mensaje como una plegaria: "Los hombres de Reille se despliegan... artillería formidable... si no nos socorres, el final será terrible. Gerona se está desangrando."
Isabel la observaba con orgullo y una punzada de dolor; sabía que estaba forjando a sus chicas en un crisol de fuego, transformándolas en mujeres de acero. Carmen, finalmente, regresó corriendo tras completar su misión. La joven entró jadeando, con el rostro cubierto de polvo y los ojos desorbitados.
—Lo hice, señora —dijo entre respiraciones entrecortadas—. Entregué el mensaje. Pero… fue terrible. Las balas pasaban tan cerca que podía oírlas.
Isabel se acercó con aprobación, aunque su expresión era sombría.
—Bien hecho, Carmen. Estoy orgullosa de ti.
Carmen bajó la mirada, aún temblando.
—¿Por qué tenemos que hacer esto, señora? Somos… solo mujeres.
Isabel se acercó a ella y le tomó el rostro con ambas manos, obligándola a mirarla a los ojos.
—Porque somos más fuertes de lo que ellos piensan, niña. Porque mientras respiramos, Gerona también respirará. Y si eso significa convertirnos en soldados, entonces así sea.
Carmen asintió lentamente, aunque las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.
—Entendido, señora.
Isabel la abrazó brevemente antes de soltarla.
—Ve a descansar, pequeña. Mañana volveremos a necesitarte.
Mientras Carmen se retiraba, Isabel miró hacia la ventana, donde el humo de los bombardeos oscurecía el cielo. Sus puños se cerraron con determinación.
—Esto no terminará hasta que nosotros decidamos que termine —murmuró para sí misma—. Y Gerona no se rendirá.
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ENTRE LA FE Y EL HONOR
El olor de la cal y de la sangre coagulada era el perfume de Gerona en aquel verano de 1809. Para el teniente Miquel Ferrer, la ciudad se había convertido en un laberinto de escombros, y cada callejón un eco de la batalla. Caminaba hacia el hospital de la Plaza de la Constitución, no para cumplir una orden, sino para encontrar consuelo en los ojos de Sor Teresa. El uniforme le pesaba, no solo por el calor, sino por el peso de las vidas que había visto desvanecerse. La promesa a sí mismo de proteger a Isabel se sentía cada vez más como un lastre insoportable. Los muros, que una vez le parecieron invencibles, ahora le susurraban la futilidad de la resistencia.
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Al llegar, la imagen que vio le rompió el alma. Sor Teresa, con el rostro pálido y las manos enrojecidas, sostenía el cuenco de una sopa aguada, intentando que un niño, no mucho mayor que su sobrino, se la bebiera. El pequeño tenía los ojos vidriosos y la piel pegada a los huesos. La monja, con su hábito gris cubierto de polvo y hollín, parecía una estatua de la piedad, pero en sus ojos había una tormenta.
—¿Miquel? —dijo ella, su voz apenas un hilo.
Él no respondió, solo se arrodilló a su lado, con su espada tocando el suelo. El niño dejó caer la cabeza, la respiración un susurro apenas audible. Sor Teresa cerró los ojos y su rostro se contorsionó en un rictus de dolor, una emoción prohibida para su vocación.
—¿No hay más medicinas? ¿Ni agua limpia? —murmuró Miquel.
Sor Teresa negó con la cabeza, sus lágrimas se mezclaban con las gotas de sudor.
—Ya no queda nada, Miquel. Rezo, pero me pregunto si Dios nos escucha. ¿Qué clase de fe es esta que solo nos pide sufrir?
Él sintió una punzada de amargura.
—¿Y qué clase de honor es este que nos pide morir de hambre y enfermedad mientras los de arriba discuten? He visto a los oficiales esconderse, Sor Teresa. He oído a los soldados murmurar sobre el general Álvarez de Castro, diciendo que su honor es un lujo que nosotros no podemos permitirnos. Dicen que su sed de gloria nos va a costar la vida.
Sor Teresa lo miró fijamente, con una intensidad que él nunca le había visto.
—El honor no es la gloria, teniente. Es lo único que nos queda cuando ya no nos queda nada. Es la decisión de no ceder, incluso si la derrota es inevitable. El general sabe que, si caemos, no será por debilidad, sino por haber luchado hasta el final. Y eso, Miquel, no tiene precio.
La monja acarició la frente del niño, y una lágrima cayó sobre la mejilla sucia del pequeño. Miquel la miró con una mezcla de admiración y pavor. Vio en ella la misma llama de resistencia que en Isabel, pero una que estaba purificada por el sufrimiento y la fe. Comprendió que su propia lucha no era solo por defender a Gerona, sino por encontrar un significado en la desesperación, por aferrarse a su propia dignidad en medio del caos. El honor, se dio cuenta, no era una condecoración, sino el último aliento de un hombre que se niega a ser un simple peón. Sor Teresa, en su humilde dolor, había encontrado la respuesta que él había buscado en el campo de batalla.
EL BURDEL DE LOS ESPÍAS
La habitación privada del burdel, en los confines de la ciudad vieja, no tenía nada de lujoso, pero sí de discreto. Cortinas pesadas en las ventanas para amortiguar los rumores del asedio, lámparas de aceite con la mecha corta que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes encaladas, y una mesa de nogal con una botella sin etiqueta. El aire, denso y viciado, estaba cargado con una mezcla nauseabunda de perfume barato, olor a vino peleón, humo de tabaco y el murmullo apagado de las risas que venían del salón principal. Fuera, los gritos lejanos del ejército francés y el retumbar de los cañones se escuchaban como un pulso lúgubre que marcaba el destino de la ciudad.
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El general Mariano Álvarez de Castro entró sin escolta, apenas con su bastón. Sus ojos, ya cansados por la vigilia, escudriñaban cada rincón, pero no con desconfianza, sino con una curiosidad melancólica. Había en su rostro una mezcla de severidad militar y de una profunda fatiga que le humanizaba. No era hombre dado a visitar aquellos lugares, y precisamente por eso Isabel "La Leona" comprendió de inmediato la gravedad de aquella reunión. Él era el rigor, la honradez, la desesperada última defensa de Gerona. Ella era la encarnación misma de la supervivencia. Álvarez se sentó frente a ella, despacio, con un gesto que no era de autoridad, sino de un hombre que se ve forzado a un trato que le repugna. Asintió con un gesto de cabeza que era un saludo silencioso y respetuoso, un reconocimiento de que, en la guerra, cada persona tenía su propio campo de batalla.
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Isabel, con los brazos apoyados en el respaldo de la silla, lo observó con calma felina. Su fama de mujer dura, más jefa que cortesana, se la había ganado a pulso. Sabía que Álvarez no venía por placer, sino por una necesidad tan cruda como la guerra misma. No hubo saludos protocolarios; el tiempo era poco y el asedio estaba presto para reanudarse otra vez dentro de poco.
—En esta ciudad, mi señora, la lealtad es un bien tan escaso como el pan —comenzó el gobernador, con una voz que, aunque firme, contenía un matiz de cansancio. Pero yo confío en el patriotismo de los gerundenses, en su fidelidad a esta ciudad, a Dios, a España y al Rey. Y confío en usted, Isabel.
La Leona entrecerró los ojos. El general no la estaba midiendo, la estaba invitando a ser parte de algo más grande.
—Cualquiera puede ser un espía —continuó Álvarez, su mirada fija en ella—. Un comerciante que se arruina con el bloqueo, un funcionario del ayuntamiento con ambiciones ocultas, un fraile que se confiesa demasiado con el enemigo. Criados, contrabandistas, incluso los militares bajo mis órdenes. Nadie está libre de sospecha. Ni siquiera los niños, las lavanderas, ni las monjas… ni siquiera las mujeres de su respetable burdel. En Gerona, mi señora, el sufrimiento no distingue de clases sociales, y el hambre, el miedo y la desesperación son la moneda de cambio de la traición, y esto no lo podemos ver.
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Hubo un silencio. Un silencio pesado, cargado de la cruda verdad. El gobernador se inclinó hacia adelante.
—La gente necesita distracciones, Isabel. Y en situaciones como esta, cuando el hambre aprieta y las bombas no dejan dormir, esas distracciones se vuelven peligrosas. Cuando un hombre bebe demasiado, cuando se entrega a la calentura del placer, suele hablar de más. Palabras que revelan secretos, envidias, deseos de venganza, chivatazos,…. En esas horas de debilidad, sus muchachas pueden escuchar lo que a mí, por mi uniforme y mi rango, me está vedado. He visto el rostro de la desesperación en las murallas, en los hospitales, en las calles. Es una enfermedad que se extiende y de la que mis soldados, pese a su valentía, no son inmunes. Necesito ojos y oídos en todos los rincones, en todos los estratos de la sociedad. Y sé que usted es la única que tiene esa llave.
La Leona apoyó las manos en la mesa, con una calma que desmentía la tensión que sentía. El trato era un arma de doble filo.
—¿Y quiere usted, mi general, que yo convierta a mis mujeres en espías? —preguntó, su voz un susurro cargado de ironía.
—No, Isabel. Usted no me ha entendido —replicó Álvarez, su voz ahora más baja y persuasiva, casi un ruego. —Quiero que hagan lo que siempre han hecho: escuchar. Pero esta vez, sus confidencias no deben quedar en las paredes de este burdel, sino llegar hasta mí. A cambio, tendrás mi protección especial. Nadie tocará tu negocio, ni soldados ni comisarios. Toleraré todo lo que ocurra aquí dentro, incluso los chanchullos que haces en el mercado negro para proveerte de provisiones, aparte de lo que imagino que debes de tener escondido en distintos lugares que solo tú conoces. Porque mientras se rían y beban, mientras crean que están a salvo contigo, los hombres hablarán. Y yo necesito cada palabra. Te necesito para el bien y la defensa de Gerona, Isabel, ¿me entiendes?.
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Isabel “La Leona” lo sostuvo con la mirada. No era la primera vez que un poderoso llamaba a su puerta buscando favores, pero sí la primera que lo hacía con la franqueza brutal de un soldado al borde de la desesperación. Y, sobre todo, era la primera vez que un general le hablaba con tal respeto, reconociendo su papel en la ciudad. Ella sabía que el trato significaba poder, pero también riesgo: una palabra mal repetida, una sospecha equivocada, y sus mujeres serían señaladas como traidoras por un lado o por el otro. Al final, sonrió, una sonrisa lenta, ambigua, que no revelaba nada.
—En tiempos de guerra, mi general, hasta las risas tienen precio. Mis chicas saben escuchar. Y yo también.
Álvarez se puso en pie, ajustando la casaca con gesto militar.
—Entonces que Dios nos ayude, Isabel. Porque a partir de hoy, hasta los muros de tu casa formarán parte de la defensa de Gerona. Por favor, hazme llegar sin demora todo tipo de información que te llegue, porque esto será clave en la toma de mis decisiones y en la defensa de Gerona, que no vamos a permitir que los gabachos la tomen.
Ella no contestó. Solo alzó su copa de vino, como un brindis silencioso, mientras el gobernador salía de la habitación. Y en ese instante comprendió que en la guerra que se avecinaba, las balas matarían a muchos, pero podría ser la información que le hiciera llegar a Don Mariano lo que decidirían quién sobreviviría.
Las primeras noticias llegaron envueltas en trivialidades. La Leona las recibía en la misma habitación, mientras sus mujeres se sentaban a su alrededor. Ellas, que habían aprendido a leer los deseos más oscuros en los ojos de un hombre, ahora aprendían a leer los secretos en sus labios. Una de las muchachas, una rubia vivaracha de Barcelona, aseguró que un teniente del Regimiento de Voluntarios de Gerona se quejaba de que la pólvora escaseaba en su regimiento. Otra, más callada y con los ojos siempre bajos, dijo que un sargento lloraba cada noche por el hambre y que no había cobrado la paga desde hacía meses. Álvarez de Castro escuchaba todo, apuntaba en silencio y no mostraba reacción. La noche en la que un suboficial se acercó a él con un informe sobre las quejas, Álvarez le detuvo con un gesto amable, y en voz baja le respondió: “No me hables de rangos ni de reportes. El hambre no entiende de honores. Dame el nombre del sargento. Si tiene hijos en Gerona, que Miquel se asegure de que su familia recibe una ración extra.”
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El funcionamiento de aquella red era tan caótico como la guerra misma. No se trataba de una red de espionaje convencional, con códigos y contactos predefinidos, sino de una malla de escucha pasiva, un tamiz para la verdad y la mentira. Algunas mujeres hablaban por dinero, otras por convicción patriótica, y algunas simplemente por miedo a desobedecer a Isabel. La información, si llegaba a ser de los franceses, solo podía venir de rumores entre los propios gerundenses, o de refugiados escapados de los gabachos que conseguían entrar en la ciudad, pero nunca de un soldado enemigo.
Semanas después, la información se volvió más concreta, y a la vez, más extraña. Una joven llamada Clara juraba haber visto un mapa en la chaqueta de un capitán de artillería español. Decía que marcaba un túnel de contrabando bajo la Puerta de Santa Clara que podría ser usado por los franceses si se enteraban de su existencia. Pero la misma noche, otra prostituta distinta, Catalina, afirmó que un convoy de víveres que se esperaba para los sitiadores franceses había sido capturado por las guerrillas en Bàscara.
Álvarez recibió ambas versiones con la misma expresión severa. No se inclinó hacia ninguna. Anotó cada dato en su cuaderno, subrayando con fuerza una palabra: contradicción.
—No es la verdad lo que importa —murmuró a su ayudante, un joven y leal soldado llamado Miquel Ferrer, al que había ascendido a teniente por su bravura y al que había puesto a prueba muchas veces, el cual entendía al general con una precisión asombrosa—. Sino lo que los franceses quieren que creamos. La información de Clara es lo que esperan que escuchemos; la de Catalina, un rumor diseñado para despistarnos.
Los rumores siguieron fluyendo. Que el general Saint-Cyr desconfiaba de sus propios oficiales. Que los artilleros franceses habían fabricado proyectiles defectuosos. Y, siempre en la penumbra de las confidencias, la sombra de la traición: ¿había alguien dentro de Gerona que informaba a los franceses? Las versiones nunca coincidían. La verdad, si existía, estaba enterrada bajo capas de vino, sudor y mentiras.
Una noche, al revisar los papeles, Álvarez pensó que quizá toda aquella red no servía para descubrir al enemigo, sino para recordarle, día tras día, que la traición estaba siempre más cerca de lo que parecía. La guerra no se libraba solo en las murallas, sino en las palabras, en el miedo, en la confianza que se rompía. Se levantó, cansado, y miró por la ventana hacia la ciudad dormida, con sus calles desiertas y su gente que empezaba a estar famélica.
—Si caemos —se dijo en voz baja—, no será solo por los cañones franceses. Será por las palabras que nunca supimos distinguir.
LA SENTENCIA CLAVADA
El frescor de la tarde se colaba por los resquicios de las murallas, un frescor húmedo que olía a piedra milenaria y a la brisa agria del río Ter. Mariano Álvarez de Castro, el brigadier de los Reales Ejércitos, un hombre cuya voluntad era el único muro que quedaba entre Gerona y la barbarie, regresaba a la austeridad de su despacho.
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Desde su llegada el primer día de abril, tras la repentina renuncia de su antecesor, el general Juan Julián Bolívar, Álvarez no había conocido el descanso. Había recorrido cada baluarte, cada callejón empedrado, cada hospital improvisado en los claustros. Había estrechado las manos de campesinos con callos en las palmas, había bendecido con una palmada en la cabeza a los niños que le ofrecían flores secas y había compartido pan y palabras de aliento con los soldados rasos. Hablaba en un catalán basto aprendido desde que llegó a Cataluña para hacerse entender mejor entre los elementos del pueblo llano, con un acento castellano que no buscaba la condescendencia, y escuchaba más de lo que hablaba. Por eso, cuando un anciano, con la voz quebrada por los años y el hambre, le dijo: “General, si caemos, que caigamos con dignidad”, Álvarez solo asintió en silencio, y aquella frase, más que una súplica, se le quedó grabada en el alma como una orden que dictaría su destino.
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Ahora, de vuelta en la penumbra de su cuartel general en la Casa dels Pastors, sabía que la calidez debía dar paso a la firmeza. La decisión estaba tomada: la ciudad no se rendiría. Esa era su única ley, su único dogma. No bastaba con que fuese una convicción; debía ser una orden, una sentencia ineludible grabada en la mente y el alma de cada gerundense.
Esa misma tarde, mientras el sol de abril teñía de oro y ceniza las almenas, convocó a su agregado, el coronel Guillermo Minali, y a Maese Fornells, el impresor de la ciudad. El coronel Minali entró con la seriedad de un hombre de armas, habituado a las decisiones de vida o muerte. Maese Fornells, sin embargo, era otra historia. Un hombrecillo enjuto, una sombra de sí mismo, con la tinta de toda una vida incrustada en las yemas de sus dedos y en las profundas arrugas de su frente. Era el cronista silencioso de la ciudad, el artífice de "La Gaceta de Gerona", el pulso escrito de la resistencia. Pero al entrar en el despacho y ver la inmovilidad de Álvarez de Castro, Fornells sintió en el aire la soledad del poder, densa y fría como la niebla que se alzaba sobre el río.
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Sobre la mesa de madera tosca, iluminada por la luz vacilante de un candil, yacía una cuartilla. No era un mapa de batalla ni un parte de heridos. Era un texto escrito con la letra firme y clara del general, una caligrafía que no conocía la duda, una sentencia ya firmada. Hacía unos días que lo tenía escrito y guardado en el cajón de su mesa, pero ya había llegado la hora de darlo a conocer. El coronel Minali, que permanecía de pie, en un silencio solemne, observaba a su superior con una mezcla de admiración y lástima. Sabía que detrás de aquella inexpresión de piedra, se escondía la angustia de un hombre que se ve forzado a un trato que le repugna.
—Maese Fornells —dijo Álvarez, su voz baja, pero con la resonancia de un martillo golpeando un yunque—. Quiero que este texto sea impreso antes del amanecer. Quinientos pasquines. Use todo el papel que disponga, se cargará a las arcas de la Junta. Esta es la orden más importante que saldrá de su imprenta. No hay opción a réplica.
El impresor tomó la cuartilla con manos temblorosas, como si sostuviera una reliquia sagrada o una bomba a punto de estallar. A medida que leía, su rostro se volvió tan blanco como el papel. Su periódico hablaba de escaramuzas lejanas y de los esfuerzos de reconstrucción. Aquello, sin embargo, era la crónica de una muerte anunciada. Su mirada, habituada a leer entre líneas, subió del papel al rostro del general, buscando una señal de duda, de compasión.
—Mi General… esto es… —Fornells intentó articular, con la voz rota—. ¿Está seguro de que esto es necesario? Esta ley… es cruel. ¿Y si hiere aún más al pueblo?
Álvarez lo atajó con la mirada de hierro clavada en la del impresor, pero su voz no fue la de un autócrata, sino la de un hombre que carga con un peso insoportable.
—La crueldad no viene de mí, Fornells. Viene de la guerra, de una invasión que no pedimos. Y el dolor de esta ley es menor que la deshonra de una traición. La historia recordará a un pueblo que prefirió el barro y la sangre de su libertad a la rendición. No me odiarán por salvarlos, me odiarán por mi decisión, sí, pero los salvaré.
El impresor asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra, y se retiró con la cuartilla en sus manos, sintiendo el papel como una losa de plomo.
Una vez que Maese Fornells hubo abandonado la sala, Minali se adelantó. Su voz era un susurro grave, tenso.
—General, ¿no cree que esto es demasiado? La desesperación puede llevar a la gente a hacer locuras. La esperanza es un arma tan poderosa como la pólvora. Esto podría aniquilarla.
Álvarez se giró, su mirada no era de reproche, sino de una fría y dolorosa certeza. —La esperanza sin voluntad es una quimera, Coronel. Lo que aniquila es la indecisión. Gerona no necesita promesas vacías, necesita un ancla. Esta ley es ese ancla. Es la única forma de asegurarnos de que el cuerpo y el alma de esta ciudad luchen hasta el final.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Minali asintió con una reverencia que no era solo militar, sino de profundo respeto.
—Coronel Minali, usted se encargará de que un grupo de alguaciles, al alba, fije este bando en cada puerta, en cada esquina, en cada plaza. En las iglesias, en los talleres, en los mercados. Y sí —añadió, adivinando el pensamiento de todos—, también en la puerta de "El Racó de l'Esplai", el burdel más concurrido. Que nadie pueda alegar ignorancia. El mensaje debe ser claro y la advertencia, ineludible.
Desde la ventana de su despacho, Álvarez de Castro contempló la ciudad dormida, sus tejados oscuros bajo la luz de la luna. Se preguntaba qué clase de hombre era, si un defensor o un verdugo. Se sentía como el capitán de un barco que, para evitar que sus marineros salten al mar bravío, tuviera que atarlos a los mástiles. Recordó las palabras de su padre: "Un líder no lleva espada, sino el peso de las decisiones que otros no pueden tomar." Cerró los ojos y se endureció, sabiendo que la única forma de la victoria era la inquebrantable voluntad de no rendirse.

En su taller, Maese Fornells trabajaba febrilmente. El traqueteo rítmico de la prensa se unió al sonido lejano de los picos franceses, dos ritmos que, a su manera, forjaban el destino de la ciudad. Para Fornells, la tinta ya no era solo el medio para plasmar palabras; era la sangre de una ciudad que se negaba a morir. Cada hoja impresa era un grito silencioso, un acto de fe en una causa que parecía incomprensible, pero que en el fondo todos compartían.

Al amanecer, con la primera luz grisácea tiñendo el cielo, los gerundenses despertaron para encontrarse con la sentencia clavada en sus puertas. Grupos de funcionarios municipales, con cubos de engrudo, martillos y pesadas bolsas de clavos, recorrían las calles en un silencio solemne. Un pasquín fue clavado en las robustas puertas de roble de la Catedral, sus letras negras contrastando con la piedra sagrada. El martillo golpeó el clavo con precisión, hundiéndolo en la madera, un sonido definitivo que parecía sellar el destino de cada alma que vivía tras esa puerta. Otro fue pegado sobre el hollín de la puerta de una herrería. Un tercero, en la entrada de "El Racó de l'Esplai", donde una de sus chicas, de nombre Josefa Ros, lo leyó en voz alta para sus compañeras. Un silencio denso y temeroso se apoderó de la sala, eclipsando el habitual ruido de copas y risas.
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—Escuchen bien, hermanas —dijo Josefa, su voz firme a pesar del temblor en sus manos, mientras sus ojos seguían las líneas de la orden—. Desde hoy, ya no solo somos nosotras contra el mundo. Ahora estamos contra ellos, y contra la muerte que nos acecha.
Carmen, una de las chicas, susurró con amargura:
—Nosotras, que ya no tenemos nada que perder, ahora también somos soldados. ¿Y quién nos protegerá cuando el hambre nos obligue a hablar?
Josefa miró a la calle, su mirada se endureció.
—Nadie. Y tampoco nos salvará un hombre que ordena la muerte. Pero un hombre que da la cara por su pueblo... eso es otra historia. Nosotras estamos igual de atrapadas, pero al menos no somos las únicas.
Mientras tanto, en las calles, los ciudadanos se arremolinaban ante los pasquines. Unos leían en voz alta para los que no sabían leer.
—Dicen que el general ha firmado nuestra sentencia —dijo un hombre a su vecina, con la voz baja—. Que nadie podrá rendirse, ni siquiera cuando ya no quede nada.
—Pues rezaremos para que la pólvora dure más que el pan —le respondió la mujer con una resolución amarga—. Porque morir de hambre es peor que morir luchando.
Un niño, tirando de la manga de su madre, preguntaba: "¿Mamá, qué significa 'pena de la vida'? ¿Por qué la gente tiene miedo de leer esto?". Su madre, con voz entrecortada, lo abrazó con fuerza. "No importa, cariño. Solo sé fuerte, como todos nosotros". Un anciano se persignaba, sus ojos llenos de una mezcla de miedo y admiración. "Dios nos agarre confesados. Esto no es solo una guerra contra los franceses... es una guerra contra nosotros mismos".
El texto, impreso en papel basto y sin ornamentos, era la voz de un hombre que había renunciado al miedo. Decía así:
DON MARIANO ÁLVAREZ DE CASTRO, López, González del Pino, Troncoso de Lira, y Sotomayor, etc. Caballero del hábito de Santiago, Brigadier de los Reales Ejércitos, Capitán de Reales Guardias de Infantería Españolas, Gobernador Militar y Político interino de esta Plaza y sus Fuertes, Subdelegado de Rentas Reales, Comandante General de la Vanguardia del Ejército de Cataluña y Tropas del Ampurdán, y Presidente de la Junta de Gobierno, unida con la de Figueras.
Gerundenses, los enemigos propagan querer por tercera vez probar vuestros esfuerzos; propagan además tener ganada esta Ciudad por traición; pero yo que conozco por experiencia vuestro patriotismo, vuestro valor, y la fidelidad que tenéis a Fernando VII, estoy sin el menor recelo, seguro de que me acompañáis en la resolución firme que tengo hecha de defender la Plaza hasta perder la última gota de mi sangre.
Si, gerundenses, toda la Nación está prendada de vuestros procederes, y yo el más feliz de estar entre vosotros; sin embargo, para atajar cualquier maquinación que pudiera haber intentado el enemigo con introducir en la Plaza algún perverso: para el caso de presentarse los enemigos al frente de ella: impongo pena de la vida ejecutada inmediatamente a cualquiera persona, sea de la clase, grado, o condición que fuere, que tuviese la vileza de proferir la voz de rendición, o capitulación.
Gerona 1.º de Abril de 1809.
Mariano Álvarez. POR DISPOSICIÓN DE SU SEÑORÍA Coronel Don Guillermo Minali.
La noticia de la proclamación de Álvarez de Castro tardó días en llegar a los salones de la Junta Central en Sevilla. Un noble andaluz resoplaba con desdén al leer una copia de la misiva. "¿Qué sentido tiene prolongar esta locura?" musitó para sí. "Gerona es una ciudad perdida, y Álvarez un fanático que sacrifica vidas por un ideal muerto". Pero otro miembro, más pragmático, le replicó, con la mirada perdida en un mapa. "No digas eso, Rafael. Piensa en el mensaje que enviamos. La moral de la nación depende de estos gestos heroicos... aunque sean inútiles. Gerona es un símbolo, no una ciudad".

Mientras tanto, los ciudadanos se arremolinaban ante los pasquines. Ya no era un rumor ni un discurso, era una ley impresa, irrevocable. Un juramento colectivo sellado con tinta y clavado con hierro. Era la lápida clavada en la puerta de una ciudad aún viva, la sentencia de un destino que, con valentía, miedo y resignación, habían aceptado. El tiempo se había detenido, y Gerona era ahora una jaula de acero. Pero Álvarez de Castro se explicaría más claramente ante todo el pueblo de Gerona, convocado para el día siguiente en la plaza de la escalinata de la Catedral. Su voz, que ya no era solo la de un general, sino la de la conciencia de un pueblo, los guiaría en la batalla que se avecinaba.
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EL GRITO DE LA ROCA
El eco de los cañones se había apagado, pero la quietud que ocupaba su lugar no era de paz, sino de espera. Era un silencio denso, cargado con el hedor acre de la pólvora vieja y la memoria de la sangre, una paz falsa que oprimía el pecho como una losa. En medio de esa penumbra de guerra, el recuerdo de la victoria de Bailén, conquistada el verano anterior, llegó a la ciudad no como un anuncio formal, sino como un fantasma agridulce que recorría los callejones. Era una corriente eléctrica que avivaba la herida del presente, recordándoles un triunfo español que había provocado la furia de un imperio.
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Sí, recordaban aquel triunfo. La ciudad, ahogada entonces en el segundo cerco, había estallado en un clamor de júbilo. Las campanas de la Catedral, mudas durante meses, repicaron con una fuerza que hizo temblar los viejos edificios, y la gente se echó a la Plaça de la Catedral, a la que llamaban el Pla de la Seu, abrazándose y llorando de alivio. Recordaban las risas que, por primera vez en mucho tiempo, no eran de resignación, sino de verdadera y furiosa alegría. Aquella victoria, aunque lejana, había infundido un soplo de aire fresco en los pulmones de la ciudad sitiada.
Ahora, sin embargo, el general Mariano Álvarez de Castro, el brigadier que comandaba una ciudad ya acorralada, sabía que ese recuerdo era un veneno. Aquel bálsamo para el espíritu se había convertido en una provocación para el orgullo de un emperador herido. Su mente, curtida en la dura escuela de la guerra, calculaba las consecuencias de aquel viejo triunfo. Sabía que la represalia sería terrible. Napoleón no perdonaría una derrota, y menos aún una humillación a sus ejércitos. Sintiendo el desánimo crecer entre las ruinas ante la llegada inminente de un nuevo y más formidable ejército, convocó a los ciudadanos en las escalinatas de la Catedral, el bastión final de la resistencia. El Pla de la Seu, la plaza donde estaba la Casa dels Pastors elegida como cuartel general de Álvarez de Castro, se llenó de un mar de rostros demacrados, de ojos hundidos y cuerpos que empezaban a mostrarse famélicos, un mar de desesperanza que alzaba la mirada hacia su líder.
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Álvarez de Castro, un hombre de sesenta años y curtido en mil batallas, se irguió en la cima de la escalinata. Su figura, enjuta y gastada por el tiempo y la guerra, adquirió una grandeza imponente. A sus espaldas, sus hombres lo flanqueaban en un silencio férreo, una muralla de hierro y voluntad. A sus pies, la multitud de ciudadanos, milicianos, artesanos, mujeres y niños se extendía en la plaza, expectante. Las miradas de todos convergían en él, buscando un ancla en la tormenta, un faro en la oscuridad. Álvarez de Castro alzó su mano, y el murmullo de la plaza se extinguió. Su rostro, surcado de arrugas como un mapa de viejas batallas, permanecía impasible, como si maldijera a Dios por imponerle la más difícil misión a la edad en que debería disfrutar del merecido descanso. A pesar de su severidad militar, había una calidez innata en la forma en que su mirada recorría los rostros de la multitud, un reconocimiento silencioso de cada sacrificio que veía. Su trato con el pueblo era siempre directo y sincero, sin la condescendencia de otros oficiales. Hablaba en catalán un poco chapurreado, pero bastante bueno por los muchos años que ya llevaba en Cataluña, que durante la guerra del Rosellón lo había perfeccionado, y con un acento castellano que ya casi nadie advertía, y escuchaba más de lo que hablaba. Por eso, el pueblo lo sentía ya como "uno de los suyos", pese a que llevaba pocos días en la ciudad para asumir el mando supremo y la defensa. Dado que el idioma oficial seguía siendo el castellano, y había mucha gente de fuera de Gerona, empezó su discurso en castellano que todos entendían, aunque cuando se dirigía personalmente a los gerundenses solía hacerlo en catalán, y hablando en el idioma con el que cada cual se dirigía a él. Y desde la academia militar, había aprendido lo básico de francés hacia ya varios años, que le serviría para tratar con el enemigo.
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—¡Hijos de Gerona! —empezó, y aunque su voz era un eco ronco y rasposo por el polvo, cada palabra resonó como el tañido de una campana—. ¡Recordáis la noticia que llegó a nuestros oídos hace un año! ¡El milagro de Bailén!. ¡Entonces celebrasteis como leones, y lo eráis! . ¡Demostrasteis al mundo que no somos un pueblo de ovejas, sino de leones!.
Un estruendo de vítores y aplausos se alzó desde la multitud, un trueno de esperanza en el corazón de la ciudad sitiada. Pero Álvarez no sonrió. Sabía que era un símbolo, y los símbolos no ríen ni lloran, se saben un futuro. Dejó que el clamor se extinguiera, y su voz volvió a resonar, ahora con la fría calma de la piedra.
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—Esta victoria nos llena de orgullo, pero no de falsas esperanzas. Según los informes que me llegan, la derrota de Bailén ha herido el orgullo de un emperador que, sin duda, tomará el mando personal de sus ejércitos en España. El general Reille no es un zorro que se ha retirado con el rabo entre las piernas, es un cazador que se ha tomado un respiro. Pronto, muy pronto, regresarán, y no lo harán con sus números y sus tácticas de siempre. La próxima vez, vendrán a asediarnos con una ferocidad inaudita, con todas sus fuerzas, con la furia de un emperador herido en su honor. Y nosotros, pase lo que pase, tendremos que estar más preparados que nunca, empezando desde este mismo momento. Como sabéis, desde el primer día me he dedicado a fortificar la ciudad, reunir víveres y municiones, y preparar a Gerona para una resistencia sin cuartel, compartiendo con vosotros el pico y la pala, llenando brechas, poniendo piedras, descargando sacos de suministros,….y lo he hecho sin descanso como uno uno más de vosotros, y sin dejar de visitar a los heridos en los hospitales, y descansando aún menos cuando luego tenía que ir a despachar con mis oficiales para tomar nuevas decisiones e impartir nuevas órdenes. Y gracias a vuestro entregado trabajo, y al mío, ahora Gerona está mucho más preparada para defenderse, pero bajo ningún concepto no podemos bajar la guardia.
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Hizo una pausa, dejando que la cruda verdad de sus palabras calara como el plomo en cada corazón. El silencio que se instaló fue más atronador que los vítores de antes.
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—Gerona, escúchenme bien, no se rendirá. Soy la máxima autoridad de esta plaza y juro ante Dios y ante vosotros que no consentiré la rendición. Porque Gerona soy yo, y vosotros, mis hermanos, sois Gerona. Y yo solo soy Gerona porque la llevamos todos en la sangre, en la fe y en la voluntad. Gerona somos todos, y si una parte de nosotros se rinde, Gerona entera cae. Y en mi condición de máxima autoridad, en representación del Rey, os ordeno y mando: ¡Nadie se va a rendir, y todos aguantarán e intentarán sobrevivir sea de la forma que sea!.
Su voz se endureció, adquiriendo una cualidad metálica.
—Os hablo con la brutal honestidad que he aprendido en el lodazal de la guerra. Vais a entrar directamente al infierno, repito… ¡en el infierno!. Y yo ya he estado y con la ayuda de Dios he sobrevivido. He estado en varios sitios y batallas, y sé muy bien qué es el infierno en la tierra. Conozco el peligro que acecha en cada sombra, el daño que anida en cada bala, el dolor que no cesa, la angustia que te quita el sueño, el sufrimiento de los heridos y moribundos, el hambre que roe las entrañas y las enfermedades que se llevan a los más débiles. Conozco la desesperación que enloquece la mente y la angustia que paraliza el corazón. Todos los males conocidos y por conocer nos esperan. Pero no temáis a la muerte, porque la muerte es lo mismo que la vida: el principio y el fin de todo, un destino que no podemos evitar, pero sí podemos dignificar y controlar cada uno lo que pueda desde su propia circunstancia.
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La multitud escuchaba con un silencio atronador. Ya no había gritos de alegría por la victoria de Bailén, solo la solemnidad del sacrificio que se avecinaba y que estaba anunciando Álvarez de Castro. Los rostros, antes llenos de júbilo, se habían vuelto serios, endurecidos por la verdad que les ofrecía el general.
—Vuestros abuelos y padres tienen la experiencia de pasadas guerras que tuvieron que vivir y soportar, y que aprendiendo de ello sé que muchos de vosotros tenéis provisiones, bien guardadas en sótanos, despensas o armarios, o en cualquier lugar escondido que solo conozcáis. Agradezco vuestra previsión, pero ha llegado el momento de la máxima sobriedad. Toda vuestra comida deberá ser racionada por vosotros mismos. No comáis hasta hartaros, comed solo lo justo para que vuestro cuerpo funcione. Y cuando la carne y los víveres comiencen a escasear, haced sopa. Con un mendrugo de pan y un pequeño trozo de chorizo, morcilla, jamón, bacalao o lo que tengáis curado, podréis alimentar a vuestra familia. Porque nunca se sabe lo que puede durar un asedio, y a medida que pase el tiempo, los alimentos se reducirán y la hambruna aparecerá de forma cada vez más intensa. Preparaos, pero nunca dejéis que la esperanza se pierda, porque es lo último que nos queda mientras exista un hálito de vida.
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Miró a la multitud, y su voz adquirió un tono más solemne y autoritario.
—Y aquí viene mi orden más importante para vuestra supervivencia —continuó, su voz bajando a un tono casi confidencial, pero que seguía resonando por la plaza—. Todo huerto, todo paso de tierra que tengáis en vuestras casas, incluso cada maceta en vuestros balcones, quitad cualquier planta que no produzca comestible, y en su lugar, plantar tomates, lentejas, garbanzos, frijoles, guisantes… Cada uno plante según le parezca y convenga. Los gabachos no nos rendirán por la fuerza porque aquí nadie se rendirá puesto que yo vuestro comandante supremo os lo tengo prohibido, pero nos intentarán rendir por el hambre. Y si nosotros mismos cultivamos nuestra comida, tendremos una oportunidad de sobrevivir más tiempo mientras esperamos que nuestros compatriotas puedan venir a socorrernos.
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—A vosotros, ancianos, os encomiendo lo que solo vuestra paciencia y vuestra experiencia pueden lograr: cuidad de los huertos, enseñad a los más jóvenes a aprovechar cada palmo de tierra, cada gota de agua, cada semilla. A vosotros os corresponde mantener vivo lo pequeño que mañana puede salvar a todos. A vosotros, mujeres y niños, no os toca estar en las murallas, pero sí sostener la vida en cada gallinero, en cada corral, en cada maceta. Que los niños aprendan desde hoy a plantar, a regar, a recoger huevos, a cuidar un conejo. No quiero ver un solo muchacho sin oficio: si no puede sostener un fusil, que sostenga una azada. Si no puede cargar pólvora, que acarree agua para el huerto. Así servirá a Gerona, y así servirá a España.
Su mirada se detuvo en las mujeres, los niños, los ancianos, en todos aquellos que no llevaban un uniforme.
—Y aquellos de vosotros que tengáis gallinas, conejos, o cualquier otro animal de granja, tenéis la obligación de hacerlos reproducir. Repito: este es un asedio que no sé lo que va a durar, de resultado incierto. Si el socorro no llega a tiempo, o si el enemigo es tan vasto que nos consume, la única manera de sobrevivir no será con las raciones de hoy, sino con la cosecha y la cría de mañana que iniciaréis desde ahora mismo y en cualquier momento que pueda darse el caso. Que nadie olvide esto: cada semilla que germine, cada cría que nazca, es una bala menos que el hambre dispara contra nosotros.
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—Que vuestros hijos entiendan el valor de una vida que se multiplica. No podemos perder una sola semilla, no podemos permitir que un solo animal se pierda. De vosotros depende que en esta ciudad sitiada, en medio de la muerte, seamos capaces de cultivar una nueva cosecha de vida. Vamos a recibir miles de proyectiles de los cañones del enemigo, que no pararán de causar destrucción y escombros, pese a que las piedras de nuestras murallas y casas harán lo posible para soportarlas. Reforzad también vuestras casas, donde os podáis refugiar de los bombardeos. Y a pesar de esto no os quedéis paralizados: cultivad y criad, pues en esto va nuestra supervivencia, y siempre es mejor morir haciendo algo por vencer y resistir, que morir sin hacer lo provechoso.
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—Y os prohíbo, bajo mi mando, que robéis. Que nadie robe a su vecino, porque la guerra nos exige estar unidos. No tendremos tiempo para juicios sumarios, ya que todos deberán centrarse en la defensa. Y en todo caso, incluso en la peor situación, recordad que Dios Nuestro Señor, que lo ve todo, prohíbe robar. A quien le falte algo, que lo pida a quien estime más conveniente o tenga más afinidad. Todos somos hermanos aquí, y la solidaridad será nuestra última trinchera, porque en esta guerra somos todos en uno. Al que robe sólo le concederé dos gracias: la de elegir ser ejecutado inmediatamente, o la de morir por Gerona saliendo de la muralla para combatir directamente a los gabachos y que sean los propios gabachos quienes finalmente lo maten, y les recomiendo que el que robe, elija lo segundo que es más provechoso para Gerona y porque ningún ladrón va a ser perdonado. Repito: el que por las circunstancias que sean no tenga, pida a su hermano, porque aquí como gerundenses todos somos hermanos.
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—Así que os lo pido, como vuestro comandante, como quien representa al legítimo Rey, como vuestro hermano de armas: el que esté tan desesperado, que en su locura desee la muerte, que será el destino de muchos de vosotros, que se procure una muerte provechosa y práctica. Derribad o matad a un enemigo, sostened una posición hasta el último aliento, defended la bandera como si fuera vuestra propia piel, haced de escudo a un compañero, porque cada vida tiene un valor incalculable y será necesaria para resistir y no rendirse. Cada uno haga lo que yo siempre recomiendo: en cada circunstancia, según convenga. Lo repito: según convenga. No hay más ley que la supervivencia de Gerona, y todos vosotros sois Gerona.
Se detuvo para que sus palabras, crudas y terribles, se grabaran en las almas de quienes le escuchaban. El aire se sentía más denso, cargado de la responsabilidad de la decisión.
—Patria no hay más que una, y no tenemos otra: España. Y no podemos caer ni rendirnos, porque si nosotros no consentimos caer, si no nos rendimos, no se rendirá España. Gerona es el corazón que late por toda la Península, por todo el Imperio, y si ese corazón se detiene, toda España podría morir. Todo lo hacemos por la patria, por España, por Gerona, por vuestras familias, por Dios, y por el Rey.
Con un gesto, indicó a su ayudante que se adelantara con un pergamino. Lo desplegó con solemnidad.
—Para que nadie se llame a engaño, para que todos conozcamos nuestras fuerzas militares, esta es la guarnición que defenderá Gerona: en esos momentos hay un total de cinco mil setecientos veintitrés hombres. Aquí, en esta plaza, quiero dar mis primeros saludos a toda la guarnición y a todos vosotros, mis soldados, que vais a ser el pilar de nuestra resistencia.
El ayudante, con voz firme, leyó la lista:
—El Regimiento de Borbón: mil trescientos treinta hombres. El segundo Batallón de Voluntarios de Barcelona: mil ciento veinticinco hombres. El primer Batallón de Miqueletes de Gerona: mil ciento veinte hombres. El Regimiento de Ultònia: ochocientos hombres. El Real Cuerpo de Artillería: doscientos setenta y ocho hombres. El primer Batallón de Miqueletes de Vic: seiscientos hombres. Los Miqueletes del segundo Tercio de Gerona, agregados a la artillería: doscientos cuarenta hombres. Los Marineros de la Costa, agregados a la artillería: ciento treinta hombres. El Escuadrón de San Narciso: ciento ocho hombres. Los Zapadores Minadores: veintidós hombres.
El murmullo de la multitud se disipó cuando Álvarez de Castro volvió a dirigirse a ellos, con una dureza que no permitía objeción.
—¡Escúchenme bien, gerundenses!. En esta lucha, cada uno se someterá a la autoridad militar que de mí depende. Y para mis soldados, las primeras instrucciones: defenderéis Gerona según os ordene, pero si las defensas cayeran, si los oficiales murieran, si la cadena de mando se rompiera, que cada hombre, cada mujer, cada cura y cada niño sepa lo que debe hacer: ¡proceder por su propia cuenta y como mejor considere la defensa de Gerona!. Os pido que uséis la cabeza. Que penséis. Que uséis las armas que tengáis a mano: las de caza, si es necesario os fabricáis arcos y flechas, usad las herramienta, o las piedras si no os quedara nada. Ante cualquier circunstancia, improvisad según convenga. Recordadlo siempre: según convenga. Porque no hay más ley que la supervivencia de esta ciudad. Y en ello defendéis a vuestra familia, vuestra vida, a Gerona, a España, a la Patria, a Dios y al Rey. No hay lugar para la cobardía, ¿de acuerdo?. Yo, como vuestro comandante, decreto que a partir de este momento, cualquier cobarde que hable de rendirse, cualquier loco que se niegue a luchar, será ejecutado sin piedad. No toleraré la traición ni la cobardía. Prefiero la muerte con honor que una vida en la esclavitud.
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Se quitó el sombrero, haciendo una reverencia primero a las tropas y luego a la multitud. Un gesto que no pedía, sino que ordenaba.
—Todo esto lo tenemos que hacer por Gerona, por vuestros ancestros y por vuestros hijos, por Dios, por España, y por el Rey cautivo Fernando VII, que está en un castillo en el centro de Francia esperando su regreso a España. Lo que sí sé es que mientras estemos vivos, debemos ser fieles a nosotros mismos, a Dios, a nuestra patria, a Gerona, y al Rey. Somos hermanos y somos libres, y por eso defendemos Gerona aun a costa de nuestras vidas. Tenemos que ser todos en uno, hombres y mujeres de Gerona, porque todos somos Gerona.
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Pero que nadie confunda nuestra determinación con la barbarie. Somos gerundenses y somos cristianos. Si en el fragor de la batalla os encontráis ante un enemigo vencido, un hombre desarmado y desamparado que ya no representa peligro, seréis misericordiosos. Le perdonaréis la vida e incluso, si según conviene y las posibilidades lo permiten, le ofreceréis un sorbo de agua. Para el invasor somos salvajes que se aferran a una roca; demostrémosles que, incluso en el infierno, seguimos siendo hijos dignos y ejemplares de Dios Nuestro Señor, y que nuestro honor es más grande que nuestro odio.
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El agua del Oñar, o de los pozos pueden envenenarla o que se contamine con los cadáveres. Filtrad el agua como se ha hecho de toda la vida, y hervirla. Y en cuanto podáis, sepultad todos los cadáveres, pues son fuente de epidemia que se percibe con su mal olor, y no solo el olor a pólvora y a quemado, y que tenemos que evitar en lo posible. Os lo dije: entraréis en un infierno mucho peor, pero Dios estará en vosotros, sobretodo si le rezáis cuando más lo necesitéis en el preludio de vuestra muerte, o de la posible victoria que nos pueda conceder frente al enemigo.
El clamor de la multitud, un rugido de coraje y desesperación, se alzó por encima de las murallas, como un desafío a los cielos, y la sombra del asedio se hizo, por fin, una realidad palpable para todos. La ciudad había elegido su destino, y Álvarez, el general, había aceptado su carga.
En la penumbra de la sacristía del interior de la Catedral, el escribiente municipal recogía a toda prisa el dictado de una carta ordenada por Álvarez de Castro. Era la última misiva a la Junta Central:
“Gerona resiste, aunque la pólvora y el pan se agoten. Si no llega pronto el socorro, sucumbiremos con honor, devorando el último mendrugo de esperanza…”
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EL ALIENTO DEL ÁGUILA
El heroísmo de Gerona se había convertido en un rugido. No era el grito desesperado de los primeros asaltos, sino el clamor de la victoria, un estruendo colectivo que parecía querer derribar las murallas del olvido. Las calles, polvorientas y llenas de cicatrices de guerra, se llenaron de un gentío que había encontrado en la euforia un bálsamo para el dolor. En cada balcón, ondeaban banderas que la gente había cosido con retazos y esperanza: la rojigualda española se mezclaba con la bandera borbónica del imperio español, con su aspa roja de San Andrés sobre un fondo blanco, un símbolo de la Cataluña que se resistía a morir. El recuerdo de la victoria de Bailén era un mito que florecía entre las ruinas, una leyenda que empezaba a escribirse con la sangre derramada en los asaltos.
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Mientras los niños, ajenos al verdadero significado de la guerra, jugaban con trozos de escombros y los soldados cantaban viejas canciones de taberna, en el salón austero de la Junta de Gobierno la atmósfera era grave, casi irrespirable. La euforia de la calle llegaba amortiguada a través de las pesadas cortinas de terciopelo, un eco distante que no lograba disipar la losa de preocupación que pesaba sobre los hombros de los hombres allí reunidos. El aire, denso y cargado del humo de tabaco y el olor a papel viejo, se hacía casi asfixiante.
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En el centro de la habitación, sobre una mesa de caoba, el brigadier Julián de Bolívar, antiguo comandante de la plaza durante los dos primeros sitios de Gerona en 1808, repasaba con el ceño fruncido un mapa de la ciudad. Su dedo, un compás de la destrucción, se detenía en cada brecha abierta por el bombardeo francés. Bajo su mando, la ciudad había resistido los primeros envites del enemigo, pero la llegada de Mariano Álvarez de Castro en mayo de 1809 había consolidado la defensa con una disciplina de hierro. Aunque ya no era el comandante en jefe, Bolívar seguía siendo un pilar de la resistencia, su experiencia un faro en la oscuridad de la guerra.
—Las brechas en las murallas de la Força Vella son profundas, señores —dijo con la voz ronca, sin alzar la mirada del mapa—. Y una parte del Barri Vell está prácticamente en ruinas. Necesitamos mano de obra, materiales… y tiempo. Las reparaciones son urgentes.
—¿Tiempo? —interrumpió bruscamente don Ramón, un comerciante influyente cuya voz siempre rezumaba impaciencia—. ¿Acaso cree que el enemigo nos dará tiempo? Estamos celebrando una victoria pírrica mientras ellos planean cómo aplastarnos.
—No subestimemos al enemigo —replicó Julián, levantando finalmente la mirada, sus ojos inyectados en sangre. Su mirada, pese al cansancio, era la de un hombre que había visto el infierno y había vuelto para contarlo—. Informaré pronto al General Álvarez de Castro para que reorganicemos el trabajo y podamos optimizar los esfuerzos de todos los ciudadanos que están trabajando. Albañiles, carpinteros, mujeres, niños… todos deben contribuir de la manera más eficaz posible.
—¡Niños! —exclamó fray Antonio, el capellán de la Junta, con una mezcla de horror y resignación—. ¿Es eso lo que hemos llegado a ser?. ¿Una ciudad que sacrifica hasta a sus inocentes?.
—La guerra no respeta la inocencia, padre —respondió Julián con una frialdad desoladora—. Si no reparamos estos muros ahora, no habrá futuro para nadie. Ni para los niños, ni para los ancianos, ni para los santos. La lógica de la guerra es implacable, una maquinaria que no se detiene por los gritos de júbilo. La victoria de Bailén, lejos de ser el final, es para nosotros el preludio de un horror aún mayor. Álvarez de Castro ya nos lo advirtió en su proclama.
A kilómetros de allí, en una sala de reuniones del ejército francés en las afueras de Gerona, el general Jean-Antoine Verdier, el general Laurent de Gouvion-Saint Cyr y el enviado especial del general Louis-Gabriel Suchet, revisaban con el general Honoré Charles Reille los últimos informes sobre el estado de la plaza. El águila de Napoleón, herida en su orgullo por la derrota de Bailén, no iba a dejarla volar en paz. El tercer asedio, el definitivo, estaba a punto de comenzar.
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Mientras la Junta de Gobierno debatía la dura realidad de la resistencia, en medio de una celebración popular, entre el tañido de las campanas y los vítores de la multitud, Isabel “La Leona” se cruzó con el Dr. Dubois. Isabel, la dueña del burdel más importante de Gerona, era una estratega civil forjada en la supervivencia de las calles. Llevaba un vestido de terciopelo negro y una mirada afilada como una daga. El médico, un analista de la razón que había visto el horror en su forma más pura, tenía su habitual expresión de cinismo contenido. No intercambiaron palabras, pero sus miradas se encontraron y se detuvieron, un instante, reconociéndose.
Isabel lo detuvo con una palabra.
—Dubois.
Él se giró lentamente, sorprendido por el tono autoritario en su voz.
—¿Sí, señora?
—No te hagas el indiferente —dijo ella, acercándose un paso, su perfume dulzón chocando contra el olor a tabaco rancio del médico—. Tú sabes lo que viene. Todos tus análisis fríos, tus disecciones sin alma… no me digas que crees que vamos a sobrevivir a esto.
Dubois soltó una risa baja, amarga, y se ajustó las gafas.
—No creo nada, señora. Solo veo hechos. Y los hechos dicen que esta ciudad ha firmado su propio epitafio. Ustedes, con sus cantos y sus banderas, están bailando sobre su propia tumba.
—Quizás —respondió Isabel, sin apartar la mirada—. Pero al menos nosotros bailamos. Tú solo observas.
La escena se disipó con la misma rapidez con la que había surgido. La paz era falsa, un respiro engañoso. La verdadera tormenta, la que pondría a prueba los límites de la resistencia humana y el espíritu de la ciudad, estaba aún por llegar. Una paloma muerta, símbolo de la paz, yacía entre los escombros de una barricada, su cuello retorcido, un presagio silencioso de lo que el futuro les deparaba. Lo que nadie sabía es que podría ser una paloma mensajera, con un mensaje de la Junta Central, y estaba allí que nadie le prestaba atención.
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A unos kilómetros de allí, en su tienda de campaña, el General Reille estudiaba el mapa de Gerona bajo la luz parpadeante de una lámpara de aceite. Su ayudante, un joven capitán nervioso, se atrevió a hablar:
—Mi general, los informes indican que la moral en Gerona es alta tras Bailén. Creo que deberíamos reconsiderar nuestro enfoque.
Reille soltó una risa baja, casi un gruñido.
—Alta, ¿eh?. Déjame decirte algo, muchacho. La moral es como el humo de un cañón: impresiona desde lejos, pero se disipa rápido cuando el viento sopla. Gerona ha cometido un error fatal: creer que Napoleón tolerará una afrenta como esta.
—Pero, señor, ¿y si resisten de nuevo?
—Entonces los borraremos del mapa —respondió Reille, trazando una línea imaginaria sobre el mapa con el dedo índice—. No será solo un asedio. Será una aniquilación. Una lección para toda España.
Sabía que la ciudad, en su victoria, había firmado su propia sentencia de muerte. El águila de Napoleón, herida en su orgullo, no iba a dejarla volar en paz. El tercer y definitivo asedio estaba a punto de comenzar.
EL HONOR Y LA GEOMETRÍA
En el cuartel general del Séptimo Cuerpo del Ejército Imperial, instalado en un antiguo convento a las afueras de Gerona, el aire era una mezcla pesada de incienso rancio, sudor de soldados y el olor acre del vino de la región. Era una atmósfera de pragmatismo brutal, la oficina de una guerra reducida a sus costes y beneficios. El general Laurent de Gouvion Saint-Cyr, un hombre de cuarenta y cinco años, de rostro severo y modales secos, trazaba líneas sobre un mapa polvoriento. Su reputación no se había forjado en la gloria de las cargas de caballería o en discursos ardientes, sino en la precisión quirúrgica de sus campañas en el Rin y en Italia. Conocido por sus tropas como "el hombre de hielo", su mente, más la de un ingeniero que la de un guerrero, veía en la conquista una operación masiva de organización, un problema de logística y de números. No era un romántico de la guerra como Lannes o Murat, pero tampoco un mero carnicero. Era un hombre de profunda cultura que entendía la guerra como una ciencia implacable, con la mente de un intelectual que había encontrado su lugar en el campo de batalla. En su mirada, fría como el mármol, había un cálculo constante, pero a veces, muy rara vez, un destello casi melancólico, como el de un hombre que, habiendo encontrado la razón en los números, añoraba la lógica del corazón que una vez conoció.
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A su lado, el General Jean-Antoine Verdier, un hombre de temperamento volátil y rostro enrojecido por la frustración, apuraba un vaso de vino como si fuera la última fuente de vida.
—General, con su permiso, esto es una locura —dijo Verdier, sin alzar la mirada de su vaso—. Mis hombres están hasta la garganta de morir por este pedregal. Llevamos meses peleando por esta ciudad y lo único que conseguimos es que nos escupa en la cara. Cada día que pasa es otro buen soldado francés con las tripas fuera por culpa de un paleto con una escopeta oxidada.
El general Gouvion Saint-Cyr no se inmutó. Sus ojos, fríos como el mármol, no se despegaron del mapa.
—Hemos gastado veinte mil proyectiles de artillería de libras y quinientos barriles de pólvora en un mes —declaró, como si recitara una cifra de una contabilidad—. Cada pieza de artillería, cada bala, cada ración de pan, debe ser transportada por nuestros hombres a través de estas montañas infestadas por las partidas de Clarós. El coste de un día de asedio es una cifra insoportable, Verdier. El Emperador necesita que tomemos esta ciudad. No por la gloria, sino por la disciplina, la economía, la razón. La guerra no se gana con bayonetas, sino con números. Y Gerona está devorando nuestros números.
Saint-Cyr se pasó una mano por el rostro, agotado.
—Sacrebleu... Verdier, cada saco de harina que perdemos por culpa de esos hijos de puta de las montañas es un clavo en el ataúd de esta campaña. Y todo por esa maldita ciudad. No son soldados, son una enfermedad. Una puta gangrena que nos está devorando los recursos y, lo que es peor, el tiempo. La guerra es un negocio, y Gerona es un negocio de mierda.
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El general veía a los gerundenses como un problema matemático: una ecuación de fuerza, resistencia y coste. Gerona, para él, era un nudo gordiano que debía ser cortado con una espada de precisión, no a golpe de brutalidad. Su mente de ingeniero militar, formada en las escuelas de la República, analizaba la ciudad no como un bastión de piedra, sino como una estructura de fuerzas y debilidades. Los cañones de 24 libras, capaces de demoler murallas, eran inútiles sin una línea de suministro segura. Los fusiles de chispa Charleville de sus hombres se enfrentaban a una defensa que había aprendido a luchar cuerpo a cuerpo en el laberinto de las ruinas. Era una guerra de paciencia, y la paciencia, como el oro, era un recurso escaso.
En su fuero interno, a Saint-Cyr le inquietaba la falta de lógica de sus enemigos. No podía medir ni controlar la fuerza que los impulsaba. Como un insecto en una caja de cristal, los observaba desde la distancia, sin poder comprender que para ellos cada cañonazo no era una prueba de eficiencia, sino un desafío a su fe. Y eso era lo que le frustraba: que estaban librando una guerra completamente distinta a la suya y, de cierto modo, estaban ganando.
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A kilómetros de distancia, en el corazón de la ciudad sitiada, el General Mariano Álvarez de Castro, el alma de la defensa, no era ajeno a los fríos cálculos del enemigo. La lógica implacable de la guerra dictaba un final ineludible, un jaque mate que ya se perfilaba en el horizonte. Sin embargo, en la penumbra de su despacho, bajo la luz parpadeante de una vela de sebo, el general no leía las crónicas de los héroes romanos, que para él eran historias de la niñez, sino los tratados del ingeniero militar Vauban. La guerra, para él, era una ciencia, una disciplina que combinaba el cálculo racional con el instinto de supervivencia. Un arte de resistencia que superaba la ciencia del asalto.
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Afuera, el aire de Gerona olía a yeso quemado y a humedad estancada en las callejas. El silencio, interrumpido solo por el lejano graznido de un cuervo, se sentía pesado, una manta de plomo que asfixiaba la vida. A sus sesenta años, Álvarez de Castro sentía ese peso en los huesos, en la curvatura de su espalda, que se encorvaba más cada día sobre los mapas, y a sobre los picos y palas, junto con capazos, que empleaba en ayudar a tapar las brechas y reparar las murallas en los momentos que cesaban los cañonazos de los gabachos. El dolor y cansancio que ocultaba a la vista de todos era una compañía constante, una espina clavada que solo el honor podía mitigar.
Mientras trazaba las defensas de los baluartes de Santa Clara y El Carmen, la vela de sebo proyectaba sombras grotescas en la pared, bailando como fantasmas de los muertos que vendrían. Su monólogo interno no era una charla consigo mismo, sino una convicción férrea que le daba fuerza.
—El honor es la única herramienta que tengo —se decía, su voz interior resonando con la cadencia de una sentencia—. Es el único pegamento que mantiene a estos hombres unidos. Sin la idea de que la ciudad resiste por la honra, por la fe en la patria, y por las represalias contra sus propias familias, se rendirían mañana, y con ellos, la moral de todo el Imperio de las Españas se vendría abajo.
El honor no era un concepto romántico para él. Era una estrategia. La única estrategia que le quedaba frente a la superioridad aplastante de los gabachos. Era un arma psicológica para infundir esperanza en el pueblo y disciplina en los soldados, un mito forjado en la adversidad para trascender la realidad de una ciudad condenada al hambre y a la muerte si no aparecían pronto los socorros. Era la moneda de cambio para sobrevivir con dignidad a la derrota, y transformar la victoria del enemigo en una derrota moral.
De pronto, un suave golpe en la puerta lo devolvió a la realidad. Era Miguel Ferrer, su joven oficial de asistencia, con el rostro pálido y los ojos de un hombre que ha visto demasiado.
—Mi general… —empezó Miguel, con una voz que casi se le quiebra—. ¿Debemos considerar una retirada estratégica?. El general Saint-Cyr tiene…
Álvarez de Castro lo interrumpió con una mirada fría, pero su voz no era la de un superior distante, sino la de un padre que le hablaba a un hijo. Se acercó a él y le posó una mano firme sobre el hombro del joven, señalando un punto en el mapa de Gerona con el dedo índice de la otra mano.
—Escúchame bien, muchacho. El honor no es una bandera que ondea en una torre. Es lo que sostiene a un hombre cuando ya no le quedan fuerzas. Si perdemos el honor, perdemos todo. Y Gerona no será recordada como una ciudad que se rindió, sino como una que eligió morir de pie. No te equivoques: esto no es una victoria. Es una agonía. Pero es nuestra agonía. Y la resistencia es lo único que nos queda para demostrar que somos dignos de un país.
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La voz de Álvarez de Castro había adquirido una cualidad hipnótica. Con cada palabra, la desesperación en los ojos de Miguel Ferrer se iba transformando en una comprensión sombría, en una aceptación del destino inevitable. La guerra de Saint-Cyr, un hombre a la sombra de Napoleón, era una guerra de precisión, de logística, de números y mapas. La de Álvarez, en cambio, era la de un desafío existencial, donde cada piedra, cada vida, era una moneda en la apuesta contra el imperio napoleónico. Saint-Cyr veía una mancha en el mapa, un problema a resolver. Álvarez, en cambio, veía una idea. Y una idea, a diferencia de una muralla de piedra, no podía ser derribada por un cañón.
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LA LEONA Y EL BUITRE
El Racó de l'Esplai era un refugio contra el sol de la tarde y el hedor a muerte de las calles. Dentro, el aire estaba espeso, cargado con el perfume dulzón de las mujeres, el humo de un tabaco fuerte y el aroma embriagador del vino. Allí, entre risas apagadas y susurros, la guerra parecía lejana, pero sus sombras se filtraban en cada mirada y cada trato. En una de las habitaciones de lujo reservada para caballeros solventes, iluminados por la luz vacilante de una lámpara de aceite, se encontraron dos figuras que se reconocían como depredadores: Isabel “La Leona” y Don Rafael de la Riva.
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Ella, con su vestido terciopelo de negro ajustado al cuerpo, dejaba ver apenas un escote calculado, suficiente para captar la atención sin parecer desesperada. Sus ojos oscuros eran un arma más afilada que cualquier cuchillo. Él, un comerciante de manos gordas y anillos pesados, inclinaba la cabeza sobre un cofre de madera donde descansaban monedas de oro y plata, como si el brillo de aquel metal fuera más atractivo que cualquier rostro.
—Don Rafael —comenzó Isabel con voz aterciopelada, acercándose lo suficiente para que él sintiera el calor de su respiración—, no hemos venido a hablar del precio del pan. Usted quiere algo… y sabe que yo puedo dárselo.
Él sonriendo, sin apartar los dedos de las monedas, mientras la observaba con una mezcla de deseo y cautela.
—Querida Isabel, no hay trato que no pueda comprarse… siempre que el precio sea justo.
Isabel se levantó despacio, su falda rozó el suelo como un susurro. Caminó alrededor de la mesa, acercándose a él con pasos lentos, medidos, hasta que pudo apoyar una mano sobre su hombro. Sus dedos, fríos y seguros, se deslizaron hasta la nuca de Rafael, provocando un ligero estremecimiento.
—A veces el precio no está en las monedas, sino en la disposición… a ser complacido —susurró junto a su oído, dejando que su aliento cálido le rozara la piel.
Don Rafael tragó saliva. El aire parecía más denso. Su mirada recorrió el cuerpo de Isabel, deteniéndose en sus labios pintados de carmín oscuro.
—Y ¿cómo sabré que lo que ofrece… vale tanto como usted dice?
Ella se inclinó aún más, tan cerca que él pudo percibir el aroma a jazmín mezclado con un leve toque de vino. Le retiró con suavidad un mechón de cabello canoso de la frente y lo miró a los ojos, sosteniéndole la mirada con una intensidad que lo desarmó.
—Porque, Rafael, yo no vendo ilusiones. Vendo certezas.
Un leve golpe de su mano cerró el cofre. Isabel se dejó caer en la silla a su lado, cruzando las piernas lentamente, como si cada movimiento fuera parte de una coreografía ensayada. Habló bajo, casi un murmullo, pero con la seguridad de quien lleva las riendas:
—No se trata solo de grano ni de secretos. Usted y yo sabemos que hay otras formas… de sellar un acuerdo.
Rafael, consciente del terreno en el que se movían, avanzando despacio. La lámpara proyectaba sombras que se deslizaban por sus rostros como serpientes. Isabel se acercó su copa de vino a sus labios, bebió un sorbo y luego, sin apartar la vista de él, la dejó frente a su interlocutor. Era una invitación silenciosa.
El resto se desarrolló sin testigos. El murmullo del salón quedó atrás, fuera de la estancia privada en la que se encontraban. Allí, entre la penumbra y el intenso aroma a incienso barato, se cerró el trato.
Con movimientos deliberados, Isabel desabotonó el chaleco de Rafael mientras él, embriagado por la mezcla de poder y lujuria, intentaba besarla. Pero ella lo detuvo con un gesto firme, colocando un dedo sobre sus labios.
—No tan rápido, querido. Esto no es un regalo… es un negocio.
Lo empujó suavemente hacia el diván, donde él se dejó caer, aturdido por la mezcla de deseo y sumisión. Isabel se arrodilló frente a él, sus manos hábiles desabrochando su pantalón mientras sus ojos nunca abandonaban los de Rafael. Cada caricia, cada movimiento, era calculado, una demostración de poder disfrazada de placer. Cuando su boca encontró a su miembro, Rafael dejó escapar un gemido ahogado, sus manos aferrándose al borde del diván como si temiera perder el control. Isabel lo tomó todo, con una precisión que no dejaba espacio para la ternura, solo para el dominio.
Después, con la misma calma controlada, se puso de pie y se ajustó el vestido. Rafael, aún aturdido, la miró con una mezcla de admiración y desconcierto. Isabel lo condujo hacia la cama improvisada, cubierta con sábanas de seda raída pero cuidadosamente limpias. Se subió sobre él, sus movimientos lentos pero firmes, tomando el control absoluto. No era un acto de pasión, sino de poder. Cada embestida, cada jadeo, estaba diseñado para recordarle quién llevaba las riendas.
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Cuando terminaron, minutos después, Rafael se recompuso, ajustándose el chaleco y con un brillo satisfecho en los ojos. Dejó sobre la mesa unas monedas más de las acordadas. Isabel, de pie junto a la cortina, lo vigilaba alejarse. No había sonrisa en su rostro, solo la certeza de que un hombre como él, ahora, le debía más que dinero. Pero aunque él había disfrutado de su raro capricho sexual, costándole un buen cofre lleno de dinero, seguía siendo un señor muy rico de Gerona, pese a vivir en medio de una guerra en la que incluso las clases sociales de respetaban y aceptaban como si de un orden natural se tratara. Y él se fué.
Carmen Barrau entró entonces, mirando al cofre.
— ¿Podemos confiar en él, señora?
Isabel apartó la vista de la puerta y respondió con calma:
—No se trata de confianza, Carmen. Se trata de tener siempre algo que el otro desee… y que tema perder. Cada hombre es un misterio y desean tener cosas raras que solo les podemos proporcionar las mujeres. Pero debo admitirlo, Carmen: ¡qué guarro es ese hombre!, ¡qué asco que me da!,….pero como bien sabes, esto no lo podemos expresar, o perdemos nuestro medio de vida.
EL ABRAZO DEL FANGO
La luz de una vela de sebo parpadeaba, proyectando sombras fantasmales sobre el catre en el que yacía Narcís, el joven albañil que había soñado con ser un héroe. La cama, como otras tantas en el “Racó de l’Esplai”, estaba habilitada para los heridos de guerra, en una zona aparte del burdel. La pierna de Narcís, fracturada en la última refriega, estaba vendada con trapos sucios, pero la infección se extendía ya por su cuerpo como un veneno. El Dr. Armand Dubois, un cirujano cínico y consumido, le había amputado ya a otros tres hombres esa misma noche. El aire, denso y viciado, olía a orina, a vino rancio y a una podredumbre dulce y nauseabunda que Narcís ya reconocía como la antesala de la muerte. La vida en el burdel, para él, era una fosa común de esperanzas, un lugar donde el dolor de la carne se fusionaba con el dolor del alma, y la guerra, en su horror sin fin, se había llevado no solo sus fuerzas, sino también su juventud y su fe. Pero Isabel "La Leona" le pagaba sus servicios de médico, ahora solicitados por todas partes y atendiendo a más gente de la que realmente podía en unas condiciones normales.
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—La herida está infectada, muchacho —le dijo el Dr. Dubois con una voz sin emoción, mientras revisaba la herida—. La gangrena es la única inquilina fiel de este lugar. Lo único que no te abandonará.
—¿Y qué hago, doctor? —preguntó Narcís, su voz un murmullo de miedo.
—Rezar. O beber hasta que se te olvide. O morirte, que es lo más probable —respondió el cirujano, encogiéndose de hombros antes de irse.
Y fue allí, en el hedor a enfermedad y podredumbre, donde conoció a Rosa.
Rosa no era una mujer bella. La miseria había consumido su juventud, dejando solo un rostro aniñado y unos ojos vacíos que parecían haber visto demasiado. Era una muchacha de los barrios bajos, entregada al burdel por su familia hace poco cuando la guerra y el hambre empezaban a hacerse insoportables. Su cuerpo, magullado y cansado, era un reflejo de la ciudad asediada. Pero en su pasividad, en su sumisión, Narcís vio algo que lo atrajo con la fuerza de un imán. Vio la encarnación de la degradación de la ciudad, un espejo del horror que lo rodeaba. Su amor no fue un romance. Fue una obsesión, un acto de piedad teñido de morbo.
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La primera vez que se acercaron no fue un encuentro físico, sino una de palabras ahogadas y miradas que decían más de lo que cualquier gesto podría expresar. Narcís, aún un idealista de corazón, apenas podía moverse, pero Rosa se sentó junto a su cama, limpiando el sudor de la frente con un paño húmedo. No cobró por ello; no hacía falta. Sabía que Narcís no tenía nada más que ofrecer que su compañía silenciosa y sus ojos llenos de preguntas.
—¿Por qué me cuidas? —le preguntó él una noche, con un murmullo débil, apenas audible—. No tengo nada que ofrecer.
—No siempre se trata de dinero —respondió ella, sin mirarlo directamente, mientras limpiaba su frente con delicadeza—. Alguien tiene que hacer esto. Además, aquí todos estamos iguales de jodidos.
Narcís cerró los ojos, con una risa amarga que terminó en un gemido de dolor.
—¿Para qué? ¿Qué sentido tiene cuidarme si ya estoy muerto?. La pierna… huele a muerte.
—No digas eso —replicó Rosa, deteniéndose un momento—. Mientras sigas respirando, hay algo que puedes hacer. Si no es pelear, entonces sobrevive. Sobrevive para molestar al destino.
A medida que convivían, el vínculo entre ellos se hacía más profundo, aunque distorsionado por la desesperación y el contexto brutal que los rodeaba. Narcís no podía caminar, apenas podía moverse, pero su necesidad de conectarse con algo humano, algo tangible, lo llevó a buscar en Rosa algo más que el placer físico. Ella, por su parte, encontró en él una especie de redención, un recordatorio de que aún quedaba algo de humanidad en medio del infierno.
—Antes quería ser un héroe —le susurró él una noche, cuando el rugido de los cañones se había apagado momentáneamente—. Soñaba con morir en el campo de batalla, con una espada en la mano y un grito de gloria en los labios. Pero esto... esto no es heroico. Esto es... estupidez.
—La guerra no entiende de héroes, chico —respondió Rosa, sin dejar de limpiar su frente, su voz apenas un murmullo—. Solo entiende de cuerpos rotos y almas marchitas. Yo también tuve sueños, ¿sabes? Pero el hambre y las bombas no preguntan si tienes planes.
Narcís la miró por primera vez, sus ojos llenos de lágrimas contenidas.
—¿Y qué haces tú aquí? ¿Cómo puedes soportar esto?
—Sobrevivo —se encogió de hombros, su voz firme pero cargada de tristeza—. Igual que tú. Igual que todos los que están aquí. No es noble ni bonito, pero es lo único que nos queda. Isabel "La Leona" me trata bien, y a cambio y yo le hago bien mi trabajo.
Una noche, cuando el dolor de la pierna se volvió insoportable y Narcís temía que la oscuridad lo consumiera por completo, Rosa se acercó a él. No fue un acto de pasión ni de deseo, sino de consuelo. Se sentó a su lado, tomó su mano y lo besó suavemente en la frente. Luego, con movimientos lentos y cuidadosos, lo ayudó a recostarse, acariciando su cabello mientras él lloraba en silencio. En ese momento, Narcís sintió que su alma se manchaba, pero también que encontraba un pequeño refugio en medio del caos.
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—Mentí a mi juventud, me desposé con el vicio —susurró a sí mismo, sintiendo cómo su idealismo se desmoronaba. Pero paradójicamente, esta mancha lo encadenó a ella. Su erotismo nació de la transgresión, de amar aquello que el mundo despreciaba y que él, en su antigua vida, también habría despreciado. Encontró un momento en el que se desabrocho lo que le cubría el busto y dejó que Narcís le mirara las tetas. Le tomó su mano, para que le tocara la teta, y sabía que con esto se sentiría bien. Y ciertamente, dentro de lo muy mal que se sentía, Narcís experimentó algo parecido al placer, porque nunca había sentido el roce de las tetas de una joven mujer tan directamente.
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A medida que los días pasaban, el amor de Narcís se volvía más posesivo. No la quería como a un igual, sino como una posesión, un objeto de su deseo. La amaba en sus jirones de seda, en su molicie brutal de mujer cansada y resignada, se la imaginaba desnuda. Aunque no podía poseerla físicamente, el acto de sentir como cuidarla, de protegerla, se convirtió para él en una afirmación de su dominio, su única victoria en la ciudad sitiada. Quería ser el único en su vida, no por un amor puro, sino porque su orgullo no soportaba la idea de compartirla.
Días después, Narcís empeoraba visiblemente. Rosa sentía cómo su tiempo se acortaba. Él la miró con una mezcla de desesperación y posesividad.
—No quiero que estés con nadie más —le dijo con voz débil, pero firme—. No soporto la idea de que otro hombre te toque.
—No soy tuya, Narcís —respondió ella, con una mezcla de compasión y frustración—. Nadie lo es. Esta vida no permite posesiones.
—Pero tú… tú eres diferente. Eres lo único que me queda. Mi única victoria en esta ciudad sitiada.
—No necesitas poseerme para que te recuerde —respondió Rosa con una sonrisa triste, acariciando su cabello—. Ya lo hago. Y lo haré. Ahora descansa... descansa, Narcís.
PARTE II: EL ABRAZO DE HIERRO (Mayo – Agosto 1809)
LA SOMBRA Y LA INDOLENCIA
En el Palacio de las Tullerías, el aire estaba denso con el humo de la ambición y el olor agrio de la tinta fresca. Napoleón Bonaparte se inclinaba sobre un vasto mapa de la Península Ibérica. Era un lienzo meticulosamente dibujado, pero un pequeño punto, Gerona, se negaba a encajar en la geometría perfecta de su conquista. Sus dedos, más acostumbrados a empuñar una pluma que a una espada, tamborileaban con impaciencia. El informe de Gouvion Saint-Cyr, arrojado con un ruido sordo sobre el mármol, había sido una bofetada a su inquebrantable fe en el destino.
—Dos asedios, Berthier —espetó a su ayudante, un hombre de rostro pálido y manos nerviosas—. Diez meses, diecisiete millones de francos. Treinta mil hombres, más de cincuenta piezas de artillería en una tierra baldía. Diez meses de bajas por enfermedad y los estúpidos españoles. ¿Para qué?. ¿Para que una ciudad de quince mil almas se ría de nosotros?.
En su mente, Napoleón no veía a los hombres, sino a los números. Gerona no era un problema militar; era un problema matemático, y el honor español era una variable que se negaba a entrar en la ecuación. Sus ojos se clavaron en el mapa. Gerona era la espina que, si no se extirpaba, gangrenaría todo el proyecto español. Un símbolo peligroso. "Debemos aplastarlo, no por la victoria, sino para que todos entiendan que el honor español es inútil frente a la Razón de Estado."
—No se trata de Gerona, sino de lo que representa, Berthier —murmuró, su voz más baja pero más cargada de amenaza—. Es el veneno que se extiende. Este estancamiento nos hace sangrar, y los enemigos acechan como chacales.
Berthier intentó calmarlo.
—La ciudad no vale tanto esfuerzo, Sire. Es una plaza menor, no es París, ni Madrid...
Napoleón se irguió con un movimiento brusco.
—Se trata de mi infalibilidad. De mi visión. Cada segundo que perdemos aquí, Austria se atreve a soñar con el Danubio y Wellington espera en Portugal. Gerona se ha convertido en una anomalía que no puedo permitir que exista.
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En el corazón de Francia, el Emperador calculaba el coste de la gloria, pero en las afueras de Gerona, la historia se escribía con sangre y astucia. Los guerrilleros de Clarós eran la otra cara de la moneda del asedio, la fuerza invisible que combatía la Razón de Estado de Napoleón con la audacia del honor. Dirigidos por Juan Clarós, un noble de la tierra que se había convertido en el terror de los franceses, sus partidas se movían con la agilidad de los gatos monteses por los senderos escarpados de La Selva y el Ampurdán. Los soldados imperiales los llamaban “fantasmas” y “demonios de las sombras”, ya que nunca se enfrentaban de frente. Su táctica era simple y brutalmente efectiva. Emboscadas relámpago, rocas que caían de lo alto de los desfiladeros para destrozar los carros de suministros, tiradores escondidos entre la maleza que daban caza a los rezagados. Cada convoy de víveres, cada pieza de artillería, se convertía en una odisea sangrienta.
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Pero no solo cortaban; también daban. Por la noche, bajo el manto protector de las estrellas, grupos de guerrilleros se acercaban a los muros de la ciudad, evitando las patrullas francesas con la habilidad de los contrabandistas. Utilizaban barcas por los ríos, hacían acopio de comida, munición, medicinas y correspondencia, que entregaban en puntos de encuentro secretos de las murallas o arriesgaban sus vidas por caminos inexpugnables. La noche se convertía en su aliada, y los susurros de su valentía recorrían la ciudad sitiada, infundiendo un nuevo aliento a la resistencia de Gerona.
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Mientras Napoleón se consumía en sus cálculos, en los salones de la Junta Central de Sevilla la guerra se debatía entre la ineficacia y la grandilocuencia. La Junta, una amalgama de viejos privilegios y nuevas ambiciones, se había formado para gobernar en ausencia del rey, Fernando VII. El anciano, enfermo e indeciso Conde de Floridablanca la presidía, pero la auténtica batalla se libraba entre sus miembros, notables como Jovellanos, el arrogante General Cuesta y el prudente General Castaños. La rivalidad entre Cuesta y Castaños se proyectaba en cada debate, y Gerona era el campo de batalla dialéctico.
El clamor de la ciudad sitiada se ahogaba en la retórica vacía y las intrigas palaciegas. Sentados en cómodos sillones de terciopelo, ajenos al hedor a muerte y el hambre, los nobles discutían sobre la gloria y la estrategia como si fuera una partida de ajedrez.—¡Una victoria local! Un símbolo para el espíritu de la nación —espetó un hidalgo andaluz, cuyo vasto latifundio aún no había sido tocado por la guerra—. No podemos permitir que caiga. Pero, ¿enviar regimientos a una ciudad ya sitiada?. Sería una locura. Desperdiciaríamos hombres y munición que necesitamos para la próxima campaña en el sur.
Un joven oficial, condecorado en la batalla de Bailén, intentó intervenir, pidiendo a gritos que se socorriera a los defensores de Gerona y a la ya caída Zaragoza, que resistió dos terribles sitios. La resistencia de Zaragoza había sido legendaria habiendo llegado la noticia a Gerona, con figuras como el general Palafox, Agustina de Aragón, y miles de ciudadanos que defendieron la ciudad calle por calle. La caída fue consecuencia no solo de los ataques militares, sino también de epidemias, hambre y agotamiento extremo.
—Tenemos tropas, Señorías. Desde las Américas llegan regimientos leales. Es una cuestión de voluntad, no de recursos.
Un noble veterano lo interrumpió con un gesto despectivo y una risa de desprecio.
—¿Y quién pagará por tus ideales románticos? —le espetó—. La vida es un bien preciado, y la de un catalán no vale lo que la de un andaluz. Los catalanes que mueran con honor. Así nuestra gloria será aún mayor. Y en su arrogancia, continuó hablando en voz baja con otro miembro de la junta.
La Junta Central veía en Gerona un mártir útil, pero un gasto inaceptable. El sufrimiento de miles se convirtió en una moneda de cambio para la retórica vacía, un mártir que moriría con la gloria en los labios, mientras en los salones de Sevilla se firmaba su sentencia. Y entre el cinismo y la indolencia, la vida de las gentes de Gerona se escurría como agua entre los dedos. Para los nobles de la Junta Central, Gerona era como otro peón más en el tablero de ajedrez, que estaba lejos, aparte de que era la puerta de entrada hacia Francia.
EL JURAMENTO DEL ACERO
El aire en Gerona, aquel fatídico mayo de 1809, era un sudario invisible, cargado de un silencio opresivo que presagiaba la tormenta. El sol, apenas un disco pálido tras un velo de nubes grises, iluminaba débilmente las murallas de la ciudad, donde el polvo se mezclaba con el hedor a sudor, a cuero curtido y a la promesa lejana, pero cada vez más cercana, de la pólvora. Era una calma engañosa, como el susurro de un verdugo antes del golpe. En las estrechas calles adoquinadas, los gerundenses se movían con pasos rápidos, sus rostros marcados por una mezcla de esperanza y temor, mientras los primeros ecos de los picos franceses resonaban desde las trincheras al otro lado del río Oñar.
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Fue en este ambiente de ansiedad contenida cuando el brigadier Mariano Álvarez de Castro había hecho su entrada en la ciudad, apenas unas semanas antes. Su figura, enjuta y endurecida por los rigores de una vida entregada al servicio del acero, parecía tallada en el mismo granito de las murallas que ahora juraba defender. A sus ya sesenta años, el peso de las batallas pasadas se reflejaba en las arrugas profundas de su rostro, en la espalda ligeramente encorvada, pero aún firme, y en la casaca de brigadier, desprovista de cualquier adorno superfluo como era habitual en los franceses, como si el lujo fuera un insulto a su misión. El bicornio de general, un gesto casi desafiante, y el sable al cinto, gastado pero reluciente, completaban su imagen de soldado eterno. Quien lo viera podría pensar en un anciano castigado por los años, pero sus ojos, de un gris acerado que evocaba el filo de una espada bajo la lluvia, ardían con una intensidad que desmentía su edad. En ellos brillaba una llama inextinguible, una voluntad que parecía capaz de doblegar al mismísimo destino. Además desde el primer día había ayudado incansablemente con pico y pala, llenando capazos, levantando piedras, descargando sacos de suministros procedentes de la ayuda exterior de Juan Clarós, etc.... junto al resto de los gerundenses, para rellenar brechas y reparar las murallas, o llenar los almacenes públicos de la diversidad de provisiones y material de guerra. Y eso a su avanzada edad de 60 años. Además el resto del tiempo tenía reuniones interminables con sus oficiales, y con el resto de los representantes de las fuerzas vivas de la ciudad, tratando de ocultar su natural cansancio. Era la máxima autoridad de Gerona, pero trabajaba sin descanso más que nadie, como exigía el estado de guerra.
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A su lado, con su paso más ligero y apurado, iba Miguel Ferrer, un muchacho gerundense de apenas diecinueve años, recién nombrado ayudante del brigadier. Miguel era la antítesis de su superior: delgado hasta la delgadez, con el rostro aniñado y los ojos castaños abiertos de par en par, no por curiosidad, sino por un temor que le hacía sentir el corazón como un tambor desbocado contra sus costillas. Su uniforme, ligeramente grande para su figura menuda, colgaba de sus hombros como un disfraz, como si todavía no hubiera crecido lo suficiente para portar el peso de esa tela, ni el de la guerra. Cada paso del brigadier lo hacía sentirse más pequeño, más consciente de su inexperiencia en un mundo donde la muerte acechaba tras cada esquina.
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Álvarez, consciente de la presencia del muchacho, aminoró ligeramente su paso. Era un gesto casi imperceptible, pero lo hacía con la intención de que Miguel no tuviera que esforzarse para seguirle el ritmo. No era de naturaleza un hombre de grandes demostraciones de afecto, pero en el interior del hombre, bajo el metal de su coraza y la severidad de sus gestos, latía el corazón de un padre que había perdido a sus soldados en otras batallas que era como sentir perder a sus hijos, de lo más duro de llevar por parte de un militar, y al ver al joven muchacho se le activaban todos esos recuerdos dolorosos. Sus ojos, profundos y serenos, recorrían las calles, absorbiendo cada detalle del pulso herido de la ciudad. Vio el eco de la desesperación en los rostros enjutos de los viejos, la mirada de súplica en los ojos de las madres que apuraban su paso con los niños, y el desafío en la obstinación de los hombres que seguían reparando los muros.
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A su paso, un grupo de ancianos lo saludó con una inclinación respetuosa, y Álvarez, para sorpresa del joven Miguel, se detuvo.
—Don Juan, Doña Amalia... —saludó, su voz grave pero no dura—. ¿Cómo están?
El anciano, que se apoyaba en un bastón de madera de roble, se quitó con reverencia su barretina y sonrió con una dentadura incompleta.
—Resistiendo, mi General. Como las piedras de esta ciudad. Tenemos fe.
—Y su fe será recompensada, Don Juan. Sigan así. —Álvarez asintió, una sonrisa fugaz y cansada cruzó su rostro. Se dirigió luego a la anciana—. Y usted, Doña Amalia, no se preocupe. La esperanza no se esconde, a veces solo necesita que la ayudemos a florecer.
El muchacho, atónito, observó cómo el General, la figura de autoridad más grande de Gerona, se tomaba el tiempo para hablar con la gente común. Aquel acto de humanidad demostraba que para Álvarez, el honor no era solo una palabra, sino una forma de vida que abarcaba a su pueblo. Continuaron caminando, y Miguel se sentía un poco más cerca de aquel hombre. El brigadier no era solo un líder militar, era el corazón palpitante de Gerona, y su presencia, con su aura de determinación implacable, lo intimidaba tanto como lo fascinaba.
El camino los condujo por las callejuelas estrechas, pasaron por las ruinas humeantes de una casa que había sido impactada la noche anterior, por un muro de la muralla que había sido derruido. El olor a yeso quemado y a madera carbonizada era nauseabundo. Miguel tuvo que apretar los dientes para no vomitar. Por los huecos de las ventanas que daban a las calles, se veía a las mujeres cosiendo, mientras sus hijos jugaban a la guerra, como si fuera un juego más.
Miguel, incapaz de soportar por más tiempo el silencio opresivo que seguía al breve encuentro, se atrevió a hablar. Su voz, un hilo agudo y tembloroso, traicionaba su juventud, como si temiera romper un hechizo.
—Mi General... —comenzó, mordiéndose el labio inferior—. Los gabachos tienen más hombres, más cañones, más provisiones... Somos pocos y la ciudad ya está agotada. ¿Qué podemos hacer?. ¿Cree que podemos resistir?.
Álvarez no respondió de inmediato. Sus ojos, fijos en un horizonte invisible más allá de las murallas, parecían escrutar no solo el presente, sino el alma misma de la ciudad. Cuando habló, su voz era un murmullo ronco, cargado de una fuerza que parecía surgir de las entrañas de la tierra.
—La verdadera batalla, Miguel, no se libra en las murallas ni en los campos —dijo, deteniéndose y golpeándose el pecho con el puño cerrado, el sonido seco resonando como un tambor sordo—. Se libra aquí. En el corazón de cada hombre, de cada mujer, de cada niño. Los gabachos pueden tener hierro, pólvora y ejércitos, pero nosotros tenemos algo que ellos nunca entenderán: el alma de un pueblo que prefiere morir de pie antes que vivir de rodillas. Un pueblo que ha luchado por su honor, y que lo seguirá haciendo. El honor es la única estrategia que no conoce la derrota, porque es la única que nos hace humanos.
Miguel, con los ojos muy abiertos, apretó los labios, intentando asimilar aquellas palabras que parecían demasiado grandes e incluso abstractas para su joven corazón. Su voz, casi un susurro, tembló al responder.
—Pero, mi General... ¿y si el sacrificio es en vano?. ¿Qué ganamos perdiendo todo?. La ciudad, nuestras vidas… ¿Qué quedará de nosotros?.
Álvarez se detuvo abruptamente, girándose hacia el muchacho con una intensidad que hizo que Miguel diera un paso atrás, su rostro pálido. Los ojos del brigadier, como dos hojas de acero bruñido, lo atravesaron, y su voz, aunque baja, vibró con una furia contenida.
—¿En vano? —repitió, casi escupiendo la palabra—. ¡Nada es en vano cuando se lucha por la libertad!. La historia no mide nuestra victoria en piedras ni en cuerpos, sino en la voluntad que mostramos. Gerona no será una ciudad vencida. Será un faro, Miguel, una luz que guiará a otros cuando todo parezca perdido. Y tú, pequeño, serás parte de esa leyenda. No puedes pensar como un derrotista, no puedes pensar en que nos van a vencer,…..tienes que hacer todo lo posible para que no sea una realidad que los gabachos nos venzan. Esta es la forma correcta de pensar y de actuar, muchacho, no lo olvides. Y no se trata que tenga que ordenarte que no te rindas, sino que entiendas el por qué nunca debes de rendirte.
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Miguel tragó saliva, sus manos temblando ligeramente. La vehemencia de Álvarez lo abrumaba, pero también encendía en él una chispa de algo nuevo, algo que no sabía nombrar: orgullo, quizá, o el germen de un coraje que aún no había florecido. No se puede pensar en que vamos a ser derrotados, bajo ninguna circunstancia. Continuaron caminando en silencio, el eco de sus botas resonando contra los adoquines. La mente de Álvarez, sin embargo, ya no estaba en Gerona. Se había regresado a un momento que aún lo atormentaba: mayo de 1808, en Barcelona.
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La memoria lo llevó a aquella sala opulenta de la Capitanía General, donde el aire estaba cargado de un hedor a miedo y capitulación. Las pesadas cortinas de terciopelo rojo filtraban una luz mortecina que apenas iluminaba los rostros pálidos de los oficiales españoles, sentados alrededor de una mesa de caoba tallada. El mobiliario, con sus dorados y sus tapices, parecía burlarse de la desesperanza que reinaba en la estancia. En el centro, como un lobo disfrazado de cortesano, se erguía el general francés Guillaume Philibert Duhesme, conde del Imperio. Su uniforme, de un azul prusiano impecable, brillaba con una arrogancia que contrastaba con el cansancio de los españoles. A su lado, un joven teniente francés, con una sonrisa sardónica que destilaba desprecio, observaba la escena como si fuera un espectáculo de marionetas.
—Es una formalidad innecesaria, caballeros —había dicho Duhesme, su voz meliflua goteando un veneno disfrazado de cortesía—. La corona española ha cedido. El emperador Napoleón es ahora el árbitro de su destino. Resistir es una locura, una invitación a derramar sangre inútilmente.
Los oficiales españoles, en su mayoría ancianos de rostros hinchados y manos temblorosas, asintieron con una mansedumbre que a Álvarez le revolvió las entrañas. Él, entonces un brigadier de menor rango, había permanecido erguido, con los puños apretados bajo la mesa, su indignación ardiendo como un incendio contenido. Había visto la cobardía en los ojos de sus superiores, la aceptación tácita de una derrota que aún no se había librado.
—General Duhesme —había interrumpido Álvarez, su voz cortando el silencio como una cuchilla—, Montjuïc es la llave de Barcelona. Es el corazón de nuestra defensa. Entregarla sin luchar es traicionar a España.
Duhesme alzó una ceja, su rostro dibujando una mueca de diversión condescendiente. —Brigadier Álvarez, su celo es admirable, pero... ingenuo. La voluntad del Emperador es ley. ¿Acaso desea usted desafiarla y condenar a esta ciudad a una masacre?.
El anciano Capitán General de Cataluña, un hombre de mirada débil y voz trémula, intervino con las manos regordetas retorciéndose sobre su vientre. —Álvarez, por favor. La situación es desesperada. No hay tropas, no hay provisiones. La sangre debe evitarse a toda costa.
—¿Y el honor, General? —replicó Álvarez, su voz temblando de furia contenida—. ¿Qué hay del juramento que hicimos a nuestra bandera, a nuestro pueblo?. ¿Lo arrojamos al fango por miedo?.
Sus palabras cayeron como piedras en un estanque, levantando ondas de incomodidad, pero no de acción. Los otros oficiales desviaron la mirada, algunos tosiendo nerviosamente, otros jugueteando con los puños de sus uniformes. La humillación se le pegó a Álvarez como una mortaja, un peso que aún llevaba en el alma. Aquel día, en Barcelona, había jurado que nunca volvería a presenciar una rendición sin lucha. Gerona sería su redención, su testamento escrito con sangre y acero.
De vuelta en las calles de Gerona, Álvarez y Miguel llegaron a una plaza donde un grupo de ciudadanos se apiñaba, sus rostros ansiosos buscando noticias, un atisbo de esperanza. El brigadier se detuvo, su figura recortada contra el cielo plomizo, y alzó la voz para que todos lo escucharan. Su tono, grave y resonante, parecía surgir de las mismísimas entrañas de la ciudad.
—¡Gerundenses! —proclamó, su mirada recorriendo los rostros de hombres, mujeres y niños—. La pregunta no es qué hará el enemigo con nosotros, sino qué haremos nosotros con ellos. Los franceses pueden tener más hombres, más cañones, más pólvora, pero no tienen nuestro espíritu. No tienen nuestra voluntad. Mientras yo esté aquí, mientras quede un solo hombre o mujer en esta ciudad, no habrá rendición. ¡Ni una sola piedra cederá ante el invasor!.
Un murmullo recorrió la multitud, un eco de determinación que se encendía como una chispa en la oscuridad. Algunos ciudadanos, con lágrimas en los ojos, apretaron los puños; otros, mujeres con los rostros endurecidos por el hambre, alzaron la barbilla con orgullo renovado. Una joven, con un delantal manchado y el cabello recogido en un moño deshecho, gritó: —¡Por Gerona, General!. ¡Por España! —y la plaza estalló en un coro de vítores que resonó contra las murallas.
Miguel, con el corazón latiendo con fuerza, sintió un nudo en la garganta. Sus ojos, brillantes de emoción, no podían apartarse de Álvarez. A sus diecinueve años, nunca había visto a un hombre transformar el miedo en coraje con solo palabras. Comprendió que el brigadier no era solo un líder militar, sino un símbolo vivo, un faro que iluminaba incluso los rincones más oscuros de la ciudad. Murmuró para sí mismo, casi sin darse cuenta: —Es increíble... cómo puede encender una llama en medio de tantas sombras.
Más tarde, en el austero despacho de Álvarez, iluminado apenas por una lámpara de aceite que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra, Miguel se atrevió a hacer una pregunta más personal. Sentado frente al escritorio, donde mapas y órdenes se apilaban en un caos ordenado, el muchacho carraspeó, sus mejillas aún sonrojadas por la emoción de la plaza.
—Mi General... —comenzó, su voz aguda traicionando su nerviosismo—. ¿Nunca ha tenido miedo?. ¿Nunca ha sentido que todo esto, esta guerra, esta ciudad, es demasiado grande para un solo hombre?.
Álvarez, que examinaba un mapa de las defensas de Montjuïc, levantó la vista. Por un instante, su rostro se suavizó, y una media sonrisa irónica curvó sus labios, revelando una humanidad que raramente dejaba entrever.
—¿Miedo? —repitió, su voz más suave, casi paternal—. Claro que tengo miedo, pequeño. Cada día, cada noche, cuando los cañones callan y solo se escucha el latido de mi propio corazón. El miedo es un compañero constante, como el sable que llevo al cinto. Pero el miedo no es el enemigo; es lo que haces con él lo que define quién eres. Yo he decidido que mi miedo no me controlará. Lo usaré como combustible, como un recordatorio de por qué luchamos. El miedo conserva la vida, reza el viejo adagio. Nos hace ver las cosas con más claridad, y ello nos permite tomar las decisiones según convenga como siempre recomiendo a todos. Pero no podemos dejar que este miedo nos controle, y tenemos que ser dueños de nuestras emociones.
Miguel, con los ojos brillantes, asintió lentamente, sus manos jugueteando con el borde de su uniforme. —Ojalá algún día pueda ser como usted, mi General —dijo, casi en un susurro, su voz cargada de una admiración infantil.
Álvarez soltó una risa seca, casi amarga, y se inclinó hacia él, apoyando los codos en el escritorio. —No quiero que seas como yo, Miguel. Quiero que seas mejor. Que aprendas de mis errores que intento evitar con lo que aprendo de la experiencia y el estudio, de mis cicatrices. Este camino es duro, y no te prometo gloria ni laureles. Solo te prometo esto: cuando todo termine, cuando el polvo se asiente y los cañones callen, podrás mirarte al espejo sabiendo que hiciste lo correcto. Que luchaste por algo más grande que tú mismo y te sentirás orgulloso por ti, por tu familia, por tu ciudad, por tu Patria, y por tu Rey.
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El muchacho guardó silencio, absorbido por la intensidad de aquellas palabras. Fuera, el viento comenzó a aullar, trayendo consigo el eco distante de los tambores franceses. La tormenta se acercaba, y con ella, la prueba definitiva del juramento de acero de Mariano Álvarez de Castro. Gerona, con sus murallas maltrechas y su pueblo empezando a sentir hambre, se preparaba para escribir su leyenda, una página de sangre y gloria que resonaría a través de los siglos. Y Miguel Ferrer, con su corazón joven latiendo al ritmo de la guerra, supo que, junto a Álvarez, formaría parte de ella.
EL CATECISMO DE PIEDRA
La cripta de Sant Pere era un vientre de piedra que albergaba el último latido de Gerona, un refugio húmedo donde las velas titubeaban como almas a punto de apagarse bajo el peso de un asedio que se arrastraba desde mayo de 1809. El aire, denso y pesado, no olía a incienso, sino a tierra milenaria, a la cera acre de los cirios quemados y a un rastro persistente de moho que se adhería a la piel como una mortaja. Las paredes, frías como un recuerdo de piedra, estaban cubiertas con mantas raídas y tapices donados, un gesto inútil para ahuyentar un frío que no nacía del invierno, sino del miedo. Fuera, los cañones franceses de Saint Cyr retumbaban con la furia de un dios vengativo, y sus vibraciones se filtraban hasta el subsuelo, estremeciendo el suelo de tierra y mezclando el goteo del agua con el eco de las plegarias.
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Fray Raimundo, un franciscano de manos callosas por el trabajo en la huerta y un rostro que la miseria había surcado con arrugas profundas, observaba a su pequeño rebaño. Cincuenta niños, los más pobres de la ciudad, se apiñaban en el suelo, sus túnicas raídas y sus pies descalzos o envueltos en trapos contando la historia de un asedio que había borrado el presente y amenazaba el futuro. Algunos tosían débilmente, el rostro empezando a estar demacrado por el hambre y la enfermedad. La caridad que mantenía viva esta vela de conocimiento venía de las fuentes más inesperadas: los ducados fríos y de conciencia de Don Rafael de la Riva , el comerciante y prestamista, y el oro de la carne de Isabel “La Leona”, cuya risa, según se decía, resonaba hasta en las murallas de la ciudad. El fraile, con una cicatriz apenas visible en la frente —herencia de una juventud que había conocido el filo de la espada antes de la cruz—, reflexionaba sobre esa ironía. Dios miraba el corazón, no la procedencia de la moneda, pero el conflicto moral era como un dolor sordo que lo acompañaba.
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La clase comenzó como cada mañana, con el rezo de rodillas sobre el suelo helado. Las voces infantiles se alzaron en la penumbra, no como un canto, sino como un escudo de piedad contra el odio que rugía fuera. Después del Padrenuestro y el Ave María, Fray Raimundo se detuvo. Recordó las huertas de su infancia, el olor a tierra mojada, el sol en la nuca, un mundo que ahora le parecía una parábola de un tiempo olvidado. Ahora, estos pequeños eran su única cosecha. Antes de abrir el catecismo, decidió hablarles desde el corazón.
—Hijos míos —comenzó, con una voz que era una caricia y un desafío a la vez—, ¿sabéis por qué estamos aquí? No es solo para aprender letras o números. Es porque vuestras almas son la semilla de lo que Gerona será mañana. Y el enemigo, más que nuestras murallas, quiere nuestra alma. Pero... —hizo una pausa, sus ojos recorriendo los rostros jóvenes y asustados—, ¿entendéis lo que significa ser cristiano en un tiempo de sombras?.
Rubén, un niño de rostro pecoso y ojos despiertos, se puso en pie con una timidez que no encajaba con su determinación. Apretó una tablilla de cera contra su pecho.
—Ser cristiano es tener fe en Dios, ¿verdad, padre?
Fray Raimundo asintió lentamente, su mirada perdida por un instante en los recuerdos de un pasado donde había dudado de esa misma fe.
—Sí, Rubén. Pero la fe no es solo creer. La fe es actuar cuando el miedo te grita que huyas. La fe es compartir cuando no tienes nada. La fe es levantarte cuando todo parece perdido. Y eso, hijos míos, es lo que vamos a aprender hoy: cómo ser fuertes en medio de la tempestad.
Con una reverencia casi litúrgica, sacó el Catecismo del Padre Ripalda. Un librito cuyas cubiertas, sobadas por un siglo de dedos piadosos, parecían un relicario de resistencia. Lo sostuvo con ambas manos, como si fuera un arma bendita, y lo abrió con cuidado.
—Rubén, hijo, ¿qué es ser cristiano?
El niño respondió con voz firme, aunque sus manos temblaban ligeramente.
—Cristiano es el que cree en Jesucristo, está bautizado y guarda su ley.
—¿Y tú eres cristiano, Rubén?
—Soy cristiano por la gracia de Dios —dijo, alzando la barbilla con un destello de orgullo.
—Muy bien dicho. —Fray Raimundo sonrió, ajustando la capa raída de un pequeño que tiritaba a su lado—. Y tú, Clara, ¿cuántas cosas son necesarias para salvarse?.
Clara, una niña de trenzas apretadas y ojos asustados, se levantó. En sus manos apretaba un colgante roto, un recuerdo de su madre. Su voz tembló como una hoja al viento, pero no se rompió.
—Cinco: saber lo que Dios nos ha revelado, creerlo, confesarlo, guardarlo y perseverar en ello hasta la muerte.
En ese instante, un estruendo sordo y atronador, como si el cielo se hubiera desgarrado, hizo vibrar la cripta. Un hilo de polvo cayó del techo, danzando en el haz de luz de la vela. Los niños se encogieron, algunos se abrazaron, otros miraron al techo con ojos vidriosos. El miedo, un huésped constante, se instaló de nuevo entre ellos. Fray Raimundo cerró los ojos, sus labios moviéndose en una oración silenciosa antes de cerrar el libro con un golpe seco.
—¿Veis, hijos? —dijo, con una voz que era la calma en la tormenta—. El enemigo no solo quiere nuestras murallas. Quiere nuestras almas. Quiere que olvidemos quiénes somos, que perdamos la esperanza. Pero os digo esto: mientras tengáis fe, mientras recordéis que sois hijos de Dios, no podrán arrebatarnos nada verdaderamente importante.
Rubén, con valentía, dio un paso adelante.
—Padre... ¿y si morimos?. ¿Qué pasa si no podemos defendernos?.
Fray Raimundo se puso en pie, su figura recortada contra la penumbra como una roca en medio del mar.
—Morir no es el fin, Rubén. Morir es solo el principio. Si ofreces tu vida por algo mayor que tú mismo —por tu familia, por tu ciudad, por tu fe—, entonces no has perdido. Has ganado. Porque la muerte no puede tocar el alma que está en paz con Dios. Decidme, ¿qué es más valioso: una vida larga sin propósito, o una vida corta pero llena de significado?.
Los niños se miraron entre sí. Fue Clara quien respondió con un susurro firme:
—Una vida con significado, padre.
—Exacto, hija. —Fray Raimundo sonrió con orgullo—. Y esa es la lección que nunca debéis olvidar. Cada palabra que aprendéis aquí, cada oración que rezáis, es un acto de resistencia. Es una piedra más en la muralla invisible de Gerona.
Se volvió hacia la pequeña pizarra. Los punzones de los niños arañaron la cera, un sonido íntimo y sagrado que llenó el silencio. Entre ellos, Joaquín, un niño demasiado débil para levantarse, murmuraba las palabras con voz ronca, su rostro pálido por el hambre. Fray Raimundo lo observó con ternura, preguntándose cuántos de estos pequeños sobrevivirían. En ese momento, un miliciano, un joven llamado Pedro, irrumpió en la cripta. Su rostro manchado de sangre y polvo, su respiración entrecortada, era la viva imagen de la guerra que les había robado la inocencia. Se apoyó en el hombro de Clara, un gesto protector que delató su agotamiento.
—¡Padre! —jadeó—. ¡Han roto parte de la muralla del Carmen!. ¡Se necesita ayuda!. ¡Todas las manos son pocas!.
Los niños miraron a Fray Raimundo, buscando orientación. Él los observó en silencio, con una calma que contrastaba con el caos del miliciano. Finalmente, habló.
—Hijos míos, ha llegado el momento de poner en práctica lo que hemos aprendido. No os envío a luchar con armas, sino con corazones valientes. Recordad: cada acto de bondad, cada gesto de amor, es una victoria contra el mal. Salid con fe. Ayudad con amor. Y volved con esperanza.
Rubén dio un paso adelante.
—Padre, ¿y si tenemos miedo?. ¿Y si no podemos hacer nada?.
Fray Raimundo puso una mano en su hombro.
—El miedo es natural, hijo. Pero no dejes que te paralice. Dios no espera que seas invencible; solo espera que seas fiel. Haz lo que puedas, y deja el resto en Sus manos.
Los niños comenzaron a salir. Clara se detuvo un momento frente a él.
—Padre... ¿rezará por nosotros?.
—Siempre, hija. Siempre —respondió él, con una sonrisa triste pero llena de fe. Mientras los veía marchar, les entregó pequeñas cruces de madera talladas a mano, un escudo espiritual para llevar consigo.
Cuando la cripta quedó en silencio, Fray Raimundo se quedó solo. Observó las tablillas abandonadas y las velas que aún titilaban. Se permitió un momento de vulnerabilidad.
—¿Cómo puedo enseñarles a ser valientes cuando yo mismo tengo miedo?. ¿Cómo puedo decirles que tengan fe cuando veo tantas sombras alrededor? —murmuró, sus hombros encorvándose por un instante.
Cerró los ojos, respiró profundamente y se persignó. Abrió el catecismo y leyó en voz baja, buscando consuelo en las palabras gastadas por el tiempo.
—“Para conocerle, amarle, servirle en esta vida, y gozarle en la otra”, había dicho la niña con esta espontaneidad. Sí... Quizás eso sea suficiente. Quizás, en el fondo, eso sea todo lo que necesitamos.
El sonido distante de los cañones volvió a retumbar, pero Fray Raimundo permaneció inmóvil. Se dirigió a la salida, con una nueva certeza en el corazón. En ese momento, en esa cripta, había comprendido que no era solo un fraile, sino el guardián de las almas que luchaban. Y su lugar, en esa guerra, no estaba en el refugio, sino en la muralla, donde la fe se ponía a prueba a cada instante.
LA VOLUNTAD DE LA PIEDRA
El despacho de Mariano Álvarez de Castro en la Casa dels Pastors situado al pie de la escalinata de la Catedral de Gerona no era un santuario de estatus, sino un crisol de estrategia y angustia. Ocupaba un edificio que, por una ironía amarga, ahora era el epicentro de la resistencia de una ciudad asediada. Sobre su mesa, rodeada de planos amarillentos y velas consumidas, no reposaban los clásicos de los héroes romanos que tanto admiraba, sino los tratados del genio militar francés Vauban, manoseados y llenos de anotaciones a mano. El brigadier, con su rostro demacrado por el insomnio y la preocupación, no era solo un soldado. Era un erudito de la guerra, un arquitecto de la defensa que leía Gerona como un organismo vivo, una estructura de fuerzas y debilidades. La defensa de la ciudad era un rompecabezas que él debía resolver con una precisión que rozaba la obsesión, en la soledad de la estrategia.

Sin embargo, su otra labor más visible se desarrollaba fuera, en el corazón de la ciudad. Esa tarde, el paseo por el Paseo Arqueológico de la Muralla de Gerona fue un silencio elocuente. Un diálogo mudo entre el pasado y la inminencia de un futuro sangriento. Miguel Ferrer, su joven ayudante, caminaba a su lado, con el paso inseguro de quien se adentra en un territorio sagrado. Álvarez, sin embargo, no pronunciaba palabra. Sus ojos grises y penetrantes desmentían la demacración de su rostro y lo examinaban todo con una intensidad febril. Para él, las brechas aún visibles de los asedios de 1808 y el primero de 1809 no eran solo cicatrices en la piedra. Eran clamores de vulnerabilidad que exigían ser atendidos, pero también testamento de un coraje indomable.
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A su paso, el brigadier hizo un gesto para detenerse. Se encontraron con un grupo de milicianos que reparaban los daños causados por un proyectil francés que había caído la noche anterior, y una mujer, con el rostro sucio por el polvo, recogía escombros con un cesto de paja.
—Buenos días, General —dijo la mujer, inclinando ligeramente la cabeza.
—Buenos días, Dolors Puig —respondió Álvarez, con una voz que, aunque profunda, mostraba calidez—. ¿Cómo están tus hijos?.
La mujer sonrió con tristeza.
—Con hambre, mi General. Pero con esperanza.
—La esperanza es el único alimento que no se agota —dijo el brigadier con una sonrisa, mientras sus ojos se dirigían a un miliciano que, con el rostro contraído por el dolor, intentaba levantar un peso excesivo para él—. ¿Qué te ocurre, Don Rafael?.
—Mi hombro, mi General. No me responde.
—No te esfuerces de más, hombre. Que la guerra es larga y necesitamos que estés en plena forma. —Le puso una mano sobre el hombro y le indicó a otro miliciano que le ayudara con el peso.
La atmósfera de Gerona estaba impregnada de un olor a polvo, a sudor y a una resignación profunda. El aire de la tarde, fresco y limpio sobre las alturas de la ciudad, traía el lejano clamor del campamento francés. Era el tintineo de los martillos, el rasgar de las sierras, el eco rítmico de los picos. No era el sonido caótico de una batalla, sino la metódica sinfonía de un ejército que se preparaba para la destrucción. Para Miguel, aquellos sonidos no eran más que los latidos de un monstruo de piedra y pólvora que se acercaba. Sentía un escalofrío que le subía por la espalda, una mezcla de miedo y fascinación.
Se detuvo un instante. Luego, siguió caminando, pero esta vez se desvió del sendero, hacia un grupo de mujeres que cargaban sacos de tierra para reforzar una trinchera.
—¡Buenas tardes, vecinas! —saludó, con voz clara pero sin estridencia.
Una de ellas, una mujer de unos cincuenta años, con las manos agrietadas y el rostro cubierto de polvo, se enderezó, sorprendida.
—¡General! No esperábamos verlo por aquí.
—¿Y por qué no, Teresa?. ¿Acaso no es esta también mi muralla? —dijo, usando su nombre, como si fueran viejos conocidos.
—Claro que sí, mi general. Pero usted tiene cosas más importantes que hacer que venir a ver cómo unas viejas arrastran sacos.
—Nada es más importante que esto —respondió Álvarez, señalando el trabajo—. Cada saco que ponen aquí es una bala que no entrará en la ciudad. Cada mano que cava es una promesa de que Gerona sigue viva.
Teresa bajó la mirada, conmovida.
—Hacemos lo que podemos. Mi hijo está en el baluarte de la Força Vella. Si esto le salva la vida... vale la pena.
Álvarez le puso una mano en el hombro.
—Su hijo tiene suerte de tener una madre como usted. Y Gerona tiene suerte de tener mujeres como ustedes. No me llamen héroes. Ustedes son la heroína.
Siguió caminando, y al doblar una esquina, encontró a un anciano sentado en un banco de piedra, con un bastón entre las piernas y la mirada perdida en el horizonte francés.
—Don Ramón —lo saludó—. ¿Otra vez vigilando al enemigo?.
El anciano sonado, mostrando dientes escasos.
—Alguien tiene que hacerlo, mi general. Mis piernas ya no me llevan a las murallas, pero mis ojos aún ven. Yo oigo los picos. Cada golpe es una cuenta atrás.
—Entonces cuénteme —dijo Álvarez, sentándose a su lado—. ¿Qué dice su cuenta?.
—Que venga. Y que vendrán con todo. Pero también digo —añadió, mirándolo fijamente— que mientras usted esté aquí, yo no temo.
Álvarez asintió. No con arrogancia, sino con solemnidad.
—Yo sí temo, don Ramón. Temor no es cobardía. Es respeto por el enemigo. Pero el temor no me paraliza. Me obliga a pensar. A prepararme. A no fallarles a todos ustedes los gerundenses.
Se levantó, y al hacerlo, vio a un niño de unos diez años, con un palo en la mano, imitando a un soldado.
—¡A la carga! —gritaba, corriendo en círculos.
Álvarez se acercó. El niño se detuvo, asustado.
— ¿Qué llevas ahí, soldado?.
—¡Un mosquete, mi general! ¡Para matar franceses!
—¿Y tienes bayoneta?.
El niño negó con la cabeza.
—Pues entonces no sirve —dijo Álvarez, con fingida severidad—. Un soldado sin bayoneta es como un pan sin sal.
El niño bajó la cabeza.
—Pero —añadió el general, sonriendo—, si no tienes bayoneta, puedes usar tu cabeza. Y tu corazón. Eso es más fuerte que cualquier arma. ¿Tienes cabeza?.
—¡Sí, mi general!.
—¿Y corazón?.
—¡Sí, mi general!
—Entonces eres más soldado que muchos con uniforme. Sigue así.
El niño sonoro, orgulloso, y volvió a correr, esta vez con más determinación.
Miguel Ferrer lo miraba asombrado.
—Cómo… ¿cómo hace eso, mi general? ¿Cómo hace que todos se sientan importantes?.
Álvarez siguió caminando hacia el baluarte de Santa Clara.
—Porque lo son, Miguel. No hay jerarquías en un seminario. Solo hay gerundenses. El que cava, el que cura, el que reza, el que defiende… todos son soldados. Y un líder no manda con órdenes, sino con ejemplo.
Álvarez de Castro se detuvo frente al baluarte de Santa Clara, una herida en la piedra que se extendía como una marca de dolor, y se giró para mirar a Miguel, con una intensidad que hizo que Miguel se estremeciera.
—Miguel, hijo, dime... ¿qué ves ahí? —le preguntó, señalando con la mano una grieta.
El joven dudó, observando las reparaciones apresuradas que apenas disimulaban la brecha.
—Veo... ruinas, mi General. Heridas mal curadas. Brechas que apenas aguantarán otro asalto.
Álvarez, en cambio, sonrió con tristeza, una expresión que rara vez se permitía.
—No, muchacho. Lo que ves aquí no es ruina, sino resistencia. Cada grieta es un recordatorio de que hemos sobrevivido antes y que podemos hacerlo de nuevo. Estas murallas no son solo piedras; son historias escritas en sangre y sudor. Son la voluntad de un pueblo que prefiere morir de pie antes que vivir de rodillas. Los gabachos, con su genio metódico, piensan que pueden derribar nuestras paredes con su artillería perfecta. Pero olvidan algo fundamental: la verdadera fortaleza no está en la piedra, sino en el espíritu.
Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran en el joven. Luego, continuó con la didáctica pasión de un maestro.
—Observa este punto, Miguel. Aquí se abrió una brecha durante el último asedio. Los gabachos creyeron que habían ganado... pero equivocaron su cálculo. Nosotros ya habíamos preparado la siguiente línea de defensa. Nuestra estrategia debe ser en capas, como una cebolla. Si cae la primera capa, la segunda debe estar lista, y luego la tercera. Cada capa está diseñada para ralentizar al enemigo, para desgastarlo. No es solo una cuestión de honor, es una cuestión de ciencia. Es la ciencia de la supervivencia. Vauban, ese genio francés, entendió que la clave no es solo resistir, sino desgastar al enemigo hasta que ya no pueda continuar.
Señaló hacia el sector de Montjuïc, donde el sonido de los picos se había intensificado.
—Ahora están construyendo nuevas baterías. Sabemos que atacarán aquí primero, así que debemos usar su propia lógica contra ellos. Si logran entrar, encontrarán una trampa mortal. Minas con explosivos ya a punto para encender la mecha, barricadas, hombres dispuestos a dar su vida por cerrar el paso.
Miguel Ferrer, que hacía poco que Álvarez de Castro lo había ascendido a teniente, con la mirada perdida en el murmullo de la ciudad que se extendía a sus pies, sintió que no solo estaba aprendiendo de estrategia militar, sino de algo mucho más profundo: el liderazgo. El general veía las murallas como las veía él mismo, como un cuerpo que se niega a morir. Ahora entendía por qué Álvarez de Castro era tan temido y venerado. Era un hombre que no veía un obstáculo, sino una oportunidad. No veía la muerte, sino la inmortalidad.
Al final del paseo, Álvarez se detuvo de nuevo, su mirada fija en el horizonte.
—La victoria no siempre se mide en banderas capturadas o tierras conquistadas, Miguel. A veces, la verdadera victoria es simplemente resistir. Resistir hasta que el enemigo comprenda que no puede quebrarnos. El honor no es un lujo, muchacho. Es nuestra última arma. Y si caemos, caeremos con dignidad. Por esto es fundamental entender el sentido del honor, el saber ser dignos, y el saber hacer las cosas según convengan.
Miguel asintió con una chispa de orgullo en sus ojos. En aquel paseo, con el rumor lejano de los picos franceses, estaba presenciando el nacimiento de una leyenda, la forja de una resistencia que se negaba a doblegarse.
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LA HIDRA DE LERNA
La primavera de 1809, en la vieja piel de toro de España, no floreció con la usual promesa de vida y el dulce perfume de los naranjos. En su lugar, el aire se cargó con el agrio aroma de la traición y el hollín de la pólvora. A cientos de kilómetros de distancia, en la opulencia medida de su despacho en las Tullerías, el emperador Napoleón I, con una irritación apenas velada, trazaba líneas en un mapa de la Península Ibérica. El eco de sus botas sobre el parqué encerado era el único sonido que rompía la quietud del salón. El lodazal español, ese problema que había dejado atrás con una orden fría y concisa, seguía drenando sus recursos. Sus cálculos, tan fríos y precisos como las ecuaciones de un matemático, se habían visto alterados por la caprichosa estupidez de una corte borbónica y la audacia de un pueblo que se negaba a acatar su voluntad.
El problema no era tanto el honor de los españoles, que consideraba un concepto anticuado y sentimental, sino la logística. Sus mariscales en la Península, Duhesme, Junot, y pronto Suchet, se quejaban de la hostilidad del terreno, de la falta de raciones y de la incansable guerrilla que florecía como mala hierba. España no era Austria, no era Prusia. No había grandes batallas decisivas, solo una infinidad de escaramuzas sangrientas, de puentes destruidos y de líneas de suministro atacadas. Gerona, que en sus mapas aparecía como un mero punto en la ruta de Barcelona a Francia, era para él un problema más de cálculo, un molesto grano de arena en la maquinaria del Grande Armée. Su resistencia no tenía sentido militar, pero su caída permitiría consolidar la ruta de reabastecimiento desde Perpiñán, y eso, al menos, valía el coste en hombres y pólvora. No había lugar para la victoria moral en sus planes; solo había espacio para la eficiencia estratégica.
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Mientras el Emperador meditaba la solución final para la Península, la gran farsa continuaba su curso. En la ciudad de Gerona, la primavera de 1809 se anunciaba con el sonido de las palas y los martillos. No era el canto de los pájaros, sino la labor de los hombres y mujeres que, con el miedo en los ojos y la fe en el corazón, reconstruían la muralla que protegía su alma. El mariscal Duhesme, ahora bajo las órdenes del general Saint Cyr, en su segundo y fallido asalto, había dejado atrás un reguero de cicatrices: baluartes con la piel de piedra arrancada, torres desmochadas que miraban al cielo como si rezaran, y las brechas en la Muralla de la Força Vella, ahora convertidas en el epicentro de un desafío. La ciudad, una leona herida, se lamía las heridas bajo la atenta mirada de un pueblo que, guiado por la fe de su obispo y el genio militar del Gobernador Álvarez de Castro, se preparaba para el tercer asalto, el definitivo.
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En el baluarte de La Reina, el capitán Joan Llorach, un veterano de la Guerra del Rosellón con la piel curtida por el sol y la cara surcada por las cicatrices de la pólvora, observaba los horizontes. La tarde moría, y los últimos rayos de sol encendían las colinas en un espectáculo de una belleza brutal que contrastaba con la realidad que se avecinaba. A sus espaldas, hombres y mujeres trabajaban sin descanso, apisonando la tierra, reconstruyendo el bastión con cascotes, escombros y la certeza de que su trabajo era una oración. El olor a cal, a tierra mojada y a sudor se mezclaba con el hedor de las letrinas y el rancio aroma de una esperanza que comenzaba a marchitarse.
—Capitán, empiezan a escasear los víveres en el Barri Vell. Los suministros ya no llegan con la misma frecuencia —dijo un sargento, un hombre joven y de bigotes negros, con la mirada de quien ha visto más de lo que puede soportar.
Joan Llorach no se movió. Su mirada seguía fija en el horizonte, donde la sombra de un ejército francés comenzaba a tomar forma, una masa oscura y silenciosa que se cernía sobre el valle. Los cañones de los fuertes de Montjuïc y otros baluartes exteriores, todavía en manos españolas, disparaban esporádicamente, pero su fuego ya no era suficiente para mantener abiertas las rutas de aprovisionamiento.
—Siempre hay preocupación, sargento. Una cosa es la escasez y otra el hambre. Todavía no estamos en ello, pero pronto sí que lo estaremos. Hay que mentalizar a la gente, pero no alarmarla. No nos moriremos de hambre, nos moriremos de bala. Es la diferencia entre un dolor largo y una muerte rápida. Y aquí, en Gerona, hemos elegido la muerte rápida.
El sargento no replicó. Sabía que la fe del capitán era más fuerte que cualquier argumento. Era una fe que no se basaba en la estrategia o la logística, sino en el simple y puro hecho de que aquella era su tierra, y la defenderían hasta el último aliento. La resistencia de Gerona, en aquel momento, no era una decisión política, sino un acto de voluntad. Era la fe en lo irracional que tanto perturbaba a Napoleón, una fuerza que no se podía medir en los mapas, sino en el latir de un corazón.
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Álvarez de Castro, el gobernador militar, paseaba por los bastiones, con su semblante serio y su uniforme pulcro, un contraste casi cómico con la suciedad y el caos que lo rodeaban. Pese a su aspecto frágil y su estatura tendente a alta, el gobernador era un hombre de voluntad de hierro, con una obstinación silenciosa y una mente de ingeniero. Él veía la guerra en términos de ángulos, de artillería, de contraataques y de logísticas. Pero en Gerona, se había convertido en un apóstol de la resistencia, en la encarnación del espíritu de un pueblo que se negaba a ser sometido. Sabía que sus recursos eran limitados, que las raciones de pan se reducían cada día y que la munición era un bien preciado, pero también sabía que la moral de su gente era su mejor arma. Y eso, en un asedio, era lo único que importaba.
La siguiente parada en su inspección matutina no fue una trinchera, sino la capilla del antiguo convento de los Dominicos, que se había transformado en un hospital de campaña. El hedor a desinfectantes, a vendajes viejos y a la innegable fragancia de la muerte se adhería a las paredes enjabelgadas. En el centro de la nave, el doctor Armand Dubois, el cirujano francés que había decidido permanecer en Gerona desde hace más de veinte años, limpiaba un instrumental con la metódica paciencia de un artesano. Su bata, antaño blanca, estaba salpicada de un rojo carmesí que parecía contar la historia de una docena de batallas perdidas.
—Mi General —dijo el médico, sin levantar la vista de su trabajo—. Se le ve en pie. Dudo que la falta de sueño lo venza antes que los franceses.
Álvarez de Castro sonrió, un gesto cansado pero genuino. Entendía el humor ácido del doctor, que era la única defensa contra el horror que los rodeaba.
—Duermo con el oído pegado a la tierra, Doctor. Para oír a los franceses cavar sus túneles.
Miguel se estremeció al oírlo. Esas palabras no eran una metáfora. Los franceses eran maestros de la guerra de minas, y Gerona, con sus antiguos túneles subterráneos y su laberinto de pasadizos, era un campo de batalla invisible.
—¿Y qué hay de los heridos, Doctor?
—No hay novedades, Mi General. La fiebre se los lleva más rápido de lo que las balas los traen. Y el dolor... ese, no hay forma de combatirlo, ¿verdad?.
Álvarez no respondió de inmediato. Su mirada se detuvo en un joven soldado con el brazo vendado, que lo miraba con ojos de admiración. El general se acercó y le puso una mano sobre el hombro. El chico, de no más de dieciocho años, se levantó de golpe, haciendo un gesto de dolor.
—No, muchacho, no te levantes. ¿Cómo te sientes?.
—Bien, mi General —respondió el soldado, la voz quebrada por el dolor—. He visto al enemigo de cerca. He saboreado la pólvora, Mi General. Y he vivido para contarlo. Me iré a casa, a la cama de mi madre. Pero pronto regresaré. Porque quiero ver la victoria.
Álvarez le dio un apretón en el hombro. Había algo en la determinación de ese joven que lo conmovía. Quizás era la misma esperanza que había visto en la cara de Teresa, la mujer que cargaba sacos de tierra, o en los ojos del anciano que vigilaba al enemigo. Era el mismo fuego que ardía en su propio corazón.
—Esa es la victoria, muchacho. Que vivas para verla, y para contársela a tus hijos. Y que la sangre que has derramado no sea en vano.
Después de dejar el hospital, Álvarez de Castro y Miguel se adentraron en las sombras de una estrecha callejuela del barrio judío. Miguel se sentía perdido en aquel laberinto de piedras y silencio. El único sonido era el eco de sus pasos sobre los adoquines, y el tenue murmullo de la ciudad que se elevaba por encima de ellos. De repente, el gobernador se detuvo frente a una puerta sin letrero y golpeó tres veces, una pausa, y luego dos más. Se abrió una rendija y una cara anónima asomó por ella, escrutándolos antes de dejarles pasar. Dentro, la oscuridad solo era rota por una vela que parpadeaba sobre una mesa de madera. Un hombre, con el rostro cubierto por la capucha de su capa, los esperaba.
—Mi General —dijo el hombre, su voz un susurro ronco—. Volví anoche de la misión. Los gabachos están concentrando sus fuerzas en Fornells. Y, lo más importante, han recibido una nueva remesa de cañones de grueso calibre. Tienen la intención de abrir la brecha en el baluarte de Santa Clara en el próximo asalto.
Álvarez asintió, su rostro impasible. Parecía absorber la información como una esponja, sin mostrar emoción alguna. Miguel, en cambio, sintió que el corazón le daba un vuelco. Aquella noticia era una sentencia de muerte. El baluarte de Santa Clara, ya debilitado, no podría resistir un nuevo bombardeo.
—¿Qué más? —preguntó Álvarez, su voz baja y cargada de una extraña calma.
—El general Suchet tiene prisa. Se rumorea que el Emperador está impaciente. Quiere la ciudad antes del verano. Su ataque será a gran escala, y será pronto. He escondido los mapas con la información que he conseguido en el hueco de la pared. No he querido traerlos por si me capturaban.
El gobernador le dio una palmada en el hombro. Era un gesto de reconocimiento, de camaradería, de profunda gratitud. El hombre encapuchado, sin esperar nada más, se retiró a las sombras y desapareció por una puerta oculta.
Cuando estuvieron de nuevo en la callejuela, Miguel sintió la necesidad de hablar. Su mente estaba confusa, su corazón acelerado por la información que acababa de recibir. No podía creer que la guerra se librara también de esta manera, en la oscuridad, con susurros y miradas furtivas.
—Mi General… ¿quién era ese hombre? ¿Y por qué nos ha dicho todo eso?
Álvarez de Castro se detuvo. Sus ojos, en la penumbra de la tarde, parecían ver más allá de las sombras, más allá de las murallas, más allá de la ciudad. Parecía que su mente estaba en Fornells, en el campamento francés, en las intenciones del emperador Napoleón.
—Ese hombre, Miguel, es un héroe. Un héroe invisible. La gente lo ignora, no lo reconoce. No lleva uniforme, ni medallas, ni se para en las trincheras. Pero sin él, y sin otros como él, seríamos ciegos. La guerra es una partida de ajedrez, y la información es el primer movimiento. Hay una guerra que se libra en las murallas, en las trincheras, con cañones y fusiles, y otra, igual de importante, que se libra en la oscuridad. Y la de la oscuridad es la que nos permite tomar las decisiones correctas en la luz.
Álvarez de Castro se apoyó contra la pared de piedra. De pronto, la frialdad y el cálculo desaparecieron, dejando paso a una expresión de profunda melancolía.
—Muchacho, no se trata solo de la piedra y la pólvora. Se trata de entender las intenciones del enemigo. De saber cuándo ataca, cómo lo hace, y por qué. Y de tener la sabiduría suficiente para usar la información en nuestro favor. La victoria no es la derrota del enemigo, es nuestra propia supervivencia. Es el silencio de las tumbas y el ruido de la vida. No se trata solo de la muralla. Se trata de todo un pueblo que ha decidido que tiene más miedo a ser esclavo que a morir libre. Y eso es lo que el emperador no puede entender.
Miguel asintió con una chispa de orgullo en sus ojos. En aquel paseo subterráneo, con el eco lejano del enemigo perforando la tierra, estaba presenciando el nacimiento de una leyenda, la forja de una resistencia que se negaba a doblegarse.

EL ALMA Y EL NÚMERO
La torre de Sant Fèlix no temblaba; era una resonancia del latido enfermo de la ciudad. Desde lo alto, el teniente Mateu Fornells apenas notaba el viento helado ni los lamentos que subían desde las calles como un hedor invisible. Para él, la Gerona asediada era un plano de geometría, un lienzo donde los franceses se movían como coordenadas y sus cañones eran pinceladas de una fórmula letal. El aire pesado, una mezcla de pólvora rancia, sudor y la dulzona pestilencia de los muertos sin enterrar, no era más que un factor a considerar. Su mente era un reloj perfecto de números, balística y destrucción. Era la misma frialdad gélida que Fornells, en su soledad, había llegado a respetar del general Saint-Cyr, el general francés que los asediaba con una lógica tan brutal como impecable. La humanidad, con su caos y sus lágrimas, era para Fornells una variable que suprimía para alcanzar la elegancia de una solución.

La puerta de la torre se abrió de golpe, y un portazo seco rasgó el aire. Un joven miquelet, Joan, irrumpió con el rostro encendido. Era el grito de Gerona hecho carne. Una venda sucia le colgaba del brazo y una carta arrugada asomaba de su bolsillo. Sus ojos, febriles de rabia y miedo, se clavaron en Fornells.
—¡Teniente, por Dios! —rugió, la voz ronca de pura furia—. ¡Esos cabrones gabachos nos están destrozando desde el convento de los Capuchinos!. ¡Tres de los nuestros caídos en la última hora, joder!. ¡Haga algo, coño, o nos van a enterrar a todos!.
Fornells ni siquiera levantó la vista. Sus ojos seguían fijos en los mapas, pergaminos arrugados y manchados de tinta y pólvora, donde el convento destacaba con un círculo rojo. Conocía el ángulo exacto, la elevación precisa, la carga de pólvora justa para que un obús de doce libras dibujara una parábola mortal y reventara el campanario. Pero un dato lo carcomía, una variable que no figuraba en los tratados de Vauban: en los sótanos del convento, según los informes, se escondían más de cincuenta mujeres y niños, madres e huérfanos que buscaban refugio bajo la cruz. Sus manos, por un instante, temblaron al recordar la niña que había visto semanas atrás, sus ojos grandes y llenos de terror.
—Es un objetivo civil —murmuró, más para sí mismo que para Joan.
El miquelet lo miró como si le hubiera escupido en la cara. Sus puños se apretaron hasta que los nudillos blanquearon.
—¿Civil?. ¡Son ratas asquerosas usando a inocentes como escudos, teniente! —gritó, su voz quebrándose en la desesperación—. ¡Nos están masacrando mientras usted juega con sus malditos mapas!. ¡Qué importa un puñado de mujeres si salvan a nuestros hombres!.
Fornells dejó la pluma con un movimiento lento, sus ojos fríos como el acero. Joan era todo lo que despreciaba: un torbellino de gritos y pasión ciega que no encajaba en su ecuación. Era el eco de la bravura del General Álvarez de Castro que resonaba en los cuarteles, pero que no tenía lugar en los cálculos de la guerra real.
—Silencio, muchacho. La guerra no se gana con alaridos, sino con balas bien calculadas. —¡Geometría! —escupió Joan, dando un paso adelante—. ¿Qué ve en esos papeles, teniente?. ¿Números?. ¿Riesgos?. ¿O solo excusas para no ensuciarse las manos?. ¡Gerona se muere ahí fuera, y usted dibuja líneas!.
Fornells lo enfrentó, su voz baja pero firme.
—Veo vidas, Joan. Riesgos. Sacrificios. Mi trabajo es salvar esta ciudad, no convertirla en un matadero. Si bombardeo ese convento, ¿qué nos separa de esos gabachos hijos de perra?. ¿Quieres ganar a cualquier costo?. Yo no estoy dispuesto a pagar con mi alma.
Joan bajó la cabeza, su voz reducida a un susurro roto.
—A veces, teniente, el costo es lo único que nos queda. El mal menor… es lo que nos mantiene vivos.
El silencio se estiró, pesado como el humo que entraba por las rendijas. Fornells respiró hondo, sus dedos temblando al ajustar los cálculos una última vez. Luego, con una voz que cortó el aire como un cuchillo, dio la orden.
—¡Preparad el cañón!. ¡Ángulo 27 grados, carga máxima!. ¡Disparen a mi señal!.
El estruendo del cañón sacudió la torre, ahogando por un instante los gritos de la ciudad. A través del catalejo, Fornells vio el campanario explotar en una flor de piedra, sangre y fuego. El obús estalló, y un coro de alaridos que el viento trajo hasta la torre. Los fusiles franceses se silenciaron.
Joan le dio una palmada en la espalda, eufórico.
—¡Lo hiciste, teniente! ¡Esos malditos callaron de una vez!
Fornells no sonrió. Garabateó el disparo en su cuaderno, un problema resuelto con precisión. Pero esa noche, tumbado en su catre duro, el sueño lo esquivó. No oyó los cañones ni los vítores de sus hombres. Oyó los alaridos que sus números no habían calculado, un coro de voces rotas que lo perseguían como fantasmas. Una punzada de dolor, más afilada que cualquier bayoneta, le atravesó el pecho. Había salvado a Gerona, sí, pero a cambio había vendido su alma, traicionando el ideal heroico que enarbolaba su superior. Y en la oscuridad, con el eco de un llanto infantil resonando en su mente, supo que esa ecuación, por más que la escribiera, nunca le cerraría.
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LA NUMANCIA DE LOS SIGLOS
El crujido metálico de las poleas rompía el silencio de la mañana, un sonido que se había vuelto tan común como el tañido de las campanas en tiempos de paz. Una grúa rudimentaria, hecha de madera astillada y hierro oxidado, chirriaba mientras descendía lentamente un bloque de piedra calcárea, extraída de las canteras del Empordà. Jaime, el maestro de obras, observaba desde el atrio de la Catedral de Gerona, el rostro cubierto por una fina capa de polvo blanco que se adhería a su sudor. Su voz, áspera y curtida, resonó entre los andamios, mezclándose con el olor a cal y tierra húmeda:
—¡Con cuidado, que esa puta piedra es para el arco del ábside! ¡No quiero ni una puta grieta, o juro por la Virgen que la rellenaré con vuestros dientes!.
Los obreros, tiznados de polvo y sudor, obedecían con la precisión de autómatas. El cincel golpeaba la piedra con un ritmo casi ritual, un latido que daba forma a la última fase de la restauración de la catedral, aún herida por los cañonazos de los primeros asedios, y el reciente. Las gárgolas mutiladas, los capiteles rotos, los muros ennegrecidos por el humo: todo hablaba de una guerra que no respetaba lo sagrado. Jaime acarició la superficie lisa del bloque, imaginando la curva perfecta que dibujaría, la forma que duraría siglos, un testamento de fe y de arte. Pero su mano se detuvo, y en ese gesto de caricia había un dolor, la despedida a una belleza que Gerona ya no podía permitirse.
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De repente, el sonido de los martillos se detuvo. Un silencio pesado se extendió por el atrio. Un grupo de soldados cruzaba la plaza con paso firme, al frente el General Mariano Álvarez de Castro. Recién salido del cuartel general de la Casa dels Pastors, el edificio que se alzaba al final de la escalinata de la Catedral, su figura alta y enjuta parecía un monumento de luto. Su rostro, surcado por la edad y la fatiga, irradiaba una energía feroz que el asedio no había conseguido apagar.
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Álvarez de Castro se detuvo. No era un hombre que se escondiera en despachos. Su presencia en la plaza era un acto de comunicación, un mensaje silencioso que transmitía su inquebrantable voluntad. Caminó hacia Jaime con la mirada fija, pero una leve inclinación de cabeza y un breve "Buenos días, maestro" lo distinguían de un superior distante. A su lado, el joven teniente Miguel Ferrer caminaba en silencio, observando el respeto que la simple presencia del General imponía. Sus ojos grises, como acero bajo tormenta, se clavaron en Jaime.
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—Señor maestro de obras —dijo Álvarez con una voz que parecía cortar el aire—. Su trabajo en la casa de Dios ha terminado. Desde hoy, usted y sus hombres trabajan para la Patria. Sé que tratan de cumplir con su contrato, pero es inútil seguir las obras en estado de guerra. En adelante usted y sus operarios trabajaran para la defensa de Gerona. Además esta Catedral se está llenando de heridos y enfermos cada vez más, y se va a convertir en prácticamente un hospital. He llegado a un acuerdo con el obispo Pedro Valero para que dadas las circunstancias de guerra del momento, la Catedral se aproveche como otro hospital más de la ciudad. El ayuntamiento pasará a garantizarles sus sueldos, y tengo el compromiso del obispo de que en caso de retirada de los franceses, podrán seguir con los trabajos de la Catedral; y en todo caso si no les llegan los sueldos, me lo hagan saber, y les solucionaré unos cupos de comida de los almacenes de racionamiento público, como forma de pago en especie.
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Jaime bajó el cincel, sus nudillos blancos por la tensión. El silencio en el atrio se hizo más profundo, pesado como el bloque de piedra recién descargado. Los obreros, algunos apenas adolescentes, otros con manos que ya temblaban por los años, se quedaron inmóviles, con la mirada perdida en los rostros de sus superiores. Jaime, incapaz de entender lo que ocurría, miró de reojo a un joven de unos veinte años, con la piel rosada y asustada, su primer ayudante, un aprendiz sin cicatrices y con la vida aún por delante. El joven le miraba a él, buscando la respuesta que aún no tenía.
—Mi general… —Jaime, sosteniendo su cincel con la fuerza de un arma, tomó aliento—. Con el respeto que le debo... ¿qué diablos está usted pidiendo?. Estas piedras son la carne de Dios en la Tierra. ¿Acaso no ve que esto es un puto sacrilegio?.
—Sacrilegio es entregar una ciudad de hombres de fe a un ejército que no cree en nada —replicó Álvarez de Castro, su voz fría y cortante—. Dios no está en el mármol de sus iglesias, Jaime. Está en el corazón de los que luchan, en el coraje de un pueblo que se niega a arrodillarse. Ahora, olvide la filigrana de los santos, olvide las formas, el mármol, la belleza. Lo que necesitamos ahora es resistencia. Lo que necesitamos es velocidad. Cada minuto que perdemos, el enemigo gana terreno. Y si no cerramos estas putas brechas, no habrá catedral que salvar. Ni ciudad.
Álvarez se giró hacia Miguel, señalando con el brazo extendido hacia las murallas, hacia la ciudad y más allá de los andamios.
—Desde hoy, toda piedra que caiga será usada para levantar barricadas. Quiero capas tras la muralla, como una cebolla. Que cada línea de defensa sea un muro más. Que cada escombro sea un puto obstáculo para los franceses. Que cada golpe de martillo sea un acto de resistencia. Y que cada uno de ustedes sienta que su trabajo es una oración.
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Jaime, con la cabeza gacha, asintió, tragando saliva. El dolor de la destrucción de su trabajo, de la fe en la que había invertido toda su vida, era un peso insoportable. Un obrero anciano, con la voz ronca de tanto gritar órdenes y más de una vida de cincel, se acercó a Jaime con los ojos aguados.
—Maestro Jaime... yo puse la primera piedra del altar de San José. Ahora tengo que destruirla con mis propias manos. Los años me han dado fuerza, pero no para esto. ¿Qué dirá Dios?. ¡Me cago en sus muertos!.
Álvarez de Castro se acercó. Puso una mano en el hombro del anciano, un gesto de empatía sin palabras. No había condescendencia en su mirada, solo un profundo respeto por el sacrificio.
—Dios dirá que hiciste lo que debías —dijo Jaime, en voz baja pero firme. Con su mano en el hombro del anciano, parecía infundirle su propia convicción—. Y que si Gerona se mantiene en pie, será porque hasta la fe se hizo barricada para defender la libertad. Ahora, viejo amigo, a martillar. A darles el infierno a los franceses, ¡hostia!.
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El martillo de Jaime ya no era una herramienta de arte, sino un arma de guerra. Los obreros se movieron, como si la orden les hubiera despertado de un letargo. El sonido de los cinceles, antes un ritual, se convirtió en un coro de destrucción, una sinfonía de resistencia. Álvarez de Castro siguió su marcha por el Paseo Arqueológico. La ciudad, desde allí arriba, se extendía como un tablero de ajedrez en llamas. La Catedral de Gerona, con su escalinata imperecedera, y la silueta gótica de Sant Feliu se alzaban como guardianes milenarios. Más allá, las casas del lado Oñar, cubiertas por la muralla en la ribera del propio Oñar, se reflejaban en las aguas del río, una postal de vida que el general juraba defender hasta la última gota de su sangre.
—Mi general... esos mármoles que destruimos... ¿no son parte de Gerona también? —preguntó Miguel, su voz apenas audible bajo el eco de los martillos que ahora golpeaban sin ritmo, como un corazón roto.
Álvarez de Castro se detuvo, sus ojos fijos en la distancia. El peso de cada decisión, de cada vida perdida, de cada ruina, parecía estar impreso en su rostro. Era la voluntad de un hombre que sabía que cada victoria se pagaba con una parte del alma.
—Miguel, Gerona no son los muros ni los mármoles. Gerona es la puta voluntad de no arrodillarse —dijo, sin mirarlo, su voz una confidencia para el viento—. Las piedras que derribamos hoy para formar obstáculos de defensa salvarán las almas que viven entre ellas. Es el precio que pagamos por la eternidad.
Su mente voló a través de los siglos, a las ruinas de Numancia. Ellos, contra Roma. Sin murallas, solo con el fuego de su voluntad, resistieron hasta el final. Se convirtieron en un símbolo eterno.
—Entonces... no estamos construyendo murallas, ¿verdad?. Estamos construyendo Numancia —murmuró Miguel, con un destello de comprensión en sus ojos.
Por primera vez en semanas, una leve, casi imperceptible, sonrisa se dibujó en los labios de Álvarez de Castro.
—Exacto, muchacho. Y esa... es una puta obra que durará para siempre.
Gerona no se rendiría. Aquella ciudad sería su testamento, su tumba o su gloria. La decisión ya no era de los hombres. Había pasado a ser de la piedra. Y mientras los martillos golpeaban la caliza, el General se detuvo un instante, solo. Sabía que algún día lo llamarían salvador, pero también destructor. En el fondo, solo quería creer que las piedras que hoy se sacrificaban por la libertad algún día, en un futuro lejano, volverían a ser catedrales, y paredes de viviendas reconstruidas.
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LA SENTENCIA DEL ACERO
El aire de Gerona, en ese mayo de 1809, era una sopa densa que apestaba a pólvora quemada, humo negro y la podredumbre agria de los muertos. Un aliento fétido que la ciudad, sin pulmones, se negaba a exhalar. Era una ciudad enferma, pero con la voluntad de un titán. A través de una brecha en la muralla, una herida abierta en el cuerpo de la ciudad a cañonazos, irrumpió la figura de un oficial francés, que venía en nombre del general Laurent de Gouvion Saint-Cyr recién llegado a las puertas de Gerona, aparte de negociar el intercambio de algunos prisioneros franceses por otros españoles. No venía al asalto, sino en misión de parlamentario. Montado en un majestuoso caballo blanco —un lienzo de inocencia en medio de la devastación— portaba una bandera de tregua que ondeaba con la esperanza inútil de una paz negociada.

El contraste era una bofetada. El caballo, con su pelaje inmaculado y su paso firme, y las ruinas humeantes; la elegante casaca azul del coronel, con sus galones dorados, y los andrajos de los milicianos, con las caras tiznadas y los ojos hundidos. Era un hombre joven, de modales impecables y con un español sorprendentemente fluido, pero con una impaciencia apenas contenida en su mirada. Se movía entre los soldados españoles, sus armas obsoletas y ropas civiles desgarradas, reliquias de otra era. Las picas, los mosquetes de chispa, los sables mellados por el uso y la intemperie... todo le parecía la evidencia de una batalla que era, a ojos de su pragmatismo francés, una condena anunciada. El coronel los miraba con un gesto que mezclaba piedad y el más puro pragmatismo.
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El General Mariano Álvarez de Castro había enviado una orden férrea: se debía respetar el paso del parlamentario. Pero el odio era una bestia viva en las calles. Unos casi famélicos gerundenses observaban al francés, los puños cerrados. Álvarez lo sabía, y por eso el coronel, a pesar de la cortesía impuesta, se dirigió al cuartel general, una austera mansión burguesa que se erigía a los pies de la Catedral de Gerona, rodeado por una guardia de honor que no solo lo protegía de un posible ataque, sino de una marea de miradas que eran navajas afiladas.
El edificio, antaño una suntuosa mansión burguesa, ahora era un nido de guerra. Los corredores, antes ornados con retratos y alfombras, olían a moho, a sudor y a la cera de las velas que parpadeaban en la penumbra. En el austero despacho del general, los muebles habían sido sustituidos por mapas, pertrechos militares y un escritorio de madera desnuda. Álvarez de Castro, el brigadier de sesenta años, había envejecido bastante en las últimas semanas debido al sobreesfuerzo. Las arrugas en su rostro demacrado eran surcos de dolor y cansancio, pero en sus ojos brillaba una luz fría, la de una voluntad inquebrantable que se había fusionado con la de la ciudad.
La voz del enviado francés resonó en el espacio, una nota extraña de falsa cortesía en un lugar donde solo había cabida para la brutalidad de la guerra.
—Espero que disculpe el recibimiento, coronel. La cortesía es un lujo que la guerra nos ha arrebatado. Y siento no poder ofrecerle ni un coñac. La verdad, es que ni siquiera para nosotros hay —dijo Álvarez de Castro con una voz seca, sin emoción.
El coronel asintió con una leve inclinación de cabeza, sin perder la compostura.
—El general Saint-Cyr os ofrece una capitulación sin derramamiento de sangre inútil, brigadier —dijo el francés, su tono una mezcla condescendiente de pragmatismo y piedad—. La situación es desesperada y quimérica. Gerona está aislada, sitiada. He visto cómo está la gente en las calles, aunque me miren con odio. El hambre. La desesperación. No es arrogancia lo que me trae aquí, sino la piedad. Gerona no tiene escapatoria. Capitule, y salvaremos vidas que nosotros también hemos perdido muchas en esta absurda sangría.
Álvarez de Castro lo miraba con los ojos inmóviles, como si estuvieran hechos de pedernal. Su rostro, surcado por arrugas de agotamiento y un dolor silencioso, no mostraba asomo de vacilación.
—Vuestro general quiere vidas, coronel. Pero para nosotros, solo hay una forma digna de vivir. Y es libre —su voz, un filo de acero cortando el aire helado, resonó con una autoridad que no daba lugar a réplica—. Vuestra piedad es un veneno, y yo no la aceptaré. La gloria es el eco de una voluntad. Y el eco de Gerona resonará por siempre en la Historia.
El coronel, visiblemente contrariado, hizo un esfuerzo por mantener la compostura.
—Entonces... ¿la gloria de su nombre vale más que la vida de sus hombres?. Y, perdone mi impertinencia, brigadier... ¿y qué vais a comer para resistir, si el hambre os vencerá?.
—El honor no se mide en supervivientes, sino en actos. Si permitimos que el miedo dicte nuestras decisiones, entonces ya estamos derrotados —Álvarez se puso de pie, un gesto lento y deliberado que lo engrandeció en la pequeña habitación—. Decid a vuestro general que somos un pueblo que no tiene miedo a morir por una idea, porque una idea es lo único que no se puede matar con balas. Decidle, también, al respetable Sr. Saint-Cyr que estoy dispuesto a intercambiar prisioneros cuando las circunstancias lo exijan. Pero si vuelve a enviarme otro emisario como vos para sugerirme la rendición de Gerona, lo recibiré a cañonazos o a balazos. No vuelva a parlamentar en ese sentido: será inútil. Y si pretenden someternos por hambre, que sepa que los primeros en pasar sin comer serán los prisioneros franceses que capturemos. No lo hago con gusto, coronel, pero así es la guerra. Y ahora, si me disculpáis, tengo mucho trabajo por hacer.
El coronel, consciente de la inutilidad de su misión, se retiró con un saludo seco, su arrogancia contenida en un gesto de impotencia. Al abandonar los alrededores de la Catedral, una marea de insultos y maldiciones se alzó como una tormenta.
—¡Cabrón, vete a tu puta casa! —gritó un miliciano con los dientes apretados.
—¡Hijo de la gran puta, Gerona no se rinde! ¡No os daré el gusto! —vociferó una anciana, con la cara cubierta de hollín.
El coronel aguantó la mirada de desprecio, la cabeza alta, y cabalgó de vuelta al campamento con el eco de la frustración de la gente resonando en sus oídos.
Álvarez se volvió hacia el escribiente, un joven que temblaba, con el rostro pálido y los ojos llenos de lágrimas contenidas. La pluma del muchacho se movía nerviosamente sobre el pergamino, como si cada palabra que dictara el general fuera una sentencia. Este no era el primer bando. Hacía tiempo ya había proclamado la orden de no rendirse. Pero esta vez, tras la fallida negociación, el General sentía la necesidad de reafirmar su convicción con una crudeza que no diera lugar a dudas.
—En el nombre de Su Majestad Fernando Séptimo, y por el honor de España... —la voz de Álvarez, fría y monocorde, se despojó de toda emoción superflua—. ... todo oficial o soldado que se rinda, entregue sus armas o negocie con el enemigo sin orden expresa mía será pasado por las armas. Todo civil, sin importar su rango o edad, que hable de capitulación, la sugiera, o conspire para ello, será ejecutado sin piedad, en el acto. Gerona no se rendirá. Combatiremos hasta el último hombre, hasta la última piedra.
El escribiente levantó la vista, sus ojos llenos de miedo.
—General... ¿y si no podemos resistir?. ¿Y si todo esto es en vano?.
Álvarez lo miró fijamente, como si quisiera transmitirle su propia certeza.
—Hijo, no importa si ganamos o perdemos. Lo que importa es que nadie pueda decir que Gerona se rindió. Que nadie pueda olvidar que aquí hubo hombres y mujeres que prefirieron morir antes que vivir de rodillas.
El joven, con las manos manchadas de tinta y el corazón latiéndole desbocado, terminó de transcribir las palabras. Aquel no era un hombre al dictado, sino la manifestación de una idea terrible y sublime. El bando de hierro era un acto fundacional, una sentencia que encadenaba el destino de cada ciudadano al de las murallas.
Horas después, en la plaza del Vino, un pregonero, con la voz rota y temblorosa, subió a la tarima. Ante una multitud de gerundenses expectantes, leía el bando con una solemnidad que hacía eco de su terror.
—¡Escuchad, ciudadanos de Gerona!. ¡El general don Mariano Álvarez de Castro os habla!. ¡Sabed que la rendición no es una opción!. ¡Que el miedo es el primer aliado del invasor!. Todo aquel que, por cobardía o por desesperación, pronuncie la palabra 'capitulación', en voz alta o en voz baja, será considerado traidor y será fusilado sin juicio. ¡El que se rinda, que se prepare para el patíbulo!. ¡La vida de los traidores no valdrá un cuarto de bala!. ¡Gerona es y será el baluarte de la libertad!. ¡Su única moneda de cambio es el honor y el coraje de sus hijos!. ¡Hasta la última piedra, hasta el último aliento!.
Entre la multitud, un hombre anciano, con la cabeza gacha, murmuró con voz apenas audible:
—¡Me cago en Dios!. ¿Honor?. ¿Con qué se come el honor?. Mi general quiere que muramos de pie, pero yo tengo hijos. ¡Si me matan, qué coño será de ellos!. Este no es un decreto, es una puta condena. Gerona ya ha sido sacrificada.
A su lado, una mujer anciana, con el rostro curtido por el sol y la vida, lo miró con firmeza.
—Cállate, hombre. La esperanza se acabó. Ahora solo queda la dignidad. Reza para que el dolor no te quite la vida. Que el gabacho lo haga. Al menos tendrás el alma en paz y tu familia una historia de honor que contar.
María, con un niño en brazos y el rostro demacrado, escuchaba las palabras del pregonero. Mientras sostenía al niño contra su pecho, recordó las últimas palabras de su marido antes de partir hacia las murallas: "Si muero, será para que tú y él puedan vivir libres". Ahora entendía que esa libertad no era algo tangible, sino una semilla plantada en el alma de su hijo. Una semilla que crecería alimentada por el sacrificio de todos ellos. "El honor es lo único que nos queda para dar a nuestros hijos", susurró. "Es la única moneda que no se devalúa."
En ese instante, en medio de las privaciones y el terror, la gente de Gerona entendió que su destino no sería la vergüenza, sino la gloria.
El coronel francés regresó al campamento en las afueras de la ciudad, con el eco de las palabras de Álvarez aún resonando en su cabeza. En la tienda de campaña del general Laurent Gouvion Saint-Cyr, un hombre de mente tan brillante como implacable, relató lo sucedido.
—General, es algo más que locura —concluyó el coronel—. En sus ojos no vi fanatismo. Vi una convicción tan profunda que me dio miedo. No están defendiendo una ciudad. Están defendiendo su puta alma.
Los oficiales franceses, con la misma visión cartesiana de la guerra, escuchaban con impaciencia.
—¡Mierda!. ¡Esa gente no entiende nada más que el lenguaje del acero! —interrumpió el comandante Lefèvre, golpeando la mesa con furia—. Si mostramos debilidad, nunca nos respetarán.
Saint-Cyr los miró en silencio, su rostro impasible. Finalmente, habló con una voz que no admitía réplica.
—El alma no se mide en mapas, coronel. Y la guerra, señores, es el arte de la aritmética. Los números de sus bajas se nos escapan a diario, pero la nuestra no. Gerona no se rinde porque no sabe rendirse. Así que no negociaremos más. Solo queda una solución: destruir hasta que no quede nada que defienda.
Sus ojos brillaban con una luz fría.
—Que empiecen de nuevo los cañones. El bombardeo será constante, sin descanso, hasta que su fe sea solo un eco entre las ruinas. La razón de Álvarez no es la nuestra. Su única divisa es el orgullo. Pues bien, la guerra, en su infinita crueldad, es la única respuesta que puede dar a esa arrogancia.
Los oficiales asintieron. Uno de ellos, el comandante Lefèvre, murmuró:
—Entonces Gerona será mártir. Pero no será libre.
Saint-Cyr no respondió. Se volvió hacia el mapa, donde cada calle, cada bastión, cada plaza estaba marcada con precisión matemática. Pero lo que no podía marcar era el alma de una ciudad que había decidido morir de pie.
Esa noche, los cañones franceses comenzaron a rugir de nuevo. Las explosiones sacudían las murallas como latidos de una bestia colosal. Las piedras caían, los techos se derrumbaban, y el cielo se teñía de rojo y negro. Pero en cada rincón de Gerona, en cada sótano, en cada trinchera improvisada, los hombres y mujeres resistían. En la plaza del Vino, la bandera de España seguía ondeando, desgarrada pero firme, desafiando el viento y el fuego. Y en el despacho de Álvarez, el general escribía notas a sus comandantes, no para rendirse, sino para reorganizar la defensa. Su cuerpo estaba muy cansado de tanto aguantar ya con 60 años, que eran muchos, pero su voluntad era incorruptible y resistía mientras tuviera un aliento de vida.
Gerona no era ya una ciudad. Era un juramento. Un grito. Una sentencia de acero.
EL ECO DEL MÁRTIR
El hedor de “El Racó de l'Esplai” era una bofetada al alma: una mezcla de vino agrio, perfume barato, sudor rancio y el miedo coagulado de la desesperación. Pero para Rosita, de diecinueve años, ese aire viciado era un bálsamo, un caparazón contra la locura de afuera. Mientras la ciudad de Gerona se acurrucaba en un silencio tenso, los cañones franceses rugían en la distancia. No era un ruido directo, sino un latido sordo que subía desde el suelo de piedra, un eco constante que le recordaba que, más allá de los muros de su burdel, el mundo se desmoronaba. Se acarició el vientre con dedos temblorosos, el frío de una pequeña cadena de oro colgando de su cuello. Recordaba al hombre que se la dio con una sonrisa triste, pues había muerto en el frente, dejando un hueco que ahora ocupaba el miedo. El burdel era, para ella, una burbuja de falsa normalidad en el corazón de un mundo en guerra, una tregua personal que era una batalla perdida cada noche.
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No era la más popular del lugar. El dolor y el terror que tenía en su corazón la hacían parecer una estatua fría y taciturna. Por eso los clientes la valoraban, porque era un reto conquistarla, aunque ella nunca cedía, lo cual muchas veces provocaba el desprecio disimulado de algunos por la actitud de rechazo, pese a que era una prostituta. Vivía de su cuerpo, de eso era consciente, pero su alma se mantenía en otra dimensión, una fortaleza de cristal protegida por el recuerdo de un amor perdido que la había salvado de caer en el total vacío y la amargura.
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Por las noches, soñaba con él. Siempre era el mismo sueño, vívido, recurrente. Se veía a sí misma caminando por una Gerona espectral, las calles cubiertas de escombros y las casas en ruinas. Buscaba a Mateo, su risa fácil y su voz cálida. Él había sido el único hombre que no la había mirado como un objeto, sino como una persona. Pero Mateo estaba muerto ahora, caído en alguna trinchera anónima mientras defendía las murallas. Desde entonces, Rosita se había convertido en una sombra, una mujer que vendía su cuerpo para proteger un alma que, cada noche, perdía un pedazo en la batalla silenciosa del burdel.
“No me romperán”, se repetía. Pero incluso ella sabía que esa promesa era una mentira, pues la derrota no venía de una bala, sino de la implacable erosión de la esperanza.
Isabel, a quien todos conocían como “la Leona”, era la dueña del burdel, y la persona que más se parecía a la ciudad. Era dura, imponente y, de alguna manera, majestuosa. El burdel era su único ancla a la realidad y, a la vez, su fortaleza. Con cuarenta años bien cumplidos, Isabel se conservaba con una belleza feroz y atemporal, forjada por la dureza del oficio y el acero de su voluntad. Sus ojos, antes que un espejo del deseo, eran el reflejo de una inteligencia aguda y calculadora.

En los bajos del burdel, su reino secreto, el tiempo parecía moverse con una cadencia diferente. Se trataba de una red de túneles y bodegas escondidas que Isabel había ido ampliando con los años, dentro de los bajos de sus dos sótanos. Con una antorcha en la mano, proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra húmeda. Su mano se deslizaba sobre los barriles de grano y los sacos de patatas, calculando con la precisión de un mercader. Los víveres habían menguado sensiblemente desde el inicio del asedio, pero, según sus cálculos y al ritmo que iban las cosas, aún quedaban provisiones para resistir otro año.
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Isabel no era solo una superviviente; era una estratega. Había convertido cada rincón de su propiedad en un bastión de autosuficiencia. En el patio trasero, un huerto improvisado ofrecía las primeras promesas de tomateras. En el corral escondido, sus conejas habían parido una abundante camada de gazapos, un ejército de muy pronta carne fresca, ya que crecen rápido. Había seguido la recomendación de Álvarez de Castro de sembrar y criar en la medida de lo posible en todo lo disponible, a pesar de los destrozos del asedio. Las gallinas seguían cacareando su canción de vida, depositando huevos como pequeñas joyas. Y en los establos, más allá del alcance de la avaricia o del bombardeo, sus cerdos, vacas para leche y quesos, y sus majestuosos caballos hijos de los de la cuadra del difunto Jaime de Fontclarà que se lo había dejado con el resto de toda su cuantiosa herencia seguían vivos aunque ya no le servían para pasear por el prado de La Devesa, ahora ocupada por los franceses. Ahí seguía Noble, su muy querido caballo favorito, pero desde que los gabachos rodearon Gerona, ya no podía salir a trotar por ese nuevo parque incompleto de La Devesa como hacía con su antiguo amante y benefactor. Su despensa, a salvo en la oscuridad, guardaba sacos pequeños de sal para curar la carne y usarla en sus guisos de su taberna-burdel y grandes de trigo para el pan y la elaboración de dulces muy preciados en su burdel. Barriles de salazón y de vinos se apilaban junto a una bodega de preciadas bebidas para los más ricos que estuvieran dispuestos a pagar por tan gratificantes bebidas. Colgando de las vigas de madera, como una macabra obra de arte, se encontraban jamones, salchichones, chorizos, morcillas y demás carne curada, una promesa de sustento en los días más oscuros.
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Su burdel era una fortaleza que protegía no solo sus bienes, sino una red de información vital para la resistencia de Gerona, que además la había reforzado por petición e indicación del mismísimo Don Mariano Álvarez de Castro, ahora su protector, a cambio de suministrarle todo tipo de información relevante que lograra. Era una de las pocas personas en la ciudad que podía sentarse a la vez con un hombre hambriento y un hombre rico, y obtener de ambos los secretos más preciados. De ahí que el General Álvarez de Castro tolerara sus negocios turbios en el mercado negro, pues ella le proporcionaba una información que no le llegaba por medios oficiales, y bien podría decirse que Isabel La Leona de algún modo era la espía de confianza de Álvarez de Castro.
Esa misma noche, tras el bando de hierro, un hombre cubierto con una capa se deslizó por una puerta trasera del burdel. Los guardias a sueldo de Isabel lo dejaron pasar sin dudar. Era el general Mariano Álvarez de Castro. En la intimidad de su despacho, con el mejor vino de la bodega y dos copas limpias sobre la mesa, Isabel y el general se sentaron en silencio. Por un instante, el burdel pareció una isla de calma en medio de la tormenta.—¿No le tienta la idea de huir, general? —preguntó Isabel, su voz un murmullo que era a la vez un ruego y un desafío—. Dejar que los hombres de los números y las balas resuelvan esto. Yo puedo conseguirle un pasaje seguro, lejos de aquí. Usted y yo… podríamos empezar de nuevo.
Álvarez de Castro la miró con una expresión indescifrable. Su rostro, surcado por las arrugas del dolor y el agotamiento, parecía tallado en granito.
—Isabel —respondió el general, su voz un susurro ronco que arrastraba el peso de la ciudad—, usted es la única que se atrevería a hacerme esa pregunta, pues otra persona hubiera sido fusilada, ya que esto que me dice es traición. Pero Gerona no es solo una ciudad para mí. Es un juramento. Es un espejo donde España se ve a sí misma. Además olvida, con sus pretensiones, que tengo esposa e hijos, y ya cierta edad…..¡tengo 60 años, Isabel, y ya no estoy para tonterías de amoríos ni aventuras que ya no tienen sentido para mí!.
Isabel llenó su copa de vino y lo observó con una sonrisa irónica, que no llegaba a sus ojos.
—Y en ese espejo, general, ¿qué es lo que ve?. Porque yo veo lo que me cuentan los de la guarnición y los civiles que frecuentan mi negocio, lo que nadie se atrevería a decirle en persona. Dicen que el 7º Cuerpo francés está en una situación insostenible, pero también me cuentan que los nuestros comienzan a dudar. Entre la tropa, su bando de hierro es una cadena, no una armadura. Los soldados, los hombres que luchan por usted, le respetan, pero temen su fanatismo. Y entre el pueblo... el hambre está empezando a hacer mella en la moral. Su valentía es su orgullo, pero para muchos, su orgullo es una condena.
Álvarez de Castro levantó la vista, sus ojos grises ardiendo con una intensidad casi sobrenatural. Por un breve instante, su mano tembló ligeramente mientras sostenía la copa, revelando la grieta bajo la armadura de su voluntad.—El honor es lo que nos hace humanos, Isabel. Sin él, solo somos bestias. Prefiero morir con dignidad que vivir como un fantasma —respondió el general, con una voz que era un filo de acero.
—¿Y si la idea de España no es más que una ilusión que nos enseñaron a amar para que muriéramos por ella? —insistió Isabel.
—Las ilusiones son lo único que sobrevive a las ruinas. Si no luchamos por ellas, ¿qué nos queda? —dijo él, y en su mirada ella no vio fanatismo, sino una convicción tan profunda que le dio miedo. Era el único hombre de Gerona que no tenía precio, el único inalcanzable.
—A veces, Isabel, desearía ser un simple granjero. Desearía no haber nacido con esta carga sobre mis hombros. Ahora muchas veces me pregunto por qué elegí ser soldado, por qué tuve esta vocación de joven, si ahora me doy cuenta de que ya no quiero ser soldado. Pero aquí estoy, soy el gobernador de Gerona, el responsable de defenderla, y no puedo retroceder. No ahora.
Isabel se movió en silencio, entendiendo que detrás de su corazón de acero había un hombre que también sufría. Había intentado descifrar el enigma de este hombre desde que llegó a Gerona y se había resignado a admirarlo, mientras él seguía siendo para ella una fuerza de la naturaleza.
Mientras la ciudad se sumía en el miedo, el Dr. Armand Dubois, un cirujano de origen francés, en su consulta de la escalinata de Sant Martí donde había regresado a descansar tras sus agotadoras jornadas de atender heridos y enfermos volvía otra vez a su diario. Su caligrafía pulcra pero temblorosa daba cuenta de la locura que se apoderaba de Gerona.
“Álvarez de Castro... un Inquisidor fanático. Un mártir que, en su ciega devoción al honor, arrastrará a toda la ciudad a la pira. No es un defensor, sino un verdugo que ha condenado a Gerona a la extinción. Es el sumo sacerdote de un sacrificio colectivo. Pero, estratégicamente, su locura tiene un sentido terrible: ha sellado todas las salidas. No hay escapatoria para nadie. Ha condenado al 7º Cuerpo francés a quedar anclado aquí indefinidamente, sangrando a sus hombres y sus recursos. Esta ciudad, por suicida que sea, se ha convertido en un clavo en el corazón de Napoleón.”
Los nuevos extractos del diario, escritos con un tono más íntimo y desesperado, reflejaban la lucha interna del doctor.
“Hoy he amputado la pierna a un joven de diecisiete años. Me ha llamado ‘médico gabacho’, y su padre, en vez de odiarme, me ha defendido de la ira de su hijo, aunque los dos sabíamos que la muerte era la única prognosis. La ironía de la vida. Soy francés, pero mi lealtad se ha forjado en la sangre de esta tierra. Cada vez que miro sus rostros, el hambre en sus ojos, la enfermedad en sus cuerpos, me pregunto: ¿qué soy yo?. ¿Un traidor a mi pueblo o un médico que ha jurado defender la vida de aquellos que lo necesitan?. Solo soy un hombre que cura a los otros hombres, sin que me importe de qué país es o qué religión profesa, que al fin y al cabo esto es la misión del médico: ser fiel al juramento de Hipócrates. El bando de Álvarez no me asusta, me aterra. Su fanatismo es la antítesis de mi ciencia, de mi razón. Y sin embargo, no puedo dejar de admirarlo. Es la locura que crea héroes.”
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Cerró su diario y, con la mano temblorosa, garabateó una carta que nunca enviaría a su madre en Francia. En ella, confesaba su crisis de identidad. “Cuando vine aquí, pensé que sería un simple médico, un observador neutral en medio del caos lejos de la locura que veía venir en Francia con esta Revolución. Pero ahora... ahora soy parte de este infierno. Cada vida que salvo es otra bocanada de aire para una ciudad que ya no puede respirar. ¿Estoy ayudando o prolongando su agonía?. No lo sé. Solo sé que no puedo detenerme, porque hay algo que mi corazón me dice que es lo primero: salvaguardar la vida dentro de lo posible, como si la vida fuera algo sagrado. Quizás, al final, todos seamos mártires, incluido yo.”
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En el convento de Sant Daniel, la joven novicia Teresa y las demás monjas escucharon el bando. Para Teresa, con su fe inquebrantable, la resolución de Álvarez era la mano de la Providencia, una invitación a la entrega total. "Si él está dispuesto a morir, nosotras también", pensó.
—Hermana Teresa, ¿cómo podemos justificar tanto sufrimiento en nombre de Dios? —preguntó la novicia a su superiora que tenía su mismo nombre, con lágrimas en los ojos. La Madre Superiora Teresa posó una mano en su hombro, su expresión serena pero firme.
—Porque el sufrimiento purifica, hija. Es el fuego que quema la paja y deja solo el trigo. Debemos confiar en que nuestra fe nos llevará al cielo, aunque el camino sea doloroso. El Señor ha elegido a Álvarez como instrumento de Su voluntad. Es nuestro deber seguirlo, y tenemos que rezar por él.
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En las afueras de Gerona, en la distancia, el General Saint-Cyr, con una sonrisa amarga, miró a sus oficiales. Contemplaba el mapa de la ciudad, sus dedos recorriendo las líneas trazadas con precisión militar. Pero detrás de esos trazos había algo que ningún mapa podía capturar: el alma de un pueblo.
—Este hombre —dijo con un tono de voz que mezclaba la admiración con la frustración—, ha condenado a su ciudad, pero ha salvado su honor. No es un estratega, es un místico fanático. Ha convertido a Gerona en un símbolo. Y los símbolos son más difíciles de matar que los soldados, como os dije antes.
Uno de sus oficiales, el comandante Lefèvre, criticó abiertamente la estrategia de continuar el asedio.
—General, ¡esto es una locura!. Hemos perdido demasiados hombres por una ciudad que no vale la pena. ¡Debemos retirarnos!.
Saint-Cyr giró lentamente hacia él, su rostro impasible.
—No entiendes, capitán. Esta no es solo una batalla por territorio. Es una lucha por el espíritu. Mientras Gerona resista, Napoleón tendrá una mancha en su reputación. Y esa mancha... es más peligrosa que cualquier ejército. Por esto el Emperador no consentirá que nos retiremos,…..es más, si es preciso enviará más hombres hasta que Gerona caiga y se doblegue.
Entonces, el general francés pronunció las palabras que sellaron el destino de Gerona.
—Que empiecen de nuevo los cañones. El bombardeo será constante, sin descanso, hasta que su fe sea solo un eco entre las ruinas. La razón de Álvarez no es la nuestra. Su única divisa es el orgullo. Pues bien, la guerra, en su infinita crueldad, es la única respuesta que puede dar a esa arrogancia.
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Esa noche, los cañones franceses comenzaron a rugir de nuevo, a pesar de que las municiones se les terminaban y los suministros llegaban con dificultad por los impedimentos que se topaban con los guerrilleros de Juan Clarós. Las explosiones sacudían las murallas como latidos de una bestia colosal. Las piedras caían, los techos se derrumbaban, y el cielo se teñía de rojo y negro. Pero en cada rincón de Gerona, en cada sótano, en cada trinchera improvisada, los hombres y mujeres resistían. En la plaza del Vino, la bandera de España seguía ondeando, desgarrada pero firme, desafiando el viento y el fuego. En cuanto paraban los cañonazos, inmediatamente soldados, mujeres, ancianos, niños, salían y apresuraban para rescatar heridos, y volver a tapar las brechas o cubrir las partes abiertas de la muralla, a toda prisa para en la medida de lo posible volver a formar un recubrimiento de defensa aunque fuera más frágil. Incluso los propios oficiales participaban, como había hecho en muchos momentos el propio general. Y en el despacho de Álvarez, el general seguía escribiendo nuevas notas a sus comandantes, no para rendirse, sino para reorganizar la defensa según los informes que le llegaban de cada rincón de Gerona. Su cuerpo estaba cada vez más cansado, pero su voluntad era incorruptible.
Gerona no era ya una ciudad. Era un juramento, como dijo el propio Álvarez de Castro. Un grito. Una sentencia de acero.
LA FLOR DE LA GUERRA
La noche se cernía sobre Gerona como un manto de plomo, y el eco del bando de hierro del general Álvarez de Castro aún reverberaba en las paredes agrietadas de la ciudad, un susurro helado que se filtraba en las almas y se aposentaba en los huesos. En "El Racó de l'Esplai", un tugurio que se aferraba a la vida en el barrio viejo de abajo la Catedral con el río Oñar cerca rodeado de las murallas, no había refugio, solo una tregua precaria, un rincón de sombras donde el miedo y la esperanza se batían a duelo por un soplo de aire. El ambiente estaba enrarecido, un brebaje denso de vino agrio, el sudor rancio de hombres que no se lavaban desde hacía semanas y el humo barato del tabaco, todo mezclado con el hedor acre del terror que se colaba por las rendijas y se adhería a las gargantas pese a que el burdel estaba bastante protegido por disponer de unas paredes de piedra muy gruesas. Los antaño clientes ricos bien vestidos, ya no lo parecían tanto. Las velas, titubeantes sobre mesas de madera astillada y rayada por la desesperación de meses de asedio, proyectaban una luz mortecina que apenas acariciaba los rostros demacrados, marcando cada surco de agotamiento y anhelo.
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En el corazón de aquella cavernosa sala, sobre una tarima improvisada de tablas torcidas, se alzaba Caterina Bosch, una de las prostitutas del burdel de Isabel “La Leona”. A sus veintidós años, su belleza era un rayo de luz frágil y etérea, una herida abierta en aquel abismo de sombras. Su cabello oscuro caía en una cascada salvaje que enmarcaba un rostro de pálida perfección, como si hubiera sido tallado por un ángel en tiempos de paz. Pero lo que robaba el aliento, lo que detenía el pulso de los hombres, era su vientre, un arco rotundo de seis meses que se alzaba bajo el vestido gastado, una curva de vida que desafiaba la muerte que se acechaba afuera, en las calles, en las murallas, en las trincheras. Los soldados, curtidos por el combate y endurecidos por la sangre, la miraban con una mezcla de asombro y reverencia, como si fuera una visión de la Virgen, una aparición sacada de un sueño olvidado de días sin cañonazos ni hambre.
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Caterina cerró los ojos, y en la penumbra de su mente, el rostro de su amante con quien se había dejado preñar, Joan, emergió como una niebla que se desvanecía. Lo había perdido en el segundo asedio, su cuerpo destrozado por un cañonazo en la trinchera de la muralla de cerca de Pedret, dejando solo el recuerdo de su risa y un vacío que aún le quemaba el pecho. El niño en su vientre pateó con fuerza, un latido de vida que la ancló al presente, y ella apretó los labios. “Tú eres mi revolución”, susurró en silencio al futuro que crecía en su interior. “En este infierno, tú eres lo único que me recuerda que vale la pena luchar.” La guitarra, un regalo de Joan que además le había enseñado a tocar dicha guitarra, con cuerdas gastadas pero llenas de alma, se fundió con sus dedos largos y delicados. La acarició como a un viejo amigo, y su voz se alzó, limpia y dolorida, cortando el murmullo de la taberna como una espada de cristal. No era un canto de taberna, sino un lamento que se transformaba en himno, una copla forjada en las entrañas de una ciudad sitiada no solo por los gabachos sino ahora además por por el hambre, el tifus y la desesperación cada vez más presentes.
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—¡Canta algo alegre, mujer, que nos des un respiro! —masculló un miliciano con la cara tiznada de pólvora, su voz amarga y rasposa, cargada de un cansancio que no confesaba.
Caterina abrió los ojos y lo miró, no con miedo ni desafío, sino con una tristeza tan profunda que parecía absorber la luz. —La alegría se fue con los primeros cañones, amigo. Solo me queda esto —respondió, su voz suave pero firme, antes de dejar que la guitarra hablara, y en las notas, la taberna encontró su propia verdad. Y se puso a cantar para que todos la oyeran dentro de la amplia sala de la taberna-burdel:
Flor de guerra me llaman,
brote en tierra de ceniza y dolor.
Mi cuerpo guarda fiesta y fuego,
pero sangra una herida sin sol.
Seis lunas en mi vientre llevo,
un latido que desafía al cañón.
Cada noche me vendo, no por oro,
sino por un mañana que aún no muere en la razón.
Y si he de caer, que sea cantando,
con mi hijo en cada nota de amor.
Que el sitio no me borre,
que sepa que luché por su honor.
La voz de Caterina, un hilo de acero envuelto en terciopelo, se enredó en el humo y en los recuerdos de cada hombre allí presente. Un soldado joven, apenas un adolescente con ojos azules llenos de lágrimas, apretó los puños hasta que las uñas se clavaron en la piel; la letra le traía el rostro de su hermana menor, a quien había jurado proteger antes de que el asedio se la arrebatara. En una mesa cercana, un veterano de las guerrillas de Joan Clarós, con cicatrices que surcaban su rostro como ríos secos, cerró los ojos y dejó que las lágrimas rodaran libremente; para él, la canción era un eco de los compañeros perdidos, un recordatorio de que cada sacrificio llevaba un precio. Caterina cantó con el alma expuesta, cada palabra un martillazo contra la desesperación que los rodeaba, una flor que florecía en el infierno.

Desde la barra, Isabel "la Leona" observaba con ojos duros como pedernales. Caterina era una de sus joyas más brillantes, el último vestigio de pureza en su reino de sombras, pero también un tormento que le carcomía el corazón. Cada noche que cantaba, el silencio reverencial que llenaba la taberna valía más que el oro, pero Isabel sabía que esa belleza era frágil, que los hombres, al borde de la locura, podían volverse peligrosos cuando se les permitía sentir. Pensó en las mujeres que había visto perder hijos, en los vientres vacíos que el tifus cada vez más presente había silenciado, y un nudo de frustración se formó en su garganta. Caterina era un milagro, sí, pero también un desafío vivo a la guerra que las consumía, una carga que pesaba más que todos los sacos de harina que había conseguido. Ante estas circunstancias, se le hacia difícil pedirle que sonriera, que a los clientes les agrada ver caras alegres en las chicas. En esos momentos no le hubiera valido una de sus habituales lecciones sobre cómo ser agradable con los clientes.

Cuando la última nota se desvaneció en el aire, el silencio que siguió fue un manto pesado, más ensordecedor que el rugido de los cañones. Aunque en el fondo al público le gustó mucho la canción, también le produjo gran tristeza identificándose con el sentir de la propia Caterina, y no hubo aplausos, solo el sollozo ahogado de un hombre que se quebró en la penumbra quizás por beber demasiado. Caterina no había cantado para ellos aunque su pretensión inicial era hacerlo así; inconscientemente había cantado para el hijo que llevaba dentro, un testamento de vida en el corazón de la muerte, un faro de esperanza en un mar de ruinas.
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Al bajar de la tarima, tambaleándose ligeramente por el peso de su vientre, Isabel se acercó con pasos silenciosos, sus dedos rozando el borde de la madera como si temiera romper la magia del momento. —Cantas como un ángel, niña, pero cada nota me arranca un pedazo de alma —murmuró, su voz un susurro afilado, cargado de una mezcla de admiración y culpa.
Caterina la miró con ojos que brillaban con una convicción que parecía desafiar al destino. —No canto por ellos, Isabel. Canto para que él… para que mi hijo sepa que nació en un mundo que aún puede soñar —respondió, su voz temblorosa pero llena de fuego.Isabel sintió un nudo en la garganta, una punzada de algo que no había sentido en años: esperanza. La verdadera valentía, comprendió, no era solo sobrevivir, sino atreverse a creer en algo más grande que uno mismo. Antes de que pudiera responder, un cañonazo lejano, más potente que los anteriores, sacudió el exterior de la taberna. Las velas parpadearon como si fueran a apagarse, y el suelo tembló bajo sus pies. Isabel se irguió, su rostro endurecido por la resolución. Miró hacia la puerta por la que Caterina se había retirado y murmuró para sí misma: “Esa flor no morirá esta noche. Yo me encargaré de ello.”
En un rincón oscuro, Miguel Ferrer, el ayudante de Álvarez de Castro apretó los puños, sus ojos grises fijos en la figura de Caterina que se desvanecía. A su lado, Don Rafael, el sargento de la guarnición, susurró con voz ronca: —Esa chica no canta para nosotros. Canta para el futuro, para que alguien, algún día, recuerde que luchamos por algo más que sobrevivir.
El eco del cañonazo se desvaneció, pero dejó una promesa en el aire: la guerra no descansaría, y la lucha por proteger esa flor de guerra se convertiría en una cruzada personal para Isabel, la Leona. La taberna-burdel, testigo silencioso, guardó el secreto de aquella noche en sus paredes agrietadas, esperando el amanecer que traería más muerte y más vida.
EL TESTAMENTO DE LA CENIZA
La noche se cernió sobre Gerona como un sudario de plomo, un velo opresivo que sofocaba el último hálito de esperanza. El aire, denso y helado, ya no olía solo a miedo y miseria, sino que vibraba con un nuevo y ominoso rumor que se filtraba desde las entrañas de la tierra. Era el sonido incesante de un millar de picos y palas francesas, un coro mecánico y despiadado que, como el batir de un corazón ajeno, horadaba el terreno más allá de las murallas. Palada a palada, los ingenieros de Napoleón tejían una red de trincheras y líneas de circunvalación, una trampa de tierra que prometía estrangular la resistencia hasta su último aliento. El eco metálico de cada golpe se colaba por las rendijas de las ventanas, un metrónomo implacable del destino que marcaba los segundos que le quedaban a la ciudad.

En su aposento, un cuarto sobrio y casi monacal dentro del cuartel general de la Casa dels Pastors bajo la escalinata de la Catedral, Mariano Álvarez de Castro se hallaba solo, anclado en una vigilia solitaria. La única luz provenía de una lámpara de aceite, cuya llama vacilante proyectaba sombras danzantes sobre las paredes desnudas, siluetas de fantasmas que lo acompañaban en su aislamiento autoimpuesto. Sobre el pequeño escritorio, un marco de plata deslustrada por el tiempo capturó su mirada. Sus dedos, endurecidos por años de empuñar la espada y descifrar pergaminos, rozaron el cristal pulido con una ternura que desentonaba con la rigidez de su carácter. El retrato mostraba a su esposa Clara, de rostro bondadoso y ojos que parecían susurrar consuelo, y a sus dos hijos pequeños, cuyas sonrisas ingenuas eran un eco de una vida que él había jurado proteger, aunque le costara la propia alma. Estaban lejos del estruendo de los cañones que asediaban Gerona, en la aparente calma de una ciudad interior como Burgo de Osma, donde la esposa y los hijos del general Álvarez de Castro vivían una guerra propia: la de la angustia silenciosa. Sus días transcurrían entre la incierta espera y el sustento que les brindaba la paga militar del general que les transfería la Junta Central en la medida de lo posible por las dificultades de la guerra y el apoyo de sus parientes. A sus sesenta años, un anciano en la crudeza de su tiempo, sentía el peso abrumador de la existencia que había dejado atrás, amplificado por el doloroso eco de la propuesta de Isabel "La Leona". Ella le había ofrecido su cuerpo como arma, y a él no le había quedado más que su voluntad como escudo. ¿Le había dolido rechazarla?. ¿Había sentido la tentación de ceder ante una forma de supervivencia que, en el fondo, le parecía tan miserable como la derrota?. ¿Cómo podría satisfacer a una mujer a su edad, y con lo muy cansado que se sentía asumiendo la defensa de Gerona?. Sacudió la cabeza, negándose a juzgar a una mujer que, como tantos otros, se aferraba a cualquier asidero en el caos.
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Por un instante, el peso del marco se volvió insoportable. Cerró los ojos con fuerza y apoyó la frente contra el cristal gélido, buscando un consuelo que se le escapaba, un tacto que ya no podía alcanzar. Sus hombros se encorvaron bajo el yugo invisible de su decisión, y en la intimidad de la noche, su voz, rota y apenas un susurro, rasgó el silencio.
—Clara… ¿me odiarás por convertir nuestro recuerdo en ceniza? ¿Y tú, hijo mío, entenderás que tu padre eligió morir por algo que no podía tocar?.
El susurro fue una oración, una confesión, una súplica lanzada al vacío que solo el silencio de la noche acogió. Un recuerdo fugaz lo asaltó: su hijo pequeño, riendo en el jardín, con la cara manchada de tierra, una imagen de inocencia que lo atravesó como un puñal. Se inclinó, y en ese breve instante, el hombre que había desafiado a un imperio se desmoronó en privado. Dejó que el dolor, la culpa y el miedo a convertirse en el verdugo de su propio pueblo lo envolviesen, mientras las lágrimas ardían en sus ojos sin derramarse, contenidas por una voluntad que se negaba a quebrarse.
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Pero el momento fue efímero. Con un respiro profundo, su cuerpo se irguió como una barra de hierro, y la máscara del general cayó sobre su rostro, transformando la agonía en una determinación inquebrantable. Guardó el retrato en un cajón del escritorio con un movimiento firme y definitivo, como quien entierra un tesoro perdido para siempre. “El perdón es la tregua de los que no se atreven a luchar. Yo no quiero tregua. Quiero sentido,” se dijo, su voz interna resonando con la fuerza de un credo.
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Se acercó a la ventana y contempló la noche, donde las luces parpadeantes del campamento francés danzaban como los ojos de un depredador al acecho. Allá afuera, el ejército más poderoso del mundo cavaba, una obra de fortificación que evocaba las estrategias de Cayo Julio César en Alesia, un pensamiento que le había estado rondando por la cabeza. Pero Gerona no era Alesia, se repitió; era una voluntad forjada en piedra, un espíritu que no doblaría la rodilla ante la gloria romana ni la ambición napoleónica. “Quieren que me rinda,” pensó, y una sonrisa gélida, apenas perceptible, curvó sus labios. “Quieren que acepte su lógica, la del mercader que pesa pérdidas y ganancias. Pero yo no soy un mercader. Soy una ley, mi ley. El honor no se negocia; es la forma que un espíritu superior impone al caos. Ellos traen la fuerza; yo, la Voluntad. Que la materia choque contra el espíritu. Que el mundo arda.”
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El frío del cristal contra su frente lo ancló a la realidad, un recordatorio de su humanidad. “No temas a la muerte,” se susurró, como solía exhortar a sus hombres. “Temer a la muerte es temer a la vida, y yo amo esta vida, este instante terrible y glorioso.” Amaba el estruendo de los cañones, el hedor punzante de la pólvora, la desesperación en los ojos de sus soldados, porque todo eso alimentaba la resistencia que su voluntad necesitaba para endurecerse. Amor fati, se repitió, aceptar lo que sucede tanto lo bueno como lo malo y amar el propio destino, un principio que latía en el corazón de los auténticos militares, sin olvidar la voluntad de poder cambiar las cosas.

El recuerdo de Montjuïc en Barcelona, de los oficiales cobardes y de Duhesme sonriendo con desprecio, lo golpeó como un latigazo. No, no habría otra rendición. Gerona no se arrodillaría, porque él era Gerona, la voluntad que no pudo imponerse en Barcelona por las cadenas de la jerarquía militar. Y en esa entrega total a un ideal que trascendía su existencia, Álvarez de Castro halló una paz sombría, la serenidad del mártir que abraza su cruz.
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Un golpe seco y rápido en la puerta lo arrancó de sus pensamientos.
—Adelante —ordenó con voz firme.
El Comandante General de Ingenieros, Guillermo Minali, entró en el despacho. Su rostro, curtido por el sol y enjuto por la fatiga, reflejaba la preocupación calculada de un estratega que ha visto demasiado. Sostenía un mapa en las manos, un rollo de papel que era más un lienzo de cicatrices que una representación del terreno. Lo desenrolló con cuidado sobre el escritorio, extendiendo sus líneas como un campo de batalla en miniatura, un microcosmos de muerte y destrucción. Las líneas negras de las trincheras francesas se retorcían como serpientes, cercando la ciudad.
—Mi general, hemos vuelto del reconocimiento —anunció, su tono grave pero controlado—. Los franceses han intensificado los trabajos en la llanura. Han iniciado una línea de trincheras más profunda en la zona de Pedret. No es una simple batería; es un cordón de circunvalación. Quieren estrangularnos por completo.
Álvarez de Castro se inclinó sobre el mapa, la punta de su dedo índice posándose con precisión sobre el punto señalado. Sus ojos grises, agudos y penetrantes, escudriñaron cada detalle. No había ira en su gesto, solo la curiosidad fría de un cirujano que examina un tumor.
—¿Y nuestras milicias?. ¿Las de Juan Clarós.? ¿Han logrado detenerlos? —preguntó, su voz cargada de una autoridad que no admitía titubeos, pero también de una empatía velada.
Minali se secó el sudor de la frente con un gesto impaciente, su mirada reflejando la tensión de la lucha.
—Hacen lo que pueden, mi general. Hemos conseguido retrasarlos en Pedret, como aquella noche en la que les hicimos la vida imposible. Pero son miles, una plaga que no se detiene. Cada hombre que cae es reemplazado por tres. Debemos contraatacar con más fuerza si queremos sobrevivir.
Álvarez alzó la vista, su rostro endurecido por la resolución. En un momento, pareció ver más allá de Minali, de los planos, de la propia habitación, contemplando las miles de almas que ahora dependían de él.
—No vamos a contraatacar, Guillermo —dijo, su voz tan calmada que contrastaba con la urgencia del momento—. No aún. Cada hombre es un tesoro que no podemos desperdiciar. Pero me has dado una idea. Si nuestras milicias, con su ingenio y su audacia, pueden entorpecer los trabajos, podemos convertir su esfuerzo en nuestra ventaja.
Minali lo miró con escepticismo, pero una chispa de curiosidad brilló en sus ojos. Como muchos, conocía la mente del general y sabía que en sus frases crípticas a menudo se escondía la genialidad.
—¿Cómo, mi general?
Álvarez de Castro se levantó, se acercó a la ventana y corrió la pesada cortina. El sonido metálico de los picos franceses, un "clac-clac-clac" implacable, se coló por el vidrio, un latido que se extendía por la llanura como un canto fúnebre.
—Sencillo. Si han aprendido a cavar como ratas, nosotros aprenderemos a cazarlas en su laberinto. Aumentaremos las salidas nocturnas, no para atacar de frente, sino para sabotear sus líneas y sembrar el miedo en sus filas. Si Juan Clarós y sus hombres han demostrado su eficacia en Pedret, usaremos ese conocimiento para defender Gerona. Les demostraremos que cada palada que dan en nuestra tierra es un ladrillo en la tumba que ellos mismos cavan. Y les mostraremos que los hombres de esta ciudad son más que piedras.
Minali asintió lentamente, un destello de admiración reemplazando su escepticismo. En los ojos de su general, a pesar de la melancolía que a veces los velaba, vio no un hombre derrotado, sino un líder que había encontrado la chispa de la resistencia en la trampa del enemigo. Álvarez de Castro no veía el asedio como un problema, sino como una oportunidad para demostrar que el espíritu de un pueblo es inquebrantable, incluso frente a la más implacable maquinaria de guerra.
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LA GEOMETRÍA Y LA FE
El silencio que precedió al tercer asedio de Gerona no fue un vacío, sino el contundente final de una sinfonía inconclusa, un largo suspiro de la tierra bajo el peso de un destino inminente. A mediados de mayo de 1809, la quietud que se había apoderado de las calles —donde los cánticos y oraciones habían cedido a un murmullo de rezos contenidos— no era una tregua, sino una pausa calculada, el silencio tenso de un cadalso que los franceses erigían con una pulcra y metódica eficacia. Los aproximadamente 15.000 habitantes, un puñado de almas aferradas a sus piedras milenarias, intuían que esta vez el azar no sería su aliado. El General Reille, y antes que él el general Saint-Cyr, habían aprendido la lección de los fracasos de 1808. La resistencia de Gerona no era un simple problema de pacificación, sino una grave anomalía en el tablero de ajedrez que el Emperador había trazado para España y, por extensión, para toda Europa.

A miles de kilómetros, en el despacho de las Tullerías, bajo la mirada severa de un águila de ébano que parecía juzgar desde las alturas, Napoleón Bonaparte se inclinaba sobre sus mapas con un gesto de impaciencia que rayaba en la furia. La piel de toro de la Península Ibérica se le atragantaba, no por su geografía accidentada ni por la supuesta ineptitud de sus generales, sino por la obstinación de un pueblo que se negaba a doblegarse ante su victoria.
Un edecán de la guardia imperial, con la temeridad de la juventud, rompió el silencio cargado de tensión.
—Sire, es solo una ciudad y un viejo desgastado en sus murallas.
Napoleón alzó la mirada, y sus ojos azules, fríos como el hielo de un glaciar, se clavaron en el joven oficial como dagas.

—Y sin embargo, nos roba más soldados y cañones que toda Austria. Dígame, ¿cómo se conquista un fantasma, edecán? —siseó, su voz un látigo que cortó el aire. Tomó una pluma de ganso y, con trazos menudos y secos, garabateó una nota en un papel. Había doblegado monarcas y repúblicas, pero en España se enfrentaba a una hidra de Lerna, una criatura de mil cabezas: sacerdotes con fusiles, mujeres arrojando piedras a los dragones, ancianos blandiendo navajas oxidadas. En la penumbra del despacho, acompañado solo por el tic-tac hipnótico de un reloj de Breguet, sintió una punzada de cólera mezclada con un respeto involuntario. La disciplina impecable de sus ejércitos, la geometría precisa de sus tácticas, se deshacía ante la irracionalidad de la desesperación. Gerona, esa espina clavada en el flanco de su Imperio, había ganado la negra dignidad de una resistencia absurda, un testamento de terquedad que no podía ignorar. Con un gesto brusco, rasgó el papel; aquel pensamiento era una debilidad, y Napoleón Bonaparte no toleraba las debilidades.

De regreso en Gerona, el siseo ascendente de los primeros obuses rompió la quietud, la primera nota de una sinfonía infernal que anunciaba el castigo. No eran los disparos erráticos de 1808; era un ataque sistemático, orquestado por un ejército profesional decidido a aplastar la voluntad de la ciudad. El primer obús, una bala de hierro fundido de casi seis kilos, ascendió al cielo como un pájaro de mal agüero, su aullido demoníaco rasgando el aire antes de impactar con un estruendo sordo.
En el sótano del cuartel general bajo la escalinata de la catedral, convertido en su cuartel improvisado, Mariano Álvarez de Castro se inclinaba sobre un mapa polvoriento, trazando rutas de asalto con la concentración de un escultor. Al escuchar el primer impacto, su cuerpo, agotado por la fatiga, permaneció inmóvil, una roca en el ojo de la tormenta.
—Ahí está —murmuró sin alzar la vista—. Ha comenzado. Y esta vez, nos han demostrado que no vienen a tentarnos, sino a destrozarnos.
Fuera, desde el campamento francés en Pedret, el general Reille observaba el impacto a través de un catalejo, su rostro endurecido por la experiencia. A su lado, el coronel Vigny, ingeniero de artillería formado en la École Polytechnique, revisaba sus cálculos con la frialdad de un matemático.
—La batería 'Saint-Louis' está lista, mi general —anunció Vigny, su voz monótona como el tic-tac de un reloj—. Piezas Gribeauval de doce libras, ánima lisa. Elevación de quince grados para una parábola perfecta sobre la Força Vella. La bala astillará la piedra, no solo la golpeará. La geometría no miente, general.
El aire se rasgó de nuevo. El siguiente obús se estrelló contra una casa del barrio norte del Onyar, tras la muralla, penetrando con una fuerza brutal. No explotó de inmediato; su impacto fue un trueno que partió madera seca y muros frágiles. Muros, vigas y los cuerpos de sus habitantes se disolvieron en una nube de polvo rojizo, cal y astillas, mientras la onda expansiva recorría el río, levantando una ola sucia que lamía los cimientos de la ciudad mártir. Un retrato de familia, con sonrisas ingenuas atrapadas en el tiempo, se desprendió de una pared con un lamento sordo, cayendo al agua con un chapoteo fantasmal que pareció eco de las almas perdidas.
Vigny anotó en su cuaderno con precisión quirúrgica, ajeno al drama humano.
—Precisión perfecta. La geometría no falla, general. Solo los hombres lo hacen.
Reille, curtido en las campañas de Italia, Austerlitz y Prusia, frunció el ceño, menos convencido. Había visto cómo las teorías de Vauban, tan impecables en el papel, se deshacían en el barro y la sangre.
—La geometría es perfecta en los libros, coronel —respondió, su voz baja y reflexiva—. Pero estos españoles nos han enseñado que el arte de la guerra trasciende las matemáticas. Es metafísica. Es la fe ciega en un santo de piedra, la obstinación de un viejo que se aferra a su hogar. Los obuses que quiebran sus muros parecen, en lugar de aterrorizarlos, templar sus almas. ¿Dónde se apunta cuando el enemigo cree que Dios está en la muralla? —preguntó, su mente atrapada en una duda que resonaba como un eco: “Podemos derribar cada piedra, pero… ¿cómo se derriba un alma?”
El caos estalló en las calles. Un grito ahogado resonó en una esquina, seguido por una estampida de pasos desesperados. Un hombre, con el rostro manchado de tierra y la ropa hecha jirones, forcejeaba entre los escombros, su voz rota por el pánico.
—¡Al sótano, rápido! —gritó un vecino con desesperación—. ¡La casa de los Soler!. ¡Los niños estaban jugando en la plaza!.
Cerca, una mujer con el cabello suelto y el rostro pálido se golpeaba el pecho, sus sollozos desgarradores cortando el aire.
—¡Virgen de los Dolores, ampáranos!. ¡No puede ser! —clamó, mirando la ruina humeante con ojos desorbitados—. ¡Ay, Dios mío, sus niños!. ¡Que no sea su casa, por favor, que no sea su casa!.
El ataque no se limitaba a las murallas o las barricadas; era un asalto al latido mismo de Gerona, un intento de arrancarle el corazón a una ciudad que resistía con cada fibra de su ser. El infierno había desatado su sinfonía, y Gerona, escenario de un concierto trágico, desafiaba la geometría francesa con una fe que ninguna ecuación podía medir.
LA COMPAÑÍA DE SANTA BÁRBARA
Gerona, junio de 1809. El aire, denso y pesado, olía a pólvora rancia y a la desesperación que se adhería a la piel como una mortaja invisible. Desde hacía semanas, la ciudad se desangraba bajo el tercer y más brutal de los sitios napoleónicos, un asedio que había reducido las murallas a una costra agrietada de escombros y había vaciado los rostros de sus habitantes de toda esperanza. El "toc-toc" incesante de la artillería francesa era el metrónomo de una ciudad cada vez más herida y destrozada, un sonido que se había vuelto tan familiar como el propio latido del corazón.
En la Casa dels Pastors, convertida en el corazón palpitante del cuartel general, el general Mariano Álvarez de Castro se inclinaba sobre un mapa, sus dedos recorriendo las líneas de defensa como si buscara una grieta en el destino. Sus ojos, enrojecidos por el insomnio y la fatiga, se detenían en los puntos de ataque más vulnerables: la Reina, el baluarte de Santa Lucía, la Media Luna. Los informes que se apilaban a su lado eran un rosario de cifras sombrías: las bajas aumentaban con cada amanecer, los víveres escaseaban hasta el punto de la hambruna, y el espíritu de los defensores, aunque indomable, comenzaba a mostrar las primeras fisuras. La ciudad, pensó, necesitaba algo más que fusiles y bayonetas. Necesitaba un símbolo, una chispa que reavivara la llama de la resistencia.
Fue entonces cuando, en medio de una reunión con los jefes de batallones, el general Álvarez de Castro se irguió. Su figura, aunque marcada por la fatiga, irradiaba una determinación férrea. Su mirada, encendida por una idea que parecía surgir del mismo corazón de la resistencia, recorrió los rostros cansados de sus oficiales.
—Gerona no caerá —dijo, su voz grave y resonante, llenando el silencio de la sala—. No mientras sus mujeres estén dispuestas a luchar.
Un murmullo de incredulidad recorrió la mesa. Algunos oficiales intercambiaron miradas, preguntándose si el general, agotado, había perdido la razón. ¿Mujeres en la defensa?. La idea, en aquel tiempo de hombres y cañones, parecía una locura.
—No con fusiles —aclaró Álvarez de Castro, anticipando la objeción, su mirada fija en cada uno de ellos—. Pero sí con coraje, con organización, con su presencia inquebrantable. Formaremos una compañía femenina, bajo el nombre de Santa Bárbara, patrona de los artilleros. Que se sepa, señores, que aquí, en Gerona, hasta las hijas del trueno combaten.
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Al día siguiente, la Plaça del Vi, que antaño había sido escenario de mercados y festividades, se convirtió en un hervidero de esperanza. No solo las viudas y las esposas acudieron a la llamada, sino también las hijas, las hermanas, las madres, y hasta alguna anciana que, con la espalda encorvada, sostenía una bandera remendada. La multitud era un tapiz humano de luto fresco, de miedo contenido y de una determinación silenciosa que se negaba a doblegarse. Preferían luchar a estar contemplando el curso de la batalla que cada vez destrozaba más a Gerona. Los hombres, al principio escépticos, se quedaban en la distancia, observando con una mezcla de sorpresa y vergüenza. El joven teniente, Miquel Ferrer, edecán de Alvárez de Castro, notó que el rostro de las mujeres, a pesar de la palidez de la hambruna, irradiaba una luz que la pólvora no podía apagar.
La compañía se organizó con una disciplina que sorprendió a los más escépticos. Cuatro comandantas, elegidas por su temple y su liderazgo natural, se pusieron al frente. Entre ellas, Josefa Bosch, la esposa del capitán de la Compañía de Voluntarios, y Antonia Llinás, una mujer con el carácter forjado por la vida. Ocho sargentinas se encargaron de coordinar los turnos y las tareas, y ocho esquadristas dirigían pequeños grupos por los barrios, asegurando que ninguna necesidad quedara desatendida. Cada mujer recibió una cinta encarnada que anudaron con orgullo en su brazo izquierdo, un símbolo de su compromiso inquebrantable.
Ese mismo día, Álvarez de Castro, un hombre más de murallas que de despachos, abandonó el cuartel para supervisar las defensas. A su lado, Miquel Ferrer luchaba por seguir su ritmo. Al pasar por el baluarte de Santa Lucía, donde las mujeres ya se movían con la soltura de la experiencia, el general se detuvo. Una de las comandantas, María Ángela Bivern, se acercó a él con la espalda recta y la mirada firme, sin rastro de miedo.
—Mi general, hemos asegurado el suministro de agua para los artilleros. Y se ha habilitado la bodega del hospital de Sant Lluc para atender a los heridos del baluarte de la Reina.
Álvarez asintió, su rostro severo se suavizó con un atisbo de una sonrisa sincera. En lugar de una orden, les dio una recomendación, susurrando para que los cañonazos franceses no se tragaran sus palabras:
—Muy bien, comandanta. Aseguraos de que vuestras muchachas no se acerquen demasiado a las troneras. Vuestro valor es tan valioso como un cañón, pero os necesito sanas para que la ciudad siga en pie. Recordad que una palabra de aliento a un soldado exhausto puede ser tan poderosa como una ración de comida.
Mientras seguían su recorrido, Álvarez de Castro se encontró con otra mujer, esta vez una anciana que, a pesar de su encorvada figura, transportaba una pila de trapos que usaría para hacer vendas.
—¿Necesitáis ayuda, abuela? —preguntó el general, y Miquel notó el tono de respeto en su voz, el mismo que usaría para dirigirse a un oficial de alto rango.
La anciana negó con la cabeza, su rostro arrugado se iluminó con una sonrisa sin dientes.
—No, mi general. Es mi deber. Cada pedazo de tela que coso es un pedazo de esperanza para los nuestros. Mientras haya esperanza, Gerona no cae.
Álvarez de Castro le palmeó el hombro con afecto. La mirada del general, una mezcla de admiración y respeto, se cruzó por un segundo con la de Miquel, y en ese cruce de miradas el joven teniente comprendió la razón del porqué de las palabras del general. Gerona no se defendía solo con murallas, se defendía con almas.
Antes de abandonar el baluarte, se dirigió a las mujeres que lo rodeaban. Con su voz grave, pero llena de una confianza magnética, les dijo:
—Señoras, la fe de Gerona está en vuestras manos. Si no os doblegáis, si seguís con la misma fuerza que hasta ahora, sé que los franceses se romperán contra esta ciudad como un barco contra las rocas. Vosotras sois el corazón que late detrás de cada baluarte, la fuerza que mueve a nuestros soldados. No temáis, porque mientras os vea aquí, no temeré yo tampoco.
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No portaban armas, pero sí aguardiente para calmar el frío, agua para apagar la sed, vendas para curar las heridas, y palabras de aliento que eran un bálsamo para el alma. Su labor era una coreografía de abnegación. Recorrieron los baluartes, con sus faldas rozando las piedras y sus manos curando heridas. Asistieron a los heridos en los improvisados hospitales, donde el Dr. Armand Dubois, un hombre de ciencia acostumbrado a la lógica, no podía evitar la sorpresa al ver la eficiencia de aquellas mujeres que se movían entre la sangre y los lamentos. En más de una ocasión, tomaron posiciones cuando los hombres caían, llevando municiones, agua o simplemente su presencia, un faro de esperanza en la oscuridad.
Desde el bullicioso Mercadal hasta el silencioso Sant Pere, su presencia se volvió habitual, un recordatorio constante de que la resistencia de Gerona era un esfuerzo de todos. Los soldados, al principio escépticos, empezaron a llamarlas "las Bárbaras", no por salvajes, sino por indomables, por su valentía que desafiaba toda lógica militar. Su coraje era un contagio, una fuerza que se extendía por las trincheras y los baluartes. Miquel Ferrer, al verlas pasar con sus cintas rojas, pensó que los franceses no solo luchaban contra la piedra y el fusil, sino contra el espíritu indómito de la ciudad, un espíritu encarnado en cada una de aquellas mujeres.
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Una noche, durante un intenso bombardeo que hacía temblar los cimientos de la ciudad, una de las comandantas, Josefa Bosch, se negó a abandonar el baluarte de Sant Narcís. Con la cinta roja al viento, ondeando como un estandarte de desafío, y una lámpara en la mano que proyectaba sombras danzantes en la oscuridad, gritó con una voz que se alzó por encima del estruendo de los cañones:
—¡Mientras Santa Bárbara nos proteja, Gerona no caerá!
Y no cayó. No ese día. Ni el siguiente. La Compañía de Santa Bárbara se había convertido en el alma de la resistencia, un testamento vivo de que la fe y la voluntad podían ser tan poderosas como cualquier cañón. Y en las entrañas de Gerona, la guerra no se libraba solo con pólvora, sino con el inquebrantable espíritu de sus mujeres. Mientras el general Álvarez de Castro, en su cuartel general, recibía los informes diarios, sabía que la victoria no sería solo de los hombres, sino de toda la ciudad, unificada bajo la protección de Santa Bárbara.
EL ALTAR Y LA TRINCHERA
El modesto despacho del General Mariano Álvarez de Castro, enclavado en el cuartel general bajo la escalinata de la Catedral de Gerona, era un refugio de voluntad de hierro, pero también un santuario donde la angustia se filtraba como un eco silencioso. El aire, denso y sofocante, llevaba el aroma acre de cera de velas consumidas, la tinta rancia de mapas antiguos y el sudor frío de noches en vela; era un perfume de guerra que impregnaba cada rincón, una mezcla insidiosa de desesperación y la única esperanza que les quedaba. Afuera, el estruendo sordo y constante de los cañones franceses retumbaba como el latido de un corazón monstruoso, un metrónomo implacable que marcaba el ritmo de la destrucción que avanzaba sin tregua. La luz que se colaba por una pequeña ventana, tenue y amarillenta como una esperanza al borde de la extinción, caía sobre el rostro cincelado del General, una máscara de granito esculpida por la fatiga, la enfermedad y una determinación inquebrantable. A su lado, de pie pero con el hombro recostado contra una pared, estaba el General Miguel de Haro, su jefe de logística. Más joven que Álvarez de Castro, con un rostro afilado y una mirada de halcón que no se perdía un solo detalle, representaba la fría y calculada razón, un contrapunto al estoicismo casi místico de su superior. El general Juan Julián Bolívar, estaba de supervisión y de tareas de auxilios por las murallas.

La puerta se abrió con un respeto casi reverente, un sonido que contrastaba con la urgencia caótica que dominaba la ciudad. No era un oficial con un parte de bajas, sino una figura envuelta en negro, encorvada no por la edad, sino por el peso de las almas que guiaba con devoción. El Obispo Pedro Valero entró, su rostro ascético iluminado por ojos profundos como pozos de fe inquebrantable. Álvarez de Castro se levantó, un gesto de deferencia que reconocía en el Obispo un poder tan real como el de sus cañones: el espíritu indómito de una ciudad sitiada.
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—Monseñor —saludó el General, su voz un eco grave que resonó en las paredes desnudas—. No esperaba vuestra visita en medio de esta tormenta.
—La tormenta es la razón de mi presencia, General —respondió Valero, su voz firme como el acero, desprovista de temblor piadoso, pero cargada de resolución—. Mis sacerdotes y yo ya no solo oficiamos funerales ni enterramos a nuestros muertos. Ahora consolamos a los moribundos y alimentamos a los hambrientos con lo poco que queda. Pero nuestros recursos, al igual que la fe de algunos, se agotan. El hambre que ya empieza a notarse con fuerza, General, es un enemigo más insidioso que los cañones franceses, un veneno que roe el alma tanto como el cuerpo.
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El General de Haro carraspeó suavemente, enderezándose. Su voz era grave y práctica, sin el dramatismo de los otros dos. —Señor Obispo, no quiero ser portador de malas noticias, pero los números son crueles. La comida racionada no durará más allá de tres o cuatro meses. Hay quiénes ya sacrifican gatos y perros para hacerse un asado, y esos animales empiezan a desaparecer. Y la desesperación, a la que usted alude, se materializa en deserción. La gente está huyendo, y no hay muro lo suficientemente alto para detener a un hombre que solo ve la tumba. Lo malo es que si caen en manos de los franceses, el trato para los desertores no es nada bueno, precisamente.
El Obispo se acercó a la mesa, sus pasos pausados, y su mirada recorrió los mapas esparcidos, testigos mudos del asedio que estrangulaba la ciudad. Su voz se tornó más íntima, teñida de un conflicto que reflejaba el peso de su cargo.
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—Decidme, Monseñor —interrumpió Álvarez de Castro, su tono cargado de una rabia contenida, una daga que guardaba en el pecho como un secreto ardiente—. ¿Qué dice el Papa de esta carnicería entre hijos de la misma fe?. ¿Dónde está el Primado de España?. ¿Acaso Roma ha olvidado que esta guerra no es contra los moros, sino entre cristianos que se matan como paganos?.
Valero bajó la mirada, como si buscara una respuesta en las vetas gastadas del suelo.
—El Papa… guarda silencio. Y el Primado… se limita a rezar. Ni uno ni otro sangra con nosotros. La Iglesia universal observa desde la distancia, quizás temerosa de que tomar partido comprometa su neutralidad.
—Neutralidad —escupió Álvarez, la palabra cargada de un desprecio que cortó el aire como un filo—. ¿Qué neutralidad hay en ver morir a inocentes bajo el hambre?. Ese es el verdadero ariete de Saint Cyr. Y la desesperación, Monseñor, es la madre que engendra la traición.
—Y la nuestra —intervino de Haro, su voz más baja aún, pero con un peso gélido—, es su hija. Los desertores no solo buscan comida, General, buscan un final. Un final digno, o uno humillante, pero un final. El enemigo nos ofrece una salida, pero me consta que a los desertores le dan trato de traidores, el mismo papel que hacían los antiguos romanos con los traidores.
El Obispo asintió, su rostro endurecido por la verdad.
—Por eso vengo a ofrecerle más que oraciones. Ofrezco nuestros brazos. La Iglesia no puede ser solo un refugio para el alma cuando el cuerpo perece. Debe convertirse en una trinchera. Mis sacerdotes son hombres, muchos de ellos fuertes. Pueden cargar piedras, cavar zanjas, e incluso empuñar un fusil si la necesidad nos acosa.
Álvarez escuchó, su rostro una máscara de granito que ocultaba la tormenta interior. Se levantó y caminó hacia la ventana, contemplando las ruinas humeantes que se alzaban como heridas abiertas en la ciudad.
Álvarez se acercó al Obispo, poniendo una mano firme y respetuosa sobre su hombro.
—Monseñor, no he convocado una defensa militar, sino una cruzada de la que necesito vuestra colaboración. Esta guerra es justa. Dios no puede estar con la traición, ni con la tiranía que estos franceses traen bajo el pretexto de la libertad. Nos han quitado a nuestro Rey, a nuestro honor, a nuestra patria, y ahora pretenden arrebatarnos nuestra alma. Vuestra presencia aquí, vuestra ofrenda, es la prueba de que Gerona sigue siendo un baluarte de la verdadera fe. Mis hombres defienden la piedra, pero vosotros, Monseñor, sois los que protegéis el espíritu. Y un espíritu no se rinde jamás.
—Con la mitad de los sacerdotes, Monseñor, podría liberar a mis hombres para el combate —propuso de Haro, con la voz calculadora—. Podrían reforzar los bastiones, ayudar en el reparto de víveres…
Álvarez de Castro interrumpió a su lugarteniente, elevando la voz con una convicción que resonó en el cuarto.
—¡No, Miguel!. El esfuerzo de la Iglesia es un milagro que no tiene parangón. Vuestra labor, Monseñor, no es solo de caridad. He recibido partes sobre la valerosa Compañía de Santa Bárbara, y sé que las monjas están en los hospitales, atendiendo a los heridos con una piedad que ni la más sangrienta de las batallas puede apagar. Habladme de la novicia Sor Teresa que todos hablan , de las monjas de San Daniel y las Capuchinas, que con sus propias manos arrancan trozos de sus hábitos para hacer vendas. ¡Ese es el verdadero ejército de la ciudad!. El vuestro. Y su sacrificio es la mejor prueba de que esta batalla, más que política, es una lucha del bien contra el mal. Es una bendición que me anima a seguir con esta resistencia.
Álvarez de Castro se giró para encarar al Obispo, una chispa de esperanza brilló en sus ojos cansados, como la última brasa de una hoguera moribunda. —Monseñor, vuestra lucidez os honra. Pero la solución no está en rendirse que como sabe lo he prohibido totalmente, sino en organizarse. No les pediré que empuñen fusiles, a menos que no quede más remedio, aunque los capellanes que lo deseen son bienvenidos si desean ejercer de soldados. La ayuda terrenal de vuestros sacerdotes será un regalo del cielo. Pero por su parte, el arma más poderosa del cual disponéis los curas es la palabra. Necesito que prediquen resistencia, no resignación. Que transformen cada iglesia en un bastión, no de piedra, sino de moral inquebrantable. Que organicen a las mujeres para coser vendas, que enseñen a los niños a llevar mensajes, comida y municiones con sigilo, que conviertan cada sermón en una arenga que encienda el espíritu. Recuérdeles que morir de hambre es una muerte sin gloria, pero caer luchando es sembrar la semilla de una leyenda eterna.
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—¿Y qué hay de la caridad, General?. ¿Qué queda de la piedad cristiana en esta guerra? —preguntó Valero, su voz teñida de un conflicto que buscaba equilibrio.
—La caridad, Monseñor, ha cambiado de rostro. En tiempos de paz, era dar pan al pobre; en tiempos de guerra, es negar una rendición que nos llevaría al martirio y a la ignominia. La mayor piedad ahora es la victoria. Y la mayor caridad, la supervivencia. Decidles que Dios no aguarda nuestras almas en los cielos, sino que está aquí, en las murallas, esperando nuestro coraje. Que cada ración compartida sea una comunión sagrada, y cada piedra lanzada al enemigo, una oración que ascienda al cielo.
Álvarez de Castro tomó una vela de la mesa y la sostuvo a la altura de sus ojos. La luz anaranjada iluminó su rostro demacrado, pero firme.
—Mirad esta llama, Monseñor. Es débil, tiembla con el menor soplo. Pero si la protegemos, si la alimentamos, puede encender un incendio que consuma la desesperación. Esa llama, Monseñor, es la fe de Gerona. Es vuestra fe. Yo puedo proveer las murallas, pero vos debéis proveer la chispa. Sin vuestra ayuda, mis hombres lucharán contra el enemigo y contra la desolación de sus propias almas. Juntos, haremos que el nombre de Gerona resuene en toda la eternidad.
—Y que nos den sus manos, Padre —añadió de Haro, con la convicción del que cree que la ayuda terrenal es la única que importa—. Los necesitamos en la tierra, no solo en la iglesia.
El Obispo Valero se levantó, una nueva determinación brillando en su mirada. Había llegado en busca de soluciones prácticas, pero encontró una teología forjada en el fragor de la batalla.
—Así se hará, General. La Iglesia de Gerona servirá a Dios sirviendo a la ciudad. Convertiremos la fe en nuestro escudo.
—No, Monseñor —replicó Álvarez con una media sonrisa amarga—. La convertiremos en nuestra arma más afilada, y espero que todos recen por Gerona, que no puede caer ni ser derrotada mientras quede vivo un solo gerundense.
Esa misma tarde, en un rincón de la nave central de la Catedral, iluminado apenas por un puñado de velas trémulas y las luces que todavía entraban por las vidrieras aún no del todo destrozadas, el Obispo Valero ascendió al púlpito más cercano. El espacio, antes un santuario de paz, se había transformado en un mar de catres, cuerpos heridos y gemidos que ascendían hacia las bóvedas góticas como un incienso de sufrimiento. Ante él no había fieles en bancos cómodos, sino los espectros vivos de Gerona: mujeres con rostros surcados por el hambre, ancianos con miradas perdidas, soldados con heridas que supuraban la derrota.
Valero los observó, y cuando habló, su voz no fue la de un príncipe de la Iglesia, sino la de un hombre que había mirado al infierno a los ojos y decidido enfrentarlo.
—Hijos míos, hermanos en el sufrimiento —comenzó, su tono bajo pero cortante como una espada en el aire denso—. Me preguntáis en vuestros silencios, en vuestras miradas agotadas, ¿dónde está Dios?. Lo buscáis en el cielo, y solo veis el humo de los cañones. Lo buscáis en el consuelo, y solo halláis el dolor de vuestras heridas. Os digo que estáis buscando en el lugar equivocado.
Hizo una pausa, dejando que sus palabras se hundieran como anclas en el alma de los presentes.
—Dios no está en la promesa de un milagro que nos salve. No está en la esperanza vana de que los ejércitos de Sevilla lleguen a tiempo,……y ojalá llegaran. Esa es una fe infantil. Nuestra fe, la fe de Gerona, debe ser la de hombres y mujeres hechos de acero. Dios está en las manos de esa mujer que rasga su falda para vendar a un extraño. Está en la pala de ese hombre que, hambriento, refuerza la muralla con sus últimas fuerzas. Está en el estómago vacío de vuestros hijos, que aprenden demasiado pronto que el honor es, a veces, el único sustento que nos queda.
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»No os prometo el paraíso si caéis. Os pido algo más arduo: que viváis. Que luchéis por el aire que respiráis, por el trozo de pan duro que compartís con un hermano. Los franceses nos ofrecen una muerte rápida en la batalla; el hambre, una agonía lenta donde caigamos. Yo os ofrezco una tercera senda: la muerte que elegimos nosotros, de pie, enfrentando al enemigo con el pecho abierto y con la dignidad presente. Por tanto, oídme bien: vuestra iglesia es ahora esta barricada. Vuestro rosario, el fusil o las hoces que empuñáis. Vuestra oración, el grito que desafía la noche y os mantiene en contacto con Dios que nunca os deja solos. Y vuestra hostia consagrada, cada patata raída, cada rata cazada, cada bocado inmundo que nos sostenga hasta el alba, y que pueda racionarse para otro día más de supervivencia.
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»No recéis por la salvación, que es un sueño de débiles. Rezad por la fuerza, que es el don de los valientes. No imploréis piedad, que es un lujo que no podemos permitirnos. Ofreced resistencia, porque esa resistencia, hijos míos, es la única oración que Dios escucha en este infierno. Y si caemos, que nuestras almas no asciendan al cielo, sino que queden ancladas en las piedras de esta ciudad, como un testamento eterno de que Gerona, aunque muera, jamás se doblegará. Dios esté con vosotros. ¡Amén!.
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Un murmullo de emoción, de comprensión y de renovada fuerza recorrió la nave, un despertar que reemplazó la resignación por un fuego latente. En un rincón, la novicia Sor Teresa, una joven monja de hábito oscuro y rostro enjuto, escuchaba con manos temblorosas. Tomó una vela encendida, símbolo de su fe inquebrantable, y la colocó sobre lo que había sido un barril de arenques, un altar improvisado donde la guerra y la devoción se fundían en un solo acto de fe. La llama, frágil pero decidida, danzaba sobre la mecha, un ruego visceral que encarnaba la resistencia de Gerona, un credo forjado en la adversidad. Gerona se encomendaba a lo que decidiera Dios, y la novicia Teresa rezaba con más intensidad que nunca.
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EL MERCADO DE LA DESESPERACIÓN
En el corazón de Gerona, en el burdel de Isabel “La Leona” —el infame "Racó de l’Esplai" para los curas y frailes— la guerra se vivía en un universo paralelo, regido por leyes inmutables: las de la oferta y la demanda. Las gruesas paredes de piedra, que antaño amortiguaban risas, cantos y lamentos, ahora vibraban con el eco apagado de los cañonazos, una pulsación grave y constante que se había incrustado en la conciencia de todos, como el recordatorio persistente de que el infierno estaba a unos pocos pasos.
El aire, antaño cargado de perfume barato, vino agradable y el calor húmedo de los cuerpos, se había tornado en un miasma espeso y agrio: caldos aguados debido al racionamiento, el hedor de heridas que supuraban miseria, el aroma metálico de la sangre que no dejaba de fluir y el dulzón penetrante de las hierbas medicinales. Era el aliento de la desesperación, la esencia misma de una ciudad moribunda, cuyos olores se percibían por todas partes.
Isabel, enjuta y de rostro ya surcado por arrugas que todavía no delataban la edad sino la experiencia, había visto todas las formas de la miseria humana. No era solo la dueña de un burdel: era una estratega de la economía de guerra. Mientras las Juntas de Gobierno de todo el país se perdían en discursos y teorías, ella administraba víveres, camas, favores y secretos con la precisión de un contable y la sangre fría de un general.
En la sala principal, donde aún circulaban doblones, reales y pesetas —las últimas reliquias de un orden que se desmoronaba—, un miliciano con el uniforme desgarrado y la cara tiznada de hollín discutía con un mercader de telas cuya barriga desafiaba al hambre.
—¡Esto no es una taberna, es un puesto de resistencia! —gruñó el miliciano, su voz rota por la fatiga. Había enterrado a tres compañeros esa mañana y el sabor a pólvora y tierra húmeda no se le iba de la garganta.
—Y tú no eres más que otro hombre buscando consuelo —replicó el mercader, con un dejo de desprecio que delataba su propio miedo. Se alisó el chaleco, un gesto de una normalidad patética—. Tú arriesgas la vida por la patria; yo arriesgo la mía por mi negocio. Ambos venimos aquí por lo mismo: olvidar que, fuera de estas paredes, no somos nada.
Isabel, con la rapidez de quien sabe que la tensión puede costar clientes, se interpuso entre ambos. Sus ojos, astutos y penetrantes, leían el alma de los hombres como un libro abierto. “La guerra siempre huele igual”, pensó, observando cómo la rabia del miliciano se desvanecía ante la mirada fría del mercader. “A miedo, a sudor, a carne rota. Y los hombres, sin importar el rango, acaban pudriéndose de la misma manera”.
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En una de las salas, donde antes se jugaba a las cartas hasta el amanecer con las putas, ahora bullía una improvisada cocina de campaña. Las “chicas”, con las manos agrietadas y las uñas destrozadas, desgarraban sábanas y cortinas para hacer vendas, limpiar cadáveres o secar el sudor de los moribundos. Aun así, otras habitaciones seguían funcionando. En el Racó, las jerarquías sociales se diluían: generales, campesinos, oficiales, comerciantes… todos eran iguales bajo el peso de la guerra.
En un rincón, una recién llegada de Figueres por sus contactos con la guerrilla, con apenas quince años, rompió en un sollozo contenido, su cuerpo sacudido por el miedo. Pilar Tornabells, una veterana curtida en cicatrices visibles e invisibles, se acercó y le dio un breve empujón para que dejara de estar intranquila..png)
—¡Deja de lloriquear, coño! —gruñó como un cuervo, su voz rasgando el aire—. ¿Crees que tus lágrimas detendrán una bala?. Aquí los hombres vienen a vaciar sus cojones y a olvidar. Y cada uno que lo hace aquí es uno que puede seguir luchando allá afuera. Este es nuestro puto frente de batalla. Ahora sigue rasgando, si no quieres que te sirvan en un plato.
Horas más tarde, en la quietud sofocante de la noche, Pilar se deslizó hasta el catre de la chica, que todavía temblaba. Le apoyó una mano en el hombro, con un tacto que no revelaba la dureza de su alma. —No llores donde te vean —susurró, con un hilo de voz ajeno a la suya—, bastantes penas están soportando todos como para que te vena llorar. Llora aquí, donde nadie te juzga ni te puede ver. Y ahora duerme, que mañana el infierno sigue.
En otra parte de la ciudad, Don Rafael de la Riva —especulador y depredador nato— revisaba sus libros de cuentas. Para él, cada obús que caía era una variación en el mercado de la miseria. Se había aprovisionado de grano y sal antes del asedio; ahora el hambre multiplicaba su valor.
En su alcoba, Carmen Barrau, su amante, pagaba su supervivencia con información. No era un acto de amor, ni de pasión; era como un contrato. Igual como lo había tenido con Isabel “La Leona”.
—Cada vez que me tocas, Rafael, muere una parte de mí —susurró ella, con la mirada perdida en el techo de madera, en el eco de los cañonazos.
—Y, sin embargo, tu padre vive —replicó él con una frialdad que helaba la sangre—. El sargento ha sido herido, pero aún vive. ¿Qué sabe hoy?.
—Que la muralla de Montjuïc está débil y que los franceses refuerzan la “Piedra de San Rafael”. Álvarez de Castro trabaja día y noche en las defensas, y las supervisa casi a diario.
—La información es poder —sonrió Rafael, sus ojos brillando con avaricia—. Puede ser nuestra salvación.
—Quiero promesas para mi familia —demandó Carmen, su voz recuperando algo de fuerza—. Si la ciudad cae, nos salvas. O…
—Y yo quiero saber cuánto durará esto —cortó él, absorto en sus cálculos, para él la vida de Carmen y su padre no eran más que un elemento más en sus cálculos de supervivencia y en el negocio que había emprendido. Tampoco estaba seguro de poder salir con vida de allí, pero no dejaba de ser un especulador que también veía la oportunidad de enriquecimiento con la guerra.

En la muralla, con la brisa gélida de la noche, Pilar se encontró con un soldado moribundo. Le ofreció agua a cambio de un papel con coordenadas francesas. El soldado aceptó. Mientras bebía, le entregó el papel. Pilar lo memorizó, lo arrugó y lo quemó con un candil. “El fuego no traiciona”, pensó, mientras la ceniza se esparcía con el viento. Su acto era un intercambio de información, un cálculo de riesgo. La habilidad para el espionaje, la información de la posición enemiga, era para ella más valiosa que la vida de un hombre. Era un negocio, una operación de espionaje que la Junta Central de Sevilla, tan preocupada por la etiqueta, jamás habría concebido.
Esa noche, Isabel y Rafael de la Riva discutieron en el burdel. —Tú vendes muerte, yo vendo olvido —dijo ella, con una voz dura y cortante—. Y el único oro que vale aquí es el que nos deja seguir vivos.
—El oro es la última moneda —replicó él, con la misma voz.
—No, Rafael. La última moneda es el hambre. Y esa no tiene precio.
Un hombre entró cargando un saco de grano. —¿Cuánto, Isabel? —Hoy, el pan vale más que el oro —le dio un trozo de pan y agua—. Y tú vales menos que el pan.
Un silencio pesado se apoderó del lugar. Afuera, una explosión rasgó la noche, seguida de un grito. En el Racó de l’Esplai, la guerra no se detenía: se adaptaba, se infiltraba, convertida en un comercio tan frío como necesario, sea sexual, de información, o de víveres en negro. La supervivencia era ley; la resistencia, un lujo.
EL ALTAR Y EL BISTURÍ
La majestuosa Catedral de Santa María de Gerona ya no era casa de Dios, sino un matadero de piedra. La luz, antaño filtrada en destellos de colores por los vitrales, ahora se perdía entre el humo de los braseros, el polvo de los escombros y la sombra de las velas temblorosas. El incienso había sido desplazado por un olor denso y agrio: sangre coagulada pegada a las losas, sudor rancio de cuerpos febriles y la dulzura corrupta de la gangrena. A ese miasma se sumaban los quejidos, una letanía desordenada que no buscaba el cielo, sino un alivio que pocas veces llegaba.
Sobre los altares, despojados de sus telas sagradas, reposaban vendas ennegrecidas, sierras melladas, frascos de aguardiente y bisturís oxidados. Los bancos estaban ocupados por heridos, amputados y moribundos. La nave principal, bajo la sombra de la gigantesca bóveda, se había convertido en un teatro de horrores.
En medio de ese caos, el Dr. Armand Dubois —único francés aceptado por los gerundenses— trabajaba como un incansable herrero de la carne. El sudor y el hollín le ennegrecían el rostro; sus manos, teñidas de rojo hasta la muñeca, se movían con una precisión despiadada, la de un hombre que ha renunciado a la piedad. A su lado, Pedro, un aprendiz de medicina de apenas diecisiete años, que hasta hacía unos meses estudiaba anatomía en libros y practicaba médicos, intentaba no vomitar. Su cabeza le suplicaba que se marchara, que saliera corriendo de ese infierno. Pero sus pies se negaban a obedecerle. Se sentía anclado por el horror y el deber que le imponía el juramento de Hipócrates como principio ético.
Sobre una mesa improvisada, un miliciano de barba rala y apenas veinte años se retorcía. Un obús le había destrozado el fémur y la gangrena avanzaba como una sombra negra que carcomía la carne viva.
—¡Brasero! —bramó Dubois sin levantar la vista—. Y el aceite… que hierva.
Pedro se quedó petrificado. Sus ojos, dilatados por la angustia, se fijaron en el metal incandescente. —¿Aceite… hirviendo, doctor? —La voz se le quebró, apenas un susurro—. ¿Eso… salva o… castiga?
Dubois alzó la cabeza, sus ojos brillando con una furia helada. La voz del médico era un gruñido ronco. —¡Salva la vida, si es que queda algo que salvar!. ¡Aquí no hay milagros, muchacho!. Solo hay hierro y fuego. Y una decisión: ¿prefieres que lo deje aquí pudriéndose como un perro, o que le dé una oportunidad de vivir como un hombre?. ¡Muévase!. ¡Maldita sea!.
Pedro obedeció. El aceite borboteó y, al verterlo sobre la herida, soltó un siseo infernal que se mezcló con el grito agónico del soldado. El alarido retumbó bajo las bóvedas góticas como si quisiera expulsar el alma del cuerpo. Los vitrales, que narraban la vida de los santos, vibraron con cada nueva explosión de los cañones franceses. Los ojos de las figuras de colores parecían observar la escena con una impotencia divina, testigos mudos de un sufrimiento que trascendía su divinidad, de un infierno que desafiaba cualquier representación celestial.
En un banco cercano, el sargento Cesc, con el hombro vendado, masculló con voz ronca: —Al menos los franceses matan de un tiro… ustedes nos arrancan la vida bocado a bocado.
Fue entonces cuando la puerta lateral de la catedral se abrió de golpe. Una ráfaga de aire ya propio de verano y polvo entró junto con la novicia Teresa, seguida por cinco monjas: tres de las Capuchinas y dos del convento de Sant Daniel. Sus hábitos, ennegrecidos por el polvo y el humo, contrastaban con la luz mortecina que entraba desde la calle.
El impacto fue inmediato. Teresa se detuvo un instante. Sus ojos recorrieron el suelo cubierto de sangre seca, las pilas de miembros amputados envueltos en sacos, los rostros lívidos de los que ya no despertarían, y ese olor insoportable. Una monja se llevó la mano a la boca para contener un vómito. Otra rompió a llorar en silencio, santiguándose una y otra vez. Pero Teresa no lloró. Su rostro, aunque pálido, se mantuvo impasible, una fortaleza de fe en medio del caos.
—Santo Dios… —musitó—. ¿En qué hemos convertido Tu casa?
Dubois, inclinado sobre su paciente, ni siquiera la miró al responder: —En un taller para mantener vivos a los que aún pueden empuñar un fusil. Aquí solo sirven la seda y el bisturí, hermana. Los rezos se quedaron fuera, en el claustro.
—Y el alma, doctor… —replicó Teresa con una serenidad que traspasó la coraza del médico—. ¿Con qué la cose usted?.
Dubois soltó una carcajada breve y hueca. —El alma ya está gangrenada. La mía, la suya, la de todos aquí dentro.
Teresa no bajó la mirada. —Entonces deje que yo remiende las que aún respiran. Quizá alguna se salve.
Sin esperar respuesta, dio instrucciones rápidas a las monjas. —Vosotras, traed agua limpia de la pila bautismal. Tú, quema ese trapo y tráeme lino seco. Vamos a limpiar todo lo que podamos antes que anochezca. Y limpiar en todo lo que podáis este apestoso lugar, limpiadla como debe de estar limpia la Casa de Dios.
Mientras las monjas se movían entre los heridos, limpiando, hidratando labios secos, rezando en voz baja por los heridos, la voz del Obispo Valero, que recitaba el rosario en el lado lateral de la enorme nave única de la Catedral, se alzó como un murmullo constante sobre los quejidos. Teresa se arrodilló junto a un muchacho y le vendó la pierna con mano firme. “Esto no es curar”, pensó Pedro, observándola. “Esto es sobrevivir. Y a veces, sobrevivir es peor”.
De pronto, el bombardeo cesó. Un silencio pesado cayó sobre todos, un silencio que era casi más aterrador que el estruendo. Dubois dejó el bisturí en la mesa. Pedro contuvo la respiración.
—¿Se han callado los cañones? —preguntó el muchacho, su voz un hilo.
—No —contestó Dubois, sin apartar la vista de su paciente—. Están tomando aire.
En ese instante, Dubois y Teresa se miraron. Él, con el bisturí manchado de sangre; ella, con una venda limpia en las manos. Eran dos mundos opuestos, dos formas de entender el dolor, pero en Gerona, hasta los opuestos se abrazaban para no morir. En el altar de la desesperación, la ciencia y la fe se habían aliado en la oscuridad de la muerte.
LA ORACIÓN Y LA RACIÓN
En el claustro del convento de Sant Daniel, aquella tarde gris de principios de verano de 1809 olía a humedad, a incienso viejo… y a pólvora. Desde hacía horas, las campanas de la ciudad estaban mudas, su bronce silenciado por el retumbar de los cañones. La ciudad entera era una caja de resonancia para el estruendo de la guerra.
En la capilla, una docena de monjas, envueltas en hábitos oscuros, se arrodillaban ante un altar improvisado. Las velas proyectaban sombras alargadas que danzaban sobre la piedra, como si la luz, también ella, quisiera huir del terror.
—Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor, Dios nuestro… —entonó Sor Inés, con una voz firme pero cansada, como la tierra de Gerona bajo el peso de la guerra.
El murmullo de las demás se unió al suyo, formando un hilo de oración que las enlazaba en un solo cuerpo y una sola fe.
—En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Las oraciones fluían como un arroyo sereno… hasta que fuera, el monstruo de hierro volvió a rugir con una furia inusitada. El estruendo de los cañones se acercaba, cada golpe más cercano, más violento. El eco de los obuses golpeaba las gruesas paredes del convento, haciendo temblar los candiles.
Sor Teresa, la novicia, sintió cómo le temblaban las manos. Se inclinó hacia Sor Inés, su voz apenas un hilo. —¿Y si entran?. ¿Si profanan el altar? —susurró, con los labios blancos.
Sin apartar la vista del crucifijo, Sor Inés respondió: —Entonces rezaremos más fuerte. El rosario, Teresa, es nuestra muralla.
El rezo continuó. Afuera, el viento golpeaba las vidrieras; adentro, el Ave María se repetía una y otra vez, como un tambor de resistencia.
De pronto, un grito rompió el rezo. No era un grito de dolor, sino una orden ronca que resonó por las callejas: —¡Han cruzado el río! ¡Los gabachos están aquí!.
El silencio se apoderó de la capilla. Las monjas se miraron, sus ojos llenos de un miedo ancestral. Pero ninguna se movió. Sor Inés se incorporó y, con el rosario en la mano, comenzó de nuevo, esta vez con voz de campana: —Dios te salve, María, llena eres de gracia…
—El Señor es contigo… —replicaron todas, unidas en un coro que era mitad plegaria, mitad desafío a la muerte.
La puerta del convento tembló bajo los golpes de un fusil. Luego cedió de golpe. Un soldado francés irrumpió, con el uniforme polvoriento y la bayoneta calada. Se quedó quieto, cegado por la luz titilante de las velas y por el rezo que lo envolvía como una niebla. Los ojos de Sor Inés se clavaron en él, serenos, inquebrantables.
—Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios…
El soldado dudó. Su mirada se perdió en el rostro de la monja, en la paz de aquel lugar. Pero entonces, un cornetín sonó con urgencia desde la calle, una llamada de retirada. Afuera, el estruendo de la batalla se alejaba, sustituido por gritos de victoria en español. El ataque había sido rechazado. Los soldados franceses se replegaban.
El soldado francés, desorientado, miró a su alrededor. No había logrado romper las líneas de defensa gerundenses. Con la bayoneta aún en la mano, dio media vuelta y salió sin decir palabra, arrastrado por la marea de la retirada.
El rosario terminó. El “Amén” resonó bajo las bóvedas como un sello sagrado, más poderoso que cualquier fusil.
Esa noche, el silencio en la sala capitular era más pesado que el plomo. No era ausencia de ruido, sino un tapiz de sonidos interiores: estómagos vacíos, el susurro de los rosarios y el eco lejano de la batalla que aún no terminaba.
A la luz de un único candil, la Madre Asunción, de mirada serena pero marcada por años de oración, permanecía en silencio. Su sola presencia era un ancla.
—Nuestra fe nos da la fuerza para resistir —dijo Sor Inés, remendando un hábito con dedos ágiles y curtidos por la huerta—. Nos da la fuerza para luchar, para defendernos. Pero a veces, hermana, me pregunto si no luchamos por la ira y no por la fe.
Teresa sintió el aguijón en el pecho. Su voz, aunque baja, vibró como metal golpeado: —¡Pero es nuestra fe lo que está en juego!. No es solo la muralla, hermana… es la casa de Dios. Ellos traen la impiedad de su Revolución, el desprecio a la cruz. No luchamos solo por la vida, sino por el alma de Gerona.
Sor Lucía, la más joven, apretó un crucifijo diminuto. Su voz era un susurro que temblaba de inocencia. —Yo oigo sus gritos… los nuestros y los suyos. Todos lloran igual. ¿No son hijos de Dios también ellos?.
Sor Inés dejó la aguja y la miró con gravedad. —Quizá. Pero del sermón al plato de sopa hay un trecho. Y ahora solo tenemos una fanega de garbanzos para toda la semana. Esa es mi guerra justa: encontrar una patata más en la despensa.
La Madre Asunción cerró los ojos y llevó el rosario a los labios. En la penumbra, cada una libraba su propia batalla: Teresa, con su fe ardiente; Inés, con su pragmatismo de tierra; Lucía, con su inocencia temblorosa. Afuera, la guerra rugía. Dentro, otra guerra más sorda, pero igual de implacable, seguía su curso.
EL CONSEJO DE LOS ANCIANOS OLVIDADOS
La trastienda de la panadería de Joan Marc ya no olía a pan caliente ni a levadura. El gran horno, un corazón de ladrillo frío y mudo, permanecía inmóvil, como un coloso que ha olvidado su propósito. Ahora, el aire era una mezcla agria y punzante de humedad, madera vieja y ese vacío helado que solo deja la ausencia de vida. En las grietas del techo, las sombras se aferraban como espectros, bailando al capricho de la luz moribunda de un candil. En torno a una mesa coja, se reunían los supervivientes de demasiados inviernos, las voces que nadie consultaba, los que lo habían visto todo y a quienes la guerra les había robado hasta el miedo.
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Jaume Riera, antiguo sargento en la Guerra del Rosellón, tenía las manos nudosas como raíces secas y unos ojos que habían visto demasiados horrores para conservarlos limpios. Golpeó la madera con un nudillo huesudo, el sonido resonando en el silencio. —Hablan de asedio como si fuera algo nuevo. Yo vi a los sans-culottes en el 94. Ellos luchaban por una idea, una locura que les ardía por dentro. Estos de ahora… —su voz bajó a un susurro, ronca como grava arrastrada por un torrente—, luchan por un hombre. Y un hombre tiene orgullo, y el orgullo herido… eso no conoce piedad.
Bernat Puig, que había sido el maestro platero más prestigioso de Gerona, acariciaba un rosario de plata. Sus dedos, que un día dieron forma a la belleza, ahora temblaban de hambre. —Y los nuestros, ¿por qué luchan, Jaume?. ¿Por una idea que ya se ha roto?. ¿Por una patria que ya no nos da ni pan?. Lo que veo es la ira, no la fe. El odio, no el honor. La guerra nos está convirtiendo en lo mismo que combatimos. —Bernat miró el rosario en su mano y, por un instante, vio el reflejo de la luz en la plata bruñida. Fue como un latigazo del recuerdo: la imagen de su taller, el olor a metal pulido, el sonido rítmico de su martillo. La paz.
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Eulàlia Grau, viuda, se acomodó el chal. La piel de su cara era fina como el papel, pero en sus ojos había una dureza que el hierro no podría igualar. —No es el orgullo lo que me asusta, Jaume, ni el odio. Es su método. Avanzan como la langosta, sin dejar nada vivo. Antes había reglas. Se respetaban las iglesias, a las mujeres… Ahora todo vale. Mis nietos ya no lloran; solo miran la pared, como si pudieran encontrar la comida entre las grietas. —Cerró los ojos, y una lágrima silenciosa se deslizó por su mejilla. Por un momento, no vio las caras pálidas de sus nietos, sino el recuerdo de la panadería de Joan Marc en un día de fiesta, con el aire lleno del dulce aroma a pan de anís y la risa cristalina de los niños. Su alma se desgarraba.
Hubo un silencio que pesaba más que cualquier palabra. Solo se oía el crepitar tenue de la mecha del candil, un corazón pequeño y moribundo en la inmensidad de la noche. Afuera, el asedio continuaba.
—El gobernador Álvarez de Castro dice que se hará “según convenga” —retomó Jaume, esbozando una media sonrisa desdentada—. Y tiene razón. Ayer, Eulàlia, diste tu última sopa al hijo del vecino porque convenía. Mañana, quizá convenga clavar un cuchillo para defender ese mismo plato. Eso también será Gerona. Es la supervivencia, no la maldad. No sé qué tiene Álvarez de Castro en los almacenes de su comida para racionamiento, pero cuando se terminen, el hambre que soportamos se convertirá en nuestra tumba.
—No me hables de supervivencia, Jaume. Me hablas de perversión —replicó Bernat, con la voz quebrada—. Me hablas de renunciar a todo lo que somos. ¿De qué sirve resistir si al final no queda nada que valga la pena salvar?.
Un golpe sordo en la puerta los sobresaltó. No era un cañonazo, sino el sonido de una mano débil que se aferraba a la madera. La puerta se abrió y un joven miliciano, pálido y con una herida sangrante en el hombro, se desplomó en el umbral.
—Necesito… refugio… —murmuró, su voz apenas un hilo.
El dilema abstracta se materializó ante ellos. La mano de Jaume se movió instintivamente hacia su cinturón, donde ya no había una espada. Eulàlia se arrodilló junto al joven, sus dedos delicados palpando la herida. —Lo han atravesado con una bayoneta. Necesita un médico.
Bernat, con el rosario en la mano, se acercó. Miró el rostro del muchacho, que bien podría ser uno de sus propios nietos, y supo que la discusión sobre el honor había terminado. Su humanidad no se había perdido. —No hay médicos para los que luchan. Hay que esconderlo. Y darle de comer.
Jaume se levantó, su cuerpo tenso. —¿Estás loco?. Es un riesgo. Si lo encuentran aquí, nos matarán a todos.
—Y si lo dejamos morir, ¿cómo vamos a vivir con eso? —La voz de Eulàlia sonó como un puñal—. Ya no luchamos por la patria, Jaume. Luchamos por él.
Bernat, sin dudarlo, tomó el rosario de plata y lo puso en la mano del joven inconsciente. —Toma. Es lo último que me queda. Y reza, muchacho. Reza, porque si no hay nadie que lo haga, moriremos en el olvido.
Pere Munt, en su rincón, no había apartado la vista del papel arrugado. Su pluma, de palo de gallina, se movía sobre el improvisado pergamino. No era un diario, sino la crónica que nadie leería. Escribía sobre el olor a humedad, la tristeza de los ancianos, la llegada del muchacho, las lágrimas de Eulàlia… Escribía para sí mismo, para no olvidar, para que el recuerdo de la panadería, y no solo el sonido de los cañones, sobreviviera. —Las piedras guardan la memoria… —murmuró, sin dejar de escribir—, pero solo la tinta puede darle voz.
Mientras Jaume ayudaba a Bernat a arrastrar al muchacho a un rincón, Eulàlia les cubrió con su chal. Miró a Jaume y por un instante sus ojos se encontraron. No había palabras. Solo el conocimiento compartido de una promesa no cumplida. —Esto también será Gerona —dijo Jaume, con un tono distinto, más resignado que belicoso.
—Y yo, aún así, le daré de comer —respondió Eulàlia, con la voz firme—. Mi último trozo de pan.
En aquella trastienda olvidada, mientras los generales trazaban líneas en mapas y los políticos pronunciaban discursos vacíos, los viejos de Gerona llegaron a una conclusión: la supervivencia ya no era una cuestión de fe ni de honor, sino el último acto de bondad en un mundo que había perdido la suya.
El candil parpadeó, y un poco de polvo y cal cayó del techo, como si las propias piedras lloraran la verdad que los ancianos acababan de pronunciar.
Nadie respondió. El silencio se hizo pesado, denso, como si esperara una respuesta que nunca llegaría.
—¿Y si al final, aunque ganemos, no queda nadie para contar la historia? —preguntó Bernat, con la mirada fija en la oscuridad.
EL PRECIO DE LA GLORIA
La nave de la Catedral de Gerona había dejado de ser un lugar de oración para convertirse en un santuario profano del sufrimiento. Ya no olía a incienso milenario ni a la cera de mil ofrendas; respiraba, sí, pero con un aliento enfermo y pesado, una mezcla obscena de olores que se disputaban cada resquicio del espacio sagrado. El dulzor empalagoso de la gangrena, el hierro rancio de la sangre seca, el sudor agrio de los cuerpos exhaustos y el hedor punzante de la orina y la mierda de las cagadas formaban un miasma que asfixiaba el alma. La luz, descompuesta por los vitrales rotos, ya no caía en bendiciones, sino que trazaba sobre el humo figuras irreales, sombras de santos y demonios que se deslizaban sobre una marea de carne y hueso, donde el gemido era la única letanía. Era la sinfonía de la agonía, un coro desesperado que resonaba bajo las bóvedas góticas y que había reemplazado el canto de los oficios.
En la penumbra de la nave lateral, el cirujano Armand Dubois se apoyó en una de las columnas, la mano manchada de sangre oscura. Sus ojos, enrojecidos de fatiga, se posaron en la figura del general Mariano Álvarez de Castro. El brigadier, con las manos detrás de la espalda, observaba la marea de moribundos. No era la postura de un general que supervisa la carnicería, sino la de un padre que contempla a sus hijos heridos. El cirujano notó algo nuevo, una delgadez impropia en el rostro del militar y un temblor casi imperceptible en sus manos, que no podía ocultar.
—Mi general —dijo Dubois, su voz ronca por el hastío—. He notado una palidez inusual en usted. Y ese temblor en las manos no lo había visto antes.
Álvarez de Castro se giró, lentamente, su rostro una máscara de determinación que no admitía fisuras, pero sus ojos, cansados y profundos, traicionaban el tormento que la guerra le había tatuado en el alma. Su uniforme, digno incluso en su desgaste, estaba bordado con manchas de polvo y sangre, como medallas que nadie había querido. Sus botas de caña alta, más que pisar, arrastraban el cansancio de mil noches en vela.
—Como un hombre que lleva tres meses defendiendo una ciudad sin dormir ni comer como es debido, igual que hacen los demás. Nada más, doctor. —Su voz, aunque baja, tenía la firmeza del hierro.
—No es solo eso —replicó Dubois, con una franqueza que la guerra había hecho posible entre ellos—. Su pulso es débil y rápido. La fiebre no es alta, pero constante. Su cuerpo está agotándose.
—Mi cuerpo puede aguantar lo que Gerona necesite de él —respondió el General, volviendo a fijar la mirada en el caos de la nave—. Mi cuerpo no tiene la potestad de rendirse.
El cirujano suspiró, sabiendo que discutir era inútil. —Debe comer más, mi general, aunque sea el pan duro que traemos de la muralla de la Reina. Y beber agua limpia. Las fiebres intermitentes no son cosa de broma, y las condiciones de salubridad aquí son… nefastas.
—Me alimento de la rabia que siento por el gabacho —dijo Álvarez, con una frialdad que heló el ambiente—. Y el agua limpia es un lujo que no puedo pedirle a mis hombres. Procederé en cada situación según convenga, doctor. Y ahora, déjeme. Tengo que enfrentarme a algo peor que cualquier enfermedad.
Álvarez de Castro se movió entonces. Se deslizó entre los cuerpos de los moribundos, eludiendo con cuidado un brazo extendido, deteniéndose ante un muchacho que yacía con la pierna destrozada. Reconocía su rostro. Era el hijo de un panadero del barrio de Sant Pere, un chaval que había entregado a no recordaba quién un mendrugo de pan caliente la noche antes de que los franceses hicieran un primer intento de escalada. Se agachó, dejando caer la rodilla sobre el mármol frío, y le puso una mano en el hombro. “Resiste, chaval. Lo estás haciendo bien. No me dejes ahora.” El muchacho, febril, apenas podía abrir los ojos, pero una mueca de la boca, un gesto débil de reconocimiento, le bastó al general para saber que le había llegado. Le tomó la mano, y le transmitió su cariño y sus ánimos al muchacho, como presintiendo que así lo percibiría.
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El alma del general, siempre tan contenida, se sentía ahora como un campo de batalla. En la fría precisión de su despacho, la vida y la muerte eran números en un tablero, líneas de tiza que marcaban la estrategia. Pero aquí en el hospital improvisado de la Catedral, la vida y la muerte tenían un rostro demacrado, un nombre olvidado y un gemido que le taladraba la conciencia. Los civiles de Gerona, el cerrajero cojo, la mujer del sastre, el muchacho panadero, defendían las barricadas con una furia fanática, más allá de toda estrategia. Su guerra era personal, visceral. En esa irracionalidad, Álvarez de Castro vislumbraba la fuerza que él, con toda su disciplina, apenas podía comprender. Por fin entendía que la resistencia de Gerona no se basaba en la lógica militar, sino en el inquebrantable espíritu de su gente. Y en ese espíritu, que él había sabido despertar, descansaba su victoria. Por esto, también se sentía con el deber de encontrar momentos para visitar a los heridos y moribundos del hospital, para darles reconocimiento, para que con solo su presencia supieran que estaba cumpliendo su deber y no tenía abandonado a nadie.
Cerca de un muro ennegrecido, el doctor Dubois se sostenía más por costumbre que por fuerza. Sus manos, manchadas hasta las muñecas de sangre oscura, colgaban como herramientas gastadas, y su mirada, opaca y sin brillo, reflejaba una fatiga que ya no era solo del cuerpo. La visión de sus propios instrumentos, limpios y afilados, sobre la mesa de operaciones, le trajo el recuerdo de una sala de hospital en París, donde la ciencia era un acto de esperanza, no una desesperada gestión de la derrota.
—Mi general… —murmuró, su voz tomada por el hastío y el hedor—. Con cada costura y cada muerte, me pregunto… ¿Quién firma el recibo de la gloria?. ¿El que ordena… o el que se desangra?. He visto a muchachos, que podrían ser mis hijos, convertirse en pellejos rotos de carne y hueso. El honor no llena estómagos ni cierra heridas. Y me pregunto, al final, ¿quién paga?. ¿Los héroes de mármol que cantan los poetas en sus odas vacías, o los niños que mueren con la boca llena de hollín y tierra?.
Álvarez de Castro apretó la mandíbula hasta que le crujió. No era un hombre de consuelos fáciles. —Nadie queda indemne, Dubois. Nadie. La deuda del honor es como esta peste que nos asola: no distingue. Tú pagas con tu bisturí, corte a corte, perdiendo un trozo de alma en cada uno. Yo pago con la espada que no me deja dormir, condenando a unos para salvar a otros. La gloria no se escribe con tinta… sino con carne. Y cada letra cuesta una vida.
El cirujano negó, lentamente, sin desafío, con una amargura tan honda que parecía pesarle el cuello. —Entonces, ¿no hay esperanza para los que pagan, mi general?
—Morir sin sentido es polvo —replicó Álvarez, la voz dura como el hierro de su espada, alzando la mirada sobre los cuerpos de los heridos. Morir con propósito… es piedra. Y la piedra, Dubois, resiste al tiempo. Gerona es la prueba de ello. Y nuestro propósito, doctor, es convertirnos en esa piedra. Es lo único que nos queda. Y ya conoce mi orden: en caso de duda, proceda según convenga.
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Dubois no contestó. Su mirada, que acababa de enfrentar la cruda filosofía del general, se desvió hacia la joven novicia Teresa, que se movía entre los moribundos con la gracia silenciosa de quien sabe exactamente lo que debe hacer. Había en ella una mezcla de fe y determinación que le resultaba incomprensible, un contraste casi doloroso con su propia visión pragmática y científica. En ella, la compasión no era una debilidad, sino una armadura.
Un gemido ahogado la sacó de su tarea. Sobre una mesa cercana, un miliciano apenas mayor que un muchacho se retorcía. Teresa acudió sin vacilar. El olor a putrefacción ya se mezclaba con el de la sangre fresca que salía de su vientre abierto, un tajo limpio pero fatal, la obra de una bayoneta experta. Humedeció sus labios con un paño y le acercó una cantimplora. —Hermana… —raspó él, la voz rota y áspera como papel quemado—, ¿cree que Dios… todavía escucha?. ¿Cree que aún perdona?. Yo… he matado a tantos… he visto sus caras… y ahora… me muero como un perro. Diga a mi mujer que… ¡me cago en Dios… y en esta puta guerra!..png)
El último aliento se llevó las palabras. Su cuerpo se desplomó, pesado y sin resistencia. La blasfemia quedó flotando en el aire sagrado como un humo agrio que ennegrecía la luz del vitral. No era un insulto: era el testamento de un hombre al que la fe se le había arrancado junto con la vida.
—Lo ha liberado, hermana —murmuró Dubois, acercándose. Sus ojos, los de un científico, miraron los de Teresa, los de una creyente. —Ha muerto con el alma perdida, doctor. No con el cuerpo —replicó ella, su voz temblando apenas—. ¿De qué sirve nuestra ciencia o mi fe si no podemos salvarlos de sí mismos? —Quizá no se trate de salvarlos —respondió Dubois, con la resignación que solo la guerra enseña—, sino de recordarlos.
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—Es usted muy amable, doctor —respondió Sor Teresa, con una humildad que la hizo bajar la mirada hacia sus manos ensangrentadas—. Pero la palabra “mártir” es demasiado grande para mí. Los mártires no somos nosotros, doctor. Son ellos. Cada uno de estos hombres que yace aquí, que ha dado su sangre, que ha entregado su cuerpo a esta causa. Ellos son los que sufren el martirio, los que pagan con su carne la defensa de la ciudad. Yo soy solo un instrumento, un paño para limpiar sus heridas y un bálsamo para sus almas. Si ve en mí la luz de algo sagrado, sepa que no es mía, sino el reflejo de la fe de Gerona.
Su mirada, ya sin temblor, se posó en el rostro del doctor.
—En cuanto a por qué hay tantas Teresas... Hay una que nos inspira a todas, una santa y doctora de nuestra Iglesia, Santa Teresa de Jesús. Ella nos enseñó que la oración no es un refugio para escapar del mundo, sino un arma para transformarlo. En estos días de tanto horror, nos recuerda que Dios está en medio de las ollas, de las barricadas y de los heridos, y que la fe verdadera se demuestra con las obras, no solo con las palabras. Por eso, doctor, las monjas Teresas buscan servir a Dios de forma práctica, con la misma determinación que usted pone en curar sus cuerpos.
Apretó el paño manchado de sangre en su mano.
—Puede llamarme como guste. Pero si ese nombre, “Teresa de los Mártires”, sirve para que la gente recuerde el verdadero sacrificio que se vive en este lugar, entonces lo llevaré con orgullo.
Al fondo, sentado en un banco roto, el obispo de Gerona, con el rostro hundido en las manos, escuchó la maldición del joven muerto con las tripas colgándole del vientre que se había cagado en Dios a gritos antes de morir. No hubo reprensión, solo una oración silenciosa por el alma perdida y por todas las que se iban con la fe rota. La fe, como las piedras de la ciudad, estaba agrietada, pero aún se mantenía en pie.
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Teresa, con una lágrima caliente rodándole por la mejilla, no sintió horror ante la blasfemia, sino una compasión infinita. Algo dentro de ella le susurró que esa alma no se había perdido del todo; que había regresado, en la sangre y el miedo, a la tierra de Gerona que lo había parido. Con el rosario de plata que había forjado con sus propias manos, lo apretó entre los dedos. Después, tomó un paño blanco y puro y cubo de agua al lado, y se arrodilló para limpiar la sangre del mármol. La tela se fue tiñendo despacio, un acto de fe obstinada, el único que podía ofrecer para contrarrestar la marea de muerte que inundaba el templo. En cada pasada, parecía decir: "Esto también será Gerona. Y yo, aquí, no olvido".
EL PAN CONTADO
En la Gerona de 1809, bajo el implacable tercer asedio francés, la subsistencia se había convertido en un arma más de guerra, tan vital como los cañones y la pólvora. El sol de aquel julio era un enemigo silencioso y aplastante, tan brutal como los cañonazos franceses, y se colaba por las ventanas de la Casa dels Pastors, cuartel general de Álvarez de Castro, cargado del olor a polvo y a desesperación. Por orden expresa del General, la comida, los suministros médicos y las bebidas habían sido estrictamente racionados y requisados, y se almacenaban en una red de depósitos estratégicamente seleccionados para su protección: los sótanos fortificados de almacenes municipales, las celdas y criptas de viejos conventos, el corazón de la Catedral de Santa María y las casamatas de los bastiones de la Força Vella. Incluso la vida civil había quedado sujeta a esta implacable logística; numerosas casas requisadas y adaptadas servían como puntos de acopio, y se rumoreaba que hasta los sótanos del burdel El Racó de l'Esplai habían sido convertidos en fortines improvisados para guardar lo que quedaba, una reserva clandestina de esperanza en los tiempos más oscuros, pero él no se iba a meter con Isabel “La Leona” su protegida y la más provechosa de su red de espionaje.
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En su despacho, el general Mariano Álvarez de Castro tenía el cuello de su uniforme abierto y la mirada fija en un legajo recién entregado. No leía solo números; leía el rostro de la inanición, la desesperanza que se agazapaba en las calles. Las cifras, trazadas con una prisa nerviosa por el oficial de intendencia, eran más negras que la tinta: “Víveres disponibles: ración actual para noventa días, posible reducción a setenta si persiste la hambruna”. Noventa días. Era una condena a muerte por aplazamiento. El papel crujió en sus manos, una arruga más en el mapa de su angustia.
—Noventa días… y eso con suerte —murmuró, la voz ronca como el eco de un tambor lejano.
El capitán Ordoñez, de pie frente al escritorio, evitaba a toda costa la mirada del general. Sus dedos, temblorosos, jugaban con la visera del bicornio. —Mi general… —empezó, pero las palabras se le atascaron en la garganta.
—Diga lo que tenga que decir, capitán —ordenó Álvarez, sin levantar la voz. En el tono había una quietud que aterraba más que cualquier grito.
—Hay rumores… —vaciló Ordoñez, con la cara mojada por el sudor—. De que algunos depósitos han tenido “mermas” que no se explican por el consumo diario.
Álvarez de Castro sostuvo su mirada, y el capitán sintió que lo desnudaba. —¿Rumores, o pruebas?
—Aún… solo rumores, mi general. —Ordoñez tragó saliva con dificultad.
El general dejó el legajo sobre la mesa, con una frialdad que heló el ambiente. Era una sentencia. —Se procederá según convenga, capitán. Y lo que conviene ahora es ver esos rumores con mis propios ojos.
Ordenó llamar al obispo Pedro Valero, a dos de sus oficiales —el joven teniente Alós y el veterano comandante Vidal— y a una escolta de seis hombres. El grupo se formó en la calle, donde el sol abrasador aplastaba el aire y el eco lejano de un cañonazo vibraba en las piedras. Caminaron por la calle que llevaba a la casa consistorial, un laberinto desierto salvo por un par de mujeres, espectros pálidos y silenciosos, que arrastraban cubos de agua. El único sonido era el de las botas sobre el empedrado, un ritmo marcial que rompía la quietud de la ciudad agonizante.
De repente, Álvarez de Castro se detuvo. Había visto a una mujer, con el pañuelo sucio cubriéndole la cabeza, tratando de levantar un pesado balde. Sus brazos temblaban. La dejó con suavidad en el suelo, y se detuvo a su lado.
—Deje, mujer, que esto pesa demasiado para usted —dijo, su voz, que antes era de acero, se hizo de una sorprendente calidez. Levantó el balde con una facilidad que desmentía su propio agotamiento, y lo llevó por unos metros, hasta el lugar donde la mujer lo necesitaba.
—Gracias, mi general —murmuró ella, con la mirada fija en las botas del militar. Su rostro era un mapa de fatiga.
—¿Cómo se llama, mujer?
—Carmen, general. La del horno de la calle Ciutadans.
—Carmen. No se preocupe. La guerra no la ganaremos por tener pan de sobra, sino por no rendirnos. Y no nos rendiremos. No mientras haya mujeres como usted que nos recuerden por qué luchamos.
A lo lejos, Alós y Vidal veían la escena, el primero con una mezcla de sorpresa y desdén, el segundo con un brillo de admiración en sus ojos, aunque se resistía a demostrarlo.
—Si quiere ganarse al pueblo, que reparta el pan, no que cargue cubos —murmuró Alós, con un nerviosismo que le hacía tocarse el cuello.
Vidal, con la cicatriz que le cruzaba la ceja, lo miró con desprecio. —El hombre carga algo más que un cubo, teniente. Carga con el alma de esta ciudad. Y eso no se paga con pan.
El obispo, que caminaba junto a Álvarez, intervino con voz grave y un tono de advertencia. —No olviden que la tentación crece cuando el estómago muerde, mis hijos. Y el estómago del hombre es un animal que no entiende de sermones.
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El portón del almacén municipal se abrió con un chirrido de bisagras oxidadas, como el grito de un animal enjaulado. Dentro, el aire estaba cargado con el olor denso a grano, a sal y a madera vieja. Bajo la luz amarillenta de unas lámparas de aceite, se apilaban montañas de sacos de trigo, habas, lentejas, cajas de galleta dura y barriles de sal y carne en salazón, un tesoro macabro rodeado de miseria. Todo marcado con el sello de la Junta de Defensa. El capitán encargado, un hombre de bigote fino y mirada huidiza, se cuadró. —Mi general, el recuento está en orden. —Extendió un libro de cuentas, con la mano temblorosa. Álvarez no lo tomó.
Caminó entre los sacos, y en un gesto inesperado, metió la mano en uno de ellos. Dejó que el trigo se escurriera entre sus dedos, un río dorado que se iba como el tiempo.
—¿Cuánto nos queda, a ración actual? —preguntó, la voz ahora más dura que el martillo de un herrero.
—Tres meses, tal vez algo menos —respondió el capitán, con la voz ahogada.
—¿Y con reducción? —preguntó el obispo, con la mirada fija en la miseria que se atesoraba en el lugar.
—Podría alargarse un mes más, padre. Pero la moral…
El teniente Alós intervino de nuevo, con un tono demasiado rápido, como queriendo ocultar algo: —Sería prudente empezar ya la reducción, mi general, antes de que el consumo supere lo previsto. Es una medida preventiva.
—O sería prudente asegurarnos de que lo que falta no tiene piernas para caminar por la noche —siseó Vidal, mirándolo de reojo, con un desprecio palpable.
El capitán encargado tragó saliva y se ajustó la guerrera, sin atreverse a mirarlos a los ojos. —Los guardias cumplen su deber, señor.
Álvarez se detuvo frente a él, clavándole los ojos. —¿Y quién vigila a los que vigilan? A partir de hoy, doble guardia en todas las entradas. Y quien entre o salga, quedará registrado. Que lo sepa toda la intendencia.
—Y si se niegan, mi general… —preguntó Ordoñez, con la voz apenas audible.
—Se procederá según convenga, capitán. Que Dios nos perdone por la necesidad. Y que nos maldiga si nos rendimos.
Ya en el atrio del Palacio Episcopal, el obispo se detuvo. —General, hay nombres que usted debe conocer. Hombres que confiesan con la boca lo que no confiesan con las manos.
—Los rumores no llenan estómagos, padre. Las pruebas sí —respondió Álvarez, su voz agotada.
—Las pruebas se las lleva el río cuando no se vigila la orilla. —El obispo lo miró fijamente—. No tarde en vigilarla, o no quedará nada que defender.
Álvarez sabía que algunos de esos nombres llevaban uniforme. Y que uno de ellos, quizá, había caminado a su lado ese mismo día. Mientras se separaban, el general se volvió y observó a los oficiales. Alós y Vidal conversaban en voz baja. El joven teniente gesticulaba con nerviosismo, su mano tocándose el cuello, mientras el veterano mantenía la mirada fija en el suelo, con un rictus de amarga desaprobación. Ordoñez, por su parte, se había quedado atrás, fingiendo ajustar la cartuchera, pero sus ojos se desviaban una y otra vez hacia una callejuela que conducía al mercado.
Álvarez no dijo nada. Solo se guardó esos gestos en la memoria, como se guarda pólvora seca: a la espera de que llegue la chispa. Un cañonazo cercano sacudió el suelo. El general y el obispo intercambiaron una mirada breve, y sin más palabras, cada uno retomó su camino, el General hacia la muralla, el Obispo hacia la Catedral. La otra guerra les esperaba allí.
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EL BAUTISMO DE FUEGO
La piedra antigua del baluarte de Sant Pere no respiraba siglos; los escupía en forma de polvo, de humedad seca y de un hedor acre que era el alma de Gerona. Aquel día, sin embargo, el aire era un brebaje amargo de pólvora fresca y sangre reciente, un perfume que se pegaba a la piel como si la marcara para siempre. Isodre, veinticinco años, campesino de la Garrotxa que había conocido el sudor de la tierra y no el del miedo, se aferraba al parapeto como a la última astilla de su vida. Los nudillos blancos contra la piedra fría, la garganta seca, un sabor metálico en la boca que no era de sangre, sino de pánico.
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Un cañonazo francés rompió el silencio del amanecer y el impacto hizo que la muralla no vibrase, sino que gimiera. Isidre sintió esa vibración subirle por las piernas, estremecerle la entraña, como si un animal furioso intentara salirle del estómago. A su lado, el general Mariano Álvarez de Castro era la personificación del muro. Fino, delgado, su capa ondeando al viento como una bandera de piedra, su gesto de mármol. No necesitaba hablar. Su sola figura era una orden silenciosa, un grito mudo que decía: "Resiste".
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Álvarez de Castro había estudiado a Vauban y a todos los teóricos de la guerra, pero sabía que sus murallas, viejas y maltratadas, no podían medirse a fuerza bruta con los cañones imperiales de Saint Cyr. Sus armas eran otras: el tiempo, la paciencia y la voluntad de una ciudad que, bajo su mando, debía aprender a no rendirse. Más que un estratega militar, era un psicólogo. Conocía la mente de sus hombres, la suya propia, y la del enemigo. Y sabía que un hombre que lucha por la tierra que le dio de comer es más peligroso que un hombre que lucha por una bandera.
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Un obús pasó silbando sobre sus cabezas con un aullido de demonio y explotó a pocos metros, lanzando al aire piedras, polvo y el grito de un sargento a su derecha, que se desplomó con el costado abierto. Isidre se encogió, cerrando los ojos. Apenas tuvo tiempo de reabrirlo cuando, entre la humareda que se disipaba, un soldado francés se impulsó hacia la brecha. Avanzaba con una determinación que no parecía humana. Era un engranaje más de la gran máquina de guerra imperial.
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Isidre sintió el fusil pesado, el corazón golpeándole las costillas. Vio al francés, un muchacho de ojos claros, con el rostro sucio de hollín, pero con una inocencia que le recordó a los mozos de su pueblo. El cañón del fusil oscilaba, temblando con un miedo que no era el suyo, sino el de toda una vida que se negaba a matar. No pensó. No rezó. Simplemente, apretó el gatillo. La detonación le ensordeció, un chasquido agudo que devoró todos los demás sonidos. El francés se detuvo en seco, su expresión congelada en la sorpresa. Cayó hacia atrás, el cuerpo rodando hasta la base del baluarte, golpeando las piedras con un ruido seco. Un golpe que Isidre sintió más que oyó, y que sería la banda sonora de sus pesadillas para siempre.
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El mundo se detuvo. En el silencio posterior, Miguel oyó el latido de su propio corazón en sus oídos. La culpa le subió por la garganta como un ácido, con sabor a sangre. ¿Qué he hecho? susurró, la palabra un lamento que se perdió en el viento. Su mirada se desvió del general, buscando respuestas en el suelo, en las piedras manchadas de polvo y sangre.
Una voz áspera, cercana a su oído, rompió el instante.—¿Primera vez, chico? —Un veterano de rostro curtido y una cicatriz que le cruzaba la mejilla le observaba con una sonrisa amarga—. El primero siempre es el peor. Yo vomité. Otro se meó en los pantalones. Tú... solo tiemblas. Mejor así. —Escupió a un lado—. Pero el segundo... el segundo es peor. Porque ya sabes lo que eres.
El hombre le dio una palmada seca en el hombro y siguió su ronda, dejando a Isidre solo con el fantasma que acababa de crear. Álvarez, que lo había visto todo, le miró. Sus ojos, como dos fragmentos de sílex, lo taladraron.
—El honor no es una bandera, soldado. Es lo que te sostiene cuando no queda nada más. —El general hizo una pausa. Su voz no era fría; era la voz de la experiencia. No había consuelo en ella, solo verdad.— Ellos pelean por un emperador; nosotros, por la tierra que nos parió. Esa es la diferencia. La suya es la geometría fría, un modo de morir obedeciendo. La nuestra es el laberinto, la locura. La victoria es para quien conoce mejor su laberinto.
Isidre sintió el peso de aquellas palabras más que el del fusil.
—Tuve miedo, mi general —confesó, bajando la cabeza. —Bien. —Álvarez lo miró, y en sus ojos hubo un destello que podría haber sido respeto, y le respondió en voz alta para que todos los que había alrededor le oyeran—. El que no teme, es un insensato. El que lo vence... ese es un soldado. Y te acostumbrarás, muchacho, pero ante todo intenta no morirte, no dejarte matar, no dejarte herir. Cada situación es nueva en el combate, y debes improvisar según convenga, porque tú eres Gerona, y te estás defendiendo a tí mismo, y no solo a Gerona, a tu familia, a Dios, a la Patria, y a nuestro Rey.
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Un grito de alerta rompió la conversación: otra figura, otra más, emergía entre el humo, avanzando hacia la brecha. Álvarez solo señaló con el mentón. El siguiente asalto había comenzado. Isidre encajó la culata en el hombro, apuntó. Y esta vez, el cañón no tembló. No porque el miedo se hubiera ido, sino porque una rabia helada lo había sustituido. La rabia de un hombre que ha cruzado un umbral del que no hay vuelta atrás.
El disparo resonó como un sello en un contrato no escrito. Miguel no sonrió, no celebró. Solo supo que, en aquel instante, había muerto algo en él. Ya no era un campesino con un fusil. Ahora era una extensión de la muralla, una parte de ese laberinto que Gerona se había convertido para sus enemigos.
Álvarez lo observó de reojo. Otro joven convertido en soldado. Otro corazón endurecido. Sabía que no había gloria en aquello, pero sí necesidad. Gerona no se defiende con piedras, pensó, sino con hombres dispuestos a transformarse en lo que más temen. Y añadió, para sí: Que Dios me perdone... porque yo no lo haré.
EL NIDO DEL AVE FÉNIX
En la Gerona de 1809, el Racó de l'Esplai era algo más que un burdel. Era el corazón de una red de información que latía bajo las ruinas del asedio. En sus entrañas, donde el olor a vino rancio y perfume barato se mezclaba con la humedad de la piedra, las verdades se filtraban gota a gota. El gran salón, iluminado por lámparas de aceite humeantes, era un crisol de desesperación, bravata y confidencias. Y en el centro de ese crisol, la dueña, Isabel "La Leona", hilaba una telaraña invisible.
Isabel, a sus cuarenta años, era una presencia imponente. Alta y de figura esbelta, su atractivo no se había marchitado con el tiempo, sino que se había curtido en un rostro de rasgos finos y ojos oscuros que observaban sin juzgar. Llevaba el pelo recogido con una cinta de seda negra y su mirada, profunda y penetrante, no perdía detalle de nada. Se sentaba en su taburete, cerca de la barra, y mientras vertía vino en copas sucias para sus clientes —soldados, milicianos, comerciantes—, y escuchaba.
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—He oído que en el bastión de las Canteras están escasos de metralla, que la munición de artillería que esperábamos fue interceptada por los franceses cerca de Tordera —dijo una voz áspera. Era el sargento Bartolomé, un miliciano de barba cana que bebía solo, con la mirada perdida. —¡Y qué va a ser! —interrumpió el Teniente de la Hoz, con la voz pastosa por el alcohol—. El general lo sabía. No va a gastar la poca munición que nos queda. Dicen que Álvarez está preparando una sorpresa. Una ratonera.
Isabel, sin decir palabra, sonrió. Se acercó al Teniente, puso una jarra nueva frente a él y le susurró. —El ratón que mejor se esconde es el que guarda sus secretos para sí, mi teniente. Beba y olvide sus penas.
Cuando la sala se fue vaciando, Isabel se retiró a su cuarto privado. Allí la esperaban dos de sus "chicas" más avispadas: la joven Rocío, de dieciséis años, y la curtida Carmeta, que había visto más guerras que un fusil. Rocío temblaba.
—He escuchado a un oficial fanfarroneando sobre la posición de la caballería francesa en la colina de Montjuïc —dijo Rocío, con la voz entrecortada—. Dijo que la iban a mover mañana. —El que presume de una cosa, esconde otra —dijo Isabel, sin inmutarse—. ¿Y tú, Carmeta? —Unos soldados de la milicia me han hablado del sargento Bartolomé y de la escasez de metralla en Canteras. Lo han escuchado de unos contrabandistas que lograron entrar. El desánimo crece, Isabel.Isabel asintió con la cabeza. —No se trata de lo que dicen, sino de lo que no dicen. Los rumores que circulan entre los nuestros sobre el enemigo, y las quejas de nuestros propios oficiales. El hilo común es el mismo: la escasez de pólvora, las maniobras del francés. Que Rocío descanse.
Isabel miró por la ventana, hacia la oscuridad de la ciudad sitiada. Unió los fragmentos de conversación que había escuchado y los rumores que sus chicas habían recogido. Era una red que Álvarez de Castro nunca daría por buena sin contrastar, una red de sombras que tejía verdades desde la penumbra.
Mientras tanto, a unos kilómetros del burdel, en la relativa seguridad de su campamento, el general Laurent de Gouvion Saint-Cyr recibía a su jefe de inteligencia, el Coronel Roux. La tienda era un oasis de orden. Mapas, plumas, cartas y legajos estaban perfectamente organizados sobre una mesa de caoba.
—Coronel —dijo Saint-Cyr, con su voz grave y cortante—. ¿Qué información tenemos sobre los movimientos de esos guerrilleros? ¿Y de Gerona?
Roux, un hombre de maneras nerviosas, respondió:
—Mi general, nuestras patrullas de reconocimiento confirman que las partidas de Clarós se han dispersado. En cuanto a Gerona… la situación es de hambruna y desesperación.
—¿Y qué hay de la moral? —preguntó Saint-Cyr.
—Baja, pero la resistencia es tenaz. Ese hombre, Álvarez de Castro, es un hueso duro de roer. Tenemos informes de que se está atesorando comida, pero nuestros informantes dentro de la ciudad son inútiles. Los ponemos a prueba con misiones menores antes de confiar en ellos, dándoles solo información fragmentada, pero no están a la altura. Les prometemos dinero o un salvoconducto, pero les retrasamos el pago hasta verificar sus datos con patrullas o prisioneros.
—He oído hablar de un burdel —dijo Saint-Cyr, su mirada fija en el mapa—, un tal "Racó de l'Esplai", dirigido por una mujer, Isabel. Dicen que es un nido de chismes.
—Lo sé, mi general —respondió Roux—. Hemos intentado infiltrar a un agente, pero no ha tenido éxito. No es una fuente fiable de información.
Saint-Cyr lo miró con una frialdad que heló la sangre de Roux.
—No subestime la información que no se busca —dijo el general—. El hombre que habla con el corazón en la mano, a veces dice más que el que habla con el miedo en la boca. Yo me encargaré de la logística, de los mapas y los cañones. Usted, de la gente.
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Álvarez de Castro estaba en su despacho cuando su ayudante de campo le trajo un pequeño paquete envuelto en tela sucia. La tela, al desenrollarse, reveló una lista de la compra, con una caligrafía temblorosa. "Tres hogazas de pan, un saco de sal, una botella de aguardiente". El ayudante, un joven con uniforme de la milicia, estaba pálido.
—Mi general, me lo dio... una de las mujeres de Isabel —dijo, con la voz apenas audible.
Álvarez de Castro asintió, su mirada se posó en la lista, y por un instante sus hombros se hundieron bajo un peso invisible. La lista de la compra no era una lista de la compra; era un informe de la desesperación que crecía en la calle.
—¿Y te dijo algo más? —preguntó, su voz un eco grave.
—Sí, mi general. Me dijo que el precio del aguardiente había subido... y que el pan era duro y escaso.
El general no respondió. En el silencio del despacho, las palabras del ayudante resonaron más fuertes que los cañones. No se fiaba de una sola fuente; en el caos del asedio, la verdad era un destello que solo se hallaba entre varias mentiras.
Llamó a su joven teniente Alós, un hombre de confianza que ya le había demostrado su lealtad en las primeras escaramuzas.
—Teniente, necesito que me haga un favor, más de Gerona que de la milicia. Me fío de tu criterio y de tu lealtad. Es por ello que te pido que te involucres en este asunto. He recibido un informe que indica un posible movimiento de caballería francesa. Quiero que envíes a un grupo de exploradores a las colinas de Montjuïc, camuflados, para verificar si la información es cierta.
—Sí, mi general.
—Y también —continuó Álvarez, sus ojos penetrantes—, he oído en los corrillos de la ciudad que las reservas de pólvora del bastión de las Canteras son escasas. Quiero que me ayudes a verificarlo, pero con tacto. Contrasta este dato con el oficial de intendencia. Pregúntale, sin dar motivos, si ha habido algún problema en la distribución. Y si el problema es de cantidad, de calidad. Sé que el hombre tiene la mala costumbre de mentir. Es un buen oficial, pero no es de Gerona. Me lo imagino guardando provisiones para sí mismo, pero procederé según convenga cuando tenga las pruebas.
La telaraña de Álvarez de Castro no era perfecta. Era una red de mentiras en las que había que saber discernir la verdad de la mentira. Alós se cuadró, comprendiendo la naturaleza de la misión. No era una simple orden, sino una demostración de confianza, una iniciación en el círculo de su general. Álvarez de Castro, sin más explicaciones, le había encomendado una doble tarea que ponía a prueba la disciplina militar con la astucia del espionaje. Con ella, lograba prever al enemigo, ajustando sus defensas con cada dato que sus espías le entregaban. Luego hizo pasar a su joven teniente Miquel Ferrer, para encomendarle la misión de volver otra vez al burdel de Isabel "La Leona", para obtener más información de última hora.
UN RESPIRO EN EL INFIERNO
El permiso de doce horas se le concedió a Miquel Pujol como un perdón, un milagro minúsculo en un mundo donde ya no existían. Era la primera vez en tres semanas que sus pies abandonaban la herida abierta del baluarte de Santa Clara, un pedazo de muralla que le había arrancado más de lo que la guerra le podía quitar. Allí, había tragado polvo de cal y pólvora hasta que el paladar le sabía a metal. El retumbar sordo de los cañones franceses se le había metido en las costillas como un tic nervioso, y había visto caer a hombres que conocía desde niño, en el mismo campo de tierra donde de pequeños jugaban a las canicas o se batían con palos como espadas, sin tener el consuelo de cerrarles los ojos. No se había permitido la lágrima, porque una lágrima es un lujo que la guerra no concede a quienes viven en primera línea.
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No caminaba, se arrastraba. Su cuerpo era un peso muerto movido por la obstinación de quien busca algo más que descanso: un instante de vida que le recordara que aún no estaba muerto. Su guerrera raída estaba endurecida por capas de sudor seco, hollín, barro y la sangre de otros. En la mano, un puñado de monedas, su última oración.
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El Racó de l'Esplai, el burdel de Isabel “La Leona”, no era un lugar, sino una ciudadela del vicio y la desesperación. Ocupaba tres plantas y dos sótanos de más de 800 metros cuadrados cada una, y se erguía en una calle sucia y empedrada como un faro de luz turbia en mitad del asedio. Los lugareños, entre susurros, afirmaban que era el mejor burdel de Gerona, un laberinto de carne y alcohol. Pero no había en ese lugar el estruendo gozoso de una taberna. El ruido era un zumbido de resignación, de vasos chocando sin fuerza y de voces tan bajas que se las llevaba el aire. El aire, espeso, era una mezcla de sudor viejo, vino aguado, guiso recalentado y ese aroma dulzón y podrido de enfermedades que todos fingían ignorar. En las mesas, milicianos con la mirada vacía se dejaban ahogar en el alcohol, civiles famélicos jugaban a las cartas con las manos temblorosas, y en un rincón, un músico tocaba una guitarra a la que solo le quedaban tres cuerdas, más por costumbre que por arte.
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Miquel Pujol no buscó una silla; buscó la penumbra. Encontró un rincón oscuro donde el miedo podía ser su única compañía y se dejó caer. Sintió la madera astillada del banco clavándose en su espalda y un nudo de hambre y desidia en la garganta. Su petición fue simple: vino.
Una mujer de andar lento, seguro, apareció ante él, como quien carga siempre con el mismo peso en el alma. Era Ramona Font. El hambre había afilado su rostro, surcándolo de pequeñas arrugas. Sus ojos, grandes y oscuros, no parecían tener fondo, como si hubieran visto más de lo que una persona puede soportar. Era el rostro de Gerona.
—¿Vino, soldado? —su voz era áspera, como el borde de un cuchillo mal afilado.
—Y pan, si queda.
—El pan es para quien puede pagarlo —respondió ella con una sonrisa torcida que no llegó a sus ojos—. Aquí servimos recuerdos. Y vino, para tragarlos sin atragantarse.
El líquido oscuro llegó en una jarra de barro. Miquel lo bebió sin respirar, sintiendo el ardor rasparle la lengua. Ramona, observando el polvo de cal en su uniforme, dijo sin mirar a los ojos:
—Vienes de la muralla de la Catedral. Ahí no hay descanso.
—¿Cómo lo sabes?
—Aquí se sabe todo. —Se inclinó, y su voz bajó como una confesión—. Los hombres hablan cuando creen que nadie escucha. Y yo siempre escucho.
Él dudó, y sus palabras salieron como un ruego:
—Quiero… dejar de pensar.
—Eso vale más que el vino —respondió ella, con una franqueza que le heló la sangre—. Cuesta una noche entera. Y un pedazo de tu alma.
—Me queda poco —murmuró Miquel Pujol. Dejó caer sobre la mesa las pocas monedas gastadas que le quedaban.
—Pero tengo esto. —Sacó un anillo de plata, gastado por el tiempo y el dolor, con unas iniciales casi borradas—. Lo forjó mi padre, un anciano herrero que ahora, por orden del general Álvarez de Castro, se pasa los días fundiendo cualquier metal para hacer esferas de mosquetes, trabucos y los cañones de Gerona. Los niños le traen las bolas que los franceses lanzan con sus cañones que encuentran en la calle y él las recicla, las transforma en nuestras armas.
Ramona lo miró sin parpadear.
—Este anillo se lo forjó para mi mujer, que murió el mes pasado en un bombardeo. Es mi último recurso, mi último trueque para no perder la cordura. No te puedo pagar con monedas, pero con esta plata puedes conseguir cualquier cosa: comida, medicinas, cualquier otra utilidad. Yo quiero una noche para olvidar, vivirla con intensidad, pues preveo que mi muerte puede llegar en cualquier momento, y antes deseo llevarme un grato recuerdo.
Ramona lo tomó con la yema de los dedos, como si fuera algo sagrado. Lo giró entre ellos, pesando la historia que no preguntó pero que estaba ahí. Luego, sin una palabra, lo guardó en el escote.
—Acepto. Sígueme.
Subieron por unas escaleras de madera que crujían como huesos secos. El pasillo era angosto y húmedo, con paredes que olían a velas consumidas. La habitación era pequeña: cortinas de terciopelo rojo raídas, un espejo con manchas que distorsionaban la realidad, una cama amplia con sábanas de algodón gastadas y una única vela que lanzaba sombras que parecían bailar solas.
—Primero, limpieza —dijo Ramona, su voz volviendo a ser un eco del vacío, recordando el ritual de la jofaina que siempre imponía y recordaba Isabel—. La enfermedad mata más que las balas.
Él obedeció en silencio. Se desnudó completamente y luego con un paño áspero y jabón rancio, se frotó la piel hasta que el agua turbia chorreó al suelo, llevándose consigo la suciedad, pero no el miedo. Ramona hizo lo mismo una vez despojada de su vestimenta, con gestos medidos y sin coquetería, como quien cumple un ritual de supervivencia. Luego también la boca, con un vaso de agua avinagrada y sal, y otro vaso solo de agua para dejar la boca más limpia, escupiéndolo en la jofaina. Cuando se lavó el costado, Miquel vio una cicatriz fina y blanca, como el trazo de una uña en un mármol viejo.
—No todas las heridas sangran —susurró ella, y el eco de sus palabras llenó el silencio.
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Se quedaron de pie, desvestidos, la distancia entre ellos insoportable, hasta que Ramona se acercó. Con un movimiento suave, ella le ayudó a alcanzar la erección con su boca con unas suaves mamadas. El miembro de Miquel Pujol se tensó y creció rápidamente, pero ella, lejos de dar rienda suelta a su deseo, le colocó con cuidado un preservativo hecho con una vejiga de animal que ató con un pequeño cordel, un ritual extraño que mezclaba el instinto más primitivo con la amarga realidad de la supervivencia. A él no le agradaba que le pusiera esa cosa tan tosca, pero ella insistió que si no se la ponía, ni follaba ni le devolvía su anillo, pues eran normas innegociables de la dueña del burdel. Tras esto, se arrodilló de nuevo, y con su boca le hizo nuevas mamadas que lo llevaron al borde del éxtasis. Ramona lo hizo con una precisión mecánica, sin un rastro de placer, pero con una técnica que solo la experiencia puede forjar.
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El primer beso, el que él le dio, no fue dulce, sino un choque de labios secos que, con el calor, se ablandaron con una necesidad desesperada. El intentó meterle la lengua dentro de su boca, y ella se resistía, pero luego se ablandó y dejó que le besara con lengua incluida, que incluso hasta ella le metió su lengua dentro de la boca de él, rozándose ambas lenguas, como si tuvieran hambre de ello. Sus manos hablaron más que sus bocas. Miquel la sostuvo con una fuerza que no creía tener, como si temiera que se disolviera entre sus brazos. Ella se aferró a él, deslizando sus manos por su espalda, sintiendo el mapa de músculos tensos y cicatrices antiguas. La piel de Miquel era como el campo de batalla que había abandonado.

La ropa encima de la cama cayó al suelo con un susurro. Él la tumbó sobre la cama. En ese preciso instante, un estampido lejano sacudió el aire: un cañonazo que no se oyó, sino que se sintió en los huesos. La vela tembló y proyectó sombras monstruosas. Ambos se detuvieron, mirándose, sus respiraciones agitadas.
—No están tan lejos —murmuró Miquel. —Nunca lo están —respondió ella, y le atrajo hacia sí con una urgencia que no le había visto antes.
El ritmo empezó lento, como si midieran cada gesto, como si el placer fuera una moneda que pagaban poco a poco. Pero pronto, el hambre de sexo se impuso. Miquel buscó nuevamente su boca con avidez. Sus manos recorrieron la curva de su cintura, luego tocándole las tetas, y finalmente subieron por su espalda. Ella lo recibió arqueando su cuerpo, aferrándose a sus hombros, sus uñas marcando su piel. El colchón crujía, la madera de la cama protestaba. Afuera, otro cañonazo, más cercano que el anterior, hizo caer una lluvia de polvo del techo sobre sus cuerpos sudorosos de aquel trágico verano. Pero excitados como estaban no se detuvieron por algo a lo que ya estaban acostumbrados todos los días.
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Miquel la levantó, sentándola sobre sus muslos, y viéndole los labios húmedos de su vagina rodeada de su pubis . Ella se movió sobre él, primero con un ritmo lento y sensual con su polla dentro de su vagina, luego más rápido, buscando un tempo que borrara la conciencia. Sus gemidos eran cortos y controlados, como si temiera que el placer rompiera algo dentro de ella. Él, con la frente apoyada en su cuello, dejó escapar un gruñido ahogado.
El clímax llegó como una sacudida violenta, un desahogo mezclado con rabia y dolor. Justo cuando sintió que iba a correrse, Miquel la levantó y retiró su miembro de ella. Con un tirón, se quitó el condón vejiga que le apretaba el pene y que le era incómodo. Y con un último gemido de desahogo, eyaculó sobre los pechos de Ramona. El calor de su semen manchó la piel de la mujer, y él se dejó caer junto a ella. Sus cuerpos aún calientes, el pecho subiendo y bajando como si hubieran corrido. La piel de Ramona era lisa y fría como el mármol, pero en ese momento, el contacto de sus cuerpos le dio una paz que no había sentido en años.
—¿Crees que saldremos vivos? —preguntó Miquel, su voz un eco ronco.
Ramona lo miró fijamente. Había una sabiduría amarga en su mirada.
—Salir... nadie sale —respondió ella—. Algunos seguimos respirando, pero lo demás queda enterrado.
Miquel la miró con desesperación.
—Cuando esto acabe… te llevaré conmigo. Es solo que… creo que estamos atrapados y nadie sabría adónde ir, cuando afuera solo están todos los ejércitos de Francia esperando a matarnos.
Ramona le sonrió un instante, y una sombra de ternura brilló en sus ojos.
—Eres un soñador, Miquel. Los soñadores duran poco aquí, aunque yo quisiera que fueras afortunado y vivieras lo suficiente para contarlo.
Hizo una pausa, y su tono se volvió más suave, más íntimo.
—Y es curioso, cuando la muerte acecha todos los días, hay algunos instantes que también puedes percibir una tranquilidad inmensa. Esto a mí me ocurre con frecuencia.
Él, exhausto, se levantó de la cama. Con un trapo húmedo se limpió el semen de sus pechos y también sus partes, al igual que ella, en un ritual que las normas innegociables del burdel habían impuesto. Se tumbaron nuevamente, otra vez con una nueva erección por parte de Miquel pegados, envueltos por la sombra del asedio que se colaba por la ventana. Miquel sintió el calor de su cuerpo contra el suyo, un calor que parecía la única verdad en un mundo de mentiras. Cerró los ojos y, por fin, durmió sin miedo, acunado por el sonido de un corazón ajeno y la lejana sinfonía de la artillería.
El despertar fue suave. Los primeros rayos de sol se colaban por la ventana, pintando la habitación con una luz gris y fantasmal. Se despidieron con un abrazo fugaz, una caricia en la mejilla y un último beso seco.—Adiós, Miquel. —Adiós, Ramona. Y gracias por esta noche.
Cuando él se hubo marchado, Ramona fue a buscar a Isabel, que ya estaba en la barra. Vestía de negro, con pendientes largos y una mirada que atravesaba el alma.
—Ramona, conmigo —dijo sin levantar la voz. Ramona se acercó y le dio el anillo de plata. —El pago de esta noche —dijo con voz cansada.
Isabel lo tomó, lo examinó con un brillo de interés en sus ojos, pesando su valor, y luego sonrió apenas. Metió la mano en su bolsa y dejó caer un pequeño puñado de monedas de cuartos de real en la mano de Ramona.
—Bonito. Vale más de lo que él cree… pero lo que me has dicho vale aún más.
Ramona, con la mano llena de monedas, asintió y se retiró.
Miquel, sin mirar atrás, abrió la puerta. El aire cálido del verano le golpeó la cara. Los cañones volvieron a tronar, y él apretó el puño vacío donde antes estaba el anillo. Por un instante, creyó oler tomates maduros bajo el sol. Sintiéndose más relajado y tranquilo, caminó hacia la muralla con esa mentira prendida en el pecho, su única esperanza.
EL AJEDREZ DE LOS NOBLES
Sevilla, verano de 1809.
El sol de julio, blanco y sin piedad, caía sobre Sevilla como un látigo de fuego, cociendo el aire hasta hacerlo una sustancia pesada que se pegaba a la piel y ahogaba la respiración. A orillas del Guadalquivir, lento y pardo como sangre coagulada, la ciudad latía con la frenética energía de un corazón que se niega a reconocer su propia fiebre. Entre el ir y venir de barcos con velas rasgadas, que partían hacia las Indias con promesas de plata y regresaban con especias que enmascaraban el tufo de la derrota, Sevilla respiraba una calma impostada, una mentira luminosa tejida de abanicos y risas.
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Aquí, la guerra no estallaba, se filtraba. Era un susurro lejano que se disolvía entre el repiqueteo de las castañuelas en los tablaos y el murmullo dorado de la calle de las Sierpes. Era el humo dulzón de los cafés de Triana, la sombra que se alargaba en los patios señoriales, donde los geranios se abrían rojos, ignorantes de que, a cientos de kilómetros, la sangre verdadera teñía la tierra catalana con un rojo mucho más oscuro.
Bajo esa superficie de placidez, la ciudad era un hervidero de miedo y cálculo. Sevilla se había convertido en un puerto para náufragos: generales sin ejército, burócratas que huían con sus sellos, nobles que habían dejado atrás palacios ocupados por los franceses, y una corte de oportunistas dispuestos a cambiar de lealtad como quien cambia de casaca. Entre los muros frescos del Real Alcázar, la Junta Central Suprema se reunía con sus manos de marfil y su voz de terciopelo para intentar gobernar un país que se desmoronaba como pan duro en agua.
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En los salones, el aire era un caldo espeso: perfume de magnolias, sudor atrapado bajo casacas de paño y el incienso apagado de discursos repetidos. Las figuras de hombres inclinados sobre mesas de roble y terciopelo se reflejaban en el mármol bruñido, jugando una partida de ajedrez donde las piezas eran ciudades asediadas y los peones, hombres hambrientos en baluartes lejanos. Ese día, la tensión se podía cortar con un alfiler.
Don Pedro Caro y Sureda, el Marqués de La Romana, se erguía sobre el resto, alto y seco como un junco. Su mirada, de un azul eléctrico, era la de un hombre acostumbrado a dar órdenes, no a debatir. Tenía la frustración de la acción contenida, el sabor amargo de la inacción en la boca. Golpeó la mesa con la palma abierta, y la jarra de agua tembló como si presintiera un terremoto.
—¡Gerona es un faro, señores! —su voz retumbó contra las bóvedas—. Un faro que mantiene viva la llama de la resistencia. Cada día que resiste es un grito contra la rendición. ¡Debemos socorrerla, romper el cerco!. ¡El honor de España lo exige!.
Frente a él, el joven Conde de Toreno, José María Queipo de Llano, ajustó sus lentes con un gesto tan preciso y frío como su pensamiento. Sus palabras eran cuchillas envueltas en terciopelo.
—Un faro que se apaga, Marqués. Esa resistencia que tanto alaba nos cuesta el pan de los soldados en La Mancha y las balas que faltan en Extremadura. La sangre no es estrategia: es gasto. Y estamos en bancarrota. El honor es un lujo de salón para quienes no pisan el barro.
En una sombra lateral, un joven criollo de Caracas, embajador no oficial, tomaba notas con letra minuciosa. Cada frase era para él una prueba: la metrópoli estaba más ocupada en salvar su orgullo que su propio reino. El joven se preguntó cuántos barcos cargados de plata de las Indias estaban en ese momento atracados en el puerto, mientras se debatía si enviar un puñado de balas a los hombres que morían en Gerona.
Martín de Garay, el secretario general y eterno mediador, desplegó un mapa con manos cansadas. La mancha minúscula de Gerona era un diminuto charco de tinta que no parecía justificar el drama de la sala.
—Ambos tenéis razón, y ahí está la tragedia. —Señaló la mancha con el dedo—. El Conde no se equivoca: abrirse paso hasta allí es tentar la suerte con un ejército en territorio hostil. Pero La Romana también acierta: lo que se pierde con una derrota militar se multiplica si se pierde la moral. Gerona no es solo una ciudad: es un mensaje. Si cae, las guerrillas y las ciudades que aún resisten entenderán que están solas.
Un golpe seco en la puerta. Entró un mensajero cubierto de polvo y agotado, como arrancado de otro mundo. Entregó una carta sellada a Garay, que la abrió con manos tensas. Sus ojos se abrieron, el rostro se le desencajó. La voz le salió un hilo grave.
—Es del general Álvarez de Castro. Dice que… que apenas les quedan tres meses de racionamiento, y muy racionadas. Y que la munición empieza a faltar. Urge ayuda militar y en víveres, medicinas, y municiones. Dice... —la voz de Garay se hizo un susurro entrecortado—. "No me rendiré, pero moriremos si no llega pronto la ayuda."
El silencio fue un bloque de granito. Toreno lo rompió con un resoplido helado, el sonido de un hombre que se niega a ser conmovido.
—En otoño se rendirán, con o sin señales. Es la ley de la guerra.
Fue entonces cuando la voz profunda y serena de Fray Benito de San Pedro, el Arzobispo de Sevilla, cortó la tensión. Su rostro era un mapa de arrugas, sus ojos, pozos de calma. Se levantó con la pesadez de quien carga con el peso del mundo.
—No se trata solo de estrategia o de honor, señores. Se trata de nuestras almas. Álvarez de Castro no es un peón en un tablero, sino un pastor que defiende a su rebaño. Si le negamos el socorro, no solo estaremos condenando una ciudad, sino manchando de sangre las manos de toda la Junta. ¿Podremos rezar por los que mueran allí, sabiendo que murieron porque los abandonamos?. ¿Podrán nuestros hijos mirarnos a la cara y llamarnos españoles?.
—¡Gerona es el último grito de España, Conde! —rugió La Romana, la ira hirviéndole en las venas—. ¡Si la abandonamos, no habrá reino que valga la pena salvar!.
—¿Y si la salvamos, qué? —replicó Toreno, sin levantar la voz—. ¿Más tumbas que llenar?. La guerra no se gana con gestos.
—Entonces, ¿qué somos, si no somos gestos? —La Romana lo miró como si pudiera atravesarlo.
Una pausa cargada de emoción, de una tristeza que parecía milenaria, se instaló en la sala. Gaspar Melchor de Jovellanos, con la palidez de quien ve venir la tormenta desde lejos, se incorporó despacio.
—Señores, debatimos sobre una rama mientras el tronco se pudre. Gerona es un símbolo, sí… pero también lo es América. En Caracas, en México, en Buenos Aires, nuestros hermanos leen nuestras vacilaciones y levantan sus propias juntas. Cada día que Gerona resiste es un mensaje de que España vive. Abandonarla es firmar la sentencia de la Península y de las Indias.
Toreno bufó, en un gesto final de irritación.
—Pura retórica. La guerra se gana aquí, en Castilla y Andalucía. Gerona es un peón que debemos sacrificar para salvar al rey.
Garay, viendo el diálogo convertido en un muro de piedra, arriesgó una última carta:
—No una gran expedición, sino sostener a Clarós y Rovira, que golpeen las líneas francesas. No dar a Gerona una victoria imposible, sino tiempo.
—Tiempo… —rió Toreno, amarga y brevemente—. Es lo único que no tenemos.
Tras un largo y tenso silencio, la Junta dictó la respuesta. Garay tomó una pluma y, con el corazón encogido, escribió el comunicado. La respuesta final, leída en voz alta por el Secretario General, era una obra maestra de la ambigüedad y la cobardía.
—A D. Mariano Álvarez de Castro, General y Gobernador de Gerona. Su Excelencia: La Junta Central Suprema, en nombre de S. M. Fernando VII, reconoce y honra la inestimable lealtad y el heroico sacrificio de vuestros hombres y el pueblo de Gerona. Su valerosa resistencia es un ejemplo para toda la nación. No obstante, en consideración a la dispersión de nuestras fuerzas y la inminencia de operaciones militares en otras regiones vitales, hemos acordado que el socorro directo es, en este momento, inviable. Por lo tanto, nos limitaremos a una estrategia de apoyo indirecto, facilitando a las partidas guerrilleras de la región el hostigamiento de las líneas de suministro enemigas. España no os olvida.
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En el rincón, el criollo cerró su cuaderno con un chasquido suave y se retiró con la seguridad de que las Indias no podían confiar su destino a esos hombres. La marquesa viuda de Almendros, que había escuchado desde las sombras, se escabulló con la certeza de que esa información sobre el caos y la indecisión valdría más que un ejército para los franceses.
La Romana, solo, miró el mapa. Gerona, pequeña y lejana, parecía sangrar sobre el papel. Un tablero de ajedrez de marfil descansaba intacto junto a él. En un gesto de pura frustración, empujó una pieza sin querer. Un peón blanco rodó por el suelo, ignorado por todos. En los baluartes de Gerona, al mismo tiempo, una campana doblaba entre el rugido de los cañones. No era llamada a misa. Era un lamento por los que morían y una oración por los que aún resistían.
EL ARTE DE LA TRAMPA
Gerona, verano de 1809.
El General Mariano Álvarez de Castro había dejado su cuartel general en la plaza de la Catedral, un gesto necesario para reunirse con sus oficiales en las entrañas de la ciudad. El sótano abovedado de la iglesia de San Félix era el útero de la guerra. Olía a tierra recién removida, a la muerte que la espera. Un frío de tumba abierta se pegaba a los huesos, mientras el aire espeso, saturado de cera quemada y sudor añejo, se resistía a moverse. Era el aliento de hombres que dormían con un ojo abierto y el fusil al alcance de la mano, sabiendo que cada día podía ser su último. La luz, débil y titilante, de las velas, proyectaba sombras de espectros danzantes sobre los rostros fatigados, desdibujando la frontera entre hombres y mitos. En el centro, sobre una tosca mesa de madera, yacía un mapa de Gerona, un plano rasgado y manchado, una piel de guerra llena de cicatrices que esperaba su último y definitivo corte.

Álvarez de Castro, a sus sesenta años, se erguía en el centro de la sala, su espalda recta como la hoja de una espada recién forjada. Sus ojos, de un gris pétreo y sin brillo, estaban llenos de una determinación tan gélida y sólida que helaba el alma. A su alrededor, un círculo de hombres se agitaba en un tormento silencioso. El general Haro, con su cicatriz como un río seco cruzándole el ojo izquierdo, no dejaba de gruñir; el General Juan Bolívar, su segundo al mando, con cincuenta años curtidos en el fragor de la batalla, mantenía la mano crispada sobre la empuñadura de su sable; el coronel de artillería Francisco Javier de Cabanes, con el ceño fruncido por la escasez de pólvora, parecía medir en su mente cada grano de arena que les quedaba. Y Antonio Porta, el coronel de ingenieros, con su barba de tres días y una mirada oscura como un pozo sin fondo, observaba y esperaba.
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Álvarez de Castro deslizó la punta de su daga sobre el mapa, el filo raspando el papel como un lamento en la piel de la ciudad. El sonido, un crujido sordo, llenó el silencio.
—Han abierto brechas en el sector de la Catedral, en la Força Vella, y en los baluartes del nordeste —su voz, áspera y mesurada, era la de un hombre que ya había hecho las paces con su destino—. Creen que nos han herido de muerte. No saben que les hemos preparado una trampa. Los dejaremos entrar… para que la ciudad misma no los deje salir.
Clavó la daga justo en el corazón de la Força Vella, la punta del metal hundiéndose en la madera. El golpe seco resonó en el abovedado sótano como el sonido de una sentencia.
Haro, rompiendo el silencio, se inclinó hacia adelante.
—General, la moral de los hombres se desmorona. La munición está casi agotada, y los heridos se nos amontonan en la Catedral. Quizá…
—No vamos a morir, general —lo interrumpió Álvarez con una voz que era acero puro—. La rendición es una muerte lenta y sin honor. Nosotros no moriremos, nosotros vamos a pelear para vivir. A Gerona no la vamos a entregar; vamos a hacer que el enemigo se ahogue en su propia sangre. Y por cierto, si los gabachos toman la Força Vella, nos quedamos sin el "Racó de l'Esplai", el burdel de Isabel "La Leona", conocido por todos. Sería una tragedia perder el único alivio que nos queda en los meses que probablemente durará este asedio. Les ruego que tomen nota.
—Y os digo más, compañeros —añadió, suavizando el tono—: he visto a nuestros soldados partir su mendrugo de pan con un niño hambriento, y a nuestras mujeres dar agua a los heridos sin preguntar de qué bando eran. Si ellos no se rinden a la miseria, ¿cómo vamos a rendirnos nosotros?. Yo, Mariano Álvarez de Castro, pelearé a su lado hasta el último aliento, como un ciudadano más de Gerona.
Un murmullo, a medio camino entre la risa amarga y la resignación, recorrió la sala. La broma, macabra y oscura, fue un relámpago de humanidad en medio de tanta oscuridad.
Cabanes dio un paso al frente, la urgencia en su voz.
—Mi general, ni la trampa más ingeniosa aguantará si no hay pólvora suficiente.
Álvarez giró su cabeza para mirarlo, sus ojos eran cuchillos que cortaban el aire.
—No se trata de sostener la línea, coronel. Se trata de hacerles pagar cada calle con su propia sangre. Los regimientos de Ultonia y Borbón, con los migueletes, protegerán la Força Vella, el alma de la ciudad. Allí no cabe su caballería, no caben sus formaciones de fusileros. Cada esquina será una emboscada, cada ventana un nido de fusiles, cada adoquín una trampa. Y cada uno, oficial o soldado, decidirá por sí mismo dónde y cuándo golpear, según convenga.
—Conozco a mis hombres —añadió mirando a Cabanes con un leve gesto de camaradería—. He compartido su pan duro y he dormido en la misma tierra húmeda. Si no tienen pólvora, lanzarán piedras, y si no tienen piedras, lanzarán su propia rabia. Pero jamás dejarán de luchar. Y yo estaré en primera línea para recordárselo.
El general Bolívar tragó saliva.
—¿Y si el plan no funciona?. ¿Y si nos aplastan?.
Álvarez lo sostuvo con la mirada, y por un instante, el general vio en esos ojos un abismo.
—Entonces, general, la suerte estará echada. Pero el corazón de España no se extingue aquí. Si caemos, seremos la chispa que incendie toda la península, y ese será el verdadero principio del fin para los gabachos. Mientras exista un solo patriota español vivo, me temo que muy mal lo van a tener los gabachos.
Se volvió entonces hacia todos, recorriendo con la mirada los rostros cansados de sus oficiales. —Nadie aquí es un engranaje ciego en mi plan. Cada uno es Gerona, y Gerona resistirá mientras su gente resista. Y creedme: nuestro pueblo, humilde y orgulloso, sabe sufrir mejor que cualquier ejército del emperador. Si mantenemos la fe, cada herida será un grito de victoria.
Fuera, un trueno lejano, el rugido sordo de un cañón francés, hizo vibrar la bóveda del sótano. Una vela, titilando, se apagó con un siseo, dejando un rastro de humo amargo. Era el primer precio de la trampa. Álvarez no parpadeó. Era como si el bombardeo fuera parte de su plan.
—He recibido un informe de la red de espionaje. Hay una posibilidad de que Juan Clarós nos mande un carruaje de pólvora. Tendremos que abrir alguna brecha para que entre.
Una breve exclamación de sorpresa se escuchó en la sala. La esperanza, un bálsamo agrio, se extendió entre los oficiales. El plan de la trampa no era el último aliento, sino una estratagema desesperada para ganar tiempo.
—El regimiento de Ultonia protegerá el sector de la Catedral. El Borbón y el provincial de Gerona, con los migueletes, se encargarán de la Força Vella. La torre Gironella, con su posición elevada, será nuestro ojo y nuestro martillo. El batallón de voluntarios de San Narciso defenderá los puentes, los accesos a la ciudad baja.
El plan era audaz, desesperado y genial. Álvarez de Castro había transformado la ciudad en una jaula de hierro, y a cada ciudadano, en un colmillo.
Un sargento viejo, con las manos llenas de las cicatrices que regalan los años de batalla, asintió con una mueca de respeto.
—Treinta años en guerra, general. Es la primera vez que veo a un hombre convertir el miedo en un arma.
Álvarez apenas inclinó la cabeza.
—El miedo es el mejor de los maestros, sargento. Enseña más rápido que cualquier academia militar. Te obliga a tomar decisiones de vida o muerte en un segundo, sin libros ni reglas que seguir. Por esto siempre recomiendo que cada uno espabile según convenga.
Luego, apoyando una mano en el hombro del veterano, añadió en voz baja pero firme: —Pero aquí no luchamos por gloria ni por medallas. Luchamos por nuestras mujeres, por nuestros hijos, por estas piedras que son nuestro hogar. Y os prometo que mientras yo respire, no faltará quien os recuerde que esa causa es más grande que todos nosotros.
Fuera, los gritos de los franceses se acercaban. El suelo temblaba con el retumbar de las ruedas de artillería. El aire olía a pólvora vieja, a hierro y a lluvia que nunca llegaría. Bolívar desenvainó su espada, el filo brillando con un reflejo de terror y determinación.
—La rendición es una muerte lenta —murmuró—. El ataque, una muerte rápida. Nosotros elegimos.
Álvarez asintió, casi imperceptible. La reunión terminó, las velas agonizando. La sala se quedó medio a oscuras. Álvarez permaneció junto al mapa, el filo de su daga brillando como una promesa. Su sombra, alargada contra la pared, era la de un hombre que había sellado un pacto con la victoria, no con la muerte.
EL JURAMENTO DE LA TIERRA
Las colinas de Les Gavarres no eran solo un paisaje de olivos y encinas. Eran la antigua heredad de una nobleza terrateniente y el refugio inexpugnable de la resistencia. El aire, denso y caliente, olía a pino, a la tierra fermentada del verano y a un peligro latente. El río Ter, un cauce de plata turbia bajo el sol, guardaba secretos en su orilla, devorando huellas y escondiendo pequeñas barcas de pesca. Pocos conocían mejor esos secretos que Juan Clarós, un noble de estirpe antigua cuyo linaje estaba entrelazado con esta tierra y cuyas vastas propiedades eran el corazón de su lealtad. Había servido como ayudante mayor del Batallón Ligero de Gerona en 1793 y, tras la invasión francesa, se había convertido en un señor de la guerra, líder de partidas de migueletes que infligían derrotas feroces al enemigo. Su autoridad no emanaba de un uniforme, sino del respaldo de la Junta de Sevilla, que representaba a Fernando VII, y de un conocimiento casi místico del terreno.
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En un barranco umbrío, su campamento era un hervidero de actividad febril y silenciosa. El olor a estiércol y paja se entremezclaba con el aroma salobre de la carne curada. Campesinos curtidos por el sol y la guerra trabajaban sobre una tartana. Las ruedas se ensanchaban, los frenos se reforzaban; se preparaba para una travesía que a cualquier soldado francés le parecería una locura. Los ocho jabalíes salados yacían en el suelo, cada uno una promesa de vida para los sitiados. Sacos de harina y hortalizas rodeaban un pequeño barril, el corazón oscuro de la misión, que palpitaba bajo una capa de paja.
Clarós, un hombre de complexión robusta y una mirada tan afilada como el filo de una navaja, desplegó su plan sobre un trozo de cuero envejecido. A su lado, el joven Martí, hijo de un hortelano y aún con una chispa de inocencia en sus ojos, contenía el aliento. Había escapado de Gerona hacía dos noches, con un mensaje que se le había clavado en el alma: "El hambre muerde más que las balas que nos lanzan los gabachos". Martí llevaba en sus manos un rosario de cuentas de madera de encina, pequeñas y pulidas por el tiempo.
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—Los milagros son para los curas —murmuró Clarós, su voz grave como la tierra que pisaba—. Nosotros, en cambio, trabajamos con barro, sangre y mentiras. Este rosario —señaló el objeto en las manos de Martí— ha sido de mi familia por generaciones. Cada cuenta es un juramento de que la tierra nos pertenece. Se lo entregarás al General como una promesa, el juramento de la tierra. Él lo entenderá.
Su dedo se clavó en una zona pantanosa cerca de Sarrià de Ter.
— Saint Cyr y sus soldados de llanura no saben leer los bosques. Creen que esta zona es la muerte, un pantano que se traga cualquier carreta. Por eso la ignoran, y por eso nosotros la usaremos.
El plan era la audacia misma: la tartana, cargada de víveres y pólvora, atravesaría la marisma en el más absoluto silencio. Al mismo tiempo, una carreta vacía, un señuelo ruidoso, provocaría una distracción en el camino principal, atrayendo a los centinelas franceses como moscas a un farol. Martí titubeó, el miedo en su voz.
—Pero esa zona se hunde… mi padre siempre decía que solo los locos cruzan por aquí.
—Entonces nos ayudas a demostrarles que, al menos aquí, los catalanes somos lo suficientemente locos —respondió Clarós con una media sonrisa, un destello de acero en la penumbra.
Antes de que Martí se marchara, Clarós le entregó el rosario. El peso en la mano del joven era el de una promesa.
—Dile al General que "el pescador de Pedret espera la marea de la tercera noche". Él entenderá. Significa que en tres noches, con la luna nueva, estaremos allí. Y cuando escuches el canto de un autillo dos veces, responde con uno solo. Esa será la voz de la tierra que resiste, la contraseña que te dirá que estamos contigo.
El viaje de vuelta de Martí fue una pesadilla de sombras y silencios. Cada crujido de una rama era un fusil francés. Se refugió en un pozo seco y sintió el olor de los soldados a centímetros de su cara. "Si siguen resistiendo, quemaremos las masías", escuchó. La rabia le quemaba más que el miedo. Con el rosario apretado en el puño, llegó a Gerona y entregó el mensaje a un exhausto Álvarez de Castro. Al oír “el pescador de Pedret”, el general palideció, una chispa de resolución lo iluminó, y se puso a abrazar al chico.
—Pensé que ese nombre ya no cruzaría mis labios... —dijo, su voz cansada, pero firme—. La tierra aún nos habla. Martí, no pedimos milagros. Pedimos tiempo. Y en Gerona, el tiempo se mide en vidas.
Tres noches después, bajo la luna nueva, la orilla del Ter era una extensión de silencio y oscuridad. La tartana, tirada por un mulo casi famélico, se deslizó hacia el río sin apenas ruido, sus ruedas anchas hundiéndose y saliendo del barro casi sin dejar rastro. A lo lejos, en el camino principal, un alboroto, gritos y el estruendo de una carreta falsa resonaban, llevando a los centinelas franceses a un baile de espejos.
En la base de la muralla, el sargento Ruiz y un puñado de milicianos aguardaban. Cada segundo era un siglo. Ruiz pensaba en su hijo, que se retorcía con fiebre. "Si morimos", rezó, "que sea con pólvora, no por miedo".
De pronto, un canto melancólico y fantasmal cortó la noche. Huu… Huu…
Ruiz contuvo el aliento. Llevó las manos a la boca, respondió con un solo canto, un eco bajo y ronco. Huu… Las dudas se disiparon como el humo de un disparo. Con un esfuerzo sobrehumano, abrieron la poterna cubierta de musgo y sangre seca.
La barca se deslizó fuera de la oscuridad, cargada de sacos, de los cuerpos pesados de los jabalíes y, en el fondo, del pequeño barril de pólvora, suficiente para que los mosquetes de la ciudad pudieran hablar durante unos tres meses más. Cada bulto era un ápice de esperanza. A lo lejos, un estallido rompió el silencio. Era la carreta falsa. Pero el convoy avanzó con la suavidad de un espectro.
Cuando la barca se desvaneció de nuevo en el río, Ruiz y sus hombres cerraron la puerta con cuidado reverente. No habían ganado la guerra, ni siquiera una batalla. Pero aquella noche, gracias al juramento de la tierra y a la astucia de sus gentes, el corazón de Gerona había recibido un respiro.
En el silencio que siguió, una voz joven, temblorosa, preguntó:
—¿Crees que esto cambia algo?
—No —respondió Ruiz, apoyándose contra la muralla, con las manos temblando—. Pero un día más de resistencia es un día menos de esclavitud.
—¿Y si mañana no hay otro milagro?
—Entonces inventaremos otro —contestó Ruiz, su voz apenas un hilo, pero con una determinación que brilló más que cualquier victoria.
EL JUEGO DE LAS APARIENCIAS
Verano de 1809. En Gerona, el aire olía a muerte y a pólvora húmeda. Las calles, estrechas y empedradas, eran un laberinto de polvo y sangre reseca. Los estómagos aún no clamaban por la carne de caballo ni de rata, pues las reservas aguantaban por el momento. Las lonchas finas de una especie de jamón, de los jabalíes salados del valiente Juan Clarós, se repartían en un racionamiento estricto que prometía durar unos tres meses. Un niño, con los ojos vidriosos, chupaba una piedra para engañar al estómago. Desde la muralla de la Força Vella, un soldado miraba el horizonte, esperando un relevo que no llegaría y que se había convertido en un sueño tan imposible como la paz. El cielo, gris y bajo, parecía pesar tanto como el asedio mismo. El silencio solo lo rompía el lejano estruendo de los cañones, un latido metálico que marcaba el tiempo de una ciudad moribunda.
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A cientos de leguas, en el Castillo de Valençay, el calor del verano francés se filtraba entre cortinas de seda, y el mundo olía a fruta madura, a cera pulida y a perfumes caros. El silencio solo lo rompía el chasquido sordo de las bolas de marfil sobre el tapete verde. Allí, el exilio del rey Fernando VII era una jaula de oro donde la guerra llegaba únicamente en forma de cartas manchadas de barro, que rara vez se abrían y que nadie leía de verdad. Era un fantasma lejano que se dejaba en la mesa para no molestar la digestión.
—El mundo es una tragicomedia, ¿no lo creéis? —comentó Fernando, sin apartar la vista de su tiro de billar—. Los franceses nos dan todo este lujo mientras matan a nuestros súbditos. Y el pueblo, en su ignorancia, piensa que yo estoy luchando por ellos. Una obra de teatro perfecta.
—La vida de un rey es un sacrificio, Majestad —dijo Carlos, con los ojos fijos en su rosario—. El lujo es la cruz que debemos llevar por la salvación de las almas. Este castillo es nuestro Gólgota.
Escoiquiz, con una sonrisa cínica, levantó su copa de coñac. —Más bien nuestra Arcadia. Un paraíso donde el deber es una ficción y la fe, una conveniencia.
Fernando VII sonrió con una mueca de pueril satisfacción al embocar una carambola perfecta. En el billar encontraba la ilusión de un poder absoluto que en la realidad nunca había tenido. Las bolas obedecían sin discusión, y la física dictaba leyes que no se podían subvertir. Nada que ver con España, un país que se había convertido en un manicomio de ideas.
—Aquí las bolas hacen lo que yo quiero —murmuró, mientras una bola blanca se desviaba ligeramente—. No como en mi reino, que ni es mío ni me obedece. Las reglas son para que yo las rompa, no para que ellas me rompan a mí.
Su hermano, el infante Carlos María Isidro de Borbón, lo observaba desde un sillón, un rosario en la mano y un libro de oraciones en la otra. Sus labios se movían, pero no recitaban salmos; medían las palabras que diría después, un reproche disfrazado de piedad. A su lado, el canónigo Juan de Escoiquiz, copa de coñac en mano, jugaba su propia partida invisible, con una mente más afilada que cualquier espada.
—Las noticias de la Península son... insistentes, Majestad —dijo Carlos, con voz cargada de un fervor que rozaba lo sombrío—. Hablan de Gerona. Dicen que el nuevo asedio ha comenzado. El tercer asedio. Mientras usted se entretiene, su pueblo está muriendo por usted.
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Fernando suspiró, dejando el taco con desgana. —«Gerona»... ¿Otra vez?. Qué pesados son mis súbditos con la lealtad. Si tienen ganas de morir, que mueran... pero en silencio. No quiero que sus gritos me estropeen la digestión, ni que estropeen la paz que tanto me cuesta mantener en este rincón de Francia.
—Esto no es como Zaragoza —intervino Escoiquiz, con un tono gélido y calculado que disecaba el fervor de Carlos—. Palafox era un joven león, movido por la gloria de un lema que encendió al pueblo. Fue un huracán glorioso, pero un huracán al fin y al cabo. Lo de Gerona es distinto. El hombre al mando, este Álvarez de Castro, no es un joven león. Es un lobo viejo y astuto: no lucha con el corazón, sino con los dientes. Usa la ciudad como un bisturí: cada callejón, una emboscada; cada esquina, una trampa. No busca la gloria, busca el desgaste del enemigo. Es una sangría lenta y calculada. Me comentaron que Gerona pasa hambre, pero los franceses también, por los sabotajes de nuestros guerrilleros en las líneas de suministros.
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—¡La fe es la que les mueve! —replicó Carlos, golpeando el rosario contra la rodilla, su voz temblaba de furia santa—. ¡La defensa de Gerona será la prueba de que Dios ha elegido a España para aplastar al Anticristo!. Nuestra fe es la única victoria que importa. Morir por Dios y por el Rey es el único honor.
Escoiquiz esbozó una sonrisa helada. —La fe no carga los cañones, Alteza. Y los milagros no llenan el estómago. Para nosotros, cada día que resisten es útil, sin duda... pero también es un día más en el que la Junta de Sevilla gobierna en nombre de un rey ausente. Y un gobierno que aprende a mandar sin su rey puede, un día, decidir que ya no lo necesita. Las ideas fluyen como ríos subterráneos, y las ideas son más peligrosas que cualquier ejército. Son las que hacen la revolución. Y esa Junta, su Majestad, ya le ha cogido el gusto a mandar.
El rostro de Fernando se ensombreció, el miedo asomando por fin a sus ojos. El juego ya no era divertido. Justo entonces, la puerta se abrió, dejando entrar el murmullo de sedas y perfume. Adeline, Charlotte y Marie avanzaron con un paso medido y una gracia premeditada, seguidas por Geneviève, que permaneció en la sombra, con la mirada de una estatua griega que todo lo ve. Sus sonrisas eran una invitación y un arma.
Fernando sonrió con avidez. —Ah, la diplomacia francesa en su forma más persuasiva. Señores, dejadnos: tengo un tratado de paz que firmar, de una naturaleza muy diferente.
Carlos se levantó, fingiendo piedad, pero sus ojos siguieron la figura de Marie con una devoción profana, casi febril. —Dios me perdonará —susurró, rozando el corsé de la joven con los dedos—. Él sabe que mi fe es... apasionada, y que mi cuerpo es un castigo para los pecados del mundo.
Escoiquiz se quedó quieto, su mirada fija en Charlotte. —Acompáñame. Tenemos que... hablar de política.
En la alcoba real, Fernando rompió el corpiño de Adeline con una furia que no era deseo, sino frustración. Su respiración era un rugido, sus manos una garra que la empujó sobre el lecho de seda. Cada embestida era un acto de venganza brutal contra su propia impotencia. No era un amante, era un conquistador de pacotilla. Adeline, en silencio, sentía la violencia en cada golpe de cadera, un peso insoportable sobre su cuerpo, una furia sin dirección que la usaba como un simple objeto. El dolor, que no era ni placer ni amor, lo aguantaba con una resignación vacía, con los ojos perdidos en el techo, un lugar lejano en el que el tiempo se había detenido. Su cuerpo era una ofrenda forzada que el rey tomaba sin miramientos para representar la batalla que él era incapaz de librar.
—Grita como si fueras España, Adeline. Así podré fingir que alguien me ama —espetó con voz ronca.
Ella obedeció, maestra en el arte de la supervivencia y la seducción, y con una astucia digna del mismísimo Talleyrand. Entre jadeos fingidos, le preguntó: —¿Lloras por tu pueblo, Majestad?
Fernando se detuvo de repente. Su rostro, bañado en sudor, se torció en una mueca de dolor. —Por el niño que soñaba con ser rey, no por este fantoche que se ha quedado a las puertas.
En la estancia de Carlos, Marie descubrió un cilicio bajo la almohada. Era una piel de cabra con púas que se ponía para castigarse.
—¿Castigas tu carne de día y la corrompes de noche, Alteza? —preguntó ella, acariciando la áspera piel.
Carlos sonrió, su rostro un reflejo de su mente, que era un pantano. Presionándole el rosario contra el hombro desnudo, musitó: —El dolor purifica. El placer... también. La humillación es el camino de la salvación. Y en este momento, yo soy el único que tiene derecho a humillar.
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En el cuarto del canónigo, Charlotte se arrodilló a su orden, con la piel tan lisa y blanca como el mármol. El placer no tenía nada que ver con lo que iba a suceder. Era un juego de poder, una transacción de información.
—El cuerpo es un templo, y los templos requieren sacrificios —dijo Escoiquiz, mientras sus dedos la guiaban con una mano y, con la otra, se aferraba con fuerza a un crucifijo. La piel se le erizó de culpa y deseo al mismo tiempo, una dicotomía que lo hacía sentir vivo, superior. El canónigo se movía con una precisión casi quirúrgica, sin pasión, como quien cumple un rito. Cada toque era una nota en una partitura perfectamente pensada. El acto no era brutal, sino refinado, un pecado contra el sexto mandamiento de Dios que él racionalizaba como un medio para un fin. La lujuria, para él, no era una emoción, sino una herramienta de poder, una traición a la fe que alimentaba la convicción de que, si Dios le permitía este acto, era porque el resultado final lo compensaría todo. —Escribe: "La resistencia de Gerona es un faro de esperanza"... aunque en realidad es un farol. En este castillo, las palabras son para los tontos.
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Charlotte alzó la mirada, una sonrisa de profesionalismo y frialdad adornando sus labios. —Usted me usa, y yo lo uso a usted, canónigo. Todos servimos a quienes mandan en la sombra.
Escoiquiz sonrió sin dejar de hablar: —Y algunos mandamos en esa sombra. La información es el único bien que tiene valor en la guerra, y yo la tengo toda.
Geneviève, que no había sido elegida, aprovechó el momento de silencio para deslizarse hasta el escritorio del canónigo y robar un documento. Era un informe de la guerra. Mientras lo ocultaba entre sus faldas, pensó: "Los hombres como él siempre subestiman a las mujeres. Eso los hace predecibles. Son una jaula abierta."
Esa noche, Escoiquiz terminó la carta oficial para la Junta de Sevilla. Su pluma, un arma fría y metódica, se movía sobre el papel, hilvanando frases que sabía que serían leídas por los ojos de Napoleón antes de llegar a su destino.
De Vuestro Siervo, Juan de Escoiquiz, Canónigo,
A los Señores Miembros de la Junta Central de Sevilla.
Que la gracia de Dios os fortalezca en vuestra sagrada tarea.
Las noticias que nos llegan de la heroica resistencia en Gerona nos llenan de orgullo y nos confirman que el alma de España es indestructible. El martirio de nuestro pueblo es un testamento vivo de que no se arrodillará ante el usurpador y de que las glorias de Zaragoza y Gerona serán recordadas por la eternidad.
Os ruego que continuéis la lucha con toda la tenacidad y la fe que os caracterizan. Es la voluntad de Dios y de la Providencia, y no hay fuerza terrenal que pueda doblegar a un pueblo que combate por su Rey y por su Fe. El tiempo es nuestro aliado. Cada día que resistimos es una victoria. El Rey os ruega que hagáis lo que sea necesario para mantener viva la esperanza del pueblo.
Rezamos por Vuestra Excelencia y por la pronta liberación de nuestra nación, sabiendo que vuestra lealtad a la corona es inquebrantable, tan inquebrantable como nuestra fe en la victoria.
Con la más humilde de las reverencias,
Juan de Escoiquiz, en nombre de Su Majestad.
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Lo selló con tinta roja, como si firmara con sangre. Luego, escribió otra carta, más breve, en otra tinta, para Talleyrand: "Gerona caerá. La resistencia es solo un recurso político. El pueblo está cansado y la Junta está dividida. La carta que les envío es para alimentar una ilusión que ya no existe. El Rey y su hermano son incapaces. Preparen el terreno para el colapso. La victoria está asegurada. Que el emperador lo sepa."
En un despacho del Palacio de las Tullerías en París, iluminado por la débil luz de una vela, un oficial francés entregó la carta interceptada. Napoleón Bonaparte, rodeado de mapas y documentos militares, la tomó con una frialdad que helaba el aire. La desdobló y sus ojos recorrieron las frases ampulosas de Escoiquiz con una velocidad alarmante, una sonrisa irónica en sus labios.
—El canónigo... —murmuró, casi para sí mismo, dejando la carta sobre la mesa—. ¡Siempre tan astuto! Él sabe perfectamente que esta carta no es para la Junta de Sevilla, sino para mis ojos. Un farol, una estratagema para que crea que la resistencia es real, que el pueblo aún tiene esperanza. Quiere que me confíe y baje la guardia.
El oficial, confundido, se atrevió a preguntar: —¿Y debemos interceptarla, Sire?. ¿Para que no llegue a Gerona y su moral se mantenga intacta?.
Napoleón soltó una carcajada seca, un sonido áspero que resonó en el silencio del despacho. —No. Dejad que la carta siga su camino. Que esos españoles piensen que su rey y su Iglesia se preocupan por ellos. Que luchen con el fervor que este patético canónigo quiere inspirar. Cada día que Gerona resiste es un día que el resto de España se desangra, que se agotan sus recursos, que se devoran a sí mismos. La esperanza es un veneno que paraliza a mis enemigos. Y este hombre se ha convertido en mi mejor aliado sin saberlo. El final es inevitable, y yo soy paciente.
En Gerona, la carta oficial llegó a manos de un mensajero de la guerrilla de Álvarez de Castro. Un soldado la leyó en voz alta junto a una hoguera de brasas mínimas. —"El alma de España es indestructible"... Pues que venga a decírnoslo aquí, donde huele a podrido y no a perfume.
El pan duro crujió en sus dientes como grava. Afuera, un cañonazo francés hizo temblar los muros. En Valençay, Fernando VII dormía, satisfecho, con el eco falso de un grito fingido aún en sus oídos.
JOSEFA, JEFA DE LA COMPAÑÍA DE SANTA BÁRBARA
Julio de 1809. La Gerona asediada se había convertido en un infierno de carne y hueso. El aire, denso y pesado, olía a una mezcla nauseabunda de pólvora rancia, a vinagre agrio, a sudor y a la fiebre que emanaba de los cuerpos amontonados. Las bombas caían con el ritmo de un tambor fúnebre, y los hospitales improvisados ya no daban abasto. En el claustro de Sant Domènec, donde antaño los monjes meditaban, los gritos de dolor se habían convertido en un eco constante.
Josefa Bosch, jefa de la Compañía de Santa Bárbara, se movía entre aquel océano de sufrimiento con la eficiencia de quien ha abrazado el dolor como una vocación. Su cinta roja, anudada firmemente en el brazo, estaba manchada de sangre, pero no la cambiaría. Era su insignia. Su promesa. Sus manos, encallecidas por la vida y el trabajo, lavaban una herida con vinagre con una suavidad que desmentía su fuerza.
Una niña de apenas doce años, con el brazo vendado, la miraba desde una camilla. Sus ojos, grandes y asustados, eran un reflejo del terror que la asediaba.
—¿Usted también lucha? —preguntó la niña, con un hilo de voz.
Josefa sonrió, una sonrisa cansada que no llegaba a sus ojos, y sin detener sus manos, respondió:
—Lucho cada vez que curo. Cada vez que consuelo. Cada vez que me niego a llorar y a rendirme.
La niña asintió, como si entendiera algo más profundo que las palabras, y se acurrucó en su manta, como si la presencia de Josefa fuera un bálsamo que calmaba su alma. Para Josefa, aquella era la guerra. Una batalla cuerpo a cuerpo contra la muerte, donde cada vendaje, cada palabra de aliento, era una victoria tan crucial como cualquier cañonazo. La ciudad no solo se defendía con plomo, sino con compasión. En ese momento, en la penumbra del claustro, Josefa comprendió que su papel era ser el corazón de Gerona, el latido que se negaba a apagarse.
Esa noche, Josefa volvió al baluarte de Santa Lucía. El cielo estaba encendido por las llamaradas de los cañones franceses. Desde la muralla, el campamento enemigo era una serpiente de luces que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un presagio de la barbarie que se avecinaba. Pensó en sus hijos, refugiados en un sótano, con la esperanza de que las bombas no los encontraran. Pensó en su marido, caído en el primer sitio, y en la ciudad que aún resistía, tozuda, inquebrantable. El viento helado de la noche le trajo el recuerdo de su risa, de su voz, y por un instante, la nostalgia la hizo tambalearse.
—Si caemos, que sea de pie —susurró, con una voz apenas audible que se perdió en la brisa. Era una promesa a los vivos y a los muertos.
Al alba, cuando los franceses lanzaron un nuevo asalto, Josefa y sus compañeras estaban allí. El estruendo era ensordecedor, el aire denso de polvo y humo. No llevaban fusiles, pero sí un fuego en el alma que ardía con más fuerza que la pólvora. Se movían en la línea de fuego, esquivando las balas que silbaban a su alrededor, repartiendo municiones, dando de beber a los sedientos, vendando heridas, y sosteniendo cuerpos que se desplomaban. Eran centinelas de una fe que no se podía bombardear, un faro de esperanza en la oscuridad del infierno. Cuando un soldado herido pedía a su madre, Josefa se agachaba y le susurraba una palabra de consuelo, como si ella misma fuese la madre de todos aquellos hombres. Su valentía era un eco del coraje del General Álvarez de Castro, una fuerza silenciosa que unía la voluntad de un pueblo y que se alzó por encima de las balas.
Y el baluarte, gracias a ellas y a los hombres que luchaban codo con codo con ellas, no cayó. No ese día. Ni el siguiente. La Compañía de Santa Bárbara se había convertido en el alma de la resistencia, un testamento vivo de que la fe y la voluntad podían ser tan poderosas como cualquier cañón, y que en Gerona, la guerra no se libraba solo con pólvora, sino con el inquebrantable espíritu de sus mujeres.
EL ÚLTIMO BASTIÓN DE PIEDRA
En los primeros días de agosto de 1809, el aire de Gerona se había convertido en una sopa espesa y asfixiante, un caldo nauseabundo de polvo de escombros, el acre regusto de pólvora quemada y el dulzón metálico de la sangre. No era un aire para respirar, sino para tragar. Cada inspiración quemaba los pulmones y dejaba en la lengua un amargor de ceniza y derrota, como si la ciudad entera exhalara su último suspiro envenenado. El sol, apenas visible tras la cortina de humo, era un ojo rojo y enfermo, un orbe de fuego sin calor, testigo mudo de la agonía que se cocinaba bajo su luz lúgubre. Las moscas, gordas, perezosas y dueñas de la putrefacción, zumbaban con una persistencia que era casi un segundo latido, un sonido más opresivo que el propio silencio de la muerte.
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En lo alto, el castillo de Montjuïc —viejo guardián de Cataluña durante siglos— se alzaba como un cuerpo herido. Sus muros, antaño orgullosos y gruesos como la fe de sus defensores, yacían desgarrados por la artillería del VII Cuerpo del Armée d’Espagne bajo el mando del general Saint-Cyr. No era un simple bombardeo, sino una pulverización sistemática, un castigo implacable y metódico que buscaba borrar la fortaleza de la faz de la tierra. Entre grietas y boquetes, se alzaban muros improvisados de sacos y maderos, el último ingenio de una guarnición exhausta. Cada piedra parecía sangrar polvo; cada rincón, murmurar un lamento.
En una tronera excavada a fuerza de uñas y sudor, el teniente Ramón Valls vigilaba la llanura envuelta en neblina. Sus ojos, irritados por humo y desvelo, buscaban un indicio del asalto final que sabía inevitable. La tela de su chaqueta se le pegaba a la piel con el sudor y la suciedad, y un olor a hombre viejo y miedo lo envolvía. El peso de su uniforme parecía ser una carga insoportable, como si cada botón de latón fuese una cuenta de la miseria. A su lado, el sargento Pascual Beltrán —rostro curtido, cicatriz de relámpago en la mejilla— masticaba lentamente un pedazo de pan seco, duro como el granito que defendían. El crujir de los escombros bajo sus botas se mezclaba con el zumbido pertinaz de las moscas sobre los cuerpos y con un coro apagado de rezos y llantos que flotaba desde la ciudad moribunda.
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—¿Cree que atacarán hoy, mi teniente? —preguntó Beltrán, con voz áspera pero serena, la resignación cincelada por meses de asedio. Guardó el pan contra el pecho, como si fuera un amuleto contra el hambre que no podía saciar.
Valls tardó en responder. Sentía el peso de la historia aplastándole los hombros, un fardo más pesado que la propia artillería. La piedra fría bajo sus rodillas le recordaba que un movimiento en falso costaría vidas que ya no podían permitirse perder. Por un instante, un recuerdo de infancia le atravesó la mente: el olor a papel y cera en la biblioteca de su madre, su voz leyéndole historias de héroes antiguos, de Viriato, del Cid, de la toma de Granada. Aquellos relatos, llenos de gloria y certidumbre, parecían ahora tan lejanos como la paz misma. El teniente tragó saliva; su garganta era un desierto.
—Nos tienen cercados, sargento —dijo por fin, en un murmullo que apenas era audible sobre el viento—. Aquí no peleamos por esperanza. La perdimos con el último convoy… Esto es solo por honor.
Beltrán escupió sobre el polvo. El gesto era una confesión amarga, un rechazo a la única moneda que les quedaba.
—El honor no se mastica, mi teniente. Los hombres están famélicos, el agua sabe a barro y gusanos, y la pólvora se nos escurre como arena. Esto no es una defensa… es morir a jirones. —Sacó de un bolsillo un dibujo infantil, arrugado y gastado—. Mi niña tiene cinco años. Y yo aquí, sin saber si volverá a verme. Su rostro en el papel tenía ojos grandes, tan grandes como el miedo que llevaba el sargento en el pecho.
Valls sostuvo su mirada. Entre ellos había miedo, sí, pero también una lealtad que el hambre no había logrado quebrar. Cerca, un joven soldado rezaba junto a un herido que deliraba, el sudor brillándole en la frente. El teniente apretó un rosario roto en el bolsillo, un objeto que ya no le ofrecía consuelo, solo la certeza de que Dios, si existía, estaba muy lejos de Montjuïc.
—No te rindas, Pascual. Álvarez de Castro no lo haría. Él dice que el honor es lo último que se pierde… aunque empiezo a dudarlo.
El sargento soltó una risa hueca, sin rastro de alegría, como el sonido de una carcasa vacía.
—Álvarez es de piedra; yo, de carne. Tres asedios llevo en estos huesos: el primero me robó la juventud, el segundo la fe… y este me quita hasta el miedo a morir.
Un trueno lejano sacudió la muralla. Un miliciano, pálido y con los ojos encendidos, se acercó, su aliento era de miedo y su voz de esperanza moribunda.
—Teniente… dicen que vienen refuerzos. ¡Los vimos en la distancia!. ¿Podremos aguantar?.
Valls dudó. Su corazón quería creer, pero su mente, saturada de meses de promesas vacías, lo sabía imposible. Beltrán, en cambio, se inclinó hacia él, en un susurro.
—Hay un túnel. Lo usamos para el agua. Podría sacarnos de aquí… o llevarnos directo a sus bayonetas.
El silencio fue la única respuesta. Afuera, el viento arrastraba el olor rancio de los cadáveres y el chisporroteo de las mechas francesas preparándose para el asalto. Un soldado, con la mirada perdida y los ojos llenos de esa esperanza que se niega a morir, gritó de pronto:
—¡Ahí están!. ¡Los veo!. ¡Son ellos!.
Beltrán lo sujetó con firmeza, con la calma de un hombre que ya ha visto su propio fin.
—No, muchacho… no son gabachos. Son los nuestros. —Y el joven se dejó caer, roto, como si hubiera mirado de frente a la muerte. Había visto la cara de la salvación en un reflejo de luz, pero la realidad era solo un espejismo cruel.
Esa noche, a la luz amarillenta de una vela hecha con grasa de caballo, Valls tomó un retal de tela y escribió con carbón:
Madre, no nos rendimos. Si caemos, que sepas que lo hicimos mirando al enemigo a los ojos.
Beltrán lo leyó por encima del hombro.
—No ponga “caemos”, mi teniente. Ponga “vencemos”. Aunque sea mentira… que su madre duerma tranquila.
Un cañonazo francés hizo temblar la piedra, salpicando de polvo la tela, como si el castillo mismo quisiera firmar aquel mensaje. Afuera, el sol rojizo se reflejaba en un charco oscuro. Una piedra se desprendió del muro con un golpe seco, y Beltrán, casi para sí, murmuró:
—Mi teniente… ¿y si lo último que se pierde no es el honor… sino el silencio?.
LA TELARAÑA DE SEDA Y BARRO
La noche no caía sobre el Racó de l’Esplai; se arrastraba, pegajosa y densa, como un sudario húmedo y asfixiante que lo envolvía todo. El aire del burdel, antes un eco de risas y música, era ahora una sopa espesa de olores: el rastro dulzón de perfume barato, el sudor rancio de cuerpos sin lavar y el tufo ácido de polvo y orina que se aferraba a la madera. En un rincón, una olla de sopa aguada de garbanzos burbujeaba perezosa, un consuelo que era más un eco de vida que la vida misma.
Isabel “La Leona” se movía entre las sombras, con la mirada de quien cuenta lo que se agota. Sus reservas de víveres, cuidadosamente guardadas en los sótanos, estaban ya por debajo de la mitad. El asedio se prolongaba sin un final claro, y el eco de los cañones franceses sonaba como el tic-tac de un reloj que marcaba el tiempo que le quedaba a Gerona y a ella misma. La incertidumbre la carcomía: ¿los gabachos se irían o se quedarían para consumirlos a todos?.
Aquí, a la sombra de los cañones del VII Cuerpo del Armée d’Espagne de Saint-Cyr, el burdel de Isabel "La Leona" había dejado de ser un refugio de placer para convertirse en un centro de operaciones clandestinas, un templo de la desesperación donde las caricias se habían convertido en anzuelos y los susurros de almohada, en cuchillas afiladas.
Soldados y oficiales, con las botas cubiertas de barro y la mirada vacía, se dejaban caer en sillas cojas. No buscaban el placer; anhelaban un respiro del infierno. Pagaban con lo que podían: un mendrugo duro, monedas de cobre, un pedazo de joya, un zapato en buen estado… o un secreto. Y esos secretos, en manos de Isabel, valían más que el oro.
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Ella avanzaba por la sala como una reina en su corte, cada paso medido. La falda ceñida rozaba sus piernas con un susurro de tela; el corsé marcaba una cintura de avispa que, sin embargo, no impedía su respiración pausada y controlada. Sus labios, pintados con un tono que desafiaba el hambre, se curvaban en una media sonrisa que podía derretir o congelar. Sus ojos, oscuros y afilados, se posaban sobre cada cliente con la fría evaluación de una cazadora que decide si la presa es útil o solo un estorbo.
En un rincón apartado, bajo una cortina raída que apenas filtraba los ecos del salón, reunió a sus mujeres. No eran ya un harén de cortesanas, sino una élite de espías. Isabel las miró una por una, con la solemnidad de un general que repasa a sus oficiales antes de la batalla..png)
—Escuchadme bien —su voz era baja, grave, pero cada palabra era un mandamiento—. Ya no vivimos de lo que damos con las manos, sino de lo que arrancamos con la lengua. Cada hombre que entra trae un pedazo de Gerona colgando de los labios. Nuestra misión no es ser su distracción; es ser la calma que necesitan para bajar la guardia.
Se inclinó sobre una de las chicas, su aliento en la mejilla de la joven.
—Escuchad no solo con los oídos… escuchad con la piel. Si le huele la ropa a pólvora, hacedle reír mientras le preguntáis de dónde viene. Si tiene las manos frías, preguntad qué ha tocado. No pidáis respuestas directas: sed la confesión que anhelan. Y cuando cierren los ojos… haced que olviden que están hablando.
Algunas de ellas sonrieron con picardía; otras tragaron saliva, con la mente procesando la magnitud de la tarea. Pilar Tornabells, la más veterana, asintió despacio. Su belleza se había endurecido en piedra, pero aún quedaba un brillo desafiante en sus ojos.
—Recordad —añadió Isabel, tamborileando con las uñas sobre la mesa, un sonido que resonó como un tambor de guerra en la pequeña habitación—: Álvarez de Castro no puede ver cada sombra. Nosotras sí. Somos la seda que acaricia y el barro que ahoga. Nuestra telaraña debe atrapar todo lo que respire… y apretarse cuando sea necesario.
Cuando el murmullo del salón volvió a llenar el aire, Isabel se retiró a su despacho, un cubículo estrecho tras la cortina. No contaba monedas; contaba datos. En una tabla de madera, las muescas y símbolos que iba trazando eran su verdadero capital, más valiosos que cualquier tesoro.
Pilar entró en silencio, con una mirada rápida hacia la cortina.
—El artillero, el que llaman “el poeta” —susurró—, anoche estaba hundido. No lloraba por su mujer, sino por la pólvora. En Sant Pere, la humedad la está pudriendo. La mitad no prende.
Isabel sonrió apenas, como si saboreara un vino fuerte.
—¿Y el sargento de los miqueletes?
—Maldice a los gabachos, pero más a la Junta de Sevilla. Dice que reforzarán la Força Vella. El Mercadal será cebo. Y Álvarez lo sabe.
Isabel se recostó en la silla, sintiendo el peso de la información.
—Un cebo… interesante. Dale al poeta más vino esta noche, y que se sienta seguro. Al sargento, hazle creer que su valor es lo único que mantiene viva la ciudad. El orgullo habla más que la borrachera.
Cuando Pilar se marchó, Isabel dibujó en su tabla: una gota por la pólvora, una cruz por el Mercadal, una línea quebrada por la moral rota. Era el pulso de la ciudad, un mapa de sus venas abiertas.
Una hora después, Pau, un huérfano de diez años con ojos de viejo, se presentó. Ella le entregó pan, queso y una pieza de madera marcada con muescas.
—Al doctor Dubois. Por el pasadizo. No te acerques a la calle grande. Que las ratas te guíen.
Pau asintió y se perdió en la noche. Su viaje fue un descenso a través de los círculos del infierno de Gerona. Se movió por callejones que apestaban a muerte, esquivando los cuerpos que ya nadie se molestaba en recoger. El mensaje de madera era un talismán contra el miedo, una tarea que le daba un propósito más allá del hambre que le roía las entrañas.
Llegó a la sacristía donde Dubois serraba el brazo de un herido. El lugar olía a gangrena y a desesperación. El médico tomó la pieza, leyó las muescas y murmuró:
—Pólvora húmeda… Mercadal, trampa. Dile a tu señora que su ojo clínico sigue infalible.
Más tarde, Dubois, con la cara manchada de sangre y los ojos enrojecidos por el cansancio, caminó hasta el cuartel de Álvarez de Castro. El general lo recibió en su austero despacho, estudiando mapas a la luz de un candil.
—General. Traigo noticias. No de los partes oficiales, sino del corazón de la ciudad.
Álvarez de Castro levantó la vista, sus ojos fijos en los del médico. No preguntó por la fuente. En aquella guerra, la supervivencia había creado alianzas extrañas e inquebrantables.
Dubois habló, traduciendo las muescas de la madera y los susurros del burdel al lenguaje de la estrategia. El general escuchó en silencio, su expresión impasible. Cada palabra confirmaba sus sospechas y alimentaba sus planes.
—Gracias, doctor —dijo al final—. Su lealtad no pasará desapercibida.
Dubois sonrió con cansancio.
—No es lealtad. Es instinto. Es el arte de intentar mantener viva a nuestra paciente... a Gerona.
Álvarez dejó el puntero sobre el mapa y se acercó a él. Le puso una mano firme en el hombro, mirándolo con una mezcla de respeto y gratitud.
—Doctor, mientras yo resista en estas murallas, sepa que su labor es tan decisiva como la de cualquier soldado. Con sus manos sostiene la carne y la esperanza de Gerona. No está solo en esa sacristía; cada vida que le arranca a la muerte es un fusil más en las murallas.
Dubois bajó la mirada, sorprendido por la calidez en el tono del general. Álvarez continuó, con una voz más cercana, casi paternal:
—Los hombres lo admiran, aunque no se lo digan. Yo me honro de luchar a su lado. Tenga por seguro que, cuando la historia de este sitio se escriba, no solo se hablará de cañones y bayonetas, sino también de su bisturí y de su coraje. Resista conmigo, doctor, y Gerona resistirá.
Cuando el médico salió, Álvarez de Castro se acercó al mapa. Con un dedo, trazó una línea desde el Racó de l’Esplai hasta Sant Pere. Era la telaraña. Una red frágil, tejida con seda y barro, con secretos y desesperación. Y en su centro, una mujer cuya seducción y ferocidad podían sostener la ciudad tanto como sus cañones.
LA FRATERNIDAD DE LAS RUINAS
La tregua no había sido pactada con banderines blancos, sino con el grito desesperado de un sargento francés que, rompiendo el fragor de la batalla, imploró clemencia para sus heridos. "¡Socorro!. ¡Agua para el teniente!". Su voz, rota por el miedo y el cansancio, resonó por encima del silbido de las balas que, por un instante, se hizo eco en el silencio. El calor de agosto de 1809 caía como una losa sobre la brecha de Montjuïc, un sol de justicia que hacía de la pólvora quemada un tufo sofocante. La tierra, reseca y agrietada, se mezclaba con la ceniza de los combates, formando un sudario invisible que envolvía a los vivos y a los muertos. El paisaje no era lunar, era un campo de ruinas: impactos de cañonazos, más parecidos a socavones que a cráteres, salpicaban las murallas derruidas, mientras montañas de piedra pulverizada y escombros marcaban el lugar donde el baluarte había sido. Se sabía que si la circunstancia lo permitía, el General Álvarez de Castro y el general Saint Cyr, consentían el intercambio de heridos, prisioneros, e incluso cadáveres.
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Javier Iriarte, un joven teniente de veintidós años, se encontraba en ese infierno de piedra. Cubierto por el polvo que flotaba en el aire, sus ojos, antes llenos de sueños, eran ahora dos brasas de resignación. A escasos metros, el Capitán Moreau, de los zapadores franceses, era su reflejo distorsionado, una figura espectral con el uniforme azul rasgado y una cicatriz blanquecina cruzándole la mano, recuerdo de una batalla olvidada en Austria. La fraternidad de las ruinas los había unido, dos extraños en un silencio tenso, cada uno con un pie en su trinchera, separados por una tierra sin dueño donde la vida se había detenido.
Moreau, con un gesto de cansancio que nada tenía que ver con el peso de su uniforme, señaló con el dedo un cuerpo destrozado que yacía sobre un montón de escombros. Aún tenía los ojos abiertos al cielo, una mueca de espanto congelada en los labios.
—El vuestro —dijo en un castellano tosco, como quien ofrece una verdad brutal sin aspavientos. Pero su mirada se detuvo en un rosario que asomaba del bolsillo del muchacho—. El mío tenía una hija. Me enseñó a rezar antes de cada guardia.
Un nudo se le formó en la garganta a Iriarte. El suyo tenía los ojos abiertos... a lo mejor sigue viéndonos. Se santiguó sin pensarlo, el gesto mecánico y vacío de un hombre que había perdido la fe en todo menos en la supervivencia.
—Y ese, el suyo —respondió, su voz áspera por el polvo y la sed, señalando otro cadáver con uniforme azul.
Moreau, sin apartar la vista del cuerpo, extrajo una petaca de plata abollada, con unas iniciales borrosas grabadas. Se la ofreció a Iriarte.
—Es de un oficial que murió en Bailén. La encontré en su bolsillo... y nunca supe devolverla. Lo guardaba para cuando acabara esto... pero ya sé que nunca acabará.
Iriarte tomó la petaca. Tenía un olor sutil a lavanda, un perfume que no encajaba con el hedor de la muerte, y un pequeño abollón en forma de bala.
—En mi pueblo decimos que el aguardiente quema los demonios. Ojalá fuera cierto —dijo, sin dejar de mirar la petaca. Bebe un sorbo, pero no lo trages de golpe; deja que el líquido le queme los labios. El sabor era un recuerdo violento de la vida que había dejado atrás, de un mundo donde la gloria era un poema y no un charco de sangre.
—¿Y si esto fuera todo lo que queda? —preguntó Moreau, con la voz apenas audible.
—Entonces que al menos quede algo decente —respondió Iriarte.
—Antes de esto, creía que la guerra era gloria. Ahora sé que es un perro mordiéndose la cola... y nosotros somos los dientes —dijo el francés, escupiendo al suelo con amargura.
—Peor es saber que mañana volveremos a morder... y que ninguno de los dos ganará nada —murmuró Iriarte, mirando su fusil como si fuera un objeto ajeno, la herramienta de una traición a sí mismo.
No dijeron más. Compartieron un silencio cómplice, el mutuo entendimiento de dos hombres que sabían que estaban condenados a volver al infierno. Un toque de corneta lejano, el primer trino de la muerte, rompió la magia del momento.
—Ya viene la muerte... y trae nuestro nombre —susurró Iriarte, ajustándose el casco.
Moreau asintió. Sacó un pañuelo sucio y lo ató a una rama rota, un gesto inútil.
—Si mañana encontramos esto aquí, sabremos que alguien más sobrevivió a este infierno. Hasta luego, teniente. O hasta nunca.
No se dieron la mano. Se tocaron el hombro brevemente, un gesto de fraternidad más íntimo que un abrazo. Cada uno volvió a su trinchera, a su lado de la masacre. Sus botas dejaron huellas que se mezclaban en la tierra reseca, como si la tierra, herida y sangrante, los estuviera uniendo. En diez minutos, volverían a intentar matarse con una profesionalidad impecable, pero con la duda en el corazón de si ese acto era una lealtad a la patria o una traición a su propia alma.
EL MOLINO DE CARNE
La grande tranchée francesa se arrastraba por la tierra como una víbora herida, una zanja inmensa que respiraba muerte y ambición. Había costado semanas de sudor y litros de sangre abrirla, arrancando vidas de ingenieros y zapadores como si fueran guijarros del camino. Desde el aire, parecía una herida infectada que supuraba hacia las murallas de Montjuïc, un corredor de tierra seca y pólvora que conducía directamente al corazón de la defensa. No era un simple camino: era un embudo hacia el infierno, una garganta por la que el VII Cuerpo de asalto del Armée d’Espagne empujaba, una y otra vez, su carne fresca. El polvo se levantaba bajo las botas con cada paso, y la tierra, cuarteada por el sol, crujía como si tosa sangre.
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Los fusileros franceses descendían en oleadas, no con el porte de los desfiles parisinos, sino en un desorden estudiado, aprendido a base de cadáveres. Sus uniformes azules, antes orgullosos, eran ahora jirones de un sueño podrido, teñidos de polvoreada y vergüenza. El fusil de chispa Charleville modelo 1777, tan brillante en la academia, se volvía un estorbo aquí; la reina indiscutible de este matadero era la bayoneta: cuarenta y seis centímetros de acero opaco por la sangre seca, como un diente de un animal que ya no puede dejar de morder.
En el otro extremo de la brecha, plantado como un peñasco, estaba el cabo Seán O’Connell, del regimiento de Ultonia. Un irlandés católico de cuarenta años con una piel curtida por la sal y el sol de los mares, y unos ojos de un azul tan profundo como el Atlántico. Había combatido en El Cabo, en Trafalgar, en Bailén… pero nada lo había preparado para aquello. Aquí la guerra no era estrategia ni maniobra: era cercanía. Era sentir el aliento del enemigo mezclarse con el tuyo, oír cómo se partía un hueso bajo tu propia fuerza, notar el calor de una vida apagándose en tus manos. Era un infierno distinto al de la Puerta de la Merced, donde los cañones no callaban. En ese otro frente, el de la supervivencia detrás de los muros, las gentes seguían luchando de otras maneras, bajo la sombra de figuras como Isabel “La Leona”, dueña del mayor burdel de la ciudad, cuya influencia y carácter eran tan férreos como la voluntad del inquebrantable gobernador de Gerona, el general Álvarez de Castro, que mantenía la moral de la ciudad alta. En la brecha, sin embargo, la lucha era un asunto íntimo, visceral.
El aire no olía a pólvora, sabía a ella, como morder un clavo oxidado mezclado con el aliento agrio de mil hombres ahogándose en su propio miedo. Seán sintió el sudor frío corriéndole por la frente, mezclándose con la sangre de un compañero y el polvo. En su bolsillo, un trozo de pan seco y duro le recordaba el hambre que apretaba a todos en la ciudad, mientras que un olor fugaz a pan quemado, proveniente de algún incendio lejano, le devolvió a una vida que parecía ya de otro siglo. En la campiña verde de su natal Úlster, la tierra no se bebía la sangre. En las tierras del norte de Irlanda, la guerra no se libraba con bayonetas, sino con la lengua de los ingleses.
El asalto llegó sin aviso. Una marea de hombres emergió de la trinchera francesa, empujados por el terror y el deber. Los fusiles se dispararon una última vez, y la distancia se cerró, convirtiendo el estruendo en un único y sobrecogedor rugido humano. La lucha era un baile macabro, una danza de muerte.
Cerca de él, un muchacho de Dublín —apenas un recluta con el rostro aún redondo de la infancia— se dobló sobre sí mismo cuando una bayoneta francesa le abrió el vientre. Un borbotón carmesí empapó su camisa, y sus manos, temblorosas, intentaron inútilmente contener sus propias entrañas. Seán vio sus labios moverse. "Cabo… dígale a mi madre que…" murmuró el chico en gaélico, pero la frase se rompió en un estertor de aire que escapaba del pulmón perforado. El crujido seco del silbato de estaño que el muchacho llevaba en el bolsillo, sonó como un grito ahogado al ser aplastado bajo su propia bota. Seán sintió algo romperse dentro de sí.
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No era sólo ira; era una furia vieja, ancestral, que le quemaba las venas como whisky ardiente. El trébol de plata que llevaba atado al cuello se clavó en su pecho como un reproche. Se irguió sobre los cuerpos caídos, con el rostro desfigurado por la ira, los ojos inyectados en sangre. Apretó el mosquete hasta sentir el latido de la madera, como si el fusil tuviera más vida que él.
—¡Por Ultonia! ¡Por Dios y el diablo! —escupió en gaélico, pero el grito se le quebró en un castellano bastardo y salvaje, como si hasta su lengua estuviera herida—. ¡Que se pudran en su puto París! ¡For God’s sake, kill the bastards!
Su bayoneta atravesó el cuello de un francés con un chasquido seco. Sintió la carne ceder, el calor de la sangre salpicarle la cara, y rugió:
—¡Me cago en el alma de Napoleón!
Un sargento francés, tuerto y sonriente como un chacal, se lanzó sobre él. El francés se llevó la mano al pecho, la sangre burbujeando entre sus dedos como vino barato, y soltó una risa que era mitad dolor, mitad burla. El acero de Seán se hundió en su pecho, desgarrando músculo y pulmón. El enemigo se desplomó con un estertor, los ojos fijos en un cielo que ya no podía ver, con una expresión de asombro infantil. Mientras caía, un reloj de plata robado, con una cadena de oro, se deslizó de su bolsillo. Seán lo vio rodar por el suelo.
La piedad se evaporó de Seán. Lo que quedó fue un engranaje más del molino de carne. Cuando otro francés apareció, el irlandés no dudó: levantó el mosquete y descargó la culata contra su cráneo. El golpe fue seco, el hueso cediendo como una cáscara frágil. Ese sonido quedaría tatuado en su memoria.
El suelo, antes tierra, se había convertido en una pasta de polvo, sangre y pólvora, una mezcla que se pegaba a las botas como la culpa. Los defensores cedían terreno palmo a palmo, su resistencia tan feroz como inútil. Cada hombre —irlandés, catalán, castellano, francés— era una pieza más ofrecida en el altar de Montjuïc. El aire estaba tan saturado de muerte que parecía espesar la luz, filtrándola en tonos rojos y ocres. En medio de aquel caos, Seán pensó que quizás no sobreviviría al día. Ya no mataba por España, ni por Ultonia… solo por no ser el próximo en caer. Apretó el mosquete hasta sentir el latido de la madera, como si el fusil tuviera más vida que él.
En el bolsillo del sargento francés, sintió la rigidez de un trozo de papel. Una carta. La abrió con manos temblorosas mientras los otros luchaban. Estaba escrita en francés y doblada sobre un último cartucho de mosquete. Seán, que sabía un poco de francés, leyó las primeras palabras: "Mi amor, cuando vuelva, te traeré flores de los Pirineos…". Arrugó el papel, lo metió en su bolsillo… y cargó el mosquete con él. Las flores ardieron con la pólvora.
Montjuïc no era ya una fortaleza: era una garganta devorando hombres, un molino de carne que giraba sin descanso, triturando cuerpos y almas por igual. El sonido de un grito lejano se alzó en la distancia, no de un soldado, sino de un tambor que tocaba a retirada. Pero Seán ya no oía la música de los vivos, solo la cadencia del molino, el único sonido que importaba.
LA FORTALEZA QUEBRADA
La orden llegó como un cuchillo invisible, más afilada y letal que cualquier bayoneta. Atravesó el rugido incesante de los fusiles y el bramido seco de los cañones, un susurro que apenas se podía oír, ahogado por el estrépito de la batalla. Pero su significado, tan claro que heló la sangre en las venas, era una sentencia de muerte para la esperanza: "¡Retirada!. ¡A la ciudad, los que queden!". Las palabras eran la confirmación de lo que todos sentían en sus entrañas: la fortaleza de Montjuïc había caído.
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Los pocos supervivientes del regimiento de Ultonia, del Wimpffen y de las demás unidades españolas y suizas se desprendieron de la brecha como jirones de un estandarte hecho trizas, ya sin honra ni propósito. Eran cuerpos rotos que se arrastraban, cojeaban, se sostenían unos a otros por puro instinto animal. No eran un ejército en retirada, sino una masa informe que dejaba tras de sí un rastro de sangre, polvo y nombres que nadie volvería a pronunciar. Aún llevaban en sus ojos la visión del molino de carne, del suelo empapado, de las caras distorsionadas por el horror.
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Atravesar la puerta de Gerona fue como cruzar el umbral del purgatorio. Avanzaban en un silencio sepulcral, cubiertos de hollín y de la sangre de otros hombres, con los uniformes desgarrados. Las calles, ya heridas por el asedio, se convirtieron en pasillos para fantasmas. Desde ventanas y umbrales, los vecinos los miraban pasar. No hubo vítores, ni llantos, ni plegarias. Solo un silencio denso, tan espeso como el humo que colgaba en el aire. Un silencio que hablaba con voz propia: la ciudad había entendido que la pérdida de Montjuïc no era solo la caída de un castillo, sino el cierre inexorable de un cerco que ya no dejaría entrar la esperanza. La derrota se había instalado en los corazones como un frío que ni el fuego podía expulsar.
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En el hospital improvisado de la Catedral, la derrota se materializó en un río de dolor que corría por la nave central. El eco de los rezos se mezclaba con los gemidos de los heridos y el golpeteo apresurado de cubos de agua sobre el suelo de piedra. El doctor Dubois, con su bata convertida en un lienzo de sangre, se movía entre camastros. Sus manos, firmes por la necesidad de actuar, temblaban por el agotamiento. Exploraba heridas que parecían imposibles, signos del infierno que había sido la brecha: bayonetazos que habían abierto la carne hasta el hueso, fracturas grotescas causadas por culatazos, quemaduras de pólvora que ennegrecían la piel hasta hacerla irreconocible. En su rostro, una mueca de horror que no intentaba disimular, la impotencia del científico ante la barbarie humana.
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La novicia Teresa y las demás monjas se deslizaban entre los cuerpos como sombras de misericordia, sus hábitos oscuros pero muy sucios de atender a tantos heridos la única calma en un paisaje de mutilaciones y fiebre. Limpiaban, vendaban, sostenían cabezas moribundas. y cuando podían limpiaban las estancias derramadas de sangre, vómitos, orines, e incluso cagadas de mierda. Cada toque, cada palabra suave, era un intento desesperado de recordar al herido que aún quedaba algo humano en el mundo.
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En un rincón, apoyado contra una columna, estaba el cabo Seán O’Connell. Su brazo colgaba, destrozado y envuelto en vendas improvisadas. La piel de su rostro, pálida como cera, contrastaba con la llama aún viva en sus ojos: una luz obstinada que no era esperanza, sino rabia pura, esa que había ahuyentado al miedo en la brecha y lo había mantenido con vida. Teresa se acercó a él y, sin una palabra, le pasó un paño húmedo por la frente ennegrecida por el hollín y la pólvora. Seán la miró. No hubo una sonrisa, pero en sus ojos apareció un destello breve, un reconocimiento silencioso de la piedad en medio del infierno.
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En ese instante, la fe y la ciencia se encontraron en un mismo punto, sobre el umbral de la muerte. Las manos que cosían carne y las que sostenían almas trabajaban juntas, intentando reconstruir lo que la guerra había destrozado. Sabían que era un trabajo sin final, condenado a repetirse mientras hubiera guerra y sobrevivieran, pero también sabían que era, en su inmensa inutilidad, absolutamente necesario.
Tras la caída de Montjuïc, la ciudad de Gerona ya no era una ciudad: era un cuerpo abierto en canal, una herida que supuraba un lamento mudo de polvo, humo y silencio. El baluarte de la Merced, arrancado de la carne de la tierra por el escalpelo francés, sangraba un amasijo humeante de piedra y cuerpos. El resto del entramado urbano se desplegaba ante el invasor como las capas de una cebolla podrida: cada callejón una vena infectada; cada barricada una arteria endurecida que, obstinada, se negaba a morir. Los franceses habían penetrado en el corazón de la ciudad, sí, pero no la habían conquistado. Su avance se ahogaba metro a metro en un laberinto de escombros, cada fragmento de piedra un nuevo ladrillo para una nueva defensa, cada viga un obstáculo. Los habitantes, con la furia de los desesperados, alzaban barricadas y fortificaciones con los restos de sus propios hogares. El viento arrastraba polvo mezclado con ceniza y un rumor lejano de huesos rompiéndose bajo el peso de la historia.
Los escombros no eran solo desechos, sino los fragmentos de un espejo roto donde se reflejaba una vida que ya no existía. Cada mueble destrozado, cada carruaje volcado, cada tabla arrancada, gritaba en silencio el nombre de quien lo había perdido.
Los oficiales franceses, formados en la alta cultura del Imperio, hablaban un español afectado, con el acento cargado de esdrújulas, como si las palabras fueran un traje de gala mal ajustado. Entendían los juramentos a la Virgen y las maldiciones a Napoleón, pero el idioma les era inútil para descifrar la raíz del espíritu que latía en los corazones gerundenses. Gerona no se defendía por las líneas de un mapa ni por la fría aritmética de la pólvora, sino por una fe mística en la libertad, una convicción forjada en el dolor de dos asedios previos que habían grabado la resistencia en su alma. Y en el centro de esa fe se hallaba su gobernador, don Mariano Álvarez de Castro, cuyo juramento de que las tropas francesas no cruzarían las murallas vivas se había convertido en un lazo invisible que unía a todos sus habitantes.

Entre los restos de la brecha, el coronel Vigny —ingeniero de la sangre más pura de la Ilustración— inspeccionaba el terreno con la meticulosidad de un cirujano en un quirófano de guerra. El aire ya no olía a pólvora, sino a traición. El dulzor metálico de la sangre era el aliento de la ciudad moribunda, y el polvo, la ceniza de sus sueños rotos. Vigny caminaba con la pulcritud de quien se sabe dueño del caos, su uniforme impecable un contraste cruel con la desolación. Entre cascotes ennegrecidos y maderos astillados, hallaron al capitán Domènec de Cardona, noble de la pequeña aristocracia catalana, herido pero consciente, la mano aferrada a una pistola descargada. A su lado, un rollo de planos de las defensas, manchado con su propia sangre. En aquellos trazos, estrategia y sacrificio se habían fundido en una sola cosa.

Vigny, reconociendo en él a un adversario digno, a un estratega en el bando contrario, ordenó que lo llevaran a su tienda, un oasis de orden en medio de la destrucción. Dentro, a la luz parpadeante de un candil, Vigny le ofreció al capitán español una copa de vino. Su voz, pulcra y académica, era una impostura en aquel infierno.
—Capitán —dijo Vigny, ajustando un reloj de bolsillo cuyo cristal estaba agrietado y que marcaba la hora de París, siempre atrasada respecto al tiempo de esta guerra—. Su defensa es un poema escrito con sangre. Lástima que la métrica de la guerra no perdone los versos heroicos.
Cardona lo miró con ojos de quien calcula distancias. Si tuviera un arma cargada, pensó, un solo disparo sería una respuesta más rápida y sincera. Aun así, bebió un sorbo. El vino francés sabía a una mentira dulce, amable en la garganta, pero quemaba como la verdad al bajar.
—Usted habla de la Razón, coronel —dijo Cardona, sin apartar la mirada—. Nosotros luchamos por lo que no puede escribirse en sus códigos. No peleamos por la lógica fría de la pólvora, sino por el olor a pan recién horneado en una plaza, por el nombre de un hijo susurrado en la oscuridad. Y por algo más.
Vigny levantó una ceja, curioso.

—En Gerona, coronel, rige la Ley de Álvarez de Castro: pena de muerte al que hable o tenga pretensión de rendirse. Es una ley que nadie desconoce. Es peor rendirse a la voluntad de nuestro gobernador que rendirse a usted. Así que, como nos recomendó el señor Álvarez de Castro desde que se hizo cargo de la plaza, procederemos según convenga. Lo que significa que no nos rendiremos bajo ningún concepto, pero además nos defenderemos de la mejor forma posible. La única opción que nos queda es la victoria o el martirio. Es una victoria que está en un sueño y no puede comprarse con pólvora. Su luz quema, coronel. Pero la nuestra... ilumina. Además Gerona es nuestra, como lo son los ríos, las montañas y los caminos. Ustedes entran sin permiso, y la tierra responde: la guerrilla brota como setas en otoño, sabotea sus convoyes, les corta el paso. Por eso también pasan hambre. Porque en España, sin el permiso del español, ni el enemigo come. Me temo que al final la derrota irá de vuestra parte. Ni los romanos ni los moros consiguieron doblegarnos, ni ustedes los gabachos lo van a conseguir.
Vigny sin inmutarse dejó la copa sobre la mesa con un leve golpe, lo bastante seco para cortar el aire. —Ustedes ven héroes, capitán. Nosotros vemos obstáculos. Y en esta guerra, los obstáculos... se eliminan. Un disparo lejano interrumpió la tensión, pero no la alivió. Vigny dejó el reloj sobre la mesa, como si al hacerlo el tiempo se detuviese, congelado en un instante.
—El tiempo se ha roto aquí —dijo, sin apartar los ojos de Cardona—. No hay horas, solo instantes... y todos saben a derrota.
Cardona empujó el reloj con un dedo. El pequeño objeto de latón se detuvo en el acto, como si la lógica francesa se hubiera estrellado contra la voluntad de una ciudad. —Quizá tenga razón, coronel. Quizá solo seamos dos formas distintas de la misma tiranía. Pero recuerde esto: cuando se rompa el suyo, la ciudad seguirá respirando. Aún falta para que caiga. Y recuerde que de haber tenido la pistola cargada, ya le habría disparado.
Esta vez Vigny ya se sintió un poco alterado de la rabia que se le encendía por las palabras del oficial español, y ordenó que lo llevaran con el resto de prisioneros.
Fuera, la ciudad ardía en mil pequeños infiernos. Tras la toma del baluarte de Santa Clara, un grupo de soldados franceses irrumpió en la casa de un oficial español caído. La puerta, arrancada de sus goznes, colgaba como un miembro dislocado. El interior era un caos de muebles rotos, retratos caídos y vidrios hechos añicos. El sargento Mathieu —veterano de Jena y Austerlitz— observaba a sus hombres revolviendo cajones con más avidez que método. No buscaban documentos militares; buscaban botín. En su bolsillo, el peso de su propia existencia le recordaba que también él tenía un hogar al que quizás nunca regresaría.
Uno de ellos, un muchacho de Normandía llamado Jacques, con el rostro imberbe y el hambre en los ojos, encontró un escritorio astillado. De un cajón sacó un pequeño libro de contabilidad. Al abrirlo, no halló monedas, solo una caligrafía cuidada: "Dos reales por un lazo de seda para Elvira". "Cuatro reales por un dulce para el pequeño Carles". "Tres reales por la reparación del reloj de la abuela".
—Nada, sargento. ¡Basura! —dijo Jacques, a punto de tirar el libro a una brasa encendida que había cerca.
—Espera, chico —gruñó Mathieu, arrebatándole el cuaderno. Lo hojeó con lentitud, sus ojos recorriendo las palabras con una quietud que delataba algo más que curiosidad. Vio los lazos de seda, los dulces, el reloj de la abuela. No vio a un enemigo, sino a un hombre: un padre, un esposo, alguien que, como él, anotaba los nombres de su familia en los márgenes de su vida. Por un instante, las fronteras se borraron. Se imaginó a sí mismo muerto en una brecha, y a un soldado español hurgando entre sus efectos, encontrando la carta inacabada para Annette, la lista de caramelos prometidos a sus hijos.
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Apretó el cuaderno en su mano. —Quémalo —ordenó con una voz más áspera de lo que pretendía, casi un rugido—. El fuego olvida. Nosotros no. Jacques obedeció. El cuaderno ardió, y con él, el frágil puente de humanidad que había cruzado por un instante el abismo de la guerra. Mathieu se dio la vuelta, pero el peso de las páginas quemadas seguía en su bolsillo, como una cicatriz invisible.
Él tenía una lista de dulces para su hijo. Yo tengo una lista de nombres en mi fusil. Ambas son oraciones, pensó Mathieu, mientras el humo se mezclaba con el de la batalla.Y entonces, en la grieta de una pared derruida, la vio: una flor solitaria, diminuta, que se negaba a marchitarse. No era un símbolo de victoria, sino un recordatorio silencioso de que, incluso en el corazón de la ceniza, algo, obstinadamente, se negaba a morir.
EL MERCADO DE LA DESESPERACIÓN
En El Racó de l'Esplai, el burdel de Isabel "La Leona", la guerra no se libraba con cañones ni con espadas, sino en el aire denso y pegajoso que se colaba por las rendijas, en el hedor a muerte que se adhería a la ropa como un fantasma silencioso. Aquí, el asedio tenía sus propias leyes, más implacables que las del Imperio: las inquebrantables leyes de la oferta y la demanda. Los muros de piedra que antaño guardaban el eco de risas de vino fácil y gemidos de placer fugaz vibraban ahora con el pulso agónico de los cañonazos, como un corazón enfermo que late a trompicones en el pecho de la ciudad. Aunque el maldito general Laurent de Gouvion-Saint-Cyr era quien tenía el honor de sitiar Gerona, Isabel sabía por sus contrabandistas que el mando supremo de la operación sobre Cataluña era el general Suchet, y que los gabachos no pisarían el corazón de la ciudad mientras a ella le quedara aliento.
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Isabel "La Leona", una mujer cuyo rostro afilado y ojos duros reflejaban todas las miserias de la condición humana, había entendido que sobrevivir era un ejercicio de cálculo frío. Mientras las Juntas y los generales perdían el tiempo en discusiones estériles, ella había levantado una red de recursos y favores tan impenetrable como las murallas que bombardeaba Gouvion-Saint-Cyr. Su sistema nervioso clandestino era capaz de alimentar a sus chicas, mantener el negocio en pie y, de paso, servir de refugio a una fauna de informantes, presuntos desertores y soldados en busca de un olvido pagado. Sus muchachas, antes maquilladas y coquetas, lucían ahora manos agrietadas y uñas rotas, curtidas por el trabajo de rasgar sábanas y cortinas de seda para convertirlas en vendas, sudarios o trapos para calmar las fiebres. Ya no eran solo mujeres para el amor; eran también tejedoras de la supervivencia.
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La sala principal, que un año atrás había sido un teatro ruidoso de partidas de cartas y carcajadas de borrachos, era ahora una improvisada cocina de campaña. Aprovechaba los cupos de racionamiento que le otorgaba Álvarez de Castro por atender a los heridos, y de su propia cuenta, aportaba parte del contenido de la bodega secreta de sus sótanos para contribuir a la defensa de la ciudad, consciente de que si Gerona cayera, por lo menos sus reservas propias de provisiones hayan servido para beneficio de los necesitados gerundenses, y no para que se apropiaran los gabachos. Grandes ollas humeaban sobre braseros inestables, y el vapor se mezclaba con el olor a enfermedad y el miedo, impregnando las viejas vigas como un recuerdo que nunca se iría.
En una esquina, una joven recién llegada de Figueres sollozaba en silencio mientras cortaba una sábana en tiras. Sus dedos temblaban no por el frío, sino por el miedo que la guerra había instalado en su pecho. Pilar Tornabells, una mujer con el cuerpo tallado por mil noches y de más de un combate a puñetazos en la trastienda, se acercó a ella con la paciencia de una loba. Sin decir una palabra, le dio un golpe seco en la nuca.
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—¡Basta de lloriqueos, coño! —gruñó, su voz ronca como un hierro arrastrándose sobre piedra—. ¿Crees que tus lágrimas van a parar una bala?. Aquí, los hombres vienen a olvidarse del miedo y a largarse. Cada español que gasta su fuerza aquí es uno más en la muralla, y un obús menos que cae sobre nuestras cabezas. Esto —añadió, señalando la tela a medio cortar— es nuestro frente de batalla.
Isabel, que había presenciado la escena desde la bruma del fogón, no intervino. En la brutalidad de Pilar había una lógica de supervivencia que ninguna arenga militar podía igualar..png)
—¡Pilar, acelera con los pucheros! —ordenó, apartando un mechón de cabello que el sudor le había pegado a la frente. Su voz, grave y tranquila, era la única nota de calma en el caos—. Miguel, lleva esta tanda a Sant Pere y vuelve por la ruta de las ratas. Niños, id por los pasadizos, que sois más rápidos. ¡Y cuidado con los derrumbes!.
Pilar asintió sin dejar de cortar, recogió un jarro y se internó por callejones cubiertos de polvo y pólvora hasta un puesto avanzado. Allí, un joven teniente de la Guardia Imperial, no más de dieciocho años, yacía contra un muro con el vientre abierto y los ojos fijos en un cielo que ya no veía. Pilar se arrodilló a su lado, sin emoción en el rostro. Le ofreció agua, no por caridad, sino como un anzuelo. Con un hilo de voz, el soldado agonizante reveló la ubicación de la nueva batería de morteros en Montjuïc, conocida como la Piedra de San Rafael. Pilar lo escuchó sin parpadear, le cerró los párpados con la punta de los dedos y se marchó. La compasión era un lujo que en Gerona había muerto mucho antes que él.
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De vuelta en el burdel, Isabel reunió a sus chicas junto al fogón, como una estratega trazando los movimientos en un mapa invisible.
—Cada francés muerto en Montjuïc es un día más que Pierre Saint-Cyr no avanza hacia la ciudad —dijo, su voz grave pero controlada—. No estamos vaciando sus bolsillos; les estamos vaciando la sangre, gota a gota. Para ellos, es una carnicería que les ha costado sus mejores hombres. Para nosotras, la amarga satisfacción de saber que el precio de cada calle que toman es una vida que se llevaron por delante. Estamos ganando, a nuestra manera.
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En la alcoba principal, separada del estruendo por una cortina de seda que ya era solo un trapo, Don Rafael de la Riva, el comerciante gordo y maduro, consultaba sus libros de contabilidad. Los había llevado consigo, porque la noche de burdel era un capricho al que no renunciaba, a pesar del riesgo. Para él, la guerra no era una cruzada, sino un mercado en ebullición. Era un cliente de lujo, con un rincón privado y un trato preferente. Había acaparado grano y sal antes del cerco y se había aliado con Isabel "La Leona" en el mercado negro, comprando y vendiendo al amparo de las bombas. Para él, que compraba y vendía bajo el ruido de los cañones, cada bomba era una nueva entrada de dinero.
Aunque algunas ocasiones había follado con Isabel "La Leona" su cómplice en los negocios y dueña del burdel, su amante de cabecera, Carmen Barrau, una de las chicas de Isabel, era más que su compañía: era su espía. En la penumbra de aquella alcoba, a la luz de un candil que apenas iluminaba los lujos que Rafael había acumulado en medio de la miseria, ella le susurraba lo que oía en las conversaciones de los oficiales borrachos que frecuentaban el burdel.—La muralla de Montjuïc está débil —murmuró Carmen aquella noche, con la voz apagada por el cansancio. Su mirada no se detenía en nada—. Y han reforzado la Piedra de San Rafael.
Rafael, que acariciaba el borde de su copa de vino, sonrió. No era la sonrisa de un amante, sino la de un jugador que sabe que la partida se ha inclinado a su favor.
—La información es poder, Carmen —dijo, sin mirarla—. Y el poder es la única moneda que nos mantendrá con vida cuando los cañones callen.
Fuera, los obuses seguían marcando el pulso de la noche. Dentro, en aquel burdel, la guerra se libraba con otros métodos: en el precio de una fanega de trigo, en las palabras susurradas y en la piel. En Gerona, todos tenían algo que vender. Y todos, un precio. Al marcharse, Rafael dejó sus reales sobre el buró. No era un pago por los pecadillos de la carne, sino por la lealtad, por la información susurrada en la oscuridad, por la paz efímera que le ofrecía Carmen Barrau con su compañía. Era el precio que pagaba para creer que, en medio de aquel caos, él aún podía ganar la partida en sus maniobras especulativas.
LA RAZÓN ASALTADA
El general Laurent de Gouvion Saint-Cyr, marqués de Saint-Cyr, se sentía un hombre sitiado. No por las murallas de Gerona, esas barreras de piedra que su mente de geómetra ya había conquistado mil veces sobre el plano, sino por algo mucho más intangible y exasperante: la irracionalidad. Su tienda de campaña era una isla de lógica en un océano de fervor ciego, un mar de polvo, enfermedad y una miseria que se sentía tan densa como el aire inmóvil del verano español. Lo que asaltaba su razón no era la estrategia del enemigo, sino su ausencia. Los defensores, liderados por un tal Álvarez de Castro, no libraban un asedio según los manuales de Vauban; practicaban una danza macabra de túneles de zapadores y contraminas, un combate que tenía la irreverencia de una herejía contra la Ilustración.
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El eco de sus subordinados, que habían salido de la tienda con un cinismo que él compartía pero se prohibía expresar, aún resonaba en sus oídos. Hablaban de la "furia española", de un fanatismo que convertía a campesinos, artesanos y monjes en un enemigo más feroz que cualquier ejército profesional. Saint-Cyr, con su desprecio aristocrático por la pasión desordenada, no veía un milagro, sino una demostración brutal de que la ciencia de la guerra podía ser derrotada por la mera obstinación.
Recientemente, había recibido un despacho de París que lo había helado más que el frío de los Pirineos, no por su contenido formal, sino por el subtexto de las palabras de Napoleón, que entre líneas dejaba entrever su frustración y la amenaza de un cambio. “Gouvion, eres el único geómetra de mis generales, y te aprecio por ello. Pero Gerona, esa espina que me irrita, parece exigir a un carnicero, no a un cirujano. Ya veremos qué decide el destino para ti”. Aquellas palabras, que lo llenaban de orgullo y de miedo a partes iguales, le recordaban que su intelecto, la misma cualidad que Napoleón admiraba en él, era lo que, paradójicamente, lo hacía inadecuado para la brutalidad de este asedio.
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Fue entonces cuando un oficial, cubierto de polvo hasta las cejas, entró con un golpe seco y le entregó una saca de lona encerada. Dentro, entre despachos sellados con lacre imperial, reconoció el perfume sutil a verbena y la caligrafía elegante de su esposa, Anne. Era un aroma de los jardines de Luxemburgo, un recordatorio de un mundo de orden y belleza que le parecía tan lejano como una estrella. Rompió el sello con una urgencia que lo sorprendió a sí mismo, un ansia por conectar con la vida que había dejado atrás.
París, 11 de septiembre de 1809
Mi amadísimo Laurent,
Tu última misiva ha encontrado por fin su camino hasta mis manos. Cada palabra tuya es un bálsamo, aunque percibo entre líneas no solo la fatiga de tu espíritu, sino la impaciencia del intelecto frente al caos de esa guerra bárbara. El eco de Gerona ha cruzado los Pirineos; aquí, en los salones, se habla de su obstinación como una suerte de locura sagrada. No te atormentes, mi amor. Nadie cuya opinión merezca ser escuchada duda de tu genio. Saben que te enfrentas a un fanatismo que se nutre de la propia tierra, una fe irracional que desafía toda comprensión. La paciencia, lo sé, es la más amarga de las virtudes para un hombre como tú, para quien el orden es la única ley.
Se dice que el propio Emperador empieza a mostrarse inquieto. El coste, el tiempo, la sangre... Gerona se está convirtiendo en un símbolo de la indocilidad española. Pero mientras tú libras esa guerra de desgaste, debes saber que aquí, en el corazón del Imperio, se libra otra batalla, más silenciosa pero no menos decisiva: la guerra por el alma de Francia.
El gran proyecto de la Universidad Imperial avanza, y es aquí donde las opiniones se dividen. Nuestros amigos de la vieja guardia, los que añoran los privilegios de antaño, lo ven como una tiranía. Hablan de "cuarteles para el espíritu", de "mentes dóciles". ¡Qué ceguera!. No entienden, como sí lo hacemos tú y yo, la grandeza del plan del Emperador.
Él no busca crear siervos, Laurent, sino ciudadanos. Su visión es la de una nación donde el mérito, y no el nacimiento, sea la medida del hombre. Los nuevos liceos no son cuarteles, son crisoles donde se forjará una nueva élite, una basada en el talento, la disciplina y el servicio al Estado. ¡Por fin una Francia donde el hijo de un campesino, si tiene el genio, puede llegar a ser mariscal!. ¿No es esa la verdadera libertad?.
Desprecian que se enseñe ciencia y matemáticas, ¡las herramientas que construyen puentes y calculan la trayectoria de las estrellas!. Lo llaman "despreciar el alma". Pero, ¿qué es más noble para el alma que la búsqueda de la verdad, que la claridad de la razón?. El Emperador no destruye la cultura; la está refundando sobre una base de justicia y lógica. Quiere un pueblo educado, capaz de comprender las leyes, de participar en la prosperidad, de ser libre de la superstición que los ha mantenido en la oscuridad durante siglos. Esta es la verdadera Revolución, la que se libra en las aulas, no en las barricadas.
Lo que ocurre en España es la antítesis de este sueño. Es la tiranía de la ignorancia, la defensa de unas cadenas que ellos confunden con la tradición. Tú no luchas contra un pueblo, mi amor. Luchas contra el pasado, luchas contra la ignorancia del antiguo régimen feudal. Y esa es la batalla más noble de todas para poder dar un mayor paso hacia un mundo más civilizado y libre.
Cuídate, te lo ruego. Tu vida es infinitamente más preciosa que la más inexpugnable de esas fortalezas. Regresa a mí, Laurent. Regresa para que podamos volver a hablar de Horacio en los jardines, y celebrar juntos el triunfo de la Razón.
Tuya por siempre, en el pensamiento y en el corazón, Anne
De Gouvion Saint-Cyr dobló la carta con un cuidado casi reverencial. La guardó en el bolsillo interior de su casaca, junto a su corazón. Por un instante, el hedor a pólvora fue reemplazado por el aroma de los tilos de París. La carta de Anne no era solo un consuelo; era un recordatorio de la guerra más grande que estaba librando. Él no era un simple conquistador; era un agente de la modernidad, un portador de la luz de la Razón en aquella España de las campanas, las cruces, y los inquisidores.
El sacrificio de Gerona no era, como murmuraban sus hombres, una gesta heroica, sino la última y violenta convulsión de un mundo que se negaba a morir, una defensa fanática de la ignorancia y la superstición. Y él, el hombre que prefería el intelecto a la sangre, la lógica a la pasión, estaba en primera línea, forzado a ser el cirujano de una amputación necesaria para salvar el cuerpo de Europa de la gangrena del pasado.
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LA LÓGICA DEL TERROR
El aire en el vasto despacho de las Tullerías, a miles de kilómetros de la hedionda realidad de Gerona, era quieto y espeso, tan opresivo como la atmósfera antes de una tormenta. El único sonido era el crepitar de la leña en la chimenea, que proyectaba sombras danzarinas sobre los mapas desplegados. Sobre una inmensa mesa de caoba, pulida hasta el brillo de un espejo, la Península Ibérica yacía abierta como un cuerpo en una autopsia, sus líneas de montañas y ríos marcadas con la tinta roja de la sangre y la negra del carbón. Napoleón Bonaparte, las manos cruzadas a la espalda, recorría la estancia con pasos cortos y secos. No miraba el mapa; lo interrogaba, lo fustigaba con la mirada, como si la tierra misma fuera culpable de su frustración.
Berthier, su jefe de Estado Mayor, permanecía inmóvil, un autómata de la disciplina, con el rostro impasible. A su lado, el mariscal Augereau, recién llegado de una campaña en la que su nombre no había brillado con la gloria prometida. Cerca de ellos, otros mariscales y generales, hombres forjados en el acero de las guerras, esperaban en silencio. El Duque de Abrantes, Junot, con un tic nervioso en la mejilla, y el Mariscal Lannes, con su mirada de halcón, ambos conocedores del infierno que era la guerra en España.
Fue Junot, incapaz de contener su impaciencia, quien rompió la pesada quietud.
—Mi Emperador, si me permite… —dijo, su voz rasposa—. El problema de Gerona no es solo la obstinación de los defensores, sino el terreno. Cada colina, cada barranco, cada muro es una trampa. No podemos aplicar nuestra táctica habitual de movimientos de flanco. Es una lucha sin cuartel, sin el elegante despliegue de las líneas.
Lannes, siempre más directo, intervino con la voz ronca por las batallas.
—Es una pelea de ratas en un laberinto, Sire. Y en ese laberinto, cada casa se convierte en un fuerte, cada civil en un soldado. Saint-Cyr hace lo que puede con lo que tiene. Y lo que tiene es una guerra que hemos olvidado cómo librar.
Napoleón se detuvo. Sus ojos azules, habitualmente fríos y calculadores como los de un estratega de ajedrez, eran ahora dos fragmentos de hielo a punto de estallar.
—¡Merde! —siseó, golpeando el mapa con el puño cerrado. La palabra sonó como una sentencia, no como un nombre—. ¡Me cago en su Dios y en su estúpido honor!. Gerona. ¡Siete meses!. Yo he hecho pedazos imperios en siete semanas. He aniquilado ejércitos de cien mil hombres entre el desayuno y la cena. ¿Y ahora me dicen que la Grande Armée está siendo detenida por un nido de ratas defendido por curas, campesinos y el fantasma de un gastado general envejecido hasta los huesos?. ¡Un viejo de los cojones defendiendo esta ciudad!, ¿y aún se resiste a todos vosotros?...¡debería daros vergüenza!.
Caminó por la sala, sus botas resonando en el pulido parqué, hasta detenerse frente a sus mariscales. Su voz, aunque contenida, vibraba con una intensidad que hacía temblar el aire, una furia fría y metódica.—Permítanme que les explique la guerra, señores, ya que parecen haberlo olvidado. La guerra es un teorema. En Austerlitz, identifiqué el punto débil del enemigo, lo partí en dos, y el resultado fue inevitable. Es la ciencia. Pero España… España es diferente. Es un cuerpo sin cabeza. O, peor aún, es una hidra. Le cortas una cabeza en Madrid, y le crecen otras veinte en Zaragoza, en Valencia… y en esta puta Gerona. Ustedes no luchan contra un ejército, sino contra un espíritu. Incluso el buen Gouvion, un genio en táctica y un hombre al que aprecio, se encuentra perdido ante este enemigo. Y si él se pierde, ¿qué esperanza hay para los demás?. Es un enemigo que no comprenden.
Berthier, con la cautela de quien camina sobre hielo fino, se atrevió a interponer, su voz apenas un murmullo.
—Mi Emperador, si me permite… los historiadores romanos ya escribieron sobre esta península. Decían que Hispania fue la primera provincia en ser invadida, pero la última en ser sometida. Y advirtieron que, aunque individualistas hasta el extremo, una agresión exterior es lo único que los une a todos, como una piña, contra el enemigo común.
Napoleón lo miró con un desprecio apenas velado, antes de volver a su objetivo principal. Su mirada, ahora, se clavó en Augereau, el mariscal que, según los informes, se había mostrado el más brutal de todos en sus campañas.
—Y usted, duque de Castiglione… dígame, ¿qué hacemos con Gerona?.
—No necesitamos lógica. Necesitamos terror —respondió Augereau con voz grave, sin titubear—. Al fanático no se le convence con razones, solo con infiernos. Hagamos de Gerona un aviso: que sus calles se llenen de cadáveres hasta que su Dios calle. Mi plan es sencillo: convertir el miedo en un arma, y la sangre en una lección.
El bofetón de Napoleón lo sorprendió como un cañonazo. La palma del Emperador le cruzó el rostro con una violencia seca, un golpe tan rápido y letal que le giró la cara con el impacto. Augereau quedó inmóvil, la mejilla enrojecida, la humillación grabada en su mandíbula. Berthier se estremeció levemente, sus ojos fijos en el suelo, evitando la mirada de ambos. La pérdida de decoro le quemaba la piel.
—¡Sois el Duque de Castiglione! —rugió Napoleón—. ¡Repita lo que ha dicho!. ¡Que todos le oigan!.
Augereau, con el rostro enrojecido por el dolor y la vergüenza, repitió su sentencia con voz más alta, aunque sin la convicción inicial.
—Hagamos de Gerona un aviso… que sus calles se llenen de cadáveres hasta que su Dios calle.
Napoleón se volvió hacia el resto de los generales, con una sonrisa fría que no llegaba a sus ojos.
—¡Así es como hay que proceder cuando una ciudad no se somete!. Y ahora, Augereau, escuchadme. Yo no destruyo por brutalidad, sino por cálculo. Amputo para salvar el cuerpo. Vuestra brutalidad es la de un animal, la mía es la de un cirujano. El martillo solo hace ruido; yo busco silencio. No el silencio de un ejército vencido, sino el silencio de las ciudades que jamás osarán resistirse. Solo yo te hice duque, y no solo puedo darte otro título si te lo ganas, sino quitarte el que ya tienes.
Augereau, respirando hondo, contuvo la furia. La marca del bofetón aún le ardía, pero en su mente algo hizo clic. La humillación se convirtió en un acicate. En ese instante, comprendió lo que el Emperador exigía: no la sangre sin más, sino la aniquilación del alma.
—Mi Emperador… —dijo Augereau, su voz ahora un susurro grave, más aterrador que su primera respuesta—. Saint-Cyr quería ganar una batalla. Usted quiere ganar una guerra… una guerra de voluntades. Mi error fue pensar en sangre. Usted piensa en el alma. Usted no solo mata, usted aniquila la esperanza. La política exige el terror… para que el terror se convierta en la nueva ley.
—El terror es el cemento que une a los imperios —asintió Napoleón, la furia transformándose en un análisis frío—. Sin él, todo se desmorona. Usted, Duque, será mi albañil.
Se inclinó sobre el mapa y alzó tres dedos, enumerando los puntos de su plan como un maestro que dicta axiomas a sus alumnos.
—Hemos estado intentando entrar en la ratonera. ¡Error!. La solución no es entrar. La solución es convertir la ratonera en un ataúd sellado. Y este teorema de la aniquilación total se compone de tres axiomas.
Levantó un dedo, su voz descendiendo a un susurro conspirador.
—Primero: atacar el alma. Quiero que cada disparo de cañón no solo derribe un muro, sino que rompa una fe. Quiero que bombardeen la Catedral hasta que no quede más que un montón de polvo humeante. Que sus obuses caigan sobre los conventos y los hospitales. Que cuando caiga la Catedral, los gerundenses miren al cielo y se pregunten por qué su Dios no la ha protegido. Que sus santos se conviertan en polvo, y sus oraciones en gritos sin respuesta. El miedo es el primer paso hacia la rendición.
Levantó el segundo dedo, sus ojos brillando con un destello cruel.
—Segundo: atacar el cuerpo. Una vez abierta la brecha, quiero un avance metódico, un molino de carne. Calle por calle, casa por casa. Usen a los zapadores para volar los edificios. Si se atrincheran en una casa, que esa casa sea su tumba. Será lento, será sucio, pero será sistemático.
El tercero se alzó con lentitud, como una sentencia inapelable.
—Tercero: atacar la esperanza. Quiero un cerco absoluto. Ni un saco de grano, ni una rata, ni un mensajero debe entrar o salir de esa ciudad. Vamos a cultivar el hambre como un arma científica. Vamos a dejar que el tifus y la disentería sean mis generales de vanguardia. Ellos resisten porque creen que un milagro los salvará. Les demostraremos que lo único que les espera es una muerte lenta y agónica.
Napoleón se incorporó, la voz como un trueno contenido. Cuando comenzó a hablar, Berthier, en un acto casi inconsciente, sacó su bloc de notas, preparado para registrar la brutalidad que estaba a punto de desatar. Su rostro era una máscara de profesionalidad, pero en el parpadeo de sus ojos se vislumbraba el tormento.
—Cuando la ciudad caiga, no habrá clemencia. Quiero un ejemplo. Que el nombre de Gerona no sea un himno, sino una advertencia. Que al recordarla, no se diga "invicta", sino "jamás volveremos a resistir". Berthier, la gloria es la historia que escribimos. Y la historia la escriben los vencedores. La historia de Gerona será la historia del último reducto de locos. Y no habrá ni un testigo para contradecirnos.
Se volvió a Augereau.
—Y ahora, Augereau, a quien acabo de humillar delante de todos, escuchadme. No me defraudéis. Entregadme Gerona, no importa cómo, y os concederé otro título nobiliario. Si fracasáis... os haré Duque de la Nada.
La decisión estaba tomada. En su mente, Gerona ya no era un problema, sino una solución. Una ecuación terrible que acababa de resolver. Berthier continuó tomando notas con el alma encogida. La sentencia de muerte de la ciudad había sido dictada, no por un simple general, sino por la lógica implacable de la guerra en su estado más puro. Y en su mente, mientras traducía la furia y el genio de su Emperador en órdenes precisas, una frase se grabó: “La política, a veces, exige el terror como argumento.” Aquella frase, no era una simple oración. Era una lápida. La lápida de un ejército que había empezado a luchar por la gloria, y que ahora terminaría luchando por el miedo.
EL LABERINTO DE PIEDRA
La noticia de la caída de Montjuich no llegó en una salva de cañón. Llegó en el silencio, denso y opresivo, de un mensajero cubierto de polvo que no necesitaba hablar. Para Mariano Álvarez de Castro, atrincherado en el baluarte del Carmen bajo un cielo del color del estaño, la verdad no fue una sorpresa, sino la confirmación de lo inevitable. Su rostro, surcado por la amargura y meses de insomnio, se mantuvo impasible, la coraza de un estoicismo forjado en el recuerdo de un juramento. Un destello de furia, una oleada de recuerdos de la humillación de Barcelona, le recordó el peso del acero frío de su disciplina. Había un fuego silencioso dentro de él. Lo había visto en la cara de los soldados: la derrota ya estaba incrustada en sus ojos.
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Se volvió hacia los hombres que lo rodeaban. No eran ya los soldados gallardos de los primeros días, sino fantasmas cubiertos de hollín, con los rostros descarnados por la fatiga y el hambre. Había en ellos una desesperación callada, una resignación que pesaba más que las piedras de las barricadas. Muchos estaban heridos, sus vendas improvisadas manchadas de una sangre oscura que era el tributo incesante de la guerra. Se habían reunido sobre los escombros aún calientes de una tronera recién reparada, el polvo de la pólvora flotando en el aire como el perfume de la muerte. Las voces se apagaron a su paso, y un silencio espeso y opresivo se instaló. Todos esperaban la orden de rendición.
Álvarez de Castro se detuvo frente a ellos. Su voz, cuando habló, no fue un trueno, sino el filo de una espada desenvainada.
—¡Montjuich ha caído! —dijo, cortando el aire—. ¿Esperabais otra cosa?. ¡Las piedras caen!. No hay fortaleza que no se derrumbe bajo suficiente pólvora. Han avanzado, sí. Han tomado una piedra, pero no han tomado Gerona. ¡Y todos lo sabéis bien: Gerona no se va a rendir, porque Gerona sois vosotros!. ¡Cada uno de vosotros es una muralla, cada corazón un baluarte!.
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Un murmullo de desánimo recorrió la multitud. Era el rumor de la resignación, la aceptación de un destino fatal. Pero Álvarez no les dio tiempo para el lamento. Su mirada, que era como un fuego que encendía la vergüenza y el coraje, los recorrió uno a uno. Se agachó, cogió un puñado de tierra del suelo y la apretó en su puño hasta que el polvo se mezcló con la sangre de sus nudillos.
—¡Ya lo sabíamos!. ¡Sabíamos que sería así! —su voz se elevó, impregnada de una fiereza casi salvaje, de un fanatismo contagioso, la locura lúcida de un general acorralado—. ¡Pero no es el fin!. ¡No es la derrota!. ¡Es el comienzo!. ¡El comienzo de la guerra que ellos no esperan!. ¡La guerra de las barricadas!. ¡La guerra de calle a calle!. ¡De casa a casa!. ¡Piedra a piedra! .¡Os la prometo!. ¡Que cada palmo de esta ciudad sea un infierno para ellos.! ¡Que se ahoguen en nuestras calles!. ¡Les haremos tragar sus propias balas hasta que entiendan que el honor de un español pesa más que todo su puto imperio!.
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—No hay nada en esta ciudad que valga lo que valéis vosotros —dijo con voz más suave, recorriendo con la mirada los rostros exhaustos de sus hombres—. Y no hay moneda, ni oro, ni un ejército de diez mil franceses que pueda comprar el coraje que he visto en vuestros ojos. Gerona no está defendida por muros, sino por cada uno de vuestros alientos.
Entonces, su tono cambió. De la rabia a la pragmática desesperación.
—Mientras un solo gerundense siga vivo, nadie puede rendirse. ¡Os prohíbo, bajo mi mando, siquiera pensar en la rendición!. Sabéis desde el primer día que esta ha sido mi principal orden. Mi única ley para esta ciudad.
—Y ahora, escuchadme bien. La muerte es fácil. Yo no os pido que muráis, os pido que luchéis y que viváis. ¡Os prohíbo la muerte!. Os pido que evitéis la muerte. Que os arrastréis, que os escondáis, que recéis para que el enemigo dé media vuelta y regrese de donde vino. Luchad y sobrevivimos. Gerona y España os necesitan a todos, no muertos, sino en pie. Vivos. Heridos, sí, si es preciso, pero con vuestro aliento aún en la garganta.
—Y como siempre os he enseñado: cuando las reglas se rompan, cuando la lógica de la guerra se desvanezca, proceded según lo que mejor convenga a vuestra vida y a la defensa de Gerona, que sois vosotros mismos. Sois la ciudad.
El desánimo se transformó en una chispa de rabia, y la rabia en una llama de furia. Ya no eran soldados derrotados, sino hombres renacidos en la promesa de un sacrificio. Tras el discurso, un soldado cojo llamado Ramón se acercó a su camarada, el joven Miquel, cuyo rostro pálido lo delataba.
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—¿Oíste eso, Miquel?. 'Moriremos de pie' —escupió Ramón al suelo—. A este hombre le gusta más la muerte que el pan caliente.
—Ramón... —murmuró un soldado a su lado—. Ha dicho que nos mantengamos vivos. Nos ha llamado «la ciudad».
Miquel no respondió. Sus ojos seguían clavados en la figura de Álvarez de Castro.
—Yo sí tengo algo que perder, Ramón —dijo con la voz temblorosa—. Mi mujer está en la casa de la calle Ballesteries, con un niño que pronto nacerá.
Ramón lo agarró del brazo, con una tensión física que no podía disimular.
—¡Entonces agárrate el fusil, chaval!. Mira a tu alrededor. ¿Ves a esas mujeres arrastrando escombros, a los niños acarreando tierra? —Ramón señaló con el cañón de su fusil hacia la plaza—. No rezan. Cavan trincheras. Lo hacen porque saben que, si caemos, ellos caen. El honor es para los libros, Miquel. La supervivencia es la única verdad. Nos han metido en este laberinto, chaval. No saldremos de él con vida. Pero podemos asegurarnos de que ellos tampoco encuentren la salida.
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La mirada de Miquel se perdió en la plaza. Mujeres con el rostro curtido por el miedo arrastraban escombros y muebles, transformando la ciudad en una trinchera viviente. Era un pueblo que había decidido su propio destino.
Álvarez de Castro, observando la escena, caminó entre los ciudadanos, su anciana figura una presencia reconfortante en medio de la destrucción. No se dirigía hacia los oficiales, sino hacia la fila de mujeres y niños que, con ollas y cuencos vacíos, esperaban su ración de garbanzos. Una anciana, encorvada y temblorosa, se tambaleó al intentar alzar una pesada olla.
Él se apresuró a sostenerla por el brazo, con la misma firmeza con que sujetaría a un camarada en el campo de batalla. —Descanse, abuela. Yo la ayudo —dijo, tomando la olla con una mano. —Es usted muy amable, mi general —murmuró ella, sorprendida. —La amabilidad es el único tesoro que nos queda —respondió, y le sonrió—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? —Desde el alba, mi general. El hambre no tiene paciencia. —El hambre es otro enemigo —afirmó, con una mirada que denotaba una comprensión profunda del sufrimiento—. Pero lo venceremos. Con el estómago lleno y el corazón fuerte.
Más adelante, se detuvo junto a un joven de unos catorce años que custodiaba un saco de grano. La cara del muchacho estaba sucia, y la preocupación en sus ojos era mayor que la que se vería en los ojos de un hombre.
—¿Tienes miedo, muchacho? —le preguntó Álvarez, con voz suave. —No, mi general. No del enemigo. —¿Y de qué? —De que el pan no llegue a todos. De que mi padre se quede sin su ración. —No te preocupes por tu padre. El pan llegará, te lo aseguro, que de momento queda algo de provisiones, gracias a que meses atrás todos a toda prisa con las recomendaciones de Bolívar y las mías hicisteis posible que fueran almacenados. En Gerona, todos comemos o nadie come. En la victoria no hay clases, muchacho, y en la derrota menos.
Con la misma sencillez, le dio una palmada en el hombro y siguió su camino, dejando un rastro de una esperanza inesperada en medio del caos. Su presencia no era la de un comandante distante, sino la de un pastor que conocía a cada oveja de su rebaño.
Mientras tanto, en el campamento francés, el General Saint-Cyr contemplaba la ciudad con su catalejo desde un promontorio. A su lado, el Coronel Vigny se ajustaba su casaca, con el rostro inexpresivo.
—Están redoblando sus esfuerzos, mi General —dijo Vigny con un tono analítico—. Las barricadas se multiplican. No es un ejército, es... un hormiguero.
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Saint-Cyr soltó una risa seca, fría como el acero.
—Un hormiguero, sí. Y los hormigueros se aplastan. La caída de Montjuich no era una sugerencia, Vigny, era el puñal en el corazón. Esperaba que entendieran la lógica de la herida. Veo que no.
La irritación en el rostro de Saint-Cyr no tenía que ver solo con el asedio. Había recibido un mensaje. La carta de un ayudante de campo de Napoleón. La había leído con desdén, el mismo que sentía por las órdenes de un general al que no respetaba.
—Maldita sea... —murmuró, su voz un filo helado—. ¿Se puede saber por qué este idiota no llega?. Se le ha encargado una misión sangrienta y él está más preocupado por su salud. Dice que se ha retrasado porque la gota lo tiene postrado en la cama. ¡Es una maldita excusa de un cobarde, que espera que yo le haga la faena sucia para luego él rematarla!.
Saint-Cyr plegó su catalejo de un golpe seco y lo arrojó contra una roca, que se partió con un crujido seco. Mientras Vigny le volvía a recordar la conversación sobre Alvárez de Castro.
—Lo llaman el “defensor de Gerona”. La gente lo idolatra y le teme a la vez, por su encanto y su inflexibilidad a la vez.
—La idolatría es el consuelo de los condenados —replicó Saint-Cyr con desprecio helado—. La historia no recuerda a los ídolos que mueren en ratoneras, coronel. Recuerda a quien tiene la voluntad de sellarlas.
—La gloria es cara, mi general. Cada calle nos costará cien hombres, y me temo que ya habrán muerto más franceses que españoles de Gerona.
—Ese Álvarez... no sabe cuándo perder. Y eso lo hace peligroso, mientras nosotros mermamos nuestros recursos, aunque seguro que el Emperador nos mandará de nuevos, como ese Augureau que pobrecito, no llega a tiempo porque se encuentra mal.
Mientras tanto, a una docena de kilómetros de Gerona, en la sofocante quietud de su alojamiento en el mejor hotel de Perpiñán junto a su séquito y el resto del ejército de refuerzos que le acompañaba, el mariscal Augereau se retorcía de dolor en una butaca. El calor de agosto, espeso como un caldo, se pegaba a su piel, pero era un fuego insignificante comparado con la furia sorda de su pie derecho. Envuelto en capas de lana empapadas de vinagre y sudor, cada latido era una estocada, un tambor de guerra que resonaba en su cráneo hasta anular cualquier otro pensamiento que no fuera el sufrimiento.
—¡Maldita sea! —gritó, su voz ronca por la frustración. Se inclinó, tratando de estirar la pierna, pero el dolor le impedía cualquier movimiento—. ¡Este dolor es peor que un centenar de balas!.
Su médico se acercó, sosteniendo un vaso de un líquido que Augereau desconfiaba. La cara del mariscal, aunque unos diez años más joven que Álvarez de Castro y unos seis años mayor que Saint Cyr, todavía tenía esa dureza de sus años de campaña, pero ahora estaba marcada por un sufrimiento inmenso.
—La gota es una enfermedad de reyes, mi mariscal —dijo el médico, con un tono tranquilizador—. Es la señal de una vida de lujos y buena comida. Es el precio que se paga por la victoria. Evite comer carnes y beber esos licores que tanto le gustan, beba mucha agua, coma sopas y frutas, y en la medida de lo posible intente caminar y no se quede todo el día sentado, mi Mariscal.
—¡El precio lo pagarán ellos! —gruñó Augereau, mirando con ojos febriles por la ventana, hacia la ciudad distante que debía conquistar—. He visto demasiada sangre. He olido la pólvora. Pero este dolor… es el único enemigo que no puedo ver, que no puedo tocar.
El médico se inclinó y colocó el vaso en sus manos. "Es la medicina, mi mariscal, una infusión a base de jugos de frutas. Para que pueda levantarse y cumplir con la orden del Emperador. Él no entendería que no pudiera hacer el trabajo por una simple enfermedad".
"Napoleón siempre me ha enviado a misiones sucias. Como si yo fuera un carnicero", pensó con amargura. "Me envía a Gerona para hacer un trabajo sucio, para aplastar a la rata". Se imaginó a sí mismo llegando a la ciudad sitiada, en la que su llegada se iba a convertir en un baño de sangre. "Que me espere. Que esperen. Yo me tomaré mi tiempo".
Aquel día, la caída de Montjuich no fue la derrota final, sino el catalizador de una resistencia más feroz. Gerona ya no era una ciudad sitiada; era un laberinto de piedra y furia, una tumba que todos, desde el general hasta el último niño en la calle, estaban dispuestos a cavar para su enemigo.
PARTE III: EL ABISMO (Septiembre – Noviembre 1809)
EL HERALDO DEL HAMBRE
Gerona no murió con Montjuïc. Empezó a pudrirse. El asedio no era un asalto: era una lenta y metódica putrefacción, una enfermedad que consumía el alma de la ciudad desde dentro. El aire, denso y caliente, ya no olía a azufre y pólvora, sino a una mezcla agria de polvo, miseria y la dulzona pestilencia de los cuerpos que la tierra ya no podía ocultar. Cada callejón se había vuelto un corredor de muerte, un espectáculo de marionetas rotas: niños con las costillas marcadas escarbaban en los escombros con las uñas como garras, mujeres que se arañaban el rostro por un mendrugo endurecido y ancianos que se sentaban a descansar junto al río y se quedaban dormidos para siempre. El cerco francés no era un lazo: era una garra de hierro que apretaba la tráquea de la ciudad, cortando el aire, la comida y hasta el último aliento de esperanza.
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Tras la caída del fuerte, el silencio se hizo extraño y sobrenatural. No era la paz de los inocentes, sino la tregua de los condenados. Con el permiso tácito de los sitiadores, se levantó un alto el fuego, una pausa agónica y lúgubre para recoger a los muertos. Soldados de ambos bandos, apenas separados por las brechas abiertas en las murallas, se movían como sombras espectrales entre el polvo y la sangre seca. Un soldado francés se detuvo, le ofreció una calabaza de agua a un miliciano catalán agonizante y nadie lo impidió. El aire ya no apestaba a pólvora, sino a cal viva, a sangre seca y a una infinidad de moscas zumbadoras que competían con el lento crujido de los carruajes fúnebres en dirección hacia las fosas comunes para vaciarlos o dejarlos a disposición de los familiares que lo reclamasen. Un respiro cruel, un recordatorio de que incluso el infierno necesita orden y que el enemigo era tan implacable como humano.
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En ese intermedio se reunió el Consejo de Guerra. La Sala de Sesiones de la Casa de la Ciutat parecía un velatorio. Los muros de piedra fría rezumaban una humedad que congelaba el alma pese al calor veraniego de afuera. La luz de las velas parpadeaba, proyectando sombras alargadas que danzaban sobre los rostros demacrados, sin importar su edad. El Consejo estaba presidido por el gobernador, el Brigadier General Mariano Álvarez de Castro, una figura que parecía cincelada en piedra, con los ojos hundidos de quien ha visto más de lo que la mente humana puede soportar. A su derecha, el Obispo Pedro Valero, un hombre tan esquelético que su piel parecía una túnica de papel, sostenía su rosario como si cada cuenta fuera un muro más en el cerco. A su alrededor, los gremiales, con manos de artesano inútiles ante la miseria, murmuraban entre sí como fantasmas hambrientos. Don Rafael de la Riva, el comerciante, se ajustaba una chaqueta limpia que ya olía a un mundo enterrado y a una vida que no volvería. La unidad de Gerona era una vasija agrietada, a punto de romperse.

Álvarez recorrió con la mirada la sala, deteniéndose en cada rostro. Su voz, grave y clara, quebró el silencio con un tono más humano que marcial:
—Os he convocado aquí no para lamentarnos, sino para que juntos encontremos fuerzas donde ya no quedan. Sé que cada uno sufre, que vuestros hogares y familias llevan la misma hambre que los míos. Pero creedme: no estáis solos. Yo como lo mismo que mis soldados y duermo en la misma ciudad que vosotros. No os pido nada que yo no esté dispuesto a dar.
Fue Domènec Lladó, el abogado que había construido una fortuna con la palabra y el estudio, quien se alzó primero. Su voz, clara y su altivez intelectual, aún sobrevivían al asedio.—General —comenzó, dirigiéndose a Álvarez de Castro—, aquí no se debate solo sobre el hambre, sino sobre la razón. El honor es un concepto admirable, sin duda, pero el estómago vacío no entiende de epopeyas. El ejército francés no es un demonio, es el futuro. Traen las luces de un nuevo siglo: un código de leyes, una administración centralizada. ¿Qué ofrecemos nosotros?. La muerte en defensa de una nostalgia, de una monarquía que nos ha abandonado.
Se irguió aún más, con un gesto de desafío que quemaba. —Sacrificar a diez mil almas para que los poetas escriban odas en el futuro no es heroísmo, es locura. ¿Prefiere que Gerona sea un poema de muertos o una ciudad de vivos?.
La respuesta de Álvarez de Castro cayó como un mazazo. Se apoyó en la mesa con ambas manos, su rostro un reflejo de su alma atormentada.
—¿Está buscando su propio suicidio, imprudente? —Su voz no era un grito, sino un filo de acero que cortaba el silencio—. Mi orden de pena de muerte para el que sugiera rendirse sigue vigente y no se revocará en ningún momento mientras yo sea la máxima autoridad de Gerona.
Hubo un murmullo de pánico en la sala. Lladó se mantuvo firme, con la mirada clavada en la de su gobernador.
—Pero con usted haré la excepción —continuó Álvarez, su voz bajando a un susurro que era más amenazante que un rugido—, porque ha expresado lo que sé que muchos piensan y no se atreven a decir. Pero… ¡no vuelva a hablar de esto ni nada parecido!. Hemos de hablar de las soluciones que debemos encontrar, de las decisiones que habríamos de considerar.
Luego, con un gesto de calma, alzó la mano para serenar a los presentes:
—Yo también tengo hambre, como todos. También escucho a mi conciencia susurrar rendición en las noches más oscuras. Pero no estamos aquí para elegir entre morir o vivir arrodillados, sino para proceder según convenga. Y lo que conviene hoy, lo que exige la dignidad de Gerona, es resistir.
Hubo un estallido de indignación. Un maestro de gremio, un hombre con manos que antaño habían labrado la madera, golpeó la mesa con un puño huesudo.
—¿Y de qué sirve vivir de rodillas, abogado?. ¡Es mejor morir como hombres que arrodillados ante el invasor!
Las venas del cuello de Don Rafael de la Riva palpitaban con una furia silenciosa. Se levantó con la voz temblorosa, aferrándose al último resquicio de pragmatismo.
—General —dijo, intentando sonar firme—, no hablo solo por mí. Mis almacenes alimentan a decenas de familias. Si se vacían, ellos también morirán. Mis bienes son mi vida, pero también su pan. ¿Acaso la justicia no distingue entre un traidor y un padre de familia?.
La mirada de Álvarez se clavó en la de Don Rafael, helada y sin piedad. El gobernador tenía una certeza: el comerciante, como tantos otros, tenía víveres ocultos, desafiando la precaria ley de la necesidad.
—Don Rafael, en esta ciudad no existe más patrimonio que la libertad de Gerona. Ni más sustento que la resistencia. Y si no hay más remedio, prefiero una ciudad vacía y libre que una ciudad llena y esclava.
Hizo una pausa, su mirada se perdió en el vacío. Sus hombros, antes erguidos, se hundieron. Bajó el tono, como si hablara consigo mismo. —Y sin embargo, cada noche sueño con pan. Un pan que no existe en mis manos, pero que me persigue en mis pesadillas.
La tensión era tan densa que se podía cortar con un cuchillo. Álvarez volvió a mirar a Don Rafael.
—Un importante donativo a los almacenes de la Comandancia aliviaría la miseria. He sido informado de que usted, como buen comerciante, tiene una gran cantidad de grano en sus almacenes. No haré pública la requisición, pues su propiedad privada es sagrada, pero usted me lo entregará. Si no lo hace, y si tengo que mandar a mis hombres a registrar cada piedra de su casa, a cavar en sus jardines o sótanos, se lo requisaré todo, aunque tenga que sacar cada ladrillo de su casa para conseguirlo.
Y añadió con voz solemne, mirando al resto:
—Nadie saldrá ileso de este asedio, pero todos saldremos dignos si compartimos la carga. Hoy cedo yo, mañana vosotros, y así la ciudad seguirá en pie. Ese es el único comercio que Gerona puede permitirse.
Don Rafael tragó saliva, consciente de que había perdido más que su fortuna: había perdido el control de su destino. La palabra del gobernador era ley.
—Tengo dos órdenes más —anunció Álvarez, su voz volviendo a su tono de acero—. La munición se racionará. La pólvora es nuestro aliento, y el aire que respiramos está contaminado. Solo se empleará la munición cuando el soldado esté seguro de que el disparo acertará. Los herreros de la ciudad deben seguir fabricando esferas de metal para mosquetes y trabucos, además de reparar cualquier arma que se haya averiado. Se hará una colecta pública de cualquier objeto de hierro que pueda ser fundido para tal fin.
—Y recordad —añadió—: cada clavo, cada cuchara, cada pedazo de hierro fundido puede ser la chispa que salve a Gerona. Procedamos, pues, según convenga, sin lamentos ni dudas.
Las palabras eran sentencia. Lladó bajó la mirada, derrotado por una lógica más dura que la suya. Don Rafael guardó silencio, humillado. El Obispo Valero cerró los ojos y murmuró un salmo apenas audible: “Panem nostrum quotidianum da nobis hodie…”. "Ojalá Dios te escuche, obispo", pensaron muchos.
El Consejo se disolvió con un silencio cargado de rabia y miedo. Pero Valero se quedó atrás. Caminó hacia Álvarez, que se inclinaba sobre un mapa marcado con manchas de grasa y sudor, el mapa de una guerra que se libraba en sus entrañas.
—General —dijo con voz grave—, me atormenta un peso. La casa de Isabel “La Leona” es Sodoma bajo nuestras murallas. Nuestros soldados mueren sin confesión, y usted les permite pecar antes de caer. ¿Qué fe resistirá cuando los niños clamen de hambre y sus padres los miren sin poder darles nada?. El sexto mandamiento prohíbe el acto impuro.
Álvarez levantó la mirada, implacable.
—Padre, bendiga Sodoma, porque hoy es más firme que nuestras murallas. Isabel escucha lo que nadie más oye. Sus chicas traen rumores, nombres, secretos. Cada palabra salva vidas. ¿Quiere que esos hombres mueran piadosos pero ignorantes?. ¿Prefiere santos en el cielo a soldados en pie?.
El Obispo apretó el rosario hasta que sus nudillos se pusieron blancos, luchando contra la contradicción.
—Rezo por sus almas, General. Y luego uso esa misma información para protegerlas. Es una contradicción que me desgarra el alma.
Álvarez suavizó la voz, por primera vez en toda la noche, revelando una fisura en su armadura de hierro.
—Entonces, Padre, usted y yo hemos hecho el mismo pacto con el diablo. Ahora lo impuro sería que Gerona cediera. No les quite su único respiro del infierno. Un soldado desesperado es un soldado inútil. Más vale que encuentre consuelo en los brazos de una pecadora que en la soga de un desertor. El soldado encuentra el alivio que necesita, y la pecadora se gana su supervivencia, y a ambos Gerona los necesita vivos, y cuerdos en la medida de lo posible.
Y añadió, con un brillo sereno en los ojos:
—Dios juzgará después. Nosotros, mientras tanto, debemos proceder según convenga para que todavía quede algo que salvar.
Valero no respondió. Solo inclinó la cabeza y musitó un salmo, como si quisiera exorcizar lo que acababa de escuchar, el amargo sabor de una verdad que no podía negarse. Fuera, en la calle, un soldado anónimo masculló mientras ajustaba su mosquete:
—Ni pan, ni paz, ni perdón. Solo hambre… y pólvora.
Y el eco de sus palabras se mezcló con un cañonazo lejano, recordando que la otra guerra, la que nadie veía, acababa de empezar.
LA BELLEZA Y LA BARBARIE
El burdel donde daba servicio de Rosa Puig no había muerto, solo se había transformado en algo más siniestro. Sus paredes, antaño impregnadas de los efluvios del vino y los susurros de la lujuria, ahora se hinchaban con la peste de la carne podrida, el sudor de la fiebre y el acre dulzor de la gangrena. Lejos del ostentoso burdel de Isabel “La Leona” y su clientela de nobles , mercaderes, y cualquiera que estuviera dispuesto a pagar, el negocio de Rosa era un simple refugio para jornaleros, arrieros y gente de paso. Aquí, las mujeres, incluida Rosa, se desvivían como camareras y, a menudo, como consuelo de una noche para aquellos que apenas tenían monedas, un lugar de mera subsistencia donde cada cuarto de real era un triunfo sobre la miseria. Esteve Margarit convalecía en este purgatorio de carne y dolor, donde su pierna herida era solo una herida más en el cuerpo de una ciudad que se negaba a expirar.
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El dolor físico era una sombra del verdadero tormento de Esteve. Su idealismo de juventud, forjado en las gloriosas epopeyas del Cid Campeador y la epopeya naval de Lepanto que su abuelo le había contado, se desmoronaba con cada quejido de los moribundos. Aquel mundo de honor y gloria se sentía ridículo en un lugar donde la supervivencia se reducía a un trago de agua turbia, el mendrugo de pan con apenas un trozo de chorizo que proporcionaba Álvarez de Castro y la agonía. Se aferraba a esos fantasmas como un náufrago a una tabla de madera, sintiendo el frío de la realidad a punto de ahogarlo.
En ese oscuro laberinto, Rosa Puig era su única luz. La veía moverse con una solemnidad agotada, sus manos, ajadas por la miseria y el hambre, remendando la carne y el lino con la misma frialdad. Su rostro, surcado por la dureza de una vida sin concesiones, era el de una mujer que había enterrado sus ilusiones mucho antes de que la guerra llegara a su puerta.
Una tarde, mientras la última luz del sol agonizaba tras los tejados destruidos, Esteve se sentó en el borde de su jergón. Su voz era un susurro ronco, apenas un intento de conjurar un destino que él mismo sabía imposible.
—Cuando esto acabe, Rosa —dijo, tomando su mano callosa y fría—, nos iremos de aquí. Te sacaré de este infierno. Verás el mar. Olvidarás el olor a pólvora y a muerte. Te lo juro por mi honor.
Ella levantó la vista. En sus ojos, oscuros como la tierra húmeda, no había rastro de gratitud, solo un cansancio infinito. Su mano, que había sentido tantas, retiró la de él con una lentitud que era más dolorosa que un rechazo.
—El honor no llena el estómago, Esteve —su voz era grave, sin rastro de lamento, como si recitara un hecho inmutable—. Y el mar... el mar está lleno de sal, como las heridas. Aquí no hay futuro, solo el próximo amanecer. Y eso, si llega.
Su brutal honestidad fue una estocada, más afilada que cualquier bayoneta. El castillo de ideales que había construido en su mente se agrietó, dejando entrar el frío de una verdad insoportable. Rosa no era la heroína de sus fantasías. No luchaba por banderas o reyes, sino por un respiro más, una mañana más. Y, sin embargo, esa brutalidad lo ataba más a ella que cualquier juramento. No amaba a una leyenda, amaba a una mujer rota, una que se negaba a morir.
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Esa noche, la desesperación fue más fuerte que el pudor. Esteve la llamó a su rincón. Rosa se acercó en silencio. El miedo y la suciedad se olvidaron por un momento. Él, con el cuerpo herido, encontró en la pasión una fuerza que no hallaba en la guerra; ella, con el alma desgarrada, se agarró a ese acto carnal como a un faro en la oscuridad. Sus cuerpos se unieron en un rito antiguo de supervivencia, un breve alivio que no curaba las heridas, pero calmaba el dolor del alma. La pierna de Esteve, pese al roce del acto y la fricción que producía el cuerpo de ella, no detuvo la caricia que le brindaba con sus manos a Rosa. Ella le chupó su polla que se había puesto erecta, pese al dolor de la herida, y le besó; y él sintió la humedad de su vagina cuando le pasó las manos, y la textura de sus tetas todavía firmes cuando se las tocó. Se aferró a ella con la urgencia de quien sabe que la vida es demasiado corta, y que todo consuelo es un tesoro efímero. Sus gemidos de placer se mezclaron con los de dolor de los heridos, creando una sinfonía macabra de vida y muerte. Fue un acto despojado de romanticismo, un pacto silencioso de dos náufragos que se prometían nada más que la compañía en la desgracia.
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A unos cientos de metros, en la otra orilla del río Oñar, el oficial español, un aristócrata de nombre Luis de Velasco, también lo entendía. De Velasco, hombre de ciencia y matemáticas, veía el asedio como un problema de ingeniería, un cálculo de fuerzas y de tiempo. Desde su posición segura tras de la muralla, con la sangre del enemigo a distancia, la vio. Rosa, una figura envuelta en polvo y luz, moviéndose entre los heridos, dando agua sin distinción de uniformes. A sus ojos, aquella mujer era una anomalía en su ecuación de la guerra, una variable indomable que la lógica militar no podía calcular. Era la belleza en el corazón de la barbarie.
Días después, a través de un chico de esos que se utilizaban para la diversidad de extraños recados, un pequeño paquete envuelto en lino llegó a manos de Rosa: una pastilla de jabón perfumado y un frasco de quinina. Era de uno de sus clientes que todavía se acordaba de ella, era del aristócrata Luis de Velasco, oficial destinado en la vigilancia y defensa de la muralla cercana. En su interior, una nota escrita en una caligrafía perfecta y elegante, como un verso propio del mejor poeta:"La barbarie no debe tocar la belleza. Espero que esto la ayude a resistir en este infierno. Con la más alta de las admiraciones, Un servidor."
Cuando Esteve descubrió el regalo, apretó el jabón con tanta fuerza que sus uñas se le clavaron en la palma. Sus celos no eran solo ira, eran impotencia, una envidia amarga hacia la sofisticación del enemigo. Aquel aristócrata, que desde la muralla ordenaba las operaciones de defensa, era capaz de ofrecer a Rosa un acto de piedad tan elegante y calculado que hacía que sus propias promesas de amor y honor sonaran vacías y primitivas.
—¿Quién te ha dado esto? —escupió, con la voz rota—. ¿Un noble?. ¿También les vendes tu compasión?.
Rosa lo miró con una calma que lo desarmó. Tomó el frasco de quinina de sus manos y lo guardó en el delantal. Quien sabe si pudiera necesitar tan valioso remedio en medio de aquella ciudad castigada por epidemias de toda índole.
—Yo no vendo nada, Esteve. Sobrevivo. Y la piedad —dijo, con una sequedad que le heló la sangre—, no tiene uniforme.
El silencio entre ambos se llenó con el retumbar lejano de un cañonazo. Esteve Margarit quiso gritar, pero lo único que salió de sus labios fue un murmullo que era más una confesión que una declaración:
—No luchamos por España. Ni por reyes. Luchamos por esto… por un trozo de pan, por una mirada que no se apaga. Y si eso es barbarie... que Dios nos perdone.
Rosa se acercó y apoyó un instante su mano en su mejilla, áspera, firme, el único toque de consuelo que se atrevía a ofrecer.
—La belleza no muere en la barbarie, Esteve. Se esconde. Y a veces, eso es suficiente.
En el silencio cargado, Esteve comprendió que su guerra ya no era solo contra los franceses. Era contra el oficial invisible de su propio bando que había entendido a Rosa mejor que él. En su corazón se libraba otra batalla, más cruel que el asedio: la de un amor que podía perder no por las balas, sino por la sombra de otro supuesto pretendiente que sabía escribir con la tinta de la compasión.
Un cañonazo lejano sacudió los muros del burdel, y Esteve, aferrado a su fusil, lo entendió con claridad brutal: Gerona podía caer mañana, pero lo insoportable era pensar que Rosa pudiera mirar a ese hombre como miraba esa nota. ¿Era aquello amor, o era la locura inesperada?.
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EL DIARIO DE ANNA
12 de septiembre de 1809, Gerona
Escribo estas palabras a la luz de un candil que apenas ilumina la página. Afuera, los cañones franceses laten como el corazón de una bestia inmensa que no nos deja dormir. Hace semanas que no probamos pan y se están acabando el racionamiento público que hace repartir el General Álvarez de Castro, y el aire huele a podredumbre. Sin embargo, necesito escribir. Es mi única manera de sentir que aún soy yo y no una sombra más en esta ciudad en ruinas. Quizás termine muerta y alguien encuentre este diario.
Me llamo Anna Riera, hija de un escribano. Cuando él murió de fiebres, heredé no su oficio, pero sí su amor por las palabras. Desde entonces, cada noche, anoto lo que mis ojos ven. No para mí, sino para que un día alguien sepa que en Gerona también resistieron mujeres, niños y viejos. Que no fuimos un silencio en los márgenes de la historia.
Hoy he visto cosas que ningún alma debería ver. En el hospital improvisado de Sant Feliu, una mujer, Pilar, y otras vecinas luchaban contra la muerte con cuchillos de cocina y agua hervida, por indicaciones de un médico que allí había. Amputaban piernas a los heridos y rezaban mientras cortaban, porque no había otra medicina. Un niño de catorce años, con la cara tan pálida como la cal, gritaba llamando a su madre, mientras se le cortaba la pierna. Nadie respondió. Cuando expiró, Pilar cubrió su rostro con una sábana y siguió trabajando como si la muerte fuese un vecino más.
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En el burdel de Isabel “La Leona” se esconden secretos que nadie osa escribir. Yo los pongo aquí. Sus muchachas, que la ciudad condena con la palabra “pecadoras”, han salvado más vidas que muchos soldados. Llevan mensajes ocultos en el pelo, bolsas de harina bajo las faldas, y cuando regresan de madrugada, sonríen como si el miedo fuese un chiste. Anoche escuché a Isabel decir: “Nos llaman putas, pero hoy somos soldados. Y nuestro cuerpo es solo otra trinchera. Por eso ya no pueden ni llamarnos pecadoras.”
Yo misma he visto a mujeres en las murallas, cargando cubos de agua para apagar incendios o tirando piedras desde las azoteas. Una de ellas, Caterina la herrera, gritó al enemigo con tal furia que los propios soldados la siguieron. Desde ese día, algunos la llaman “la Madre del Muro”.
La ciudad huele a muerte, sí, pero también a terquedad. Cada día parece el último, pero seguimos respirando, seguimos rezando, seguimos luchando. Y yo sigo escribiendo. Quizás estas páginas nunca salgan de Gerona, quizás se pudran conmigo en alguna fosa común. Pero si un día alguien las encuentra, sabrá que aquí, en este rincón de piedra, hubo mujeres que resistieron con el agua, con el fuego y con la palabra.
Anna Riera
EL TEATRO DE LA INDIFERENCIA
A mil kilómetros de distancia, bajo el sol inmisericorde de la opulenta Sevilla, el Guadalquivir corría sereno. El río, un espejo verdoso y ancho, parecía ignorar que al norte, en la lejana Gerona, un pueblo entero se consumía entre pólvora, peste y hambre. El agua fluía con la calma de lo eterno, mientras a la sombra de los baluartes, el tiempo era una cuenta regresiva que nadie quería escuchar.
Dentro del Real Alcázar, el aire pesado de la tarde olía a cera de vela y a pergamino viejo. Entre tapices flamencos que relataban glorias pasadas, la Junta Central Suprema se ahogaba en su propia farsa, un teatro de vanidades. Los hombres sentados a la mesa, un heterogéneo cónclave de aristócratas, clérigos y burócratas, se apiñaban en un salón solemne y caduco. Para ellos, el hedor de la gangrena y el humo de los incendios eran apenas tinta en un informe. La guerra, con su cruel sinfonía de gritos y dolor, quedaba tan lejos como si perteneciera a otra nación.
Presidía la reunión Vicente Isabel Osorio de Moscoso y Álvarez de Toledo, marqués de Astorga. Sus ojos, vidriosos y distantes, parecían fijos en un pasado que ya no existía. A su lado, Gaspar Melchor de Jovellanos, el ilustre jurista, escuchaba en silencio. Sus manos se aferraban al borde de la mesa, la amargura de quien comprende que las palabras ya no bastan era un nudo en su garganta.
El marqués de Astorga alzó un informe con manos temblorosas. —El general Saint-Cyr aprieta el cerco. Gerona está exhausta, al borde del colapso. El general Vives no ha podido romper el sitio, y las cartas de Álvarez de Castro… —hizo una pausa, como si el peso de esas líneas le quemara la lengua—. …rozarían la desesperación, si no fuera porque ese hombre no sabe qué es rendirse..png)
El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el crujir de un abanico en manos de un clérigo de rostro pálido. La quietud era un lienzo sobre el que Jovellanos pintó con voz firme, cargada de una indignación contenida. —Marqués, lo que Gerona pide no son condolencias. Pide hombres, víveres, cañones. Vives está disperso, Blake se ha perdido en Belchite, y nosotros seguimos discutiendo como si el tiempo fuera infinito. España combate como un mosaico roto, mientras Napoleón avanza como un bloque de hierro. ¡Y mientras aquí debatimos, en Gerona la gente se come hasta las raíces para no morir de hambre!.
El marqués de la Romana, joven ambicioso y de verbo afilado, se inclinó con arrogancia. —La resistencia catalana es gloriosa. Cada día que Gerona aguanta es una afrenta a Suchet. Su sacrificio inspira. Su gloria no está en la supervivencia, sino en el ejemplo. Mandar refuerzos ahora sería dilapidar recursos que necesitamos en el sur, donde se juega la verdadera partida..png)
Jovellanos sintió una punzada de impotencia, una furia gélida. Aquel joven no entendía que el sacrificio no era un concepto literario, sino el hedor de la muerte en el aire. Astorga golpeó la mesa con un puño huesudo, la única muestra de emoción genuina que había dado en toda la tarde. —¡El sur es el corazón de España, marqués!. ¡Gerona es apenas una espina en el costado del corso!.
—Una espina puede infectar la herida de un gigante —replicó Jovellanos, su tono grave como dictando sentencia—. Gerona no necesita ser salvada, necesita no ser abandonada. La Junta se ahoga en su orgullo mientras allá entierran a sus muertos sin ataúd.
Un clérigo, distraído en la contemplación de un tapiz, murmuró sin convicción: —La Providencia nos dará la victoria…
Aquellas palabras, huecas, fueron la imagen misma de la indiferencia. El sirviente de librea que aguardaba en la puerta, testigo mudo de docenas de estas reuniones, sabía que ninguna orden saldría de allí para socorrer a Gerona. Era un teatro, y todos sus actores lo sabían.
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A más de mil kilómetros de allí, bajo la luz mortecina de una vela de sebo, un niño de diez años llamado Tomás escribía con pulso firme y un trozo de carbón de leña. La casa, que olía a hambre tanto como a cuero viejo, estaba bañada por la luz amarillenta y cálida. Su padre, un zapatero, había muerto un mes atrás en el baluarte de Santa Clara. Tomás había aprendido a leer gracias a las clases gratuitas de un fraile llamado Fray Raimundo, y por eso, no escribía por necesidad, sino por pura ilusión, por el sueño de que sus palabras, como una barca de papel, llegaran a su madre. Ella y la abuela habían salido de la ciudad unos días antes del asedio definitivo para intentar encontrar provisiones. Creían que podrían volver, pero el cerco francés se había cerrado de forma inesperada y violenta. Ahora, su madre y su abuela estaban atrapadas fuera, separadas de él por un muro de pólvora y bayonetas. La carta era un hilo de esperanza que él sabía que jamás cruzaría el cordón de hierro que sellaba Gerona.
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Querida mamá, Hoy nos dieron un trozo más de pan. El cura dice que Dios nos ayudará. Yo rezo, aunque tengo mucha hambre. He visto a Isabel “La Leona” y a Sor Teresa. Me dan comida y me sonríen. Son como las heroínas de los cuentos que me contabas. Te quiero. Vuelve pronto.
Tomás dejó que una lágrima humedeciera la esquina del papel. Aquella carta jamás saldría. Los franceses habían sellado Gerona con un cordón de hierro y fuego. Cualquier mensaje que escapaba de la ciudad acababa en el polvo de los caminos secos o se convertía en ceniza en las brasas de una hoguera enemiga.
En Sevilla, al caer la tarde, Jovellanos abandonó el salón y miró el Guadalquivir dorado por la puesta de sol. El río seguía su curso, indiferente. El jurista, un hombre de razón y de fe, sintió un nudo en la garganta que ninguna palabra podía deshacer.
—España no se muere por falta de soldados —murmuró, la voz pesada de la decepción—. Se muere por exceso de ego.
No era una simple crítica, sino una sentencia final. Se morían por el individualismo de los generales que preferían conservar sus ejércitos y su reputación, antes que arriesgar una derrota por auxiliar a un rival. Se morían por la envidia de ministros que preferían ver fracasar una campaña liderada por un colega a la gloria de una victoria compartida. En aquel salón, había visto el rostro de la enfermedad más letal que la pólvora. Y esa enfermedad no era francesa: era la mezquindad de los hombres que él, ingenuamente, había creído que salvarían la nación.
Mientras en Sevilla la Junta tejía discursos y excusas, en Gerona la pólvora y el hambre escribían la verdadera historia.
EL CÁLCULO DE LA ANIQUILACIÓN
A unos trescientos kilómetros de Gerona, la noche de Aragón era un lienzo de terciopelo salpicado de estrellas, una calma que parecía burlarse del infierno que se cocinaba en el este. En la penumbra de su tienda de campaña, el general Louis Gabriel Suchet ignoraba la belleza del firmamento. Un hombre de cuarenta años, con el porte de un notario y la mirada de un banquero, pasaba revista a su mundo. Sobre la mesa de campaña, no había una carta de navegación, sino un balance de situación. No era un mapa, sino un libro de cuentas donde las vidas eran débitos y los territorios, créditos.
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Para Suchet, la guerra no era un poema épico, sino un problema de ingeniería. La resistencia de Gerona no le inspiraba odio, sino una profunda y profesional frustración. Aquella ciudad, un grano de arena en la vasta extensión de los dominios imperiales, era la prueba de una ecuación militar ineficiente. La "heroica" resistencia, de la que hablaban los partes y los rumores del campamento, no era más que una variable caótica que arruinaba su impecable algoritmo de conquista.
El joven capitán Bertrand entró con una pila de despachos sellados. Sus pasos eran cautelosos, como si temiera romper el silencio opresivo que Suchet imponía.
—Mi general, las últimas noticias de Gerona… —dijo Bertrand, con una voz que traicionaba su nerviosismo—. Son más sombrías que las anteriores.
Suchet no levantó la vista del mapa. Su dedo, limpio y con las uñas bien cuidadas, no apuntaba a montañas o ríos, sino a los nudos logísticos, a los puntos de abastecimiento y a las líneas de comunicación que conectaban Aragón con la costa levantina.
—Es una maldita úlcera, capitán —masculló Suchet, sin dirigirse directamente a Bertrand, sino al mapa que parecía interrogar—. Cada bala de 12 libras que disparamos contra esas murallas es un coste en plomo y pólvora, Bertrand. Pero lo más costoso son los fusiles que no disparamos contra Wellington en Portugal. Y el tiempo... el tiempo es el capital más precioso de la guerra. Cada día que Gerona resiste, el coste político y estratégico aumenta exponencialmente. Por eso, no me importa que Augereau gaste su sangre allí. Él se ensucia para limpiar el tablero, y nosotros, con este avance, nos aseguramos de que nadie lo moleste.
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Suchet se recostó en su silla, sus ojos cerrados, imaginando el asedio en términos económicos. Veía la guerra como un negociante ve una transacción. Las noticias hablaban de una brecha abierta en el baluarte de la Merced, una noticia que el resto de los generales celebrarían con estruendo, pero que él, Suchet, solo veía como un problema de ingeniería. "Gerona no caerá por la fuerza de las armas, capitán", pensó para sí mismo. "Caerá por la fuerza de la aritmética. Por el hambre, el tifus y la desesperación que, como un peso insoportable, acaban doblegando la voluntad de los hombres". A lo lejos, el joven capitán Bertrand asintió, aunque sin comprender del todo la frialdad de su general.
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Los rumores en el campamento hablaban de un líder obstinado en Gerona, el General Álvarez de Castro, una figura que se negaba a negociar y que, con una lucidez casi febril, mantenía la esperanza de los suyos viva a pesar del hambre y la enfermedad. Para los hombres del frente, era un héroe. Para Suchet, solo era una variable inesperada en la ecuación, un factor irracional que desordenaba su impecable plan. Un hombre que se negaba a aceptar la lógica de las pérdidas y las ganancias.
Mientras tanto, en la penumbra de su tienda, el destino de Gerona ya estaba sellado. A sus espaldas, un mapa de la península mostraba la red de control que su ejército ejercía sobre las rutas de suministro. Su victoria en María y la posterior ocupación de Belchite no habían sido asaltos gloriosos, sino la lenta y metódica aniquilación de la capacidad logística del enemigo. La guerra no era solo batallas; era también la contabilidad de los recursos y la paciencia para esperar el inevitable desenlace.
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"Y Augereau, el grosso modo de la guerra, se encargará de la parte sucia", pensó Suchet con una leve sonrisa. La crudeza de Augereau, la misma que en París le había valido el desprecio de la corte, era la herramienta perfecta para una tarea tan bárbara. Él sería el martillo, mientras Suchet era el cirujano. En la lógica de Suchet, Gerona era una gangrena que debía ser cortada. Una infección en el cuerpo de España que, de no ser controlada, amenazaría con contagiar a todo el cuerpo de la nación.
Suchet abrió los ojos, su mirada una vez más nítida y calculada. El tenue brillo de la vela se reflejó en sus pupilas. En la penumbra de su despacho, el destino de Gerona ya estaba sellado, no por la espada de un héroe, sino por el frío y despiadado cálculo de un ingeniero que había aprendido a convertir la vida y la muerte en números.
LA TEOLOGÍA DE LA SANGRE
Los gerundenses habían conseguido rechazar nuevamente a los gabachos, que, tras una entrada inicial en las brechas, fueron expulsados fuera de la muralla. A toda prisa, los defensores se dedicaron a tapar los boquetes y reparar los daños, un esfuerzo que, si bien les elevó la moral, no era más que un alivio temporal. La tregua, forzada por la falta de suministros de material en el ejército francés, suspendió por un instante la sinfonía de la destrucción. Era la calma efímera que permitía al alma encogida de Gerona congregarse, buscar consuelo, o quizás, una justificación para la agonía. La abarrotada Iglesia de San Félix, una mole gótica que se había negado a ceder ante los obuses gabachos, vibraba ahora con el aliento de cientos de cuerpos hambrientos, un vaho espeso que se mezclaba con el hedor a sudor, a orines viejos y a ese miedo pegajoso que se adhería a la piel como una mortaja invisible. El aire, denso y opresivo, parecía resistirse a abandonar el claustro, un presagio de la asfixia venidera.
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La luz de las velas, meras lágrimas amarillentas en la inmensidad de la penumbra, danzaba sobre los rostros demacrados, esculpidos por la hambruna y la angustia. Eran máscaras de cera, espectros de los hombres y mujeres que antaño habían paseado por las calles de una Gerona vibrante y próspera. Sus ojos, hundidos en cuencas oscuras, brillaban con una mezcla inquietante de fervor y desesperación, buscando una respuesta, un milagro, un alivio a la lenta agonía de la ciudad.
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En ese mar de almas suplicantes, el obispo Pedro Valero se alzó en el púlpito. Su figura, antaño robusta, ahora se cernía espectral, un esqueleto cubierto por una sotana raída y gastada que colgaba de su cuerpo con la desidia de un estandarte derrotado. Su rostro, cincelado por el ayuno, el insomnio y la incesante visión del sufrimiento, era un mapa viviente de la tribulación. Pero la voz, que en tiempos de paz había resonado con la dulzura del consuelo, se había transformado en un clarín de guerra santa, un bramido forjado en la fragua del asedio, una teología del exterminio que no admitía matices ni la piedad humana. La suya no era la voz de un pastor implorando paz, sino la de un profeta que vaticinaba el Armagedón.
—¡Hijos e hijas de Gerona! —clamó el Obispo, y el silencio en la nave, roto por la fuerza telúrica de sus palabras, se hizo aún más profundo, pesado, casi tangible. La quietud era reverente, expectante, el público pendiendo de sus labios como un náufrago de una tabla de salvación. Su voz, aunque cansada, vibraba con la autoridad inquebrantable de quien se sabe portavoz de una voluntad superior, la de Dios y la de la Patria. No os hablo hoy de consuelo fácil, ni de promesas vanas que el viento se lleva. ¡Os hablo de la cruz!. ¡De la penitencia!. ¡De la guerra sagrada que libramos contra el impío, contra el hereje que profana nuestra tierra y nuestra fe!.. El enemigo nos asedia no solo con cañones y bayonetas, sino con la ponzoña de la herejía y la tiranía que pretende arrancarnos el alma. Pero Dios, hermanos, nos ha llamado a resistir. ¡A morir si es preciso! Porque en este infierno, la muerte no es un final, sino una puerta a la gloria eterna..png)
En un banco de madera astillada, la novicia Teresa, cuya vocación había nacido entre el hedor de la sangre coagulada, el gemido de los heridos y la fiebre que consumía a los moribundos en el improvisado convento de Sant Domènec y en la Catedral convertida en hospital donde se asistía a los heridos, escuchaba cada palabra con una intensidad febril. Para ella, las palabras del Obispo Valero eran un eco de la verdad que había descubierto entre los despojos humanos: la fe verdadera no era un rezo pasivo, una vela encendida, sino una fe guerrera, una espada flamígera que defendía el alma y el cuerpo, la ciudad y la Patria. Ella, como sierva y esclava de Cristo, así lo sentía.
Teresa apretó el crucifijo contra su pecho y murmuró entre dientes, con los ojos encendidos de lágrimas:—Si debo morir curando, moriré luchando.
Un soldado sentado a su lado, con la pierna vendada, asintió débilmente:
—Hermana, sus manos salvan más que mis disparos. Pero juntos servimos al mismo Dios.
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—¿Acaso no dice el venerable Padre Ripalda en su Catecismo que el verdadero cristiano debe defender su fe y su patria con la vida misma? —preguntó el Obispo, y su voz, ascendiendo en un crescendo aterrador, llenó el espacio sagrado con la furia de un profeta del Antiguo Testamento. Una furia bíblica, tan antigua como la misma fe que defendía. ¡Si los infieles, los hijos del demonio, amenazan vuestra casa, vuestra familia, vuestra fe, no hay mayor deber que oponerles resistencia hasta la muerte!. ¡Cada bala que disparamos contra esos impíos gabachos, cada bayonetazo que damos en el vientre del enemigo, cada gota de sangre que derramamos por esta tierra sagrada, es una oración!. ¡Es un acto de fe!. ¡Es la defensa de la Iglesia de Cristo, de la España eterna!. No hay asesinato cuando se mata al hereje, al profanador de lo sagrado. ¡No hay pecado cuando se defiende la casa de Dios con furia divina!. No hay pecado cuando se muere por la Cruz. ¡Cualquier medio es santo si el fin es sagrado!. ¡El que muere en la defensa de la patria y de la religión, muere mártir de la fe, y no hay para él otro premio que el de la gloria eterna!.
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Un murmullo, ahogado pero discernible, de emoción cruda, de asentimiento fanático y de un terror reverencial, se propagó por la nave, como una onda que precede a un tsunami, una vibración subterránea que prometía una erupción inminente. Los fieles, hombres y mujeres por igual, se miraban los unos a los otros, y en sus ojos hundidos se encendía una nueva luz, una determinación fanática que nacía de las entrañas de la desesperación. Era la chispa del fanatismo, la última llama de esperanza en la oscuridad. El Obispo, viendo que su sermón había calado hondo, que las semillas de la teología de la sangre habían germinado en el terreno fértil del sufrimiento, continuó con una intensidad aún mayor, su rostro rojo de esfuerzo, su voz un bramido que parecía invocar a los mismos cielos.
—Y os digo que no hay pecado en arrancar de cuajo el miembro con el que ofenden a Dios —rugió, y sus palabras resonaron con una grandiosidad oscura y terrible de una sentencia divina. ¡No hay pecado en vaciar las entrañas del hereje que pretende profanar el sagrado coño de nuestra Santa Madre Iglesia!. ¡Muerte a los hijos de Satanás!. ¡Muerte a los blasfemos, a los libertinos, a los que traen la ponzoña de la Ilustración y el ateísmo!. ¡Que su sangre impura abone nuestra tierra, que sus cadáveres sean el fertilizante de una España renacida!. ¡El enemigo no es solo un ejército, es una legión de demonios enviados desde el infierno, comandados por el mismo Napoleón Bonaparte, ese Anticristo vestido de emperador!. ¡Sus ideas son la ponzoña de Satanás, y sus bayonetas, los dientes afilados del Maligno!. ¡No hay piedad para el hereje, no hay cuartel para el blasfemo!. ¡Que sus cuerpos se pudran en nuestros campos y que sus almas ardan en el fuego eterno que merecen!.
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—Pero por encima de todo —concluyó el Obispo con una voz que, aunque ya ronca, llevaba la misma fuerza que el rugido de un león—, por encima del cañón, por encima del sable y por encima de la miseria de la carne, está nuestra fe. Está el alma de Gerona, que nadie puede arrebatar. No hay fortaleza más grande que la rodilla doblada en la oración. No hay arma más poderosa que la plegaria. Ahora, os insto a todos a postraros. Que vuestro martirio sea una oración. Que cada súplica sea una bala dirigida al corazón del enemigo. Que la fe, hermanos, sea vuestro único sustento y vuestra única defensa. ¡Postraos y rezad!.
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La homilía no ofrecía consuelo de victoria terrenal, no prometía una liberación militar, sino la promesa de la salvación del alma a través de la entrega total a Dios. Era un sermón de sangre y fuego, una justificación teológica para la resistencia a ultranza que daría cobertura moral a los actos más desesperados, a la brutalidad necesaria. La novicia Teresa absorbió cada palabra, y una convicción inquebrantable, fría y tajante como el acero de un bisturí, se instaló en lo más profundo de su corazón. La ciudad de la fe inquebrantable y la piedra milenaria se preparaba para morir por su Dios, y el Obispo Valero, su pastor, la guiaba a la batalla no con el miedo de un cordero, sino con la furia de un león. La novicia Teresa, reconfortada por el sermón del obispo, se puso a orar en silencio, por todos los mártires que sufrían y por toda Gerona. -Cristo, tengo fe en ti,.......¡haz un milagro, termina con esta guerra en la que se matan hermanos de la misma fe que creen en ti, Oh Señor Todopoderoso!-.
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En ese momento, un murmullo recorrió las últimas filas: Álvarez de Castro había entrado en la iglesia. Avanzó entre la multitud y, cuando el Obispo concluyó, se volvió hacia el pueblo con la serenidad de quien comparte el mismo destino.
—Habéis escuchado al Pastor de Gerona —dijo con voz firme, clara, casi paternal—. Sus palabras encienden la fe, y yo os digo: no temáis. La pólvora se acaba, el pan escasea, pero el corazón de esta ciudad late aún. No os prometo abundancia, ni descanso. Os prometo lucha. Y en esa lucha, cada hombre y cada mujer sabrá proceder según convenga: en la trinchera, en la muralla, en la oración o en el auxilio al herido.
Un anciano levantó el bastón y gritó: —¡Con usted hasta el final, mi general!
Álvarez sonrió apenas, inclinando la cabeza.
—Entonces resistiremos, no como fantasmas que esperan la muerte, sino como un pueblo vivo que escribe su historia. Si hemos de caer, caeremos de pie, y Gerona será recordada como llama, no como ceniza.
LA ESTRATEGIA DEL SACRIFICIO
En la soledad de su despacho, bajo la luz parpadeante de una vela que apenas lograba disipar las sombras que se aferraban a los rincones como entidades hambrientas, el general Mariano Álvarez de Castro no era el fanático sanguinario que los gabachos creían. Era un intelecto militar, un estratega formado en las academias de la Ilustración, un hombre de razón que tenía los volúmenes de Vauban, el gran ingeniero militar francés, apilados a su lado, sus páginas marcadas y subrayadas con la precisión de un cirujano. En aquella Gerona asediada, donde la lógica se había disuelto en el caos y la desesperación, Álvarez se había visto obligado a abrazar la locura de la fe como única herramienta psicológica para mantener unida una ciudad condenada. Aunque su cuerpo, en la fase inicial de enfermedades como el tifus, la disentería y el insomnio, comenzaba a pasarle factura, su voluntad permanecía inquebrantable, una fortaleza más sólida que cualquier baluarte.
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En su mesa de madera, pulcra y austera, se desplegaban mapas detallados de Gerona, con los puntos fuertes y las debilidades de las murallas marcados con la tinta roja de la sangre y la negra de la pólvora. Sus dedos, largos y nervudos, recorrieron las líneas defensivas, un laberinto de baluartes, revellines y contraguardias que había ideado en un frenesí de inspiración, una sinfonía de piedra y tierra diseñada para desangrar al enemigo. Sus monólogos internos no eran de honor abstracto, sino de cálculo frío, de una aritmética brutal que no dejaba espacio para la debilidad.
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Porque allá afuera, la tormenta se reorganizaba. El mariscal Pierre Augereau, convaleciente de sus crisis de gota pero decidido a recuperar su prestigio, había llegado a Gerona para tomar el mando que dejaba Saint-Cyr meses después de su nombramiento, y sin olvidar la terrible bofetada que le había dado Napoleón delante de los demás mariscales. Traía consigo más tropas, veteranos endurecidos en Italia y Alemania, y con ellos la ambición de doblegar de una vez a la ciudad que resistía como una piedra en medio del río imperial. Pero aunque su autoridad imponía respeto y sus planes parecían más agresivos que los de su predecesor, pronto se topó con un enemigo invisible que desgarraba sus líneas: la falta de suministros. Los convoyes franceses eran hostigados sin descanso por la guerrilla catalana, que en los desfiladeros, bosques y caminos convertían cada carreta en un blanco, cada barril en un botín arrebatado. La pólvora y el pan llegaban tarde, o no llegaban, y esa hemorragia logística hacía que los ataques del mariscal, aunque constantes, se convirtieran en golpes sordos, pesados, incapaces de romper el espíritu de Gerona. Augereau había traído más hombres, sí, pero cada día los tenía más hambrientos y más cansados.
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El mariscal, arrogante y altivo, desestimaba la resistencia como un capricho agónico de una ciudad moribunda. En sus reuniones con los oficiales, se burlaba de Álvarez llamándolo “el loco de Gerona”, convencido de que la moral no alimenta cañones. Sin embargo, bajo esa fachada de seguridad, el propio Augereau sentía la presión de París, los informes que exigían resultados inmediatos. Su temperamento, avinagrado por la enfermedad y la impaciencia, chocaba con la realidad: cada día perdido fortalecía la leyenda del enemigo y desgastaba su ejército. Frente a su arrogancia, Álvarez levantaba una muralla invisible: la fe, el honor y la capacidad de hablar al corazón del pueblo, algo que ni el mariscal ni sus generales podían comprender.
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"El plan de Augereau es simple", pensó, su mente trabajando con la precisión de un relojero. "Atacar los bastiones de San Pedro, San Francisco y La Reina, para penetrar hasta la Plaza del Castillo. Nuestras defensas exteriores están al límite. Tenemos que ganar tiempo. La resistencia inmoviliza a sus tropas, los desgasta. El honor no es una abstracción, no es un concepto vacío para los libros de historia. Es la única herramienta psicológica para evitar el colapso de una ciudad sitiada. Es lo que convierte a un campesino en un soldado, lo que hace que una mujer trabaje en un hospital hasta la extenuación y un niño se niegue a morir de hambre."
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Su monólogo interno, una conversación incesante con los fantasmas de la estrategia y la supervivencia, se vio interrumpido por el sonido de una voz temblorosa en la puerta. Era el joven teniente Miquel Ferrer, el favorito de Álvarez de Castro, ahora recién llegado de una guarnición del interior, de modales aún pulcros y el rostro no tan curtido por el horror, que se atrevió a hablar. El miedo, un sudor frío, perlaba su frente.
—Mi General —comenzó el oficial, su voz apenas un susurro, como el de una hoja seca arrastrada por el viento—, las bajas son terribles. Las defensas están al límite. Quizás, si planteamos una retirada táctica a la ciudadela interior, podríamos reagruparnos, conservar fuerzas...
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Álvarez se detuvo en seco. Se volvió hacia el joven, y en sus ojos no había ira, no había furia, sino una frialdad que helaba la sangre, una ausencia total de emoción que era más aterradora que cualquier grito. Era la mirada de un hombre que ya había aceptado la muerte, y que no toleraba la debilidad.
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—Teniente —dijo, su voz baja, casi un silbido, pero cada palabra una losa de granito que caía sobre el alma del joven—. ¿Dónde haremos, en caso necesario, la retirada?. Al cementerio. Nuestras fuerzas se conservan en la defensa, no en la retirada. La capitulación es un fracaso del espíritu, no de las armas. Esta guerra no la vamos a ganar con fusiles. La vamos a ganar negándonos a perder. Y la única forma de no perder es aferrándonos a este pedazo de tierra hasta la última bala, el último aliento. Y al que deserte de su posición, se le dispara, para ejemplo de los demás, como ya te mostré hace un tiempo atrás, ¿lo recuerda, teniente Ferrer?.
El joven oficial palideció, y la sangre se le heló en las venas. Aquellas palabras, pronunciadas con una calma tan absoluta, eran una sentencia de muerte, no solo para él, sino para toda la ciudad. Pero entonces, Álvarez dio un paso hacia él y le puso la mano en el hombro, con gesto firme pero humano.
—No tema, hijo. No os he traído aquí para morir como corderos, sino para luchar como hombres libres. Vuestra juventud es fuerza para esta ciudad, y vuestro miedo, lo entiendo, es natural. Pero la disciplina y la fe en nuestra causa transforman ese miedo en valor.
El teniente lo miró sorprendido, casi con lágrimas en los ojos.
—¿Y si fracaso, mi general?.
Álvarez sonrió con una chispa de calor humano en medio de la severidad de su rostro.
—En Gerona no fracasa quien pelea. Fracasa quien se rinde. Y aquí no habrá rendidos. Proceded según convenga, teniente, como digo siempre y recordad: conviene siempre mantener en alto el honor de esta ciudad.
El General le dio la espalda, reanudando su marcha, dejando al oficial humillado y aterrorizado, con la certeza de que su vida, y la de todos, estaba ya firmada en la lápida de Gerona.
—Y ahora, por favor, siga con su leal servicio a la defensa de Gerona —añadió Álvarez, sin mirarle—. Y como siempre digo otra: proceda según convenga, teniente, sin olvidar que la única cosa que no conviene a Gerona es rendirse. Así que trate de controlarse, y no se deje llevar nunca por ese miedo que le invade, porque no hay nada mejor que la libertad y poder vivir y morir sin miedo.
EL VÉRTIGO DE LA PIEDAD
Mientras la fe se alzaba en los altares de San Félix, la supervivencia empujaba a otros, en los rincones más oscuros de la ciudad, a los abismos de la moralidad. En "El Racó de l'Esplai", el burdel de lujo cuyas paredes de piedra gruesa y antigua habían resistido los impactos de obuses franceses, el aire era un espeso caldo de tabaco rancio, vino de mala calidad y el sudor de la angustia. El rostro de Isabel, la mujer que todos conocían como “La Leona”, estaba serio y concentrado, con los ojos tan astutos y vivaces como las brasas de una hoguera. No había demasiada visible demacración en su rostro; sus reservas de alimentos, almacenadas en los sótanos, se encontraban al 30% de lo que tenían al inicio del asedio, lo suficiente para mantenerse. Sin buscarlo, se había convertido en la líder de una red de inteligencia tan efectiva como cualquier servicio militar.
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Su clientela no acudía solo en busca de placer, sino de evasión. Y en la evasión, la lengua se soltaba más que en las plazas o en los cuarteles. Isabel lo sabía: cada palabra perdida en el vino era un arma que podía girar contra el enemigo.
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Sus clientes, oficiales y soldados españoles, hablaban con la imprudencia que el alcohol y el deseo permitían. Isabel, moviéndose entre las mesas con la fluidez de un espectro, captaba fragmentos, murmullos que se perdían en la noche. A menudo no era ella quien escuchaba, sino sus chicas. Pilar Tornabells, la más veterana, había aprendido a sonsacar confesiones con la misma destreza con que acariciaba. “El placer abre más puertas que una llave”, solía decirle Isabel.
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Una noche, mientras Isabel limpiaba una mesa, escuchó una conversación entre un teniente del Regimiento de Ultonia y un sargento de artillería. El teniente, con la cara enrojecida por el vino, fanfarroneaba sobre la nueva posición del Mariscal Augereau y el modo en que sus tropas trataban de controlar los accesos a las acequias menores y a los molinos cercanos al Galligans. El sargento, con resignación, le recordaba que la artillería era inútil si escaseaba el pan y el forraje, porque ni soldados ni caballos famélicos podían luchar con el estómago vacío. La noticia, inspirada por las historias de otras plazas sitas que habían caído más por hambre que por los cañones, flotaba en el aire como una tentación terrible, como un pecado prometedor.
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Isabel sintió un escalofrío que no era de miedo, sino de una fría y tajante resolución. En ese momento, no era una mujer, no era una líder. Era una estratega. La misma Gerona, al igual que los corazones de sus gentes, era un tablero de ajedrez. Y en ese tablero, la supervivencia no tenía reglas.—Podríamos… podríamos contaminarla —sugirió Pilar, con una sonrisa sin alegría que era más una mueca de dolor. Su voz, un susurro ronco, reflejaba el abismo en el que había caído.
Isabel la miró en silencio, sin asentir ni negar. Sabía que aquella idea, como una chispa en la paja seca, podía prender más allá de las paredes del burdel. “No hables más de lo necesario”, le advirtió al oído. “Las palabras, Pilar, son más peligrosas que los cañones”.
Isabel lo veía como una cuestión de supervivencia, no de moral. El hambre, la enfermedad y la brutalidad del asedio habían borrado la línea entre el bien y el mal. Lo que antes era un acto impensable, una traición a la humanidad, ahora era simplemente una operación de guerra más, una estrategia de sacrificio para ganar tiempo. El honor ya no era un lujo, la piedad era un espejismo en la niebla de la guerra.
La noticia, apenas un rumor susurrado en los rincones más oscuros de la ciudad, llegó a oídos del Padre Anselmo Petit, un anciano fraile aferrado a una moralidad de hierro, un hombre de Dios de la vieja escuela que se negaba a ceder un solo ápice de la ley divina. Con el rostro lívido de terror y furia, se presentó en la improvisada enfermería de la Iglesia de Santa Magdalena, otra de las muchas iglesias donde la novicia Teresa trabajaba sin descanso en donde más falta hacía, confrontándola con una voz que era un graznido de terror.
—¡Hermana Teresa! —su voz, un bramido, resonaba en las paredes del convento—. ¡He oído rumores atroces!. ¡Se habla de envenenar a los gabachos!. ¡Eso es un pecado mortal!. ¡Un crimen contra Dios y contra la humanidad!. ¡Eso es obra del Diablo!. ¡Es el pecado de Caín susurrado por Satanás!. ¡Malditos seáis si traéis el pecado del asesino a esta santa ciudad!. ¡Pretenden ganar la guerra escupiendo en la cara de Dios!. ¡Anatema!.
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Teresa, que había escuchado el rumor sobre la discusión entre Isabel y Pilar Tornabells, sintió un conflicto atroz en su interior, un choque de dos mundos que la desgarraba. Había visto el sufrimiento diario en la ciudad, los cuerpos consumidos por el tifus, los niños muriendo de hambre en sus brazos. La fe que la impulsaba, que el Obispo Valero había defendido en su homilía, era la de la acción, la del martirio. Pero, ¿hasta dónde llegaba esa acción?. ¿Qué acto de guerra podía ser justificado por la fe?.
Miró al Padre Petit y en sus ojos vio algo más que indignación: vio miedo. El anciano fraile temía que la ciudad, al contaminarse con la idea del veneno, perdiera no solo su cuerpo, sino su alma. Y esa idea pesó más que todos sus gritos.Su mirada se posó luego en las calles devastadas que se veían por la ventana, donde la vida se extinguía con una crueldad metódica. Sintió que el aire la abandonaba, que el estómago se le encogía hasta un punto de dolor insoportable, incapaz de decidir.
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La duda corroía su alma, una grieta que se hacía más ancha cada día. Sin embargo, una idea clara se impuso a la confusión: la piedad no podía ser un lujo. Era el último reducto de humanidad que quedaba en Gerona. Quizás no se trataba de envenenar, sino de proteger. La mente de la joven novicia Teresa volvió a las recomendaciones del General Álvarez de Castro, un hombre más de ciencia que de sermones. Había instado a la población a filtrar el agua del río y de los pozos del modo que todo el mundo conocía desde hace siglos por las frecuentes guerras y asedios, y luego a hervirla para purificarla. La purificación, no el veneno. En un mundo de blanco y negro que se desvanecía, la respuesta de la supervivencia podría ser una lección de moralidad.
—Padre —respondió, su voz apenas un susurro que se perdía en el eco de la ira del fraile—, no lo sé. No sé qué es pecado cuando la vida misma se desgarra así. ¿Es la piedad un lujo que podemos permitirnos cuando la barbarie nos asedia?.
El fraile la miró en silencio. Durante un instante, comprendió que aquella muchacha no era solo una novicia, sino la voz de toda una ciudad suspendida entre la salvación y la condena.
La vieja moral, pura e inmutable, chocaba con la brutal realidad de la supervivencia. En Gerona, ya no había blanco o negro. Solo un gris turbio, un pantano moral en el que todos, tarde o temprano, se hundirían.
LA ÚLTIMA PIEDAD
El baluarte de la Merced era un nido de cuervos en la mandíbula de un león. El estruendo de los cañones franceses, un rugido que no cesaba, había devorado el silencio de la mañana, convirtiendo el aire en una masa densa de polvo, humo y el olor metálico y ferroso de la sangre recién derramada. No era un simple sonido, sino una vibración que se colaba por los huesos, un latido metálico que sincronizaba los corazones aterrados de los defensores. La línea de milicianos, una franja irregular de hombres y muchachos cubiertos de hollín, se deshilachaba como un pañuelo viejo ante la marea azul de los asaltantes. El miedo, más rápido que la mecha, era un veneno que corría por las venas, un pensamiento que decía: huyamos.
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Mateo Simón, el joven albañil, no vio la figura de un enemigo. Vio el infierno. La bayoneta de un granadero francés brilló como un alfiler de luz en la penumbra humeante, y la imagen de esa punta afilada rompió en su mente la última barrera de contención. La batalla no era gloriosa, no era la epopeya de la que hablaban los curas desde el púlpito; era una carnicería sucia. Mateo retrocedió, no uno, sino dos pasos, y luego comenzó a caminar. Sus ojos no buscaban la huida, sino la imagen de Isabel. La visión de su risa en la taberna, la de su cara salpicada de vino y la de su pelo oscuro cayendo sobre su frente, era la única luz en la negrura de su alma. La vida, una vida con Isabel, era una promesa a la que se aferró con una desesperación más fuerte que la muerte.
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La figura de Álvarez de Castro se materializó entonces en la retaguardia, un fantasma de la disciplina, el general que había decidido sacrificar su alma en el altar de la resistencia. Sus sesenta años se le clavaban en los huesos con cada paso, y un gesto de dolor fugaz surcó su rostro antes de que la máscara de la voluntad volviera a imponerse. Era un hombre cincelado por la guerra, un estratega que había comprendido que, en el ajedrez del asedio, cada pieza tenía un valor frío y calculable. Su voluntad había dejado de ser humana; se había convertido en la voluntad de Gerona.
—¡Sargento Ruiz!. ¡La ley del fuego!. ¡Fuego sobre los que retroceden! —tronó Álvarez, y su voz no fue la de un hombre, sino la de una sentencia.
Pero mientras la orden caía como hierro candente, Álvarez no dejó de acercarse a los hombres, mirándolos a los ojos, tocando el hombro de un joven tembloroso y murmurándole con una calidez inaudita en medio de la masacre:
—No os pido que matéis por odio, hijos míos. Os pido que resistáis porque cada paso atrás es la ruina de vuestras familias, y cada paso firme es la esperanza de todos. Gerona no se rinde porque yo mismo, vuestro general, os lo prohíbo… pero también porque sé que podéis ser más fuertes que el miedo. Proceded según convenga, pero no olvidéis: lo que conviene hoy es no dejar que el pánico abra las puertas al enemigo.
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El sargento Ruiz, un veterano de las Guerras del Rosellón, se sintió atravesado por un rayo. Sus manos, toscas y fuertes, que habían levantado paredes y plantado viñedos, que habían sostenido a su hijo recién nacido, se quedaron heladas sobre el madera de su fusil. Conoce a los hombres de su compañía, son sus vecinos, los muchachos que ha visto crecer en su barrio, y se ha prometido a sí mismo protegerlos de los lobos franceses, no cazarlos.
—¡Mi General, no! —suplicó Ruiz, y la incredulidad era un nudo en su garganta—. ¡Por el amor de la Virgen del Pilar, no me pida eso! ¡Son los nuestros!. ¡Son muchachos del barrio!.Álvarez de Castro no parpadeó. En sus ojos no había odio, sino la mirada fría de un médico que observa una gangrena. Para él, el pánico de un hombre era el inicio del colapso de la línea, la fisura que el enemigo explotaría para llevarse toda la muralla. Gerona estaba por encima de las vidas. La ley del fuego no era una venganza, sino una vacuna contra la podredumbre del miedo.
—¡Sargento! —siseó el general, acercándose un paso, y su voz era ahora un murmullo helado que se colaba por el estruendo—. No lo repetiré. Si no aprieta el gatillo, mi siguiente bala será para usted. ¡Elija!.
Y, aun en ese instante de dureza extrema, Álvarez añadió en voz apenas audible, con una mirada que contenía más compasión que furia:
—Yo cargaré con vuestro pecado, si lo hay. Vosotros cargad con el deber.
El pánico se apoderó de Ruiz, y sus manos temblaron al levantar el fusil. Sus ojos buscaron a Mateo Simón, al chico que intentaba escapar. Lo vio correr, con la espalda encorvada por el terror, y un escalofrío le recorrió la piel. Recordó las bromas del joven albañil en la taberna, las coplas que se habían cantado juntos, y el rostro de Mateo le pareció la cara de su propio hijo. El sudor frío le recorrió la sien, y la orden de Álvarez resonó en su cabeza como un eco de su propia conciencia. El bien de la Patria contra la vida de un muchacho.
Juan Vidal, el maestro de obras que había trabajado con Mateo durante años, vio su pánico desde la primera línea. Vio el cañón del fusil de Ruiz apuntando, no a un francés, sino a su propia gente. Su grito de terror se ahogó en el rugido de la batalla.
Con lágrimas de rabia y angustia nublándole la vista, Ruiz apretó el gatillo. El estampido de su fusil resonó con una resonancia grotesca, un sonido seco que se superpuso al sonido de los cañones. Por un instante, el mundo se detuvo. Mateo Simón cayó, no por una bala francesa, sino por la mano de un compañero, en un acto de piedad macabra que le arrebató la vida para evitar una muerte mucho peor. El pánico se detuvo en seco. La línea de milicianos, atrapada entre la muerte segura del avance francés y la muerte aún más cierta de la ejecución sumaria, se aferró a sus posiciones, luchando con la desesperación de quienes no tienen escapatoria.
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Ruiz, con el cuerpo de Mateo aún humeante a sus pies, se alejó de la línea de fuego. Sus tripas se revolvieron. Dobló la espalda y vomitó en una esquina, un gesto de repugnancia, no solo por la sangre derramada, sino por la podredumbre que sentía en su propia alma. El monstruo no solo estaba fuera de las murallas, sino también dentro de su propio bando. Observó a Álvarez de Castro alejarse, con la espalda encorvada por el malestar pero con la voluntad inquebrantable de un mártir. No era una mirada de odio, sino de un vacío abismal, como si el alma, recién rota, estuviera tratando de entender cómo un hombre podía sobrevivir a sí mismo.
LA NIÑA DEL HUMO
El otoño había despojado a Gerona de todo, salvo de la desesperación. En "El Racó de l'Esplai", el hambre era un cliente más, pero uno que ya no se sentaba en cada mesa, sino que la compartía con un pobre pero estricto racionamiento. El vientre de Caterina Bosch era una afrenta a la muerte, una promesa terca de vida en un mundo que solo entendía la aniquilación. Estaba más delgada, con la piel de porcelana agrietada tensándose sobre los pómulos afilados. Sin embargo, en sus ojos, dos ascuas de un fuego inextinguible, ardía una determinación feroz. El frío, más húmedo que helado, se colaba por las rendijas, anunciando las primeras lluvias de octubre que se sumaban al sufrimiento.
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Aquella noche no hubo guitarra. El aire pesado, con olor a tierra mojada y cenizas, había entumecido los dedos y las almas. Los hombres de la taberna, un grupo de veteranos exhaustos y milicianos adolescentes, se acurrucaban alrededor de una hoguera moribunda. El silencio, roto solo por el crepitar ocasional de la madera, era más pesado que el tronar de la artillería francesa. La fatiga era un peso tangible, el sonido de los pulmones luchando por respirar el aire viciado de hollín, sudor y el hedor dulzón de la fiebre.
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En su condición de embarazada, Caterina recibía un poco más de comida, una pequeña ración adicional que la propia Isabel "La Leona", la dueña del burdel, le hacía llegar en secreto. Aquella noche, se quedó parada en el centro de aquel círculo de desesperación, acunando su vientre con una ternura infinita, y cantó a capela. Su voz, más frágil por el ayuno, pero extrañamente más pura y vibrante, llenó el espacio. No era la voz fuerte y alegre que había amenizado las tardes de vino; era un susurro poderoso, una súplica a un Dios que parecía haberse marchado. Un hombre, con los ojos hundidos de un rostro cubierto de barba y mugre, dejó caer el trozo de pan seco que rumiaba. Los demás, al unísono, alzaron la cabeza.
"Dicen que soy niña del humo,"
"que nací donde muere el sol."
"Que mi risa vale un escudo"
"y mi vientre, una canción."
No se movían. La miraban con una veneración vacía, como si fuera la encarnación de todo lo que la guerra les había robado. Muchos de aquellos hombres habían soñado con ser padres. Habían imaginado la risa de un hijo, el milagro de una familia, solo para ver cómo la guerra hacía añicos esos sueños. Ahora, la paternidad era una ilusión rota, una afrenta que ni siquiera se atrevían a nombrar. Observaban a Caterina y, en su vientre, veían un reflejo de sus propias madres, mujeres que habían superado penurias para traerlos al mundo, un acto que ahora, en medio de la brutalidad de Gerona, se sentía como una proeza imposible.
"Gerona se quiebra en la noche,"
"los muros respiran dolor."
"Y yo canto para mi hijo,"
"aunque no tenga perdón."
Una lágrima solitaria se abrió camino por la mejilla sucia de uno de los hombres. El soldado Antoni Serra, un viejo curtido, se atragantó con el silencio. Había visto morir a los suyos, a mujeres luchando en las murallas, a niños destrozados por la metralla, pero la imagen de esa mujer, una virgen de la guerra, cantando a su vientre, le partió el alma. ¿Era eso lo que valía Gerona? .¿El sacrificio de la inocencia?.
"Si caigo, que sea despacio,"
"como cae la flor sin voz."
"Que recuerden que fui ternura"
"en la guerra feroz."
Su mano, una telaraña de piel y hueso, acarició la curva de su vientre. Cantaba para él, su única patria, su única fe. Y en aquella taberna oscura, entre el hedor de la miseria y el eco de la muerte, la voz de una mujer creó un refugio invisible. Era el último acto de piedad en una ciudad que ya no la conocía, el testamento de que la vida, a pesar de todo, se negaba a rendirse. El General Álvarez de Castro, el inquebrantable defensor que se arrastraba de una posición a otra con el cuerpo que empezaba a estar consumido por el cansancio agravado por su edad y brotes de las fiebres, podría haber visto en ella un símbolo de la voluntad que él mismo encarnaba. Pero Caterina no tenía ninguna causa, no luchaba por el honor ni por la nación; solo luchaba por una vida que aún no había llegado. Y en su simple canto, el alma de Gerona, esa alma rota y heroica, encontraba su más pura expresión.
EL EVANGELIO DEL HAMBRE
La Catedral de Gerona, con su nave única y colosal, la más ancha del mundo, ya no resonaba con cánticos y oraciones. Se había convertido en un inmenso hospital de campaña, una nave de piedra donde la vida y la muerte navegaban sin destino. El aire no olía a incienso y cera, sino a gangrena, a orina, a vómitos, a cagadas de mierda, y al aliento fétido y dulzón de la inanición y la enfermedad. La niebla del otoño, la misma que enredaba sus dedos helados en las almenas de las murallas, se colaba por los rosetones rotos, mezclándose con el vaho espeso y viciado de la desesperación. Por lo menos las gruesas paredes de piedra protegían del choque de los obuses franceses que apenas ni conseguían perforar. El doctor Armand Dubois, un hombre que se consideraba apóstol de la razón, sentía que sus únicas armas se oxidaban en ese aire irrespirable. Los pacientes que llegaban ya no eran solo hombres heridos por la metralla francesa, sino sombras de lo que una vez fueron, esqueletos vivientes que el hambre había despojado de la carne y el vigor, que arrastraban fiebres y tifus. Sus cuerpos, frágiles como ramas secas, eran la prueba irrefutable de que la ciencia no podía luchar contra la escasez.
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Se había retirado a un rincón, bajo la luz mortecina de una vela de sebo, donde las sombras de las columnas góticas parecían envolverlo en una cueva de privacidad. Su diario que siempre se llevaba en su maletín, abierto sobre la tapa de un cajón improvisado, era el único lugar donde podía imponer orden en el apocalipsis de su mente. La pluma, un rasguño frenético sobre el papel, era su única forma de exorcizar la locura que lo rodeaba, una locura que su razón ya no podía comprender.
«Octubre de 1809. La carne cede, los huesos se quiebran, la piel se adhiere a la estructura como un sudario. El hambre devora la ciudad desde dentro. Es el más formidable de los enemigos, más letal que el cañón francés. He jurado por Hipócrates que curaría a los enfermos, sin distinción de origen o rango, y mi promesa me quema en el pecho. He tratado a franceses y gerundenses por igual, y he visto a la fiebre, la verdadera enemiga, consumir sus cuerpos como una pira crepitante. A la fiebre le da igual el color del uniforme. Los cuerpos arden por dentro, la piel se les agrieta y los ojos se les ponen vidriosos. Es un fuego que consume hasta el tuétano. Y a su alrededor, una legión de moscas y gusanos seguidos de ratas cada vez más numerosas que se comen los cadáveres sin sepultar, los verdaderos ejércitos de este sitio, celebran su banquete, indiferentes a las murallas, a las banderas y a los generales..png)
He llegado a una conclusión terrible: la guerra es, en sí misma, una enfermedad. Un agente patógeno que infecta un cuerpo sano, y en este caso, ese cuerpo es esta ciudad. El hambre y las enfermedades son sus síntomas más visibles, y el tifus se ha propagado como una plaga bíblica, un veneno en el agua estancada. He visto a hombres que sobrevivieron a la metralla rendirse a la disentería, su espíritu intacto, su cuerpo colapsando. La brutalidad se ha convertido en una epidemia. La piedad, en una debilidad. Yo, que he jurado preservar la vida, me he convertido en un epidemiólogo del horror, trazando el mapa de la descomposición. No lucho contra los franceses; lucho contra la podredumbre, contra la gangrena, contra el colapso de una civilización que se devora a sí misma.

Fuera de los muros, los buitres y los cuervos dibujan círculos en el aire gris, pacientemente, como un jurado en espera de un veredicto. Esos carroñeros también son parte de la ecuación. Sé de historias de soldados que los han cazado con la desesperación del hambre, para comerlos, carne amarga, dura y sucia. Esta ciudad no será recordada por sus murallas, sino por sus fiebres y la podredumbre. No por sus soldados, sino por sus fantasmas.»
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Dejó de escribir. La mano le temblaba de frío y de rabia. La guerra, pensó, no era un evento político, no era una simple lucha entre ejércitos. Era un agente patógeno que infectaba un cuerpo sano, y en este caso, ese cuerpo era la ciudad de Gerona. Él, un francés que había hecho de esta ciudad su hogar, el médico de una comunidad que lo había adoptado, no podía hacer distinciones. Curar a los heridos, ya fueran franceses o españoles, era su única misión. Su propia cruzada. Su lucha por la razón. Y pensó en las palabras del General Álvarez de Castro: «según convenga». Aquella frase, que en boca del general significaba una defensa a ultranza, para Dubois significaba sobrevivir al caos, curar y salvar vida según la necesidad.
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En ese momento, una sombra se cernió sobre él. Era la novicia Teresa, con el rostro más demacrado que la última vez que la había visto, pero con una determinación en sus ojos que rivalizaba con la del General. Su mirada no era la de una beata, sino la de una guerrera. Llevaba una sábana sucia con lo que parecía un bulto pequeño.
—Doctor... —dijo con una voz que era un susurro cansado, cada palabra un esfuerzo, el aliento un jadeo que se congelaba en el aire—. El pequeño Juan ha muerto. De hambre.
Dubois cerró el diario con un golpe seco, como si quisiera silenciar las palabras que había escrito. Se levantó y la miró. En sus ojos, que en otras circunstancias habrían sido amables y cálidos, ahora solo había un vacío, una ausencia de esperanza. Una grieta en la armadura de la razón.
—Lo sé —respondió, su voz áspera, como si el habla fuera un esfuerzo doloroso—. Lo he visto. Lo he visto morir de inanición, de una enfermedad que no tiene cura, de una lógica que mi ciencia no puede contradecir. ¿Y usted, novicia, qué hace al respecto?. ¿Reza?. ¿Pide milagros?. ¿Cree en la salvación?.
Teresa, con las lágrimas en los ojos, se acercó a él y le puso una mano temblorosa en el hombro. Un gesto sencillo que le llegó a Dubois como una puñalada.
—No, doctor —respondió, y en su voz no había acusación, solo una verdad dolorosa—. No rezo por milagros. Hago lo que puedo. Cuido a los vivos y entierro a los muertos. Es lo que la fe me dice que haga, no por la salvación, sino porque estos pobres infelices necesitan que alguien crea. Si no hubiera esperanza, si no hubiera fe, todos nos habríamos rendido. El Obispo puede que nos empuje a la muerte, pero nos da la fuerza para luchar contra la desesperación. Usted, con su verdad, con su ciencia, nos dice que todo esto es inútil. Yo le digo que, si es inútil, aún así merece la pena.

Dubois se apartó de ella con una brusquedad que lo sorprendió a él mismo. No era rabia; era la reacción de un hombre al que le han clavado un alfiler en la herida más profunda. La novicia, con su fe simple y su corazón puro, le había dado en el punto débil. Él, el hombre de la razón, el que había jurado preservar la vida, se sentía inútil. Su único trabajo era el de un notario de la muerte, un testigo de la aniquilación. En la brutalidad del asedio de Gerona, la verdad era un lujo que nadie podía permitirse. Y la fe, esa "locura compartida", era el único consuelo que podía ofrecer la ciudad.
LA ÚLTIMA OFRENDA
El convento de Santa Clara ya no era una casa de Dios, sino una antesala del infierno. En sus claustros silenciosos y sus celdas estrechas, donde antes se alzaban plegarias y se susurraban votos de pobreza, ahora se extendía la agonía de los heridos y el hedor dulce de la gangrena. El doctor Dubois que trabajaba incansablemente en todos los hospitales que se les requería, con su pragmatismo ilustrado y su voz firme, había convertido la santa paz del lugar en otro hospital de campaña. El olor a incienso, a cera de abeja y a viejos pergaminos se había disipado, reemplazado por el perfume rancio de los cuerpos que se descomponían en vida, el acre hedor a pus y la miseria de un sufrimiento sin nombre. Por los rincones, moscas, gusanos y ratas los verdaderos dueños de la ciudad sitiada, pululaban con una diligencia macabra, indiferentes a las plegarias y a los cañonazos.
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Allí, bajo la luz mortecina que se colaba por los vanos ciegos de las ventanas, el Padre Anselmo Petit, un hombre que había vivido toda su vida en la comodidad de los rituales y la certeza de la fe, se había convertido en un ayudante del doctor. Sus manos, que solo habían tocado cálices y hostias, ahora estaban manchadas de sangre, obligadas a serrar miembros gangrenados y a limpiar las llagas supurantes de un tifus que se extendía como un rumor fatal. Había cambiado el consuelo del Espíritu por el bisturí, la paz del alma por el horror de la carne.
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Aquella tarde, un rayo de sol que se colaba por una ventana rota del claustro, iluminó la cara de una niña de apenas seis años. No había muerto por la metralla, sino de hambre. Murió en silencio, sin un grito, con los ojos muy abiertos y vidriosos, como un pajarillo helado al que la vida se le escapa sin hacer ruido. El Padre Anselmo, que había visto tanta muerte en aquellos meses que su alma se había endurecido como la piel de un tambor, no lloró. Sintió, en cambio, cómo algo dentro de él, una vieja y sólida viga de roble que había sostenido toda su existencia, se resquebrajaba con un sonido sordo, un crujido que solo él pudo oír. La verdad de la sangre, de la inanición y de la peste era más fuerte que cualquier certeza teológica.
Al anochecer, la luz de la vela proyectaba sombras grotescas sobre las paredes de la improvisada sala de operaciones. El Padre Anselmo buscó al doctor Dubois, que estaba puliendo con un paño ensangrentado sus instrumentos de hierro. La sangre de la guerra se adhería al acero con una tenacidad obstinada. El fraile se acercó a él con los hombros encorvados por el peso de una duda que era más pesada que todas las penas del mundo..png)
—Doctor —dijo, con la voz ahogada por un dolor que no era físico—, esto me hace cuestionar mi fe. No entiendo el propósito de tanto sufrimiento.
Dubois, sin levantar la vista de su trabajo, siguió puliendo un bisturí. Su voz, monótona y cansada, era la de un hombre que había visto la muerte tantas veces que se había vuelto indiferente a su presencia.
—¿El qué, padre? —murmuró el doctor.
—Esto. La agonía de los inocentes. He rezado. He pedido a Dios un milagro, una señal de su misericordia. Y su única respuesta es el silencio. Un silencio atronador que solo se rompe con el aullido de los cañones. Los cañones matan; el silencio es peor. ¿Dónde está Dios en esta carnicería, doctor?. ¿Dónde está en el sufrimiento de los niños, en el hambre que devora a los inocentes?.
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Dubois dejó el bisturí sobre un paño limpio y miró al sacerdote. Vio en sus ojos no a un clérigo, sino a un hombre roto. Un hombre que, al igual que los huesos de los niños, se había quebrado por dentro. Él, un francés que había hecho de Gerona su hogar y que se sentía tan parte de sus muros como cualquier gerundense, no podía ofrecer consuelo.
—El vacío que siente, padre, es la ausencia del mito, no de la verdad. Es la prueba de que, para sobrevivir aquí, debemos confiar en lo que podemos ver, tocar y sanar. La fe, padre, es una muleta en tiempo de paz. La razón, en cambio, es la única ofrenda que podemos hacer a la humanidad. Es la única medicina que podemos dar sin pedir nada a cambio..png)
El Padre Anselmo no respondió. Se quedó mirando la llama de la vela, sintiendo por primera vez el frío terrible de un universo sin respuestas, un vacío mucho más profundo y aterrador que cualquier herida de bala. Afuera, la ciudad olía a muerte, a heces y a desesperación. Los buitres y los cuervos, inmensos, con sus alas de luto, trazaban círculos en el aire gris, pacientemente. Algunos, más osados, habían sido cazados por los más desesperados para mitigar un hambre atávica.
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El tifus era el verdadero gobernador de la ciudad, un dictador invisible y metódico. La falta de higiene, de agua en condiciones y de jabón se confabulaban para la victoria de una plaga imparable. Las heridas más leves se gangrenaban, la cirugía era una farsa. No había anestesia, no había antisépticos; para la limpieza de heridas apenas se usaban agua, vino, vinagre y otros remedios terribles como aceite hirviendo. Cada operación, cada amputación, era una agonía que solo prolongaba el sufrimiento. La única cura, el único antídoto, la rendición, era la única cosa que el honor de Álvarez de Castro nos prohibía aceptar. Vivían en una paradoja macabra, donde la cura era la derrota, y la victoria, el exterminio. Era la paradoja más cruel de esta guerra maldita.
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Días después, cuando la esperanza había muerto en la ciudad como las flores en invierno, la noticia de la llegada del Regimiento de Saboya, un contingente de refuerzos que había logrado romper el cerco, recorrió Gerona como un soplo de aire fresco. La gente vitoreaba en las calles, las campanas repicaban, la esperanza se encendía como una hoguera en la noche. El doctor Dubois, mientras observaba el alboroto desde el interior del convento, sintió una punzada de amarga ironía, una herida más que se sumaba a todas las otras. Vio a la novicia Teresa, su rostro lleno de una fe renovada, que repartía las pocas raciones de pan que quedaban con una nueva determinación.
“¡Refuerzos!” pensó con una frialdad matemática que le helaba el alma. “El Regimiento de Saboya ha llegado. La ciudad celebra, los vítores resuenan, llegan mas municiones y algo de comida. Pero para mí, este ‘milagro’ es una condena. Son más bocas. Más bocas que alimentar con unos víveres de racionamiento que casi ya no existen, que se agotan a cada día que pasa. Cada soldado que entra por nuestras puertas, teóricamente es un día menos de vida para los que ya están aquí. Su llegada quizás solo acelerará la victoria del hambre, la verdadera plaga, o retrasará la rendición. Es una alegría macabra. La guerra no solo mata con balas, sino con la aritmética cruel de la escasez y lo que conlleva de enfermedades derivadas del hambre . Gerona no se rinde, pero se consume a sí misma con cada nuevo aliento de esperanza. Es la ironía más cruel de esta maldita guerra.” .png)
LA VOLUNTAD DE UN EMPERADOR
Mientras Gerona se desangraba bajo las bombas, mientras sus piedras se desmoronaban y sus gentes se consumían por el hambre y la desesperación, el destino de la invicta ciudad se tejía no solo en sus calles arrasadas y sus baluartes humeantes. Se decidía en el inmaculado silencio de los opulentos palacios y en el polvoriento traqueteo de los despachos militares más allá de los Pirineos, donde la gran estrategia y las ambiciones desmedidas de los poderosos se movían como piezas de un ajedrez sangriento. Las vidas de miles, el honor de una nación, el eco de siglos de historia, todo pendía del humor de un rey exiliado y caprichoso, de la frustración de un emperador que se creía un dios de la guerra, y de la crueldad visceral de un mariscal sin escrúpulos. La desconexión total, abismal, entre los que movían las piezas en el tablero y los que morían en sus casillas, era el abismo moral que definía aquellos tiempos convulsos.
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En el Palacio de las Tullerías, en París, el Emperador Napoleón Bonaparte no sentía el miedo, ni la piedad, ni la desesperación. Sentía la humillación. El último despacho de su Mariscal Augereau, con el sello de cera de Gerona, reposaba sobre la caoba pulida de su mesa, junto a una carta sellada con el emblema de su hermano, el rey José. El papel, todavía fresco, parecía oler a derrota. Había regresado de Wagram como el amo indiscutible de Europa, un dios de la guerra con los ejércitos de Austria doblegados a sus pies, pero la península ibérica era una espina en su orgullo, una tierra testaruda que se negaba a doblegarse. Los titulares de los periódicos, que hablaban de la "heroica resistencia de Gerona," eran como un enjambre de moscas que zumbaban en su oído, recordándole la imperfección de su dominio.

Tomó la carta de su hermano, que se sentía más cómodo en el exilio que en el trono de Madrid. La abrió y las palabras de José fluyeron, impregnadas de su habitual indecisión y una piedad que Napoleón despreciaba como la más peligrosa de las debilidades.
De: José Bonaparte, Rey de España y de las Indias Para: Su Majestad Imperial, el Emperador Napoleón Fecha: Octubre de 1809
Hermano,
El sufrimiento de Gerona es incalculable. Mi mariscal Pierre François Charles Augereau me informa de que la población civil está muriendo de hambre y de tifus. Es una carnicería que, me temo, no justifica la victoria. He dado instrucciones para que se les ofrezca una rendición honorable, con el respeto que merecen aquellos que han demostrado tanto coraje. Quizás, si mostramos humanidad, podríamos ganarnos los corazones de esta gente y pacificar España.
Napoleón arrugó la carta con una rabia contenida y la lanzó a la chimenea. "¡Humanidad!", tronó en voz baja, una palabra que parecía profanar el silencio de la estancia. "¡Me habla de humanidad, José!. ¡La guerra no es humana!. La guerra es una cuestión de voluntad. Es la colisión de dos voluntades, y la mía es la más férrea. Mi voluntad es que Gerona caiga. Y si el hambre y el tifus son mis aliados, ¡que así sea!. ¡No me hables de corazones, sino de resultados!".
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El Emperador se volvió hacia el segundo documento. Era un informe de Pierre Augereau, escrito con la arrogancia de un hombre de cuna humilde que había llegado a lo más alto, y la brutalidad que le había valido el apodo de "El Sanguinario." Sus palabras, tan secas y directas como una bofetada, eran la antítesis del sentimentalismo de José.
Informe de Situación del Séptimo Cuerpo de Ejército De: Mariscal Augereau, desde el Cuartel General de Gerona Para: El Ministerio de Guerra, Su Majestad Imperial, Napoleón I Fecha: Octubre de 1809El asedio de Gerona, señor, es una cuestión de voluntad, y mi voluntad es férrea. La ciudad es una bestia de piedra que se resiste a morir. Hemos usado la artillería para doblegarlos, hemos intentado romper sus murallas con la fuerza bruta. Pero la táctica, para esta ciudad de perros, es la aniquilación. Con cada día que pasa, el cerco se vuelve más estrecho, los caminos se siembran de espinos y la tierra se envenena. Las ratas, que ya no tienen dónde esconderse, son la única fuente de carne. He ordenado a mis ingenieros que desvíen los pocos arroyos y que contaminen los pozos de las afueras con excrementos y cuerpos de animales. He matado a sus milicianos, sí, pero no con balas de fusil. He dejado que sus heridas se pudran, que sus gangrenas florezcan sin cura. He bombardeado sus iglesias y sus conventos, no solo para derribarlos, sino para que sus gentes entiendan que su Dios se ha vuelto sordo. He fusilado a los desertores y a los pocos que han intentado romper el cerco en busca de alimentos, no por castigo, sino como un mensaje claro a los que todavía tienen el coraje de resistir. El hambre y el tifus son mis aliados más poderosos, y trabajan para mí con una eficiencia que mis tropas no pueden igualar. Sin embargo, nosotros también sufrimos de hambre y tifus, pues no nos llegan os suministros, ya que la guerrilla nos sabotea la logística, y vamos haciendo lo que podemos, lo cual esto es también una de las razones del retraso sobre que Gerona todavía no haya caído.
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Napoleón se quedó mirando las líneas, y por un instante, el texto se disolvió en su mente, convirtiéndose en imágenes viscerales: el agua turbia y nauseabunda en un cubo, las caras demacradas de los niños, los gritos silenciosos de los que morían de hambre. Vio a Augereau, el hombre del puño de hierro, el hombre que le había prometido una victoria rápida, actuando como un carnicero. Vio la victoria reducida a la lenta y agonizante podredumbre de una ciudad moribunda. Era un triunfo sin gloria, una victoria que mancillaba el nombre de la Grande Armée. Su reputación dependía de la rapidez y la brillantez, no del desgaste.
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"¡Aniquilación!", murmuró para sí mismo, con los puños apretados. "¡Yo no te hablo de aniquilación, Augereau!. ¡Yo te hablo del honor de Francia!. ¡De la gloria de la Grande Armée!. Gerona debe caer. La reputación del Imperio depende de ello. ¡La historia me juzgará, y no por una victoria de ratas!. Una victoria sin honor es una derrota disfrazada. Un triunfo que huele a pus y a muerte lenta. Esto no es la guerra de un Emperador, sino la de un mercader de sangre. ¡Esto no es la gloria!".
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En el silencio que siguió, una orden se dictó. La humillación se transformó en una voluntad de hierro. El bloqueo naval y terrestre se hizo más férreo. Los puertos se cerraron a cal y canto, cada camino fue vigilado. La guerrilla fue perseguida y castigada con más saña si cabe. Cada cañonazo que se escuchaba en la distancia era un recordatorio de que la guerra no solo mataba con balas, sino con la aritmética cruel de la escasez. Gerona no se rendía, pero se consumía a sí misma con cada nuevo aliento de esperanza.
El Emperador, en su despacho, no veía a la gente, sino solo un número en la ecuación de la victoria. En su mente, una imagen se superponía a todas las demás: la de una ciudad-fortaleza que, como un titán herido, se negaba a morir. Y el dolor de esa humillación era, para él, la única verdad de la guerra. Lo pensó por un momento. No era solo una declaración, sino un consuelo para sí mismo. Después, con voz más firme, dijo:
"Es cuestión de tiempo. No hay asedio que dure para siempre. Todo, al final, llega a su fin."
EL JUEGO DE LAS APARIENCIAS
La luz otoñal de 1809 se derramaba, lánguida y dorada, por los altos ventanales góticos del castillo de Valençay. En los salones, el aire era un denso y pesado perfume de maderas de ébano pulidas, de esencias rancias de flores marchitas y del olor dulzón del vino y el tabaco. Acariciaba el pulido tapete de un billar de caoba donde Fernando VII, el exiliado rey de España, estudiaba el ángulo de su próximo tiro con una seriedad que hubiera enorgullecido a un estratega. El suave y limpio chasquido de las bolas de marfil era el único sonido que rompía la placidez de la estancia, una música de ocio que resonaba en un mundo aparte, un universo paralelo donde el eco de los cañones de la lejana península no era más que una molestia olvidada.
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Para él, este cautiverio, orquestado por el taimado Talleyrand con una malicia digna de la mejor de las óperas, no era una prisión, sino una bendición. Era un retiro apacible, una estación de reposo de las pesadas responsabilidades de una corona en tiempos de guerra. El exilio era una burbuja de cristal, y el rey, en su pueril soberbia, era el único que podía permitirse el lujo de no ver los cuchillos que la sostenían.
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Con un movimiento preciso, embocó una carambola perfecta. La fina tela de su casaca, de un azul oscuro ribeteado en oro, se tensó sobre su vientre incipiente. Sonrió para sí, una expresión fugaz de pueril satisfacción. En la geometría predecible del billar, en la lógica inmutable del mármol, encontraba el orden y el control que el caótico mundo exterior, el que le pertenecía por derecho divino, le negaba. Dejó el taco con un gesto brusco que resonó en el silencio y se dirigió a la escribanía. Era la hora de cumplir con el tedioso ritual de la política: escribir a la Junta Suprema, esa caricatura de gobierno que hacía las veces de rey en su ausencia. Mientras mojaba la pluma de ganso en el tintero, sus pensamientos se desviaron hacia ese populacho que se desangraba en su nombre.
“Creen que luchan por una patria”, pensó con una mueca de desdén. “¡Qué ingenuidad!. La patria soy Yo. El poder emana de Dios y se deposita en mi sangre, no en el delirio de unos cuantos que se reúnen en Sevilla. Que luchen y mueran si así lo desean. Su sacrificio solo tendrá valor si sirve para limpiar el camino de liberales y afrancesados. Esta guerra es un fastidio, pero también un instrumento útil. Una purga.”Con esa displicencia, comenzó a trazar las primeras líneas de su misiva, una obra maestra de cinismo y autocompasión:
«A la Junta Suprema, a los Caballeros de mi más leal afecto: Su Majestad, que padece en cautiverio injusto e ignominioso, rodeado de una frialdad a la que sólo pueden sobrellevar los ánimos fuertes, se ve obligado a renovar la súplica de que las súbitas desgracias de mi persona no sean motivo de desorden... No ignoráis la dureza de mi suerte, ni las largas privaciones de libertad... Os ruego, por Dios y la Virgen, que veléis por el decoro de mi Casa y de mis fieles, y no acometáis ninguna empresa que ponga en más peligro a este pobre Rey, pues ya no me quedan más lágrimas ni paciencia. He sabido con horror y congoja el sacrificio de esa ciudad de Gerona, cuyo martirio sabedor confío en que no venga en detrimento de la clemencia con la que siempre he deseado gobernar a mis súbditos...»
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Al terminar, suspiró, no por el dolor de la patria, sino por el cansancio de tener que fingirlo. Era un arte que dominaba a la perfección. “Algún día entenderán todo lo que he sufrido”, se dijo, atando la carta con un lazo azul.
La puerta se abrió con reverencia. Un chambelán, de librea impecable y rostro grave, se acercó sosteniendo un despacho oficial.
—Majestad —anunció con voz apenas perceptible, como si temiera romper el delicado equilibrio del ocio real—. Un mensaje urgente de España, sobre la resistencia de Gerona. Ha llegado en el último correo.
Fernando ni se inmutó. Volvió a la mesa de billar, sus ojos fijos en la bola blanca.
—¿Ah, Gerona? ¿Esos obstinados? Leedlo, hombre, leedlo. Pero rápido, que la partida está interesante.
El chambelán, con la voz monótona de quien lee un parte sin comprender su alcance, describió la tenaz resistencia, el hambre que roía las entrañas, la furia quijotesca de Álvarez de Castro. La narración, que en cualquier otro contexto habría inspirado orgullo, solo provocó un suspiro de fastidio en el monarca.
—¡Vaya!. ¿Es que nunca se acaba esta guerra vulgar? —dijo, interrumpiendo la lectura, su voz con el tono de un noble que se queja del mal sabor de un vino—. ¿Es que no comprenden que perturban mis negociaciones con el Emperador?. Con cada día que resisten, Napoleón se enoja más. ¡Qué tontería!. ¡Qué fanatismo inútil!.
Dejó caer el taco sobre la mesa con un golpe seco que resonó en el silencio. Su rostro se había transformado. La máscara de aburrimiento regio cayó para revelar una ira fría y vulgar.
—¡Basta ya de esta monserga! —espetó, su voz cargada de un resentimiento pueril—. ¿Gerona?. ¡Que les den por culo a los de Gerona y a sus putas heroicidades!. ¿No entienden que me están fastidiando la partida?. Cada día que esos brutos resisten es un día más que Napoleón se acuerda de mí. ¡Que se rindan de una vez, coño, y me dejen en paz!.
Sin esperar respuesta, se dirigió a sus aposentos. Allí, como una pieza más del mobiliario de lujo, le esperaba Adeline. No una ramera de burdel, sino una de las cortesanas más solicitadas de París, una mujer de alta cultura, con una inteligencia tan afilada como la aguja de un cirujano.
—Majestad, espero que la velada haya sido de vuestro agrado.
Él la recorrió con la mirada de un carnicero evaluando una pieza de carne. El traje de seda que vestía no podía ocultar la protuberancia de su vientre, la hinchazón de sus extremidades que delataban una tendencia a la obesidad. Se acercó y le agarró la barbilla con brusquedad. El olor agrio del vino y de una transpiración pesada le golpeó la nariz.
—Déjate de majestades y de agrados. Sabes a lo que he venido. Hoy me apetece escuchar francés, pero no el de los poetas, sino el de las putas. Arrodíllate.La sonrisa de Adeline no vaciló, pero una rigidez casi imperceptible recorrió su espalda. Obedeció con una gracia fluida, arrodillándose ante él. La humillación no era el arrodillarse, sino la vulgaridad del orden, la bajeza de un hombre que se creía superior.
—Ahora, dime por qué debo escogerte a ti y no a cualquier otra bestia de establo —le ordenó, disfrutando de su degradación.
—Porque yo sé cómo servir a un Rey, Majestad —respondió ella, su voz un susurro de seda, mientras sus manos comenzaban su trabajo con una pericia que ocultaba su profunda repulsión.
—Bien dicho —gruñó él, satisfecho—. Pero no me llames Majestad. Llámame tu dueño.
La empujó hacia la cama con torpeza, sin ningún preámbulo. El acto no fue de pasión, sino de poder. Un ejercicio mecánico, brutal, enfocado únicamente en su propia y urgente satisfacción. Sus movimientos eran los de un animal, sus palabras, órdenes groseras y vulgares. Se subió a la cama, se bajó los pantalones y expuso sus genitales, blandos y pálidos, pero de una prominencia obscena, de una fealdad que le revolvió el estómago. La tomó por la cintura, sin caricias, y la penetró de golpe, sin ninguna delicadeza. La brutalidad de la entrada no era accidental, sino un acto deliberado de humillación. Fernando cerró los ojos, no por el placer, sino por el solipsismo de su acto, mientras sus manos, gordas y sudorosas, se aferraban a las caderas de Adeline con la fuerza de un ancla.
—¡Más rápido!. ¡Así, obedece!. ¡Grita, puta, quiero oírte gritar en francés!.
Adeline, una maestra de la disociación, cerró su mente. Su cuerpo se movía como un autómata, ejecutando cada capricho con una precisión que Fernando confundía con deseo. Cada gemido era una mentira calculada; cada suspiro, una actuación. Mientras él se movía sobre ella, con los ojos cerrados en una mueca de autocomplacencia, ella fijó la vista en una grieta del dosel de la cama. Contaba mentalmente los francos que ganaría. Imaginaba el jardín de la pequeña casa que compraría, un lugar limpio, lejos de hombres como este. El asco era un nudo de hielo en su vientre, pero su rostro, contorsionado en una máscara de éxtasis, no delató nada. Fernando no buscaba placer, buscaba confirmación. Y ella, como buena profesional, se la daba.
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Cuando él terminó, se apartó sin una palabra y, al poco rato, un ronquido profundo y animal llenó la estancia. Adeline permaneció inmóvil, sintiendo el vacío pegajoso y la ceniza amarga de aquel encuentro. En silencio, se levantó y se cubrió con una bata de seda. Pero antes de que él se durmiera del todo, se inclinó sobre su oído.
—Majestad —susurró ella, su voz ya no era de seda, sino de acero—. Debería tratarme con más cuidado. Otras en mi oficio, menos pacientes, le habrían clavado una daga en el cuello por un trato así. Pero claro, a mí no se me permite llevar armas para mi defensa. Por ser quien sois.
Fernando se giró bruscamente, los ojos abiertos de par en par. La máscara de poder se había desvanecido, reemplazada por el pánico desnudo de un hombre que se da cuenta de que su jaula de oro no tiene barrotes, sino espejos. Adeline hizo una reverencia perfecta y se retiró, dejando tras de sí un silencio más opresivo que cualquier grito.
A la mañana siguiente, Fernando, con el rostro pálido y la mirada inquieta, llamó al capitán de la guardia del castillo.
—Esa mujer, Adeline... no la quiero volver a ver. Asegúrese de que desaparezca. Que la maten.
El capitán, un hombre curtido y pragmático, ni se inmutó.
—Majestad, con el debido respeto, eso no es posible. Su vida, como la de todos aquí, está bajo la jurisdicción del señor de Talleyrand, y en última instancia, del Emperador.
—¡Soy un Rey! —bramó Fernando.
—Un rey cautivo, Majestad. Napoleón no consentiría la ejecución de una mujer por un capricho, sentaría un mal precedente. Además —añadió el capitán con una lógica aplastante—, si empezamos a matar a las cortesanas de lujo, pronto no quedará ninguna disponible para el servicio de los nobles exiliados. Le aconsejo que simplemente la olvide.
Fernando se quedó en silencio, derrotado. La humillación de la noche anterior era nada comparada con esta: la cruda realidad de que su poder no alcanzaba ni para vengar su propio miedo. En su jaula dorada, el rey no era más que otro peón en el juego de las apariencias.
LA ÚLCERA DE GERONA
Noviembre de 1809
La neblina del otoño, gélida y densa, se masticaba en los pulmones como polvo de hielo, envolviendo la llanura de La Devesa en un manto gris. El barro, una papilla viscosa y oscura, se pegaba a las botas y a las almas de los soldados franceses. El olor a humedad, a sudor rancio, a pólvora vieja y a la putrefacción lejana de los muertos formaba el hedor acre y penetrante del asedio. En el corazón de esa desolación, como un roble viejo y retorcido, se erguía el mariscal Pierre Augereau, Duque de Castiglione. No sentía el frío. No sentía nada, salvo una úlcera roedora de rabia.
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Era un hombre de furia, una encarnación viviente del vendaval revolucionario que había barrido Europa. Su figura tosca y poderosa, la cara surcada por cicatrices que parecían mapas de batallas pasadas, no era la de un estratega de gabinete, sino la de un lobo curtido en la calle. Un gamin de la calle, de origen campesino e hijo bastardo de la vieja aristocracia a la que ahora combatía, sentía un desprecio visceral por la fe, por la pompa y por el oropel. En los gerundenses —esa mezcla indómita de curas, hidalgos y campesinos tozudos— veía todo lo que despreciaba de la vieja Europa. Esa ciudad era el último bastión de la fe ciega, de la monarquía rancia, de todo aquello que la guillotina no había logrado extirpar de raíz.
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Augereau, apenas recuperado de los tormentos de la gota que le habían dejado semanas postrado, ahora sufría accesos de fiebre provocados por el tifus y la disentería que corroían sus propias filas. Cada escalofrío le hacía apretar los dientes con más furia, y sus estallidos de cólera parecían nacer tanto de la enfermedad como de su carácter. Sabía que los soldados lo veían toser, sudar y tambalearse, pero se cuidaba bien de mostrarles solo su lado más feroz y sanguinario. Si él estaba enfermo, el mundo debía creer que su rabia era más fuerte que cualquier dolencia.
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Y esa ciudad, esa miserable Gerona, estaba desafiando a la Grande Armée. En sus entrañas, casi tantos como nosotros: una masa de entre quince y diecisiete mil personas. ¿Cómo puede ser?. Augereau lo tenía claro. La población original de diez mil almas se había duplicado con creces, atrayendo a miles de refugiados que huían del avance francés. Y ahora, entre cinco mil seiscientos soldados y más de nueve mil civiles, esa masa de desesperados, hacinados en la miseria y la enfermedad, se le oponía.
Un puño cerrado, envuelto en un guante de cuero sucio, golpeó el bastón de mando con un chasquido seco. Sus oficiales, veteranos de Austerlitz y Jena, se estremecieron. Augereau no tenía la elegancia de Saint-Cyr, el esteta que había fracasado en esta misma tarea. No tenía su paciencia de cirujano. Augereau era la sangre, el fango y la brutalidad de la guerra.
—Seis meses —gruñó, con una voz más un borboteo de ira que un discurso—. Seis meses. Y un puñado de curas y campesinos se nos ríen en la puta cara. ¡Nom de Dieu!.
Algunos oficiales sabían la verdad: la guerrilla española había cortado casi todos los convoyes de víveres y medicinas. Los suministros apenas llegaban, y en los campamentos franceses se moría de hambre tanto como dentro de la propia ciudad. La enfermedad se extendía como un incendio en sus filas, pero Augereau transformaba esa debilidad en un odio más encendido. Para él, la miseria de sus soldados debía pagarse con la sangre multiplicada de los defensores.
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Su mirada, un fuego frío y depredador, recorrió a los hombres formados ante él. Hacia seis meses que Napoleón, irritado por la ineptitud de Saint-Cyr, había enviado a Augereau con la única orden de someter Gerona. Seis meses de asaltos frenéticos a las murallas, de bombardeos incesantes con cañones de asedio que rebotaban en las piedras como canicas pero él se había retrasado por los repentinos ataques de la maldita gota, con dolores horribles en los hinchados dedos de su pie izquierdo. Seis meses de bajas masivas por las granadas, la metralla y la resistencia brutal. Miles de soldados franceses habían perdido la vida en el laberinto de trincheras y parapetos de esa ciudad y lo peor es que habían muerto más franceses que españoles, por las ansias del emperador en apoderarse de la plaza gerundense. . ¿Por qué?. Augereau lo tenía claro. Era el maldito fanatismo de esos españoles, su absoluta irracionalidad.
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—¿Creéis que sabéis lo que es la guerra? —escupió el mariscal, con el desprecio pintado en la cara—. ¿Creéis que luchamos contra soldados?. No. Luchamos contra fantasmas. El maricón de Saint-Cyr jugaba a la guerra con guantes de seda. Enviaba a sus ingenieros a minar las murallas, a abrir brechas. Y cada mañana, cuando amanecía, las putas grietas estaban selladas de nuevo. ¿Y sabéis por qué?. Porque las mujeres de la ciudad, esas brujas, salían de noche, bajo nuestro fuego, para taparlas con escombros y con su propia sangre, transportando agua y munición.
El silencio de las tropas fue una respuesta más atronadora que cualquier grito de guerra. Era el silencio de la incomprensión y la impotencia.
—Y eso no es todo —continuó, con un gesto de desprecio—. El Emperador me ha recordado que a un pueblo se le mata de hambre. Que la guerra se gana con el estómago vacío. Y estos hijos de puta se las apañan para que les lleguen suministros de los campos vecinos. Esa rata de Joan Clarós y el general Bluke, de Barcelona, de Sils, de la puta Cerdanya... Los guerrilleros, esas ratas, se mueven como sombras, interceptando mis convoyes, cortando mis comunicaciones. Así que no, no podemos entrar porque no luchamos contra una ciudad, luchamos contra un país entero que no se rinde ni se dobla. Y ahora, ¿a quién coño le importa una rendición honorable?.
Su voz, más ronca que antes, se elevó sobre el lodazal. Seis meses llevaba ya, y ya no quería su rendición, quería su aniquilación.
—¿Sabéis cómo es la vida allí dentro?. He enviado espías. No tienen comida, el pan lo hacen con serrín. Se pudren en sus propios excrementos. La disentería y el tifus corren por las calles. Los cadáveres se acumulan en las plazas, las iglesias huelen a muerte. Se ha visto a las familias devorar a sus propios animales domésticos... ¿Creéis que les importa?. No. Tienen los putos ojos ciegos de fe. Sus sacerdotes les prometen el cielo si mueren por el Rey.
Ese odio desbordado, acompañado de sus accesos de tos y de fiebre, lo hacía aún más temible. Entre los soldados corría un rumor silencioso: que el mariscal era más peligroso enfermo que sano. Temían más la cólera de Augereau que las balas de los defensores. En los barracones, a media voz, algunos rezaban para que el tifus se lo llevara antes de que él los arrastrara a una matanza sin sentido. Pero al verle de pie, rugiendo órdenes con los ojos encendidos, comprendían que ningún dios había de librarlos de aquel lobo rabioso.
—Quiero que sus putas mujeres lloren durante un siglo. Quiero que el nombre de Gerona sepa a mierda y a cenizas en toda España. No quiero prisioneros, no quiero clemencia, no quiero rendiciones. El Emperador quiere resultados, y yo se los voy a dar. Vamos a entrar en esa ciudad y vamos a joderlos. Vamos a joderlos tanto que sus nietos nacerán llorando en francés. ¿Está claro?.
—Oui, mon Maréchal —la respuesta sonó ahogada, más por el miedo que por la convicción.—No quiero un alma viva que pueda gritar su nombre. Los que sobrevivan, si es que hay alguno, lo harán para maldecir el día en que su rey los abandonó y sus curas los engañaron con falsas promesas de salvación. Porque la fe solo sirve para morir. Y yo me encargaré de que mueran muchos. El Emperador lo quiere así. No voy a conquistar Gerona. Voy a borrarla. No será una victoria, sino una úlcera que no cicatrizará. Una lección de anatomía del terror que durará siglos.
En el lodazal, bajo la pertinaz lluvia, la sombra del mariscal se hizo tan grande como el dolor que había jurado causar. Y en las entrañas de Gerona, sin saberlo, los defensores se preparaban para enfrentar no solo a un ejército, sino a un hombre que había declarado una guerra personal contra la idea misma de la fe y la resistencia.
LA GEOGRAFÍA DE LA INDIFERENCIA
En los opulentos salones de Sevilla, a un mundo de distancia del hedor a sangre, pólvora y enfermedad que cubría Gerona, la Junta Central Suprema y Gubernativa del Reino se debatía en una atmósfera de solemnidad viciada. La sala, un vasto espacio adornado con pesados cortinajes de terciopelo carmesí y candelabros de cristal que derramaban una luz tibia y engañosa, era una maraña de nobles con el cuello almidonado, obispos de rostros ascéticos y burócratas de mirada astuta. El aire, denso con el perfume de las pelucas empolvadas, el olor a cera pulida y el eco de los susurros egoístas, contrastaba brutalmente con el vaho de muerte que se aferraba a las calles de la ciudad sitiada.
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Sobre una inmensa mesa de caoba, pulida hasta el brillo de un espejo, un mapa de la Península Ibérica yacía abierto. Para muchos de los presentes, no era más que una piel de toro estirada, un lienzo estratégico. Gerona, en el noreste, era apenas un punto insignificante, una pequeña mancha que para la mayoría se daba por perdida, un mero detalle en el gran lienzo de la guerra.
El marqués de la Romana, un hombre más hábil en las intrigas cortesanas que en la guerra, se aclaró la garganta. Su voz, untuosa como la miel, pero con un filo apenas perceptible, cortó la quietud de la sala.
—Señores —comenzó, sin mirar a nadie en particular—, la situación en Gerona se ha convertido en una herida que drena nuestros recursos. El general Álvarez de Castro, con todo mi respeto por su lealtad, está demostrando un fanatismo que roza la imprudencia. Su resistencia solo sirve para prolongar el sufrimiento de una población e insisto una vez más, desviar los hombres y el pan que podríamos utilizar para asegurar frentes más... estratégicos.
Su mirada se deslizó hacia el sur del mapa, donde las líneas francesas amenazaban Andalucía, el corazón de su propio poder y de su fortuna. Su "estrategia" era, en realidad, una excusa para la autoconservación, una forma de razonar su propia avaricia.
Un obispo de Toledo, con la sotana impecable y el rostro enrojecido por una indignación que parecía arder bajo su piel, se levantó de golpe. Su puño, cerrado como un martillo, golpeó la mesa con un trueno que resonó en la sala. Los nobles se sobresaltaron, algunos carraspearon con incomodidad, y un consejero murmuró una blasfemia por lo bajo, mientras otro escupía al suelo con desprecio.
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—¡Es una herida, decís, marqués!. ¡Es la corona de espinas de nuestra nación!. ¿Y pretendéis extirparla como si fuera un absceso?. ¡Gerona no es un punto en un mapa, sino el faro de la fe!. ¡El fanatismo de don Mariano es la única virtud en este consejo! —El obispo, un hombre cuya fe inquebrantable veía la guerra como una cruzada santa, un conflicto moral que no podía ser medido en términos de logística o de recursos, apuntó con el dedo tembloroso hacia el mapa—. ¡Ese hombre, Álvarez de Castro, lleva semanas resistiendo con menos pólvora de la que ustedes gastan en salvas, con menos pan del que aquí se tira a los perros!. Y aun así mantiene en pie a su pueblo, cuando cualquier otro cabrón habría rendido la plaza. ¿Queréis que caiga como Zaragoza, devorada por el hambre y la peste, para que después digáis que luchó en vano?.
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¿Acaso no veis a los mártires en esa ciudad?. ¡Hombres y mujeres, niños y ancianos, que mueren de hambre y de tifus por defender a su Rey y a su fe!. ¡Sus oraciones llegan más alto que las nuestras!. ¿No escucháis los gritos de sus párrocos, las súplicas de sus madres?. ¿Creéis que a Dios le agrada vuestra prudencia, vuestra cobardía camuflada de estrategia?. ¿Creéis que la Santísima Virgen María os perdonará por vuestra inacción?.
Su voz, rota por la emoción, se elevó a un grito profético, una advertencia que heló la sangre de los más supersticiosos.—¡El Señor de los Ejércitos nos exige fe y sacrificio!. La victoria no se gana con planes de campaña, sino con una devoción inquebrantable. ¡Él nos exige que socorramos a su pueblo!. Que marchemos hacia el norte, que enviemos a nuestros mejores hombres y nuestros últimos puñados de harina, aunque caigamos todos en el intento. Porque es mejor que muramos con el alma limpia en el combate, que vivamos en la ignominia de haber traicionado la voluntad de Dios. ¡Ese es el único plan!. ¡Esa es la única estrategia!. La fe no detiene las balas, decís. ¡Claro que no!. Pero es la fe lo que empuja a las mujeres a tapar las brechas de las murallas con su propia sangre. ¡Es la fe lo que impide que un ejército de famélicos se rinda!. El fanatismo que ustedes critican es, en realidad, el fuego que impide que Gerona se extinga. Y si ese fuego se apaga, no solo caerá la ciudad: caerá con ella la honra de toda España. ¡Y malditos seáis quienes os atreváis a dejarla morir por vuestra cobardía!.
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—¿Y qué propone, excelencia? —intervino un joven burócrata, de rostro pálido y ojos astutos, que había ascendido rápidamente gracias a su pragmatismo y su falta de escrúpulos. Su voz era fría y cortante, la voz de la razón cínica, y la interrupción abrupta devolvió a la sala a la falsa normalidad—. ¿Más letanías?. Dios no paga pólvora ni alimenta ejércitos. Lo que necesitamos es un plan, una logística, una ayuda que, con franqueza, no podemos enviar. Nuestros ejércitos están diezmados, nuestros recursos, agotados. La realidad, excelencia, es que no tenemos ni hombres ni pan para enviar a una ciudad que, con todo respeto, ya está condenada.
La discusión continuó, larga, ruidosa e infructuosa. Los gritos se mezclaban con rezos desesperados, los insultos con amenazas veladas; uno de los consejeros llamó “traidor” al obispo, mientras otro replicaba llamando “cerdo vendido” al marqués de la Romana. El debate se convirtió en un lodazal de reproches estériles, un caos donde nadie escuchaba a nadie.
En ese momento, se escuchó una voz que, aunque débil y cascada por la edad, impuso un silencio de reverencia. El Marqués de Astorga, presidente de la Junta, se inclinó hacia adelante en su sillón. Su rostro, surcado por arrugas profundas, estaba pálido y translúcido. Se sentía como un fantasma de la historia que los observaba desde la otra orilla del río. Su opinión, la de un hombre al frente de la Junta y con los años ya encima, tan solo cinco más que Álvarez de Castro al que ya tenían por un anciano, era la que debía prevalecer.
—No se precipiten, señores —dijo, con una voz que era casi un susurro, pero que todos se esforzaron por oír—. No hablemos de estrategias o de milagros. Hablemos de España. Esta guerra no es contra un hombre, sino contra una idea que ha encendido a Europa en un fuego que amenaza con consumirnos. El marqués tiene razón. Desde el punto de vista logístico, Gerona es una causa perdida. Y el obispo también la tiene. Gerona es la fe de nuestra nación. Pero hay algo más que fe y logística. Hay una verdad que todos ignoramos.
El marqués hizo una pausa, tosiendo levemente, su pecho agitándose bajo el peso de los años.
—España es un cuerpo. Y la guerra ha convertido cada ciudad en un órgano vital. La caída de Gerona es inevitable. Lo sabemos. Pero no se trata de evitar la caída, sino de ganar tiempo. Si Gerona resiste una semana más, o un mes más, el Emperador perderá la paciencia. Y si una de nuestras victorias no se mide en vidas o en territorio, sino en tiempo ganado, entonces el sacrificio de esos hombres y mujeres no es en vano. Nos están comprando tiempo. Para que otros ejércitos se formen, para que la desesperación se convierta en voluntad. ¡No podemos enviarles ayuda!. Y si lo hiciéramos, ¿a dónde la enviaríamos?. Si Gerona se salva, ¿qué ocurre con el resto de España?. Gerona tiene que caer. Lo que está en nuestras manos es que Gerona caiga como un héroe, no como un cobarde.
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El discurso del marqués, desprovisto de toda pasión, era infinitamente más devastador que cualquier grito. El silencio que siguió fue el de los hombres que, por un momento, se vieron a sí mismos no como políticos ambiciosos, sino como testigos de una tragedia. Pero el instante de reflexión fue fugaz.
La ayuda nunca llegaría. El plan, si es que existió alguna vez, se diluyó en la retórica vacía y las luchas de poder de Sevilla, mientras en Gerona, el hambre y el tifus hacían su trabajo con una eficiencia que los debates de la Junta jamás podrían igualar. La distancia, en aquel tiempo, no solo se medía en kilómetros, sino en la abismal indiferencia entre los que decidían y los que morían.
EL ÁNIMA DE GERONA
En Gerona, la realidad no se medía en kilómetros, sino en la distancia abismal que separaba la memoria del pan. La ciudad, sitiada desde hacía seis meses por el despiadado Augureau, era un cuerpo vivo y herido. La tierra, una vez fértil, era ahora un lodazal de sangre y polvo. El aire, una sinfonía de gritos, de explosiones y de un silencio pesado y espeso, tan opresivo como la misma muerte. Las campanas, que otrora marcaban las horas y llamaban a la misa, ahora solo se usaban para anunciar los asaltos o para lamentar las muertes. Pero ni los bombardeos más brutales ni el hambre más voraz podían quebrar el espíritu de la ciudad. El general Mariano Álvarez de Castro, el defensor, un hombre de 60 años, no era el fanático que pintaba la Junta Central, sino un intelectual militar, un estratega obsesionado con una geometría de la desesperación. En su despacho, una celda espartana en la que el único lujo era la luz de una vela que dejaba un halo de calor y de humo en la oscuridad, estudiaba un mapa de la ciudad. No solo era un hombre de Dios, sino un hombre de honor, y en su opinión, el honor era la única herramienta psicológica para evitar el colapso de una ciudad condenada. En la ciudad amurallada, rodeada por el ulular constante de los proyectiles franceses, el honor no era un concepto abstracto, sino un arma. Era el valor para levantarse cada mañana, el juramento silencioso de las mujeres que se convertían en soldados, la mirada sombría de los hombres que sabían que estaban condenados, y los heridos que creían en Dios y le oraban. Y él, con su ejemplo, debía recordarles cada día que no estaban solos, que mientras él respirase, Gerona seguiría en pie.
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Un golpe suave en la puerta, que casi se confundió con el eco de un cañonazo lejano, anunció la entrada de dos figuras. La primera era el Dr. Armand Dubois, el famoso cirujano francés de barba rala y manos teñidas de un rojo persistente. Había llegado a Gerona hacía décadas, ejerciendo su oficio con tal dedicación que los gerundenses lo habían adoptado como propio, un hombre de ciencia en una tierra de fe. Era un cínico con un dolor escondido en los ojos, que había visto suficientes miembros amputados y fiebres pútridas como para creer en otra cosa que no fuera la carne y la sangre. Su lealtad a la causa española, sin embargo, era tan firme como su escepticismo. La segunda figura era Don Rafael de la Riva, un hombre de negocios que había hecho su fortuna con la escasez, con una sonrisa untuosa y los ojos de un prestamista. Vestía trajes impolutos, como si la suciedad de Gerona no pudiera tocarlo, como si la guerra fuera un negocio rentable más.
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—Doctor Dubois —dijo Mariano Álvarez de Castro, con una voz tan plana y fría como una losa de mármol. Al levantar la cabeza, la luz de la vela descubrió el brillo de la fiebre en su frente y la palidez cadavérica de su rostro. El peso de sus 60 años se le venía encima, no en espíritu, sino en un cuerpo que comenzaba a fallarle—. ¿Qué me dice de los heridos?.
El doctor se secó la frente con un pañuelo ya sucio y suspiró. La fatiga era un peso tangible sobre sus hombros.—Una plaga, general. La disentería y el tifus son ahora nuestros peores enemigos. Los soldados mueren antes de que podamos curar sus heridas. La falta de higiene, de alimentos, lo agrava todo. Ya no tenemos ni vendajes limpios. Hemos tenido que usar sábanas y ropas de los civiles para tapar las heridas, y la gangrena avanza como un ejército más. He visto a hombres de hierro, general, quebrarse ante la fiebre. Es una muerte lenta y vergonzosa, sin gloria, sin la épica de la batalla.
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Mariano Álvarez de Castro asintió, su rostro sombrío. Se sentía a sí mismo como un navío que se hundía poco a poco, pero su mente se mantenía lúcida, como el timón que se resistía a ceder. Entonces apoyó una mano en el hombro del médico, en un gesto fraternal que contrastaba con su severidad—. “Doctor, vuestra labor es más heroica que cualquier carga de bayoneta. Decídselo a todos vuestros ayudantes, incluidas las monjas: sin ellos, Gerona ya habría muerto. Cada herido que lográis salvar nos da un día más de resistencia. Y un día más es una victoria contra Napoleón.”
—General —replicó Dubois, sorprendido por el elogio—, yo solo cumplo con mi deber.
—No, doctor, hacéis más. Cumplís con el deber y con la humanidad. Eso es lo que mantiene viva el alma de Gerona. Y yo, sinceramente, os estoy muy agradecido y no sabría cómo pagaros; pero estoy seguro de que Dios os pagará todo lo que merecéis.
—Doctor, si me lo permite... —intervino el médico, sin hacer caso a su referencia sobre Dios y sus ojos clavados en la piel amarillenta de Álvarez de Castro.
—Diga, doctor, dígame lo que tenga que decirme, por favor —el general no tenía paciencia para la diplomacia.
—Se lo digo por su propio bien, general. La situación es crítica —el doctor acercó una mano a la frente del general y lo sintió caliente, febril—. Es su cuerpo el que va a dejar de funcionar, no su mente. La fiebre le está consumiendo, no está usted hecho de acero. Si no descansa, su final será inminente.
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—Mi final está escrito desde que juré defender esta ciudad, doctor. Mi cuerpo de 60 años es solo una herramienta, un peso muerto, y no importa si se rompe mientras cumpla con su deber —Mariano Álvarez de Castro ignoró la mano del médico y se levantó, su voz firme, como la de un hombre que se aferra a un clavo ardiendo—. La guerra, doctor Dubois, ya no es una cuestión de pólvora y bayonetas, sino de biología, de la cruel lógica del hambre y la enfermedad. Es la guerra moderna, sucia y brutal, donde el enemigo no solo es un hombre, sino también la peste que se oculta en el aire y la tierra, a la espera de sus víctimas. Pero mientras yo respire, Gerona sabrá que su general sigue al frente. Y si caigo, caeré como uno más de sus hijos, no como un jefe escondido en su despacho.
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—Y en el burdel, general —intervino Don Rafael de la Riva, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos. El tono de su voz era el de un comerciante que discute una pérdida, habiendo ya olvidado la ofensa de la obligada donación de víveres a los almacenes de racionamiento—. Las mujeres se mueren de hambre. Las he traído a todas al convento de San Francisco, donde se ocupan de los enfermos. Les prometí comida, pero ya no nos queda casi nada. Es un negocio que se ha ido a pique. No sé cuánto más podremos aguantar.
Mariano Álvarez de Castro lo miró, su mirada tan fría como el acero. En la cara de Don Rafael no había compasión, solo el resentimiento de una inversión fallida..png)
—El hambre es terrible, Don Rafael. Pero el honor es la única moneda que nos queda. Si morimos, morimos con él. El hambre es una prueba de nuestro temple. Quien tiene el honor intacto, no teme al hambre. Y no olvide que incluso esas mujeres a las que usted llama “negocio” están dando la vida por esta ciudad cuidando a nuestros enfermos. Merecen gratitud, no lamentos de mercader. Dígales de mi parte que el general les agradece su sacrificio, y que su ejemplo vale más que todo el oro de Gerona.
—¿Y si la gente pierde la paciencia, general? —se atrevió a preguntar Don Rafael, bajando la voz.
—Entonces escucharemos su clamor, y buscaremos cómo aliviarlo —respondió Álvarez de Castro, con una calma implacable—. Cada cual puede proceder según convenga, siempre que sea por el bien de Gerona. Esa es la única ley que admito en este sitio. Y si el pueblo se levanta con hambre, que se levante también con dignidad, porque yo estaré con ellos, compartiendo lo poco que quede.
Don Rafael se encogió de hombros, con una sonrisa cínica en los labios. Para él, el honor era un concepto de la vieja Europa, algo que no se podía comer, un lujo para los ricos y los idealistas.
—El honor de una nación, general, no vale tanto como un plato de lentejas.
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Mariano Álvarez de Castro ignoró el comentario, su mente en otro lugar, en la estrategia. Tenía que mantener el ánimo de las tropas. Tenía que convencerlos de que la resistencia no era un acto de locura, sino un deber. La fe, la religión, el honor, todo se había convertido en un arma más, la única capaz de luchar contra la desesperanza. Sabía que sus hombres, sus soldados, estaban al borde del colapso, pero no podía ceder. La guerra no se ganaba con estrategias, sino con la voluntad de los hombres.
—Cuando todo ha fallado, caballeros —dijo, su voz tan firme como la piedra de las murallas—, cuando la logística se ha agotado y la fe flaquea, cuando no quedan ni hombres ni balas, solo nos queda el honor. Tenemos que ser como los héroes de Numancia. Ellos prefirieron la muerte antes que la rendición. No es una locura, es una necesidad. Es el único camino hacia la victoria final. La victoria no es conquistar, sino resistir. Es la guerra de un pueblo contra una idea, y solo se puede vencer con una idea más fuerte. Moriremos, pero moriremos como héroes. Nuestra muerte inspirará a otros, y nuestra memoria se convertirá en una leyenda que los franceses no podrán destruir. Y creedme, cada uno de vosotros —soldados, médicos, mujeres, mercaderes— sois parte de esa leyenda. Sin vuestro esfuerzo, yo no sería nada. Gerona vive porque vosotros no os rendís. Y mientras viváis vosotros, viviré yo también.
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El doctor bajó la cabeza, emocionado. —General, con palabras así, hasta los moribundos se alzarían.
—No son palabras, doctor —corrigió Álvarez de Castro con suavidad—. Es la verdad de Gerona. Y esa verdad es más fuerte que el hambre y la pólvora.
El día siguiente, el bombardeo francés fue más brutal que nunca. Una ráfaga de artillería destruyó un convento, y las campanas se hicieron añicos, cayendo con un estruendo de metal. La fe de algunos flaqueó, pero la ira de otros, de los que habían perdido a un ser querido en el derrumbe, se encendió, alimentando un fuego que el miedo no podía apagar. La guerra en Gerona ya no era una guerra por una ciudad, sino por la supervivencia, por la memoria, por las vidas que ya no estaban. El destino de la ciudad estaba en manos de un general que creía en el honor, de un obispo que creía en Dios, y de un pueblo que creía en la supervivencia, una mezcla explosiva de ideales que auguraba una masacre inminente. Gerona, la ciudad invicta, se preparaba para su último asalto.
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Aquella misma tarde, pese a la fiebre que lo consumía, Álvarez de Castro salió de su despacho al caer la tarde y recorrió las murallas, deteniéndose a escuchar a los soldados exhaustos y a las madres con sus hijos hambrientos. Con cada uno, compartía una palabra sencilla, un apretón de manos o un gesto de afecto. Les hablaba no como un general lejano, sino como un padre que compartía su mismo destino. "Vuestro sacrificio no será en vano", decía a los artilleros; "sin vosotras, Gerona no resistiría", murmuraba a las mujeres. Sin ocultar la cruda realidad del asedio, su voz firme y su presencia cercana infundían una confianza inesperada. El pueblo, al verlo tan humano, comprendió que no seguían a un tirano, sino a alguien dispuesto a morir con ellos, y en silencio, muchos juraron no rendirse mientras él viviera. Así, entre el hambre y la peste, el pueblo lo miraba no solo con temor reverente, sino con una admiración profunda, porque si su general no se rendía, ellos tampoco lo harían.
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LA PLEGARIA POR GERONA
El General Álvarez de Castro regresó a su cuartel general, la Casa dels Pastors, con las piernas hechas de plomo. La fiebre, ese enemigo silencioso, lo consumía por dentro. El olor a pólvora y a cuerpos putrefactos se había adherido a su uniforme, una segunda piel de hedor y miseria que ya no percibía, tan acostumbrado estaba su olfato a la pestilencia de la muerte.
Afuera, la noche gerundense respiraba con el pulso ronco de los obuses, un aliento metálico que anunciaba más destrucción. Pero, pese a su agotamiento, no se detuvo. El deber era la única fuerza que movía su cuerpo ya desobediente.
Con dificultad, se acercó al pequeño altar que había improvisado en un rincón de su despacho. En la penumbra, una única vela parpadeaba ante una imagen de la Virgen María, su rostro de madera pintada un faro de serenidad inmutable. Álvarez de Castro se dejó desplomar de rodillas.
El dolor del golpe contra la losa fría y húmeda del suelo, sin embargo, era un eco lejano comparado con la agonía que llevaba en el alma. Sus manos, que habían dirigido batallas y escrito órdenes con firmeza, temblaban ahora por la pura debilidad. Se unieron en un gesto de súplica, como las alas rotas de un pájaro que intenta volar por última vez.
No era un rezo de piedad. Era una confrontación, una negociación íntima con la divinidad. Levantó su rostro demacrado, con los ojos vidriosos, y su voz, apenas un susurro que se quebraba por la ronquera de la fiebre, llenó el aire pesado:
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"Madre de Dios... Santísima Madre. Tú que llevaste en tu vientre el peso de la redención, yo llevo en mi corazón el peso de este pueblo. Tú que viste a tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, sangrar hasta la muerte, mira esta sangre, que no es la de un solo hombre, sino la de una ciudad entera. Siente el dolor de estas madres, que sostienen a sus hijos muertos en el regazo, igual que tú sostuviste el cuerpo inerte de Cristo. He hecho todo lo que estaba en mi mano, lo juro por mi honor de soldado y por mi fe de cristiano. Hemos defendido las murallas hasta con las uñas, hemos matado y hemos muerto. No me quejo.

Pero ahora, Madre, ya no luchamos contra hombres, sino contra la peste, el hambre y la desesperación. Te ruego, por el amor que tienes a Gerona, que intercedas. Diles que es suficiente. Que el enemigo se retire, que este sufrimiento tenga un fin. No pido la victoria, pido la paz, el descanso para estos valientes que lo han dado todo. Te pido, Madre Santísima, que hagas que los franceses se retiren ya, que se termine de una vez por todas con esta absurda carnicería. Te lo ruego, Madre de Dios, haz ese milagro. Ilumíname para saber qué hacer, para hallar una salida donde no la hay. Y si mi destino, como el de los que yacen bajo estas piedras, es caer, que sea yo el último en hacerlo. Que caiga como uno más de tus hijos, no como un jefe escondido en la miseria."
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El eco de sus palabras flotó en la oscuridad, un lamento desesperado entre los estruendos lejanos de los cañones. Se quedó allí, con la frente apoyada en las manos, la respiración agitada y dolorosa, mientras los fuegos de artillería rompían el silencio una y otra vez.
Se levantó con la pesadez de una lápida, se despojó del uniforme y se desplomó sobre la cama. El cansancio y el dolor, por fin, le ganaron la batalla. En lo más profundo de su ser, sabía que su ruego ya no estaba en la pólvora, sino en el cielo, y sintió cierta paz mientras se dormía.
A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, uno de sus ayudantes entró con puntualidad. En sus manos, un pequeño jarro con las raciones de agua del día. No había café. No quedaban víveres, y hasta el agua escaseaba. Pero el ayudante no venía solo. Sobre una humilde cesta de mimbre, envuelta en un paño de lino, descansaba un regalo. Isabel "La Leona", la mujer que se había convertido en un símbolo de la resistencia de Gerona, había sabido de su estado de salud, y por medio de una de sus chicas, le mandó esta pequeña cesta.
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En el interior de la cesta había un par de huevos frescos de alguna de las gallinas que aún le quedaban en el corral secreto y escondido de su burdel, un auténtico tesoro en medio del asedio, y una botella del mejor vino del Ampurdán, seguramente la última que le quedaba de su bodega de esas características. A la botella, atada con una cinta de hilo, había una nota doblada, escrita con una caligrafía simple y directa: «General, mezcle el vino con el huevo y bébaselo. Que Dios le dé fuerzas, que Gerona le necesita». La dureza del general se fundió por un instante en la calidez de un gesto humano. Eran dos huevos y un vino, pero en ellos iba el alma de todo un pueblo.
EL RESPIRO DE LA PIEDAD
Noviembre de 1809. La lluvia, fría y pertinaz, había convertido Gerona en un cenagal. Ya no era solo el hedor a putrefacción, a carne gangrenada y excremento, sino también el olor a tierra húmeda que se pudría, a lodo infecto. El aire helado calaba hasta los huesos, y la humedad se adhería a la piel como una mortaja. La ciudad, un esqueleto de ruinas, estaba ahora cubierta de una capa uniforme de barro, un sudario viscoso y gris. Seis meses de asedio habían convertido las calles en un infierno de fango y miseria.
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La tregua para recoger a los muertos que se daba con frecuencia ya no era una pausa, sino una pesadilla más. En la tierra de nadie, el terreno yermo que separaba los baluartes de Santa Clara y el del Gobernador era un pantano de barro y sangre. El silencio, una losa que aplastaba los oídos, se rompía por el chapoteo monótono del agua al caer, el zumbido persistente y obsceno de las moscas y el graznido lejano de los cuervos. Los cuerpos, hinchados y oscuros, yacían medio sumergidos en el lodo, sus uniformes descoloridos por el agua sucia, sus rostros deformados por la muerte y el horror.
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Pere Cruilles, un espectro más en aquella procesión de sombras, caminaba entre los muertos con la lentitud de un sonámbulo. Sus botas, pesadas de barro, se hundían en el fango a cada paso, haciendo un ruido asqueroso. La tela de su uniforme, empapada, se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, una piel de tortura. Ya no sentía el dolor; la miseria física era tan constante que se había convertido en el estado natural de su existencia.
Sus ojos, enrojecidos y hundidos, escudriñaban la carnicería en busca de los uniformes de los suyos. Ya no tenía lágrimas; la pena se había congelado en sus venas. No sentía nada, solo el peso de sus botas en el barro, un alma vacía en un cuerpo que se movía por inercia, por el peso de las órdenes y de una obligación que ya no entendía.
Fue entonces cuando la vio.
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Agnès Soler, la viuda cuyo único hijo había caído en la primera semana del asedio, se había negado a abandonar su hogar en las calles altas, un acto de locura que la había convertido en una figura fantasmagórica vestida de luto que se movía por las ruinas de la ciudad. Ahora estaba arrodillada en el fango, un acto de locura o de fe que nadie más se atrevería a emular, junto a un cuerpo que no era de los nuestros. Era un soldado francés, apenas un muchacho con la pelusa rubia aún en la barbilla, con el rostro de un querubín profanado por el dolor.
Había sido abandonado por los suyos en la retirada y yacía medio sumergido en un charco de lodo, el agua lodosa le salpicaba el rostro. Tenía el pecho destrozado, una herida que parecía un jardín de sangre coagulada y barro. Sus labios agrietados y resecos como la tierra del estío, murmuraban una sola palabra, un delirio febril que era el eco universal de la desesperación: «Mamá…».
Pere sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío. Vio cómo la mirada vacía de Agnès se transformaba. La pena había mutado en algo más grande. Con un movimiento lento, casi ritual, como una sacerdotisa en un altar de muerte, descolgó la cantimplora que llevaba a la cintura, la que guardaba sus últimas reservas de agua. En Gerona, el agua era un líquido más precioso que el oro y que cualquier joya pese a la lluvia. Cuando Agnès se arrodilló, el fango se adhirió a sus rodillas, pero ella no pareció notarlo. Miquel contuvo el aliento, su propio corazón dejó de latir por un instante, porque en aquel acto había algo que desafiaba toda lógica y toda razón. Descorchó el recipiente y, con una delicadeza infinita, como si el cuerpo del muchacho no estuviera cubierto de sangre, mugre y lodo, sino de porcelana fina, acercó el borde a sus labios..png)
El muchacho bebió con avidez, un hilo de agua tibia que se escurría por la comisura de sus labios. Sus ojos azules, nublados por el delirio, se fijaron en el rostro de ella, sin comprender, pero con una gratitud que era más elocuente que cualquier palabra. Por un instante, fugaz como una lágrima, no fue un gabacho, un enemigo de la patria, sino un hijo. No fue una gerundense, una viuda de guerra, sino una madre. Y en el rostro de Agnès no había ira, ni compasión, solo una tristeza infinita y una quietud que trascendía la batalla. Era la tristeza de una madre que perdía a su hijo y encontraba a otro en un rostro enemigo, una tristeza que era el reflejo de la tristeza universal de la humanidad.
El muchacho exhaló un último suspiro, un sonido casi de alivio, el suspiro de un alma que encontraba la paz. Agnès le cerró los párpados con la misma mano que le había dado de beber, se santiguó y se levantó, volviendo a ser la sombra que era. Pere se quedó inmóvil, con el corazón en un puño, un nudo en la garganta. El acto no tenía sentido. No servía para ganar la guerra, no aliviaba el hambre de la ciudad, no devolvía a la vida a su hijo. Era una bondad inútil, irracional, casi una locura. Y, sin embargo, en medio de aquel infierno de lógica y pólvora, de estrategia y de muerte, Miquel comprendió que acababa de presenciar el único acto verdaderamente libre, el único acto puramente humano, que quedaba en toda la jornada. Era la bondad que no buscaba recompensa, la compasión que no tenía fronteras. Era la respuesta silenciosa a la atrocidad de la guerra, la única forma de que la humanidad, incluso en la más oscura de las noches, no se extinguiera del todo..png)
PARTE IV: EL ÚLTIMO ALIENTO DE PIEDRA (Diciembre 1809)
LA ÚLTIMA CENA DEL OTOÑO
Primer día de Diciembre de 1809. La Gerona asediada no era ya una ciudad, sino un fango. La lluvia, gélida y despiadada, había convertido cada calle en un lozadal, un pantano de barro negro y viscoso que se pegaba a las suelas, que salpicaba los jirones de los uniformes y que olía a tierra podrida, a desesperación y a muerte. Siete meses después del inicio del sitio, con el estruendo final del castillo de Montjuich, caído por fin bajo las bombas francesas en el pasado agosto , no había sido el prólogo de una derrota inmediata, sino el anuncio de un invierno de agonía. El implacable cerco de los franceses, comandado ahora por el astuto y brutal mariscal Pierre Augereau, el "Lobo de Augereau", se había convertido en una mortaja hermética que asfixiaba hasta el último aliento de vida. Un mariscal que era la encarnación del vendaval revolucionario, curtido en la sangre y el barro, que no tenía la menor intención de pactar una rendición honorable, solo le importaba la aniquilación de una ciudad que se negaba a doblegarse. Los cañones, enmudecidos por la persistencia de las lluvias que habían mojado su pólvora, daban un respiro a los defensores, pero era un respiro que era a su vez un eco de la maldición que se cernía sobre ellos. El frío, el hambre y la enfermedad eran ahora el enemigo más mortal, y su ataque no tenía piedad. Y esto de que el propio Augereau sucumbía a aquella peste originaria de aquella guerra, igual como el resto de su ejército.
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En la única nave central de la Catedral, a la luz lúgubre de unas cuantas velas que parpadeaban como ojos agonizantes, el obispo Pedro Valero se arrodillaba ante una imagen de la Virgen, su rostro demacrado por el ayuno, pero su espíritu tan férreo como el metal de las espadas que blandían sus sacerdotes. Sus manos, nudosas por el reuma y el sufrimiento, se aferraban al rosario con una desesperación que no era de duda, sino de fe. Para él, la defensa de Gerona no era una batalla militar, sino una cruzada santa contra el invasor. El obispo, que en los primeros días del sitio era un hombre de Dios que predicaba la paz, se había transformado en un general de almas que empuñaba la fe como la más poderosa de las armas. Creía, con cada fibra de su ser, que la providencia divina los protegería, porque su lucha era justa, y que el martirio de la ciudad sería una victoria que resonaría en la eternidad. Sin embargo, en la quietud de su rezo, su mente no podía evitar ver los rostros de su gente. El rostro de los niños, con los ojos demasiado grandes para sus cuerpos famélicos, el rostro de las mujeres, consumidas por el miedo y el dolor, el rostro de los soldados, la desesperación velada en sus miradas. Su fe, tan inquebrantable, se aferraba a la idea de que ese sufrimiento tenía un propósito divino, pero el miedo de su corazón, el miedo a que esa fe fuera un espejismo, era un espectro que nunca le abandonaba.
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Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, al otro lado del Oñar comunicado con el puente de piedra que todavía se mantenía en su sitio, en los callejones oscuros y apestados del Barrio del Mercadal, una mujer llamada María se agachaba sobre el cuerpo de un gato flaco, sus manos temblando de hambre. La lluvia le chorreaba por el rostro, mezclándose con la suciedad y el sudor, pero ella no sentía el frío, ni la humedad, solo el dolor agudo y punzante de un estómago vacío. Había cazado al animal con una piedra y ahora, con un cuchillo mellado, se disponía a desollarlo. Para ella, el hambre no era una metáfora; era una bestia con garras y colmillos que le había arrebatado a sus dos hijos en el último mes. Lo que quedaba de su fe, un lujo que solo podían permitirse los que todavía tenían pan en la boca, se había ahogado en la misma miseria que la rodeaba. Con la punta del cuchillo, la mujer se dispuso a desollar al animal. Un gesto tan simple, tan brutal y tan vacío de cualquier rastro de humanidad, que la llenó de un asco que era menos terrible que el hambre. La piel mojada del animal se resistía, y su cerebro, en un acto de desesperación, se sumergió en una especie de trance, un estado en el que la conciencia se había suspendido y solo existía el instinto animal de la supervivencia.
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La historia de Gerona ya no era local; era un eco de la resistencia española que, para desesperación de Napoleón, se había convertido en el principal foco de la contienda global que libraba en Europa. Desde los fríos despachos de París hasta los campamentos de campaña en los Alpes, el nombre de la ciudad sitiada resonaba como un desafío, una anomalía que ponía en jaque la maquinaria bélica más poderosa del mundo. Augereau, que había jurado borrar la ciudad del mapa, sabía que no solo luchaba contra los soldados de Álvarez de Castro, el general incansable y carismático, cuyo espíritu de lucha y su enfermedad habían hecho de él un símbolo de la resistencia. Luchaba, y lo sabía, contra un espíritu indomable, un fanatismo religioso que convertía a cada ciudadano en un soldado y que, para su desesperación, no tenía reglas, ni límites. Para él, un hombre de la calle, la victoria de Gerona no sería una victoria más; sería la prueba de que la fuerza brutal siempre se impondría a la fe, de que la muerte era un precio demasiado alto a pagar por el honor.
El último rayo de sol del otoño se apagó sobre la ciudad, y la oscuridad que siguió no fue solo la de la noche, sino la de una agonía colectiva. En la miseria de un invierno que se preveía terrible, en el fango de unas calles destrozadas, el único sonido que se escuchaba era el del viento que ululaba sobre las ruinas, y el de la fe que pugnaba con el instinto de supervivencia en el alma de cada gerundense. Gerona había entrado en la noche más oscura de su historia, un invierno de agonía que prometía un sacrificio final.
LA ÚLTIMA PIEZA
Al principio del asedio, Pau tenía seis años y un soldado de plomo. Lo llamaba "Valiente". Su figura, pequeña y descolorida, con el fusil roto y un sombrero de copa que le daba un aire de general de opereta, era el centro de un universo que se movía a su antojo en el patio de tierra de su casa. El estruendo de los cañones franceses, allá en el horizonte lejano de las colinas, no era una amenaza, sino el tambor de guerra que marcaba el ritmo de sus batallas imaginarias contra un ejército de guijarros. "¡Por Gerona!", gritaba, su voz fina como un hilo de seda, mientras "Valiente" cargaba con una furia de juguete. La guerra era un juego excitante que se cernía sobre los tejados, una razón para que su madre lo abrazara más fuerte por las noches. El mundo de Pau era un espacio de tierra y esperanza, y el soldado de plomo era su héroe, su único y fiel compañero, un icono de una inocencia que no sabía que estaba a punto de perder para siempre.
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Ahora, en el umbral del invierno de 1809, con los primeros vientos helados que se colaban por las rendijas de las ventanas tapiadas, Pau ya no jugaba. Los sonidos de la guerra, el lejano ulular de las bombas y el griterío de los soldados, no eran ya un juego, sino un eco incesante de una vida que se le escapaba entre los dedos. Su vientre, hinchado por la inanición, era una constante punzada de dolor que eclipsaba cualquier otro pensamiento. El hambre era una bestia con garras que le había robado el sabor del pan, el olor de las patatas cocidas con hierbas, el recuerdo de una vida en la que la comida era una certeza. "Valiente" yacía olvidado en un rincón, con la pintura descolorida y una pierna rota, un monumento en miniatura a una inocencia perdida para siempre. El patio estaba vacío. El silencio que se había cernido sobre Gerona era una losa pesada que solo se rompía por el susurro del viento que soplaba entre las ruinas, el constante lamento de los enfermos que llegaba desde la calle, y el eco de los tambores franceses que resonaban como un latido mortuorio. El único juego de Pau era el de la supervivencia, y su enemigo no llevaba uniforme. Su enemigo era el hambre, una bestia que le roía las entrañas, un animal cruel que había borrado de su memoria el sabor del pan y el olor de las patatas. El miedo, en su estómago vacío, era más grande que cualquier estruendo de cañón.
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Agachado junto a los escombros de lo que fue una casa, una pila de ladrillos rotos y maderas astilladas, Pau no buscaba guijarros. Los cadáveres, que nadie ya se molestaba en enterrar, habían engordado a una población de roedores que se movía a sus anchas por las ruinas, convirtiendo las calles en una pesadilla animal. Las ratas, símbolo de la pestilencia que consumía la ciudad, se habían convertido en la última esperanza de carne. Sus ojos, demasiado grandes para su rostro famélico, con ojeras oscuras que eran las cicatrices de la privación, estaban fijos en una sombra que se movía. Una rata. Prieta, rápida, un animal de ojos rojos y cola desnuda, una promesa de carne en un mundo de piedra y polvo. En sus oídos, el susurro del hambre se convertía en una orden, una voz que le decía que el momento era ahora. El cerebro de Pau, que antaño soñaba con batallas épicas, se había reducido a un solo propósito: cazar. Su mente se había convertido en un instrumento afilado y cruel, sin espacio para el miedo o el asco. Contuvo el aliento, su mano temblando no de miedo, sino de una excitación primitiva. Tenía una piedra en la mano, un pedazo de ladrillo que encajaba perfectamente en su palma, una herramienta para matar.
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La rata, ajena a su depredador en miniatura, se detuvo un instante. Sus bigotes se movieron, sintiendo el aire, pero no percibió la amenaza. Era un animal adaptado a la miseria, un superviviente más en aquella ciudad de muertos. El niño miró a la rata. Y por un instante, el niño que jugaba a soldados desapareció para siempre, dejando en su lugar a una pequeña criatura de la ciudad sitiada, cuyo único anhelo era el calor de una sopa hecha con los pocos restos de comida que quedaban, incluidas las ratas que se cazaban. La fe, la esperanza, el amor, todo eso había muerto en Gerona, devorado por el hambre. Su guerra ya no era por Gerona, ni por la lejana España. Era por un bocado, y él era el último soldado, el último superviviente. Su soldado de plomo había muerto, pero él, Pau, el último y más valiente de los soldados, no iba a hacerlo. Con la piedra en la mano, su rostro un retrato de la determinación, se dispuso a reclamar su última victoria, la última pieza de una vida que ya no era un juego, sino una lucha constante por cada aliento.
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EL ECO DE LA PIEDRA ROTA
El tiempo en Gerona ya no se medía en días, sino en pulsaciones. El pulso febril de los heridos, amontonados en los pasillos húmedos del hospital, donde la sangre y el olor a gangrena se habían vuelto un aroma cotidiano. Y, sobre todo, el pulso lento y agónico de la inanición, que roía las entrañas de cada alma, transformando a hombres y mujeres en sombras de la memoria. La ciudad, antes un cuerpo vibrante de vida, orgullosa y altiva sobre el río Onyar, se había convertido en un esqueleto andante. El invierno se abatió sobre la ciudad asediada en ya en el pasado noviembre de 1809, no con nieve, sino con un nuevo y más insidioso sonido: el del silencio. No el de la paz, sino el de la muerte en vida. El silencio de las campanas, cuyos badajos ya no anunciaban misas ni fiestas, sino que colgaban mudos en campanarios que eran solo fantasmas de piedra. Y, por primera vez en meses, el silencio casi absoluto de los cañones.
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La lluvia de las últimas semanas había convertido las calles en un lodazal, una sopa espesa de barro, escombros y restos orgánicos que cubría los tobillos. El fango, pegajoso y omnipresente, era un castigo adicional, y los soldados franceses, atascados en él, no podían mover sus piezas de artillería. Su pólvora, empapada, era ahora solo un puñado de carbón inservible, aparte de que a duras penas les llegaban los suministros.
El asalto no había cesado del todo, pues el Mariscal Pierre Augereau, Duque de Castiglione, sabía que su verdadera arma era el hambre aunque también la sufrían sus propias tropas. Aun así, unos cañones solitarios, resguardado en una posición elevada, rompían la quietud con unos disparos esporádicos, un recordatorio de que la muerte seguía al acecho, y unas segundas explosiones, lejanas, rompía la quietud. Un proyectil francés había impactado cerca de las fortificaciones de La Reina Ana. No era más que un eco de la carnicería, pero fue suficiente para recordarles la verdad: la ciudad se estaba desangrando.
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Y de aquella desesperación, había nacido una nueva plaga. Los cadáveres, que nadie ya se molestaba en enterrar, habían engordado a una población de roedores que se movía a sus anchas por las ruinas. Las ratas, símbolo de la pestilencia que consumía la ciudad, se habían convertido en la última esperanza de carne. Los gerundenses
sobrevivientes se habían convertido en cazadores. Se habían ideado nuevas tácticas. Los niños, pequeños y rápidos, se arrastraban por las ruinas y usaban piedras para acorralarlas. Las mujeres, con una paciencia de santos, fabricaban trampas rudimentarias, con lazos hechos de hilos o alambre de las ruinas de las casas. Y los hombres, en las murallas, disparaban sus viejos fusiles. Los cañoneros, con los rostros tiznados de hollín, hacían fuego con los pocos proyectiles que les quedaban. Era el último acto de resistencia de una ciudad exhausta, que se había negado a rendirse a pesar de todo..png)
Aquella tarde, el joven miliciano Lluc, que no levantaba más de veinte años, se encontraba de guardia en una de las barricadas del sector del Carmen. El frío y la humedad le calaba los huesos hasta el tuétano, pero su cuerpo, entumecido por la privación, apenas lo sentía. En las noches de insomnio, Lluc no rezaba, no recordaba la comida. En su lugar, sacaba de su bolsillo la única posesión que le quedaba: una carta de amor de su prometida, Aurelia Castells. La leía una y otra vez, la caligrafía de ella, pequeña y redonda, era el único mapa que le quedaba para no perderse en la oscuridad. A su lado, el veterano Martí, un hombre que en otra vida había sido carpintero y cuya risa atronaba en las tabernas con la fuerza de un gigante, miraba un punto fijo en las ruinas de una casa que había sido una vez una panadería. Martí, con la barba sucia y la cara surcada por las grietas del hambre, era el eco de un hombre que ya no existía. Solo sus ojos, hundidos en un rostro cadavérico, brillaban con una luz amarga y cansada.
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De repente, sin venir a cuento, Martí susurró, y su voz era un sonido áspero, como el de una lija sobre una madera reseca:
—¿Sabes qué añoro, Lluc?. El ruido.
Lluc lo miró sin comprender, sus ojos, llenos de la misma desesperación silenciosa que lo consumía a él.
—El ruido de mi taller —continuó Martí, su voz apenas un suspiro que el viento helado se llevó en el acto—. El golpe del martillo, el chirrido de la sierra... el sonido de la madera al ceder, al convertirse en una mesa, en una silla, en una cuna. Era el ruido de crear algo. Aquí… —dijo, y un temblor recorrió su cuerpo, un escalofrío de una pena que el hambre no podía borrar— aquí solo se oye el ruido de cómo se deshacen las cosas. Y el de las tripas, que se comen a sí mismas.
Lluc no supo qué responder. Se dio cuenta de que el hambre tenía su propia banda sonora: un murmullo sordo y constante en el vientre, el crujido de las propias articulaciones al caminar, el eco de una voz que ya no tenía fuerza para hablar. Era el eco de un mundo que se estaba vaciando por dentro. El ruido de las ausencias.
LA ÚLTIMA RESISTENCIA DEL ALMA
El mundo, el viejo mundo de antes, ya no era más que un eco, una memoria tan frágil como el crujido de un hueso reseco. Sobre la ciudad, la artillería francesa seguía una cadencia ineludible, un latido siniestro que no cesaba aunque ya no tan intensa. Pero la vida, terca y tenaz, se había encogido y acurrucado en las entrañas de la tierra. El sótano del viejo taller de curtidos, en el corazón del barrio del Mercadal, no era solo una cripta de supervivencia, era un útero de piedra donde el tiempo se había detenido.
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El aire, denso y viciado, apestaba a humedad, a sudor y a una capa persistente de miedo que se adhería a la piel. El polvo de cal, un fino velo blanco, se desprendía del techo con cada explosión lejana, como un confeti silencioso esparcido por la muerte. Afuera, el estruendo era una presencia física, una presión en los oídos que hacía imposible el pensamiento. Pero adentro, en la oscuridad apenas rota por el temblor de un candil, la vida había adoptado formas extrañas y obstinadas, un desafío silencioso al caos absoluto.
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En un rincón, ajeno al estruendo que lo rodeaba, Blai Falgars, el mejor relojero de Gerona, luchaba contra la entropía del mundo. Con la espalda encorvada por el paso de los años y el peso de una guerra que había desordenado cada segundo de su existencia, sus manos temblorosas sostenían un par de pinzas diminutas. A la luz incierta del candil, intentaba encajar un minúsculo engranaje de latón en el mecanismo de un autómata que había empezado a construir hacía años: un pájaro mecánico que debía batir las alas y cantar una melodía. Su mundo se había reducido a ese milímetro de precisión, a ese pequeño acto de orden contra la locura. Blai no pensaba en el hambre que le mordía las entrañas, ni en la muerte que le respiraba en la nuca. Su mente estaba anclada en el equilibrio de los engranajes, en la armonía de la precisión, en el milagro de una pieza que encajaba en otra. La guerra, para él, era el ruido que perturbaba la quietud, el enemigo que amenazaba su obra maestra. Mientras él pudiera trabajar, el mundo, al menos el suyo, se mantendría en pie.
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No muy lejos, sentadas sobre unos sacos polvorientos, las hermanas Elvira y Carme Pons discutían en un susurro sibilante que era más intenso que las explosiones lejanas. La inanición había afilado sus rostros y convertido sus voces en cuchillos. Su disputa no era por el último mendrugo de pan, que ya se habían repartido con la fría lógica de dos enemigos, ni por el agua, que racionaban gota a gota. La disputa era por un dedal de plata, un pequeño objeto legado por su madre a Carme, que se había convertido en el símbolo de una rivalidad de toda una vida.
—Tú nunca supiste coser, siempre te pinchabas —siseaba Elvira, con el rostro consumido por el hambre y el rencor, su voz era un aliento venenoso—. Siempre fuiste una inútil, una boca más que alimentar. Lo heredaste por la lástima de mamá, no por mérito.
—Y tú siempre lo quisiste todo para ti, Elvira —replicaba Carme, con la voz quebrada por el cansancio. Aferraba el pequeño objeto en su puño cerrado, un puño de hueso y piel, como si ese trozo de plata contuviera el alma de la ciudad entera, la memoria de una vida en la que no se necesitaba luchar por un dedal.
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Y acurrucado contra unos sacos vacíos de grano que olían a humedad y a un rastro lejano de pólvora, Joaquín Montand, un joven Miguelete que se había unido a la defensa el primer día con el ardor del que cree en las causas justas, releía por centésima vez la misma carta. La letra de la muchacha de su pueblo, tosca y llena de faltas de ortografía, era para él la prosa más hermosa del mundo. Sus labios se movían en silencio, repasando las torpes palabras de amor, la promesa de un futuro que se había convertido en un sueño lejano. No oía las bombas. Oía la voz de su amada Elisa, y en su mente, la veía sonreír, vestida de domingo y con las mejillas sonrojadas. En aquel sótano, mientras Gerona se convertía en un infierno, un relojero buscaba la perfección, dos hermanas se disputaban un recuerdo y un muchacho se aferraba a una promesa. La vida, terca e irreductible, se negaba a rendirse. Y un rayo de sol, un rayo que anunciaba la llegada de un nuevo día, entró por una rendija de la pared. Un rayo de sol que prometía la vida, pero que era un sol de la muerte.
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EL PRECIO DE LA SUPERVIVENCIA
El mundo exterior era el dominio de la muerte, pero el sótano de la carnicería, una tumba de ladrillo en el corazón del Mercadal, era un infierno privado. El hedor de la sangre coagulada y la grasa rancia se había mezclado con el penetrante olor a moho y putrefacción, y cada exhalación era una bocanada de la miseria de la ciudad. El Dr. Dubois, con su levita manchada y el rostro pálido, se abrió camino entre los sacos vacíos que una vez contuvieron harina y se detuvo, el corazón latiendo con un ritmo errático. En la penumbra, Mateo Simón, el carnicero, afilaba su hacha contra una piedra de amolar con una calma metódica que resultaba más perturbadora que cualquier grito. El sonido, un murmullo sibilante de acero contra piedra, llenaba el silencio opresivo.
—Mateo —dijo el doctor, y su voz temblaba a pesar de su esfuerzo por mantener la compostura—. Hay rumores. Se habla de... de cosas terribles que están pasando. Que la gente... está desapareciendo.
Mateo no levantó la vista. Su perfil, iluminado por una luz débil, era una máscara de hueso y piel tensa. Sus movimientos eran precisos, carentes de emoción. El carnicero no era un hombre de palabras, sino de acción.
—La carne es carne, doctor —respondió, su voz era un gruñido áspero que parecía salir de las profundidades de la tierra—. A falta de pan, buenas son tortas. Y cuando no hay ni tortas...
El doctor sintió una arcada. Conocía el subtexto de esa frase, el eco de los susurros que corrían por la ciudad como una plaga. Era un hombre de ciencia, un hombre que creía en la lógica, pero en la Gerona sitiada, la lógica se había convertido en un monstruo. La línea que separaba la cordura de la locura se había borrado, dejando solo un instinto primitivo.
—Sé lo que piensas —continuó Mateo, como si pudiera leer los horrores que se arremolinaban en la mente del médico—. Y usted, en su hospital o en donde esté haciendo su trabajo, hace lo mismo. Corta piernas para salvar vidas, extirpa tumores para que el cuerpo siga su camino. Y yo... yo corto para que mi familia coma. Al final, doctor, ambos somos carniceros. La única diferencia es que usted se engaña llamándolo ciencia, y yo sé que lo mío es simple hambre.
Dubois cerró los ojos, intentando ahogar las imágenes que se formaban en su mente. No podía permitir que Gerona se hundiera en esa barbarie total. Su misión, la de la razón y la humanidad, era ofrecer una alternativa, por muy repugnante que fuera. Se inclinó, su voz bajó a un susurro urgente y confidencial.
—He visto lo que ha hecho el hambre. Ha creado un nuevo ganado. Las ratas, Mateo. He visto cómo se mueven por los callejones, gordas y perezosas. Se alimentan de lo que la muerte nos ha dejado. Si las cazas... si las salamos y las conservamos, como las carnes que vendías antes...
El hacha de Mateo se detuvo. Por primera vez, levantó la vista y sus ojos, antes vacíos, se detuvieron en los del doctor. No había horror, ni sorpresa. Solo una fría y pragmática evaluación.
—Cazar ratas... —murmuró, como si la idea fuera un nuevo cálculo en una ecuación de la supervivencia—. Son rápidas. Y astutas. La carne es blanda, no tiene la sustancia de un buen pernil. Pero... —su mirada se desvió hacia un saco, y una idea, una terrible idea, pareció germinar en su mente—. Se podrían salar, como dice. Se podría hacer una pasta. Un guiso.
Dubois asintió con una desesperación silenciosa. Por primera vez, en meses, sentía que había encontrado un ancla en el caos. Al menos, era una alternativa al horror sin nombre.
—Ahora, si me disculpa, doctor —dijo Mateo, y en su voz había un nuevo propósito—. Tengo trabajo. He oído que cerca del baluarte de Santa Clara, hay más de un centenar de ellas, atemorizadas por los disparos. Carne fresca, doctor.
El doctor, que poco antes había estado con el carnicero buscando una alternativa para alimentar a la población con las ratas que empezaban a abundar y evitar que se llegara al canibalismo, se alejó con paso lento hacia la Catedral, donde le esperaban sus quehaceres en el hospital improvisado. El eco de las palabras de Mateo le retumbaba en la mente: se sentía asqueado, pero al mismo tiempo extrañamente aliviado. La bestia del hambre había encontrado una nueva presa. Gerona, al menos por ahora, se había salvado del último tabú, aunque el precio de aquella supervivencia era abrazar una monstruosidad distinta, siendo preferible cazar y comer ratas que volverse caníbales.
LA ÚLTIMA COMUNIÓN
El tiempo en la Catedral de Gerona se había detenido, encapsulado en un aire pesado, frío como la piedra, que olía a incienso rancio, a sudor y a una muerte que ya no pedía permiso, sino que se asentaba en cada rincón. Los haces de luz mortecina que se filtraban por las vidrieras destrozadas no iluminaban, sino que daban forma a las tinieblas, convirtiendo cada arco gótico en una sombra que bailaba al son de los gemidos. Era el corazón de la ciudad, pero un corazón moribundo. A principios de diciembre de 1809, con el hambre y la enfermedad reinando por doquier, el templo se había convertido desde que se inició el asedio en un refugio para los heridos y los que esperaban su último aliento.
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En el atrio lateral, bajo el enorme rosetón que ya no proyectaba colores, Isabel “La Leona” se sentó en uno de los bancos de piedra. No había sangre en sus manos, sino la fría resignación que trae la impotencia. Sus manos, que habían controlado cada aspecto de su burdel con una autoridad férrea, ahora se sentían vacías. Hacía horas que había dejado la cama de Caetana Gual, una de sus "chicas", de las pocas que aún sobrevivían, que se consumía en un tabardillo que devoraba su cuerpo día a día. Había corrido por las calles devastadas hasta su casa, y de su corral escondido del patio de su burdel había sacrificado uno de sus escasos y valiosos conejos. Había vuelto a la Catedral con un pedazo de asado, un tesoro en aquel infierno, pero Caetana no había podido retener ni un bocado. El peso de aquella impotencia era una losa sobre sus hombros, una losa más pesada que cualquier piedra de las murallas. Ojalá pudiera comer un poco, y se sintiera mejor.
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Teresa, la joven y ya muy desgastada novicia , la vio desde una distancia prudente mientras se arrastraba, jarra de agua en mano, por los pasillos abarrotados de heridos y moribundos. La novicia había sido testigo de la fuerza de Isabel, de su inquebrantable voluntad en las calles, de su feroz protección hacia sus mujeres.
Pero ahora veía en su espalda encorvada el coste de esa fuerza. Se acercó en silencio y, por un instante, dudó. El dolor de Gerona se resumía en ese cuerpo endurecido, tembloroso, incapaz de soltar una lágrima más. Finalmente, Teresa se sentó a su lado, sin más ceremonia que la de una hermana que reconoce la devastación en otra.
—¿Padece mucho? —susurró Teresa, señalando sin palabras el rincón donde yacía Caetana.—No sé qué es peor, hermana —replicó Isabel, con la voz hecha cenizas y los ojos fijos en la nada—. Si el dolor que la consume o la lucidez que le queda para entender que se muere sin poder hacer nada.
Ambas compartieron un silencio cargado de compasión y fatiga. Isabel sacó el pedazo de asado de conejo, ya frío, y lo sostuvo en su mano, como si fuera una piedra preciosa sin valor. Teresa, al ver el gesto de sacrificio en los ojos de la Leona, extendió su mano y la cubrió con la suya.
—Nuestro Señor Jesucristo no puso condiciones para el amor, Isabel. Ni a los ladrones, ni a los pecadores... ni a las prostitutas —susurró la monja—. Recuerde a Maria Magdalena, que era prostituta. Las bendijo. Dios es de todos, también de Caetana. Rezar por ella no es solo para que se salve, sino para que sepa que no está sola. La fe no es para pedir milagros, sino para acompañar..png)
Isabel sintió un nudo en la garganta. Su fe siempre había sido su instinto de protección. Ahora, la monja Teresa le ofrecía otra forma de fe, una que no buscaba la victoria, sino el consuelo. En la comunión muda de su sufrimiento, ambas comprendieron que la fe y la supervivencia eran caras de la misma moneda.
La religión no estaba en las plegarias ni en los rituales, sino en el simple acto de cuidar al que sufre, de compartir el peso de la pérdida. Era una comunión más verdadera que cualquier otra, una liturgia de los rotos, de los exhaustos, de los que aún no se rendían. Una última comunión antes de que la noche se lo tragara todo.
SOMBRAS EN EL RACÓ DE L’ESPLAI
La noche de Gerona no era un manto oscuro, sino una sábana pesada, húmeda y con olor a tierra removida. El frío de diciembre se colaba hasta los huesos, pero era el olor de la ciudad lo que te quitaba el aliento: el vaho dulzón y nauseabundo de la putrefacción que se mezclaba con el hedor acre de la pólvora rancia, el salitre del río Onyar y la humedad de las lluvias que no daban tregua. Por las calles convertidas en pantanos de lodo y escombros, los montones de cadáveres se amontonaban, esperando un entierro que ya no llegaba, mientras los gritos de agonía se mezclaban con el silencio de los muertos. En esta ciudad de fantasmas y espectros, la vida se había reducido a un acto de pura supervivencia.

El “Racó de l’Esplai”, el burdel más conocido de la ciudad, se alzaba como una anomalía en medio de la desolación. Sus gruesos muros de piedra, tan firmes como los de la Catedral, resistían el eco lejano de los cañonazos franceses, pero no podían detener la marea de miseria que se filtraba por las rendijas de las puertas. Dentro, el tiempo parecía haberse detenido. El olor a perfume barato, a vino avinagrado y a incienso quemado era una pálida sombra de lo que fue. Ya no había risas. Solo murmullos cansados de hombres rotos que buscaban un respiro del infierno.
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Isabel “La Leona”, dueña del burdel, era un monumento a la resistencia. Su figura recia, vestida con un viejo chal de seda que el tiempo y la miseria habían vuelto grisáceo, imponía respeto. La guerra había arrugado su piel y apagado el brillo de sus ojos, pero no había conseguido doblar su espalda. La vio entrar a él, a Don Rafael de la Riva. Su porte aún orgulloso, con su chaleco de brocado y el bastón de ébano, era un anacronismo en aquel lugar. La Leona, que conocía la ciudad como nadie, sabía que los lujos y las distinciones sociales ya no significaban nada. Todos eran la misma carne, los mismos huesos, solo que algunos lo descubrían antes que otros.
—Don Rafael… —saludó Isabel con un deje de ironía en la voz, que sonaba como el crujir de las hojas secas—. ¿También el dinero necesita olvidar?.
—No olvidar, Isabel —respondió él, dejando una moneda de oro sobre la barra, un gesto que en otras circunstancias habría deslumbrado a sus muchachas, pero que ahora solo le causó un profundo hastío—. Necesito hablar. Y un poco de compañía que no venga marcada por la guerra.
Ella asintió, acostumbrada a que el hambre de palabras fuera más acuciante que el de carne. La mayoría de los hombres que aún se atrevían a ir al burdel buscaban la cercanía de un cuerpo cálido para no sentirse solos, la seguridad de una habitación que, por una noche, no se viera sacudida por los cañones aunque quedaran arruinados con lo último que les quedara de moneda de cambio. Con la mirada le indicó a una de sus muchachas, una morena de ojos grandes llamada Clara, que se acercara, pues no veía a Carmen Barrau en aquellos momentos, que tanto tenía encaprichado a Don Rafael. Rafael negó con un gesto.
—No esta vez. La quiero a usted, Isabel. Sé de sobras que es la más cara y que no se vende barato para nadie.
Un silencio pesado cayó sobre el salón, como un velo mortuorio. El murmullo de los clientes se detuvo. Isabel, sorprendida por la petición, pero sin perder la compostura, lo condujo por un pasillo estrecho hasta una pequeña habitación. Cortinas de terciopelo rojo, deshilachadas como heridas abiertas, colgaban de las ventanas, y en el centro, una cama de madera crujiente los esperaba.
Se sentaron el uno frente al otro, con una jarra de vino oscuro entre ambos, el mejor que le quedaba a Isabel. El vino, con su dulzor amargo, era el único lujo que se permitían. —Gerona ya no aguanta, Isabel —dijo él, sin rodeos, con la voz áspera por la fatiga—. Y los gritos de los soldados agonizantes se meten en mi cabeza.
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—Nadie en su sano juicio aguantaría esto, Don Rafael —replicó ella, su codo apoyado sobre la mesa—. Hoy me llegó un chiquillo vendiendo ratas saladas que se ha convertido en el nuevo negocio de las carnicerías que aún quedan dentro de este infierno. Me dijo que ahora hay más y más gordas, con tanto muerto sin enterrar. Le compré unas cuantas, puesto que no hay otra cosa, y a los clientes les sabe bien. Pero no olvides que por ser yo, te cobraré cara mi compañía: 300 reales, y es innegociable.
Don Rafael asintió con el precio, pues llevaba de sobras en su bolsa más de 40 monedas de 8 reales cada una, y bebió un largo trago de vino, como si se atreviera a beberse el dolor de toda la ciudad. Se acomodó el chaleco, un gesto de dignidad que parecía ridículo en aquel infierno.—Lo sé. He visto los cadáveres de los soldados franceses apilados junto al Onyar como leña inservible. Y, sin embargo, por las noticias que me llegan, la Junta insiste en que resistamos.
Isabel lo observó fijamente, con sus ojos perspicaces que parecían ver más allá de la máscara de respetabilidad de su interlocutor. Con sus manos curtidas tomó el vaso de vino y le dio un sorbo.
—¿Y usted qué cree? —preguntó.
Él la miró fijamente.
—Creo que cada día que aguantamos, alguien en Madrid, en Sevilla o incluso en América, recuerda que España aún respira. Pero también sé que todo tiene un precio... y Gerona lo está pagando con la carne de su gente.
Ella lo escrutó, intentando descifrar al hombre que tantos llamaban usurero, incluso mezquino. En ese instante no vio al especulador, sino a un hombre cansado, atrapado en un asedio tanto moral como físico. Él rompió el silencio con una confesión amarga.
—He ganado con esta guerra, Isabel. He sido rico, y todavía tengo grandes cantidades en mis almacenes en los sótanos, igual que tú, pues ambos sabemos de nuestro secreto. Pero de qué me sirve contar monedas si mañana me entierran bajo los escombros.
Ella sonrió sin alegría.
—Al menos usted tuvo algo interesante que contar, pero no te creas porque ya no tengo tan llenos mis almacenes y en cuanto ya no quede nada casi todos habrán muerto de hambre. La mayoría aquí solo cuenta ausencias. Hermanos muertos, hijos perdidos, maridos que no vuelven de las murallas, gente que está sin comida, enfermos... me hablan de todas las desgracias que hay en esta ciudad, y de nada bueno.
El silencio volvió. Fuera, el estruendo de un cañón francés retumbó, haciendo temblar las llamas de las velas y el suelo de madera. Don Rafael se inclinó hacia Isabel y, con una voz casi suplicante, murmuró:
—No quiero estar solo esta noche. No por deseo, sino porque temo que sea la última. Me siento muy extraño: tan rico que soy que no podré disfrutar de mi dinero y siento tan cerca la muerte, sin poder tener escapatoria.
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Ella lo tomó de la mano, la piel áspera contra la suya. No había seducción, solo humanidad compartida que al menos él le pagaría la fabulosa cantidad de 300 reales por compañía y sexo. No eran dos amantes, sino dos sobrevivientes buscando un poco de calor en medio de un invierno húmedo. Hablaron de su pasado: él, de los negocios que lo habían hecho rico; ella, del burdel que construyó con la fortuna que le dejó en herencia un antiguo amante, y que convirtió en un refugio para las mujeres que la guerra había dejado sin nada. Soñaron con un futuro improbable, un Gerona libre, con las campanas de la Catedral sonando sin miedo, y volviendo a dirigir su rentable burdel ella y sus negocios especulativos él.
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Isabel, por su parte, le desnudó su alma a Rafael, no con palabras, sino con un gesto de intimidad que él entendió. Sin prisas, le dejó ver y tocar su cuerpo. Le enseñó sus tetas y dejó que se las tocara, y lo mismo le dejó que le acariciara su peluda vagina. Sabía que esto sería un alivio que excitaría a Don Rafael, en medio de aquel terrible infierno, y que era un regalo, una entrega silenciosa y desinteresada, una forma de decirle que, en medio de la muerte, todavía había espacio para la ternura y la conexión. Lo sabía porque conocía los secretos de los deseos íntimos y carnales de los hombres, que tanto necesitan satisfacer, aunque los capellanes lo consideraran como un grave pecado. Fue un acto de consuelo mutuo, una comunión de carne y espíritu que no tenía nada que ver con las predicas de frailes y monjas, pues si se sentía como un pecado, no se podría disfrutar de esta necesidad de la naturaleza. Ella sabía que satisfacer las necesidades físicas y emocionales de los hombres, no debería de considerarse pecado, sino un servicio a vender o a regalar, que casi todos los hombres agradecían. Y reconocía, que aunque en algunos momentos algunos hombres le parecían asquerosos, en otros incluso disfrutaba con ese ritual..png)
Cuando el amanecer llegó, un cañonazo volvió a sacudir el burdel. Rafael se levantó y se ajustó la chaqueta. Se miraron por última vez.
—Si vivimos, Isabel, quizás aún haya tiempo de empezar de nuevo. Si Gerona gana, los víveres de mi almacén multiplicarán aún mucho más su valor, y podría convertirme en el hombre más rico de toda Gerona , y no dudes de que volveré a por ti. Le entregó en este último acto su bolsa con más de 40 monedas de 8 reales en pago por el servicio.
Ella le sostuvo la mirada, sin ilusión, pero con un atisbo de ternura.
—Si vivimos…, quién sabe… —repitió.
Y mientras Rafael cruzaba el umbral de piedra rumbo a una ciudad en ruinas, Isabel permaneció allí, abrazada al silencio, con la sensación por instinto de que Gerona, como ellos, estaba al borde de su última noche, pero por lo menos por ahora tenía una gran cantidad de monedas de más en reales, para comprar carne de rata salada a los niños que mandaban los carniceros al burdel, expertos en despellejar y salar a esos roedores de los cuales incluso se aprovechaban sus tripas para hacer sopas.
LA ÚLTIMA BLASFEMIA DE LA RAZÓN
El amanecer trajo consigo no solo la luz, sino un frío que cortaba el aliento. En las callejuelas de Gerona, el lodo de los últimos días se había endurecido en una costra helada y los adoquines lucían una capa de escarcha brillante, como un sudario de cristal sobre el rostro de una ciudad muerta. La niebla, espesa y gris, se aferraba a las ruinas de las casas derruidas, transformando cada sombra en un espectro, cada escombro en la tumba de alguien. En el hospital improvisado de la Catedral, donde el olor a sangre, sudor, orines, vómitos, mierda de cagadas, gangrena y muerte se pegaba a las paredes como un sudario, el Doctor Dubois sintió el helado aliento de la desesperación aunque no por esos olores a los cuales hacia ya un largo tiempo que se había acostumbrado.
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Con los pasos resonando en el silencio macabro del amanecer, el doctor se inclinó sobre el catre. El miliciano moribundo, de no más de dieciocho años, estaba cubierto por un sudor gélido. Los pústulas rojas del tifus cubrían su piel como una plaga bíblica, y los ojos, vidriosos y fijos, miraban un punto más allá del techo abovedado, como si vieran algo que la razón no podía comprender.
—Doctor... Doctor... —musitó el soldado, sus labios resecos apenas capaces de formar las palabras. Su voz era un susurro ronco, casi un rasguño en el silencio de los vivos.
Dubois, con el estómago revuelto, se obligó a mantenerse firme. Estaba acostumbrado a la crueldad de la guerra, pero el espectáculo del hambre era la peor de todas.
—El sabor... no es tan malo. Es dulce... al principio. Luego... luego el miedo... el miedo a que te vean. Pero el hambre... el hambre es más grande que todo.
El médico, un hombre que había diseccionado cuerpos y había estudiado la anatomía del horror, sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío. La boca se le llenó de un sabor agrio, de bilis. Su mente, habitualmente tan lúcida, tan analítica, se negaba a procesar lo que oía.
—Los encontrábamos... en los derrumbes. A los recién muertos. Los cortábamos. Con los cuchillos, las bayonetas... los hervíamos, Doctor, con la abundante madera de las ruinas. Pensábamos que así... que no nos enfermaríamos. Y el humo... el humo se perdía en las noches, en los sótanos del Call Jueu, en los agujeros de las casas. Secreto. Nadie debía saber. Nadie quería saber. Pero todos querían... un bocado. Los huesos... los rompíamos con piedras. Para el tuétano. Lo mejor. Caliente... como la vida misma. Pero la vida... se va..png)
Un último estertor, un gruñido ahogado, y el joven quedó inmóvil, una sonrisa macabra en sus labios, liberado de su tormento final. El silencio llenó la Catedral, un silencio más aterrador que cualquier grito. El miasma de la confesión parecía contaminar el aire que respiraba. Dubois retrocedió un paso, como si el cuerpo moribundo fuera un pozo sin fondo. Se pasó una mano temblorosa por el rostro.
El doctor ya sabía por lo que le había indicado un carnicero el secreto a voces de que había quienes se comían la carne de los muertos pero se preguntaba si no podían haber cazado alguna rata, últimamente tan abundantes, en vez de pretenderse comer el brazo o la pierna de un cadáver humano. La pregunta, tan simple y tan atroz, se le clavó en la mente como una astilla. La abundancia de ratas era una prueba viviente de la descomposición de la ciudad. Pero la razón se había rendido. Habían recurrido al horror más insondable.
—Dios... Dios mío... —musitó el hombre de ciencia, el escéptico, el cínico—. No hay nombre para esto. No hay diagnóstico. Madre de Dios, ¿en qué nos hemos convertido?.
Por primera vez, la razón no le ofrecía ninguna respuesta. Solo el eco de un horror que lindaba con lo teológico, con la blasfemia más profunda. La putrefacción de la carne humana, consumida por otros humanos para sobrevivir. Era la antítesis de todo lo que él, como médico, representaba: la vida, la curación, la civilización. Su mente, habitualmente tan lógica, se sintió al borde del abismo, al borde de la locura. La ciencia aquí solo servía para hacer el horror más lúcido, más aterrador. La civilización se había desmoronado hasta sus cimientos más primitivos, más bestiales. Y todo lo que había estudiado y leído ( que no era poco), no le servía en esta circunstancia de la que le costaba encontrar adecuada respuesta.
En las páginas de su diario, su escritura se volvió más frenética, manchando el papel con la tinta temblorosa, reflejando el colapso de su propia cordura.
Fragmento del Diario del Dr. Dubois:
1 de diciembre de 1809.
Hoy la ciencia ha terminado. No hay diagnóstico para un alma que se ha comido a su prójimo para sobrevivir un día más. He visto la barbarie, pero esto… esto es el infierno en la tierra. La Ley de la Selva se ha instalado en las calles de Gerona, donde la supervivencia es la única ley, la única moral. Álvarez de Castro predica el honor, la resistencia hasta la última gota de sangre, pero la realidad en las calles es el instinto puro y duro. La disciplina de hierro de Álvarez, al prohibir la rendición, es lo que ha empujado a estos hombres a la última abominación. Su honor les impide rendirse, pero les obliga a comerse entre ellos para poder seguir luchando. Es el sumo sacerdote de un sacrificio que exige la destrucción del alma antes que la del cuerpo. Gerona no es una ciudad, es una jaula de animales hambrientos, devorándose entre sí como Saturno con su hijo. Y yo, que creía en la razón, solo puedo certificar su muerte, no evitarla. Solo puedo presenciar el colapso. ¿Sobreviviré a esto?.
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Por su parte, la novicia Teresa, tan frágil por fuera como fuerte por dentro, también escribía un diario, sus palabras la única forma de encontrar sentido en un mundo que lo había perdido. Había visto el horror en los ojos de Dubois, el buen hombre que se negaba a creer en la fe, y no lo culpaba.
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Él solo veía la carne que se pudría, la herida que no cerraba, la matemática cruel de la enfermedad. Él veía la derrota. Pero ella, al vendar la herida de un miliciano, un muchacho de Olot con más miedo que años, vio en su mirada no la derrota, sino la luz de la redención. La fe era su último refugio.
Fragmento del Diario de Sor Teresa de los Mártires ( se había puesto este nombre, porque así la llamaba el Doctor Dubois):
1 de diciembre de 1809.
La escudilla está vacía, pero las almas rebosan de una extraña fiebre. El Dr. Dubois ha vuelto a blasfemar. Llama a nuestra fe “locura sagrada”. No lo culpo. Sus ojos, tan sabios, solo ven el cuerpo, y el cuerpo es un argumento irrefutable de nuestra derrota. Pero yo, al vendar a este muchacho de Olot, he visto en su mirada no la derrota, sino el sacrificio. Me ha preguntado si su muerte servirá para algo. Le he dicho que cada gota de su sangre es una oración que riega la tierra de una España libre y cristiana. Ha sonreído antes de expirar. ¿Quién de los dos está ciego, el doctor o yo?. Él ve la muerte. Yo veo la redención. Quizás la locura sagrada sea el único camino que nos queda para no perder la razón del todo.
CUANDO EL HAMBRE PARTE EL ALMA
El frío de la primera semana de diciembre se había instalado en Gerona como un intruso permanente. Al amanecer, la escarcha mordía los restos de los adoquines, transformando los escombros y el lodo de las calles en un paisaje de plata rota. Por lo menos, a diferencia del verano, el aire helado atenuaba el olor a podredumbre de los cuerpos abandonados, un nauseabundo y dulzón perfume de la muerte que se pegaba a las paredes. En una callejuela sombría de las afueras, donde los cascotes de una casa bombardeada se amontonaban como un montículo sangrante de polvo y ladrillo, dos hombres luchaban. Ya no eran hombres, sino sombras de sí mismos, sus cuerpos esqueléticos entrelazados en una danza macabra de gruñidos, jadeos y raspaduras. En el centro de su contienda, una rata. No una rata común de los sótanos, sino una criatura gorda y lustrosa, una promesa de vida con la mala suerte de cruzar su camino, su cuerpo oscuro una ofensa en la cara de la hambruna.
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Uno de los hombres, Jaime Casallá, el carpintero de la calle Ballesteries, tenía al roedor cogido por la cola, sus nudillos blancos por la fuerza con la que la apretaba. El otro, Gaspar Norat, el herrero del Arrabal, intentaba arrancársela con los dientes, arañando la piel de Jaime con la ferocidad de una bestia acorralada. El sonido de las uñas raspando contra la tela y la piel, el crujido de los huesos de las manos, el jadeo seco y ronco de los hombres, todo se mezclaba en una sinfonía infernal. Sus rostros, antes familiares y amables en los días de paz, eran ahora máscaras de locura y privación, los ojos inyectados en sangre, las bocas abiertas mostrando los dientes amarillentos.
En la mente de Gaspar Norat, el herrero, solo había una imagen: el rostro de su hijo pequeño, Pau, famélico y pálido, acostado en el jergón de su casa, pidiendo un mendrugo de pan. El recuerdo de los ojos hundidos del niño, de sus labios agrietados, le daba una fuerza sobrehumana, una furia irracional que había devorado su razón. Esa rata, ese mísero pedazo de carne, era la vida de su hijo. Era todo. Con un arrebato de fuerza, Gaspar logró morder la mano de Jaime, sintiendo el gusto metálico de la sangre. El carpintero, con un aullido de dolor, aflojó la presa. Gaspar aprovechó el momento para abalanzarse sobre el roedor, cubriéndolo con su propio cuerpo, como una gallina que protege a su cría.
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Desde las ventanas ennegrecidas de las casas circundantes, siluetas espectrales de otros vecinos observaban la escena. No había horror en sus ojos, ni compasión. Solo una envidia cruda, visceral, casi tangible, que era más repugnante que la propia lucha. Sus miradas famélicas seguían cada movimiento de la rata, cada rasguño, cada gota de sangre, ansiando que uno de los dos desfalleciera para arrebatarle el premio. El hambre había destruido no solo la vida, sino la comunidad, la empatía, la última brizna de humanidad. El prójimo ya no era un ser humano, un hermano, sino un competidor por el último pedazo de carne. La lucha por la rata no era un incidente aislado, sino el símbolo brutal de una ciudad donde el instinto de supervivencia había borrado los últimos vestigios de la civilización, dejando solo la ley del más fuerte, la ley de la bestia.
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El mismo veneno que corrompía las calles se había infiltrado en la intimidad de las almas. En el interior de una de las casas semiderruidas, el hambre y el encierro comenzaron a envenenar el amor de Lluís Roca, un oficial de milicias del Regimiento de Gerona, por su joven compañera, Rosa. La impotencia de no poder protegerla, de no poder ofrecerle más que palabras vacías, se transformó en una posesividad febril. Rosa, una mujer de veinticinco años con el cabello del color de las castañas y una mirada que había visto demasiado en el burdel de la calle Ciutadans, se había aferrado a Lluís como si él fuera la última tabla de salvación en un mar de ruinas. Su amor, tan puro y sincero en sus inicios, era ahora una flor marchita en el cementerio de la guerra.
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Una noche, ciego de celos y de vino rancio, un licor amargo que bebía para ahogar su miedo, la arrinconó en un pasillo oscuro. La voz de Lluís era un susurro gutural, como si no la hubiera usado en años. —¿Quién ha sido hoy, eh? —siseó, su aliento apestando a miedo y a rabia—. ¿A cuántos les has sonreído?. ¿A cuántos has dejado que te toquen para una migaja?.
Rosa, con el rostro pálido, se encogió contra la pared, el eco del sufrimiento de todas las mujeres de la ciudad en su voz. —Lluís, por favor... Tú sabes que es solo... trabajo. Para poder comer. Quien no llora, no mama, y aquí lloramos todas. —¡Mentira! —rugió él, y su mano la agarró con una fuerza que no era de amor, sino de dominio—. ¡Eres mía, Rosa!. ¡Solo mía!. ¿Entiendes?.
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Miquel no buscaba la ternura que una vez había conocido, sino la sumisión. En ese acto, no era un hombre poseyendo a una mujer, sino la encarnación de la supremacía de la fuerza bruta, un concepto tan primitivo y cruel como la propia guerra. Rosa no se resistió. No porque fuera débil, sino porque había aprendido que la resistencia contra la violencia sin razón era una batalla perdida. Yacía bajo él, un cuerpo inerte, sus ojos abiertos mirando al techo desconchado. No derramó una lágrima. Solo sintió el frío de la piedra en su espalda y el peso de un hombre que había amado, ahora reducido a la bestia que el hambre había creado. En ese acto violento, el amor que Lluís había sentido se quebró para siempre, devorado por la desesperación del asedio. La épica de la resistencia de Gerona, la bravura de sus defensores, se desvanecía en la intimidad de un cuarto oscuro, revelando el verdadero rostro de la guerra: un monstruo que no solo mata, sino que también corrompe lo más sagrado de la humanidad, devorando el alma mucho antes que el cuerpo. La grandiosidad de la defensa de la ciudad quedaba en un segundo plano frente al drama humano de un hombre roto y una mujer vacía.
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LA PRIMERA LUZ
El 2 de diciembre de 1809, la ciudad de Gerona era un esqueleto de sí misma, roído por el tiempo, la guerra y el hambre. El frío de la incipiente mañana se pegaba a los huesos como un sudario helado, un soplo de muerte que, al menos, servía para mitigar el dulzón y nauseabundo olor de los cuerpos que se amontonaban sin sepultura. La escarcha cubría los escombros y el lodo, transformando la desolación en un espejismo de plata rota, un paisaje brutalmente hermoso. Mientras el mundo exterior se entregaba a la comunión de la desesperanza, en una de las habitaciones traseras del burdel "Racó de l'Esplai", la vida libraba su propia batalla.

Los gemidos de Caterina Bosch, agudos y viscerales, eran el único contrapunto a la monótona sinfonía de la muerte: el sordo retumbar de los cañones lejanos, el crujir de los edificios derruidos y el silencio, aún más aterrador, de las almas que se habían rendido. El parto había comenzado en el peor momento posible, en el corazón de la noche más oscura de Gerona.
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Isabel "La Leona", la dueña del burdel, no era una general, pero su calma no era menos férrea que la de uno. Era la calma de quien ha visto todo y ha sobrevivido a todo, la de un animal que domina su territorio. Había traficado con la supervivencia, no con la guerra, y esa experiencia se le notaba en cada gesto. Sus manos, callosas y curtidas por el trabajo y la lucha por mantener su negocio a flote, habían sido lavadas en el agua escasa y preciosa de la palangana, y ahora dirigía la operación con la misma autoridad absoluta con la que manejaba las cuentas y los conflictos entre sus "chicas". A su lado, Pilar Tornabells y otras dos mujeres, todas prostitutas a su servicio, sus rostros tensos a la luz parpadeante de un candil, sostenían a Caterina, susurrándole palabras de ánimo que eran a la vez ruegos y órdenes.
—¡Empuja, niña!. ¡Empuja! —gruñía Isabel, su voz un ancla en la tormenta de dolor—. ¡Sácalo de este infierno y tráelo a la vida!.
Los gritos de Caterina se fundieron en un alarido final, un desgarro de carne y alma que fue el preludio de un silencio repentino, profundo, absoluto. Las mujeres contuvieron la respiración, el corazón latiéndoles en la garganta. Y entonces, un sonido nuevo, frágil, imposible en ese lugar y en ese tiempo, llenó la habitación: el llanto de un recién nacido.
Isabel cortó el cordón umbilical con el mismo cuchillo de cocina que usaba para cortar el pan duro. Envolvió al pequeño, un niño arrugado y cubierto de la sangre de la vida, en el retal más limpio que pudo encontrar, y se lo acercó a la madre exhausta.
Cuando Caterina lo tomó en sus brazos, su cuerpo se sacudió, no por el dolor, sino por un asombro tan feroz, un amor tan puro y tan poderoso que parecía obsceno en medio de la ruina. Había miedo y desesperación en Gerona, pero en los ojos de Caterina, ahora no había nada de eso. La miró, luego a su bebé, y sus ojos se llenaron de algo que la guerra no podía destruir. Y se sentía feliz por las compañeras que la habían ayudado a traer a su hijo al mundo.
—Se llamará Julián —susurró, y la voz le tembló—. Como la luz del día.
En aquella habitación lúgubre, mientras Gerona se desangraba, un niño había nacido. No era un símbolo, ni una promesa de victoria. Era algo mucho más simple y, a la vez, infinitamente más poderoso: un latido. Una obstinada, irracional e inquebrantable continuación de la vida que se alzaba, diminuta y frágil, frente al avance inexorable de la muerte.
Era la evidencia de que el drama humano, el más pequeño de los actos de amor y esperanza, podía eclipsar la épica más grande de la guerra. Y sus compañeras al ver aquello, entendieron que aquel niño era la esperanza, y ninguna quiso pensar en que fuera la desgracia, por muy crueles que fueran las circunstancias de esta incierta guerra.
EL HIJO DEL ENEMIGO
Los días que siguieron al nacimiento de Julián no trajeron alivio, sino una desesperanza más afilada. El hambre, en su crueldad, no distinguía entre la vida que empezaba y las que se apagaban, devorando a unos y a otros con la misma insaciable voracidad. El 2 de diciembre de 1809, Gerona era un cementerio a cielo abierto, y la niebla helada, más que un fenómeno natural, parecía la respiración gélida de la propia Muerte, que se movía sin prisa entre las ruinas de las murallas.
Fue en una de esas mañanas de bruma y escarcha cuando Agnès Soler, con los dedos entumecidos y un dolor sordo en el estómago, lo encontró. Caminaba encorvada, con el canasto vacío y la mirada fija en el suelo, buscando un pedazo de madera lo suficientemente seco para la cocina. El aire, denso y opaco, olía a ceniza y a carne en descomposición, una mezcla dulzona y nauseabunda que se pegaba al fondo de la garganta. La ciudad entera era un hedor.
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No era un muerto. Estaba acurrucado en el hueco de un muro derruido, un nudo informe de tela grisácea y lodo. Agnès se detuvo, sintiendo un escalofrío que no provenía del frío. A su lado, un trozo de mampostería se desprendió con un crujido agudo y seco, pero ella apenas lo oyó. Su mente, un páramo de dolor, registró la escena con una claridad terrible. Llevaba los restos de un uniforme francés, pero su fusil no estaba a la vista. Era un muchacho, apenas mayor que su propio hijo muerto, con una mata de pelo rubio pegada a la frente por el sudor febril y unos ojos azules desorbitados por el terror. Era un muchacho atrapado.
El soldado la vio y se encogió, intentando fundirse con la piedra. Llevó una mano temblorosa a su costado, donde una mancha oscura, negra y empapada, teñía la tela de su casaca.
—S'il vous plaît... —susurró en un francés quebrado, la voz de un niño, no de un soldado—. De l'eau...
Agnès se quedó inmóvil. Se le heló la sangre en las venas. Era el enemigo. Era la causa de su ruina, el uniforme de los que habían matado a su hijo. Su deber, el de cualquier gerundense que aún respirara, era gritar. Llamar a la milicia, entregar a ese pedazo de carne y hueso. Dejar que los demás hicieran lo que su corazón le decía que era justo, lo que el dolor de su alma le exigía. Pero en sus ojos, en el terror que los llenaba, no vio a un conquistador. Vio el mismo pánico que había visto en los ojos de los niños en los hospitales. Vio a un hijo.
Un eco reverberó en lo más hondo de su alma. Un susurro lejano. "Mamá..." La misma palabra que había balbuceado aquel otro soldado francés, un chiquillo también, al que dio de beber en otra mañana de asedio. Ahora lo veía de nuevo, en la cara de este muchacho. Vio a su propio hijo muerto, tumbado en la cama, cubierto de heridas, suplicando por la única cosa que el enemigo no podía quitarle: un poco de agua.
El muchacho tosió, y un hilo de sangre brotó de sus labios, manchando el barro. Estaba muriendo. Agnès miró a su alrededor. Las calles estaban vacías, envueltas en el silencio de los muertos. Se arrodilló lentamente, descolgó la cantimplora que llevaba a la cintura. Contenía apenas un sorbo de agua sucia.
Se la acercó a los labios del muchacho.
—Beu —dijo en un catalán áspero, la única lengua que conocía para la piedad.
El muchacho bebió con avidez. Sus ojos se llenaron de una gratitud confusa, de la súbita esperanza de un náufrago. Intentó decir algo, pero solo un gemido escapó de su garganta. Agnès rompió un trozo de su propio vestido raído, una tela áspera y sucia, y lo apretó contra la herida de su costado. Era un acto de traición. No era un acto de perdón. Era algo mucho más antiguo, más terrible y sagrado: era el instinto irracional de una madre que ya no podía soportar ver morir a un hijo más. Lo escondió bajo un montón de viejos sacos, sabiendo que solo le estaba comprando unas horas más de vida. Y que ese acto de piedad inútil la convertía, a los ojos de su propia gente, en una traidora.
GERONA. LA CIUDAD-TUMBA
El sonido era el rugido constante de una bestia herida, el lamento de la tierra y la sangre que se alzaba en una nota amarga y persistente. Un cañonazo, otro más, sacudió los cimientos de la muralla, y una nube de polvo y escombros, como la piel de un monstruo desollado, se desprendió de los baluartes. El frío de diciembre de 1809 se clavaba en los huesos, un dolor helado que no lograban mitigar ni el hambre ni el miedo. Gerona, la ciudad inquebrantable, se había convertido en un osario a cielo abierto.

Desde la plataforma del baluarte de Santa María, el general Mariano Álvarez de Castro se sostenía con dificultad, aferrado a una de las almenas rotas. Su uniforme, antaño impecable, se había convertido en una segunda piel, manchada de tierra y de un fatalismo estoico. Pero no era la guerra la que lo consumía, sino una fiebre que le hacía delirar, una enfermedad que había convertido la claridad de su mente en un caos de visiones. Los ojos oscuros, la única parte de su cuerpo que parecía aún viva, recorrían el campamento francés en la lejanía. Los hombres de Augereau, con sus vivas casacas de infantería, parecían hormigas disciplinadas, una plaga que se negaba a marcharse. Al otro lado de las trincheras, una civilización de hierro se había levantado para destruir otra.
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Una figura se acercó, envuelta en un hábito franciscano descolorido. Era Sor Emilia del Santo Rosario, una mujer de sesenta años, pero con la vitalidad de la mitad. Sus manos, endurecidas por el trabajo, sostenían una vela y una vasija con caldo de cebada. "Sufren más que nosotros, mi General," dijo, su voz un susurro en medio del viento helado. "El frío es implacable con los vivos. No tienen la gracia de Dios para aguantar, como la tenemos nosotros."
Álvarez de Castro ni siquiera la miró. Sus labios agrietados murmuraban algo ininteligible. "La... obediencia... la obediencia..." Repetía como un mantra, como si esa palabra pudiera devolverle la cordura. La enfermedad lo había despojado de su autoridad, dejándolo a merced de sus alucinaciones.
Sor Emilia se arrodilló, ofreciéndole el caldo. Él la miró sin verla, sus ojos fijos en un punto lejano. "El sacrificio... la sangre... abonará la tierra..."
La monja, acostumbrada a su estado febril, le limpió la frente con un trapo húmedo. "Descanse, mi General. El doctor Dubois dice que necesita reposo."
Entonces, en un arranque de lucidez breve, Álvarez la sujetó suavemente de la muñeca y murmuró con calidez sorprendente en medio de su debilidad:
—Sor Emilia… diga a los míos que no teman. Dígales que hasta el más humilde anciano, el niño más pequeño y la mujer más cansada forman parte de esta defensa. Dígales que cada uno haga lo que pueda, que proceda según convenga, pero que jamás crean que son inútiles. Gerona resiste porque cada corazón late al mismo compás.
"El deber... el deber es nuestro rey..." Se dejó caer de rodillas, agotado.
Más abajo, en las entrañas de los baluartes, resonaban los martillazos de los zapadores y los susurros de los heridos. El teniente Miquel Ferrer, un joven con más coraje que experiencia que había sido ayudante de Álvarez de Castro y ahora destinado a cubrir la muralla, se arrastraba por un túnel improvisado, llevando consigo una saca de pólvora. Sus manos temblaban, no por el frío, sino por el miedo, un miedo que lo perseguía desde el primer día de asedio. Para él, la guerra no era la gloria, sino el olor a sangre, el grito de agonía de su mejor amigo y la incertidumbre de la próxima hora.
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Cuando Sor Emilia se alejó, una figura se acercó, envuelta en una manta de lana. Era Isabel "La Leona" , y a sus cuarenta y dos años, era una leyenda en la ciudad. Una mujer menuda, pero con una mirada de acero y una voluntad indomable. Había organizado un grupo de mujeres de su burdel para ayudar en la defensa y en los cuidados de los heridos y los enfermos para la mañana, y para la tarde seguir con sus trabajos de consuelos en el burdel, pese a la espantosa miseria que había. En la oscuridad, su silueta era la de una sombra más, pero su presencia llenaba el espacio con una fuerza palpable.
"¿Cómo está, mi General?" preguntó, su voz ronca por el polvo y la fatiga.
Álvarez de Castro la miró, y por un momento, sus ojos recuperaron un destello de lucidez. La reconoció. "La Leona... la Leona... que la maravillosa puta del pueblo no ceda...". Su voz era un hilo de aliento. "La legitimidad... el honor...".
Isabel le sonrió con ironía, y él, con un esfuerzo casi paternal, añadió con ternura que sorprendió a quienes escuchaban:
—No es tu fuerza sola la que sostiene esta ciudad, Isabel. Es tu ejemplo. Haz que tus mujeres sepan que son más valiosas que mil cañones. Que rían aunque tiemblen, que animen aunque sangren. Diles que yo confío en ellas como confío en mis soldados. Todos somos Gerona. Y mientras yo respire, nadie os robará esa certeza.
"No cederemos, mi General," respondió ella, con una seguridad que no admitía duda. "La ciudad aguanta. El pueblo no se rinde."
VALENÇAY. LA JAULA DORADA
A miles de kilómetros, en el Castillo de Valençay, los primeros de diciembre se cernían sobre la residencia con una frialdad que el lujo de sus interiores apenas lograba mitigar. Para Fernando VII y su séquito, la vida era una paradoja: rodeados de comodidades, atendidos por sirvientes franceses, participando en cacerías de alrededores, sus días transcurrían en una rutina de ocio forzado que contrastaba brutalmente con la guerra que desangraba su reino. El Emperador Napoleón, en su infinita astucia, había comprendido que la mejor forma de neutralizar a a ese rey que lo era del imperio más grande del mundo no era encadenarlo, sino ahogarlo en el tedio y la opulencia.
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Fernando, a sus veinticinco años, había engordado. Los manjares, el vino y la falta de preocupaciones habían borrado los últimos vestigios de la juventud que lo había hecho “El Deseado”. Sus ojos, antes inquietos, ahora reflejaban una indolencia que solo se rompía con destellos de vanidad o, muy de vez en cuando, con una punzada de ansiedad que rápidamente ahogaba en el billar o en los brazos de las "damas" que los franceses ponían a su disposición. De vez en cuando, cuando le apetecía, montaba en caballo u organizaba una cacería en la enorme finca que rodeaba el castillo, todo ello propiedad de Talleyrand, el fiel servidor del Emperador Napoleón.
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Su hermano, el Infante Don Carlos María Isidro, a sus veintiún años, era una figura más sombría. La encarnación de la piedad más recalcitrante, sus días transcurrían entre misas, rezos y lecturas piadosas, aunque no desdeñaba una buena partida de caza junto a su hermano. Su lealtad a Fernando era inquebrantable, pero su visión del mundo era aún más estrecha y dogmática que la de su hermano. Para Carlos, la guerra en España era una cruzada contra la impiedad revolucionaria, y el sufrimiento de su pueblo, una prueba divina.
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Pero la verdadera eminencia gris, el arquitecto de la voluntad de Fernando, era el canónigo Juan de Escoiquiz. A sus cincuenta y cuatro años, Escoiquiz era un hombre de contradicciones. Su rostro orondo y su sotana impoluta ocultaban una ambición desmedida y una astucia que rivalizaba con la del propio Napoleón. Había sido el preceptor de Fernando, el instigador del Motín de Aranjuez, y ahora, en Valençay, era su confesor, su consejero y, en la intimidad, su cómplice. Para Escoiquiz, la política era un juego de ajedrez donde cada pieza, incluso la del rey, podía ser sacrificada si el movimiento final aseguraba la victoria. Todos, hipócritamente, entre rezos, discusiones de filosofía, política, y la actualidad sobre la guerra de España, también se entregaban a los placeres de las cortesanas que les facilitaba Napoleón, como otra forma más de tenerlos controlados, pues dichas cortesanas en el fondo también eran espías de Napoleón o de Talleyrand que le pasaban todo tipo de información. Cuando se es noble o se tiene derecho divino, no se peca, y algunos vicios como mucho se toman por pecados veniales, aunque sean pecados mortales para el resto de la plebe embrutecida.
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Una tarde de primeros de diciembre, mientras la lluvia caía suavemente sobre los tejados de pizarra del castillo, los tres hombres se reunieron en el salón de billar. El crujido de las bolas y el tintineo de las copas de coñac eran los únicos sonidos que rompían el silencio. Fernando, con el taco en la mano, falló un tiro sencillo.
"¡Maldita sea!" exclamó, golpeando la mesa con frustración. "¡Ni el billar quiere sonreírme hoy!"
"La paciencia, Alteza, es una virtud," dijo Escoiquiz, con su voz melosa, mientras se ajustaba las gafas para leer un periódico francés que acababa de llegar. "Y la fortuna, como la mujer, se conquista con perseverancia."
Don Carlos, que observaba la partida con su habitual seriedad, intervino. "La fortuna, padre canónigo, es la voluntad de Dios. Y Él nos la dará cuando considere que somos dignos de ella."
Escoiquiz sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos. "Ciertamente, Alteza. Pero Dios ayuda a quienes se ayudan. Y a veces, la ayuda viene en forma de información. Este periódico trae noticias de España."
Fernando dejó el taco y se acercó rápidamente. "¡Noticias!. ¿Qué dicen?. ¿Alguna victoria de nuestras tropas?".
Escoiquiz desdobló el periódico con lentitud, saboreando el momento. "Pocas victorias, Alteza. Pero sí, hay algo que os interesará. Hablan de Gerona."
El nombre de la ciudad resonó en el salón como un eco de un mundo lejano, un mundo de pólvora y sangre que parecía ajeno a la burbuja de Valençay.
"¿Gerona?" preguntó Fernando, con una mezcla de curiosidad y desinterés. "¿Sigue resistiendo esa plaza?. Creí que ya habría caído."
"Sigue resistiendo, Alteza. Y con una ferocidad que asombra a los propios franceses. El periódico lo llama 'el segundo Zaragoza'."
Don Carlos frunció el ceño. "Zaragoza… Palafox. Un héroe, sin duda. Pero su resistencia, aunque gloriosa, terminó en una masacre. ¿Quién comanda Gerona?".
"Un tal Álvarez de Castro, Alteza," respondió Escoiquiz. "Un militar de carrera, al parecer. No tiene el carisma de Palafox, ni su linaje, pero sí una obstinación que raya en la locura. El artículo dice que ha jurado morir antes que rendir la plaza."
Fernando se sentó en un sillón, su rostro reflejando una mezcla de admiración y desasosiego. "Morir… ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene semejante sacrificio?. ¿No sería más prudente negociar, salvar vidas?".
Escoiquiz bajó el periódico, sus ojos fijos en Fernando. "Hijo mío, es precisamente por ese 'por qué' por lo que Gerona se ha convertido en un símbolo. No luchan por salvar la ciudad, que saben perdida. Luchan por salvar el alma de España. Luchan para que, cuando vos regreséis, tengáis un reino que gobernar y no una provincia francesa. Luchan para que el pueblo recuerde lo que es la lealtad y no se acostumbre a la sumisión."
"Pero, ¿y si caen?. ¿No será su sacrificio en vano?. ¿No quedaré yo como el rey que dejó morir a sus más fieles vasallos mientras disfrutaba de los lujos de Valençay?". La voz de Fernando se tiñó de una rara inquietud, una punzada de culpa que Escoiquiz no dejó pasar.
"Al contrario, Alteza. Si Gerona cae, y caerá, porque ninguna ciudad puede resistir eternamente al ejército más poderoso del mundo, su caída no será una derrota. Será un martirio. Y los mártires, hijo mío, son la base sobre la que se construyen las restauraciones más sólidas. La sangre de los gerundenses abonará el terreno para vuestro regreso triunfal. Se escribirán poemas, se contarán leyendas. 'Murieron por Fernando', dirán. Y cuando regreséis, no seréis solo un rey, seréis el depositario de esa herencia sagrada de sacrificio."
Don Carlos asintió con solemnidad. "El padre canónigo tiene razón, hermano. El sufrimiento purifica. Y la fe en la Corona, en la Tradición, en Dios, es lo que nos mantendrá unidos. Gerona es un faro en la oscuridad, un ejemplo de lo que el verdadero espíritu español es capaz."
Fernando se levantó y se acercó a la ventana, observando la nieve que caía. "Así que… mi papel es… esperar. Dejar que se sacrifiquen."
"Vuestro papel es ser digno de ese sacrificio, Alteza," dijo Escoiquiz, acercándose a él. "Es rechazar las tentaciones del usurpador. Es mantener viva la llama de la legitimidad aquí, en el corazón del imperio enemigo. Cada día que vos no cedéis, es una victoria que honra a los muertos de Gerona. Si aceptarais el pacto con Napoleón, si os casarais con su parienta, entonces sí que su muerte sería en vano. Los convertiríais en los tontos que murieron por un rey que se vendió por un trono de paja. ¿Es eso lo que queréis?".
Fernando se volvió, con una nueva determinación en la voz, una determinación forjada por el miedo a la deshonra y la vanidad. "No. No, padre. Tenéis razón. No puedo traicionarlos. No puedo traicionarme."
Escoiquiz sonrió, satisfecho. La semilla había germinado. "Esa es la voz de un rey. Ahora, rezad por ellos. Rezad por su alma y por su valor. Pero no recéis para que dejen de luchar. Rezad para que su ejemplo se extienda por toda España como un reguero de pólvora. Porque su resistencia es vuestra mejor arma. Mucho más poderosa que cualquier ejército que podáis reunir."
En el interior de Gerona, la noche era un manto de dolor y esperanza.
En la iglesia de Sant Pere de Galligants, convertida en un hospital de campaña, el doctor Dubois, el único francés respetado en Gerona, trabajaba sin descanso. El hedor a gangrena y a sangre fresca era abrumador. Con manos temblorosas, sujetó el brazo de un soldado, mientras la joven novicia Sor Teresa, la monja incansable aunque ya muy demacrada por tantos sufrimientos, limpiaba la herida con un trapo empapado en alcohol.
"Este no aguanta, Sor Teresa," murmuró Dubois en un español imperfecto. "La infección ha ido demasiado lejos."
La monja asintió. "Lo sé, doctor. Pero aún respira. Y mientras hay aliento, hay esperanza." Se arrodilló al lado del soldado, murmurando una oración. Su fe, tan inquebrantable como las murallas, era un consuelo para todos los que la rodeaban.
En la plaza de la catedral, Don Joan Pericot, un anciano y acaudalado comerciante, se acercó a Carmen Barrau, una de las conocidas prostitutas de Isabel "La Leona". Ambas mujeres tenían fama de ser de las pocas en la ciudad que se negaban a ceder ante el hambre.
"Señora Barrau," dijo el anciano, su voz un murmullo respetuoso. "La harina se ha acabado. Mis reservas son mínimas. ¿Cómo lo hace su patrona Isabel "La Leona" para adquirir el grano?".
Carmen, una mujer con el rostro curtido y una mirada cansada pero desafiante, sonrió sin humor. "Don Joan, tengo un cliente en la muralla. Y una compañera que es un sargento. No hay más reservas que las que Dios nos da. Y las que nosotros hacemos, una por una, miga a miga. Lo fuimos haciendo desde que estalló la guerra, y ya nos pareció que íbamos a llegar a esta situación, que igual lo vio mi patrona y supo proveerse. Por favor, no me pregunte cómo,….no me gustaría perderle a usted como cliente….”
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A lo lejos, el rugido de la artillería continuaba. Era un eco sordo, un latido que marcaba el pulso de la ciudad. El sufrimiento de los gerundenses, la obsesión de Álvarez de Castro, la inquebrantable fe de Sor Teresa, la fuerza de mujeres como Isabel “La Leona” y Carmen Barrau, la Compañía de Mujeres de Santa Bárbara, los niños mensajeros y distribuidores, los viejos que cultivaban y criaban, todo se convertía en un sacrificio silencioso. Eran los David que se enfrentaban a un Goliat de hierro y fuego. Y aunque la noche de diciembre era fría, una chispa de fuego, la chispa de la resistencia, se mantenía viva en sus corazones, una chispa que los hombres en Valençay, en su opulenta prisión, nunca podrían entender.
LA NOCHE DEL PECADO Y LA REDENCIÓN
Esa misma noche, en la capilla privada de Valençay, Fernando VII se arrodilló ante el reclinatorio de terciopelo rojo. La pequeña estancia, iluminada por la luz vacilante de las velas, exudaba un aroma a incienso y cera que lo tranquilizaba. Sobre el altar, un crucifijo de marfil parecía observarlo con ojos compasivos. Detrás de él, en el confesionario, esperaba Juan de Escoiquiz.
"Ave María Purísima," susurró Fernando.
"Sin pecado concebida," respondió Escoiquiz. "Hablad, hijo mío. Dios escucha a través de mi humilde persona."
Fernando respiró hondo, las palabras de Escoiquiz en el salón de billar aún resonando en su mente. "Padre, he recibido una visita del Emperador. Me ha hecho una propuesta de matrimonio, con Hortensia de Beauharnais, su hijastra, pues no le funciona su matrimonio con su hermano Luis.". La he visto en retratos que me ha enseñado: ella es guapa, elegante, con gran encanto personal, culta, y con mucha inteligencia, al menos esto es lo que me ha dicho el mismo Napoleón. Creo que podrá gustarme.
Escoiquiz guardó silencio, su mente trabajando a una velocidad vertiginosa. "Y cuáles serían las condiciones de ese matrimonio?"
"Que regrese a España como rey, pero bajo la protección del Imperio francés."
"Que seáis un rey títere," interrumpió Escoiquiz con voz seca.
"Padre, yo..."
"Perdonadme, hijo mío. No es mi lugar juzgar, sino escuchar. Continuad."
"No sé qué hacer, padre. Por un lado, sería rey de España otra vez. Por otro... ¿qué clase de rey sería?. ¿Qué pensaría mi pueblo de mí?".
Escoiquiz sonrió en la penumbra. "La lujuria es un pecado grave, hijo mío. Pero la traición es mucho peor. La traición a vuestros súbditos, a vuestra herencia, a la fe. El demonio siempre presenta el mal como un bien, la cobardía como compasión, la traición como sacrificio. Los hombres que mueren en Gerona, que sufren el hambre y la peste, no mueren por vos personalmente. Mueren por lo que representáis: la legitimidad, la tradición, la fe católica, la independencia de España. Si vos traicionáis esos ideales, su muerte habrá sido en vano."
Fernando sintió el peso de esas palabras. "Tenéis razón, padre. No puedo traicionarlos. No puedo traicionarme."
Escoiquiz se inclinó hacia la rejilla, bajando la voz hasta convertirla en un susurro conspirador. "Además, hijo mío, ¿creéis realmente que Napoleón cumplirá sus promesas?. Es un hombre que ha roto todos los tratados que ha firmado, que ha traicionado a todos sus aliados cuando le ha convenido. ¿Por qué habría de ser diferente con vos?".
Fernando asintió. "Es cierto. No puedo confiar en él.".
"Exactamente. Pero si resistís, si mantenéis vuestra dignidad, si esperáis el momento oportuno... entonces, cuando llegue la liberación, regresaréis a España no como un rey títere, sino como un rey legítimo. No como el protegido de Napoleón, sino como el símbolo de la resistencia.".
Fernando se quedó en silencio durante varios minutos, sintiendo el peso de la Corona, de la fe, del honor. "Tenéis razón, padre. Rechazaré la propuesta.".
"Sabia decisión, hijo mío. Además no olvidéis que en España el pueblo a Napoleón le llaman el Anticristo. Ahora, rezad tres rosarios por las almas de los españoles que han muerto luchando en vuestro nombre. Y reflexionad sobre las palabras del Evangelio: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?"".
Cuando la confesión terminó, y Fernando se retiró, Escoiquiz sonrió. El juego estaba ganado. Fernando, débil y vanidoso, había elegido el camino de la resistencia, no por convicción, sino por miedo a la deshonra. Y él, Juan de Escoiquiz, el hombre que hacía reyes, había reafirmado su poder.
La ironía de esa noche no se le escapó. Mientras los gerundenses se morían de hambre y de enfermedad en las murallas, mientras los heridos gemían en los hospitales de campaña y su líder deliraba en la agonía, Fernando y Escoiquiz se entregaron a los placeres que los franceses les ofrecían, una recompensa por su "heroísmo" de no ceder. Para ellos, el pecado era una herramienta, la religión un instrumento de poder, y la guerra, un juego de ajedrez donde las vidas de los soldados eran solo peones. Y mientras la sangre de Gerona abonaba la tierra, en Valençay, la lujuria era el precio del alma.
LA NOCHE DEL PECADO Y LA INFORMACIÓN
Esa misma noche, después de que Fernando VII se retirara de su confesión, el lujo y los placeres de Valençay adquirieron un tono más íntimo. Las "damas" que Napoleón había puesto a su disposición para mantenerlos distraídos, se movían con la gracia de las depredadoras.
Dos de ellas, Jeanne e Isabelle, eran las más astutas. Su verdadera misión no era la de la compañía, sino la de obtener información, una tarea que realizaban con una sensualidad y una inteligencia que superaba la de los mejores espías.
En el rincón de una de las salas privadas, donde el fuego de la chimenea proyectaba sombras danzantes, Don Carlos María Isidro se entretenía con Isabelle. Isabelle, con su voz suave y una mirada que prometía un mundo de placeres, le servía una copa de un exquisito vino de Burdeos.
"Vuestra Alteza tiene un semblante tan serio," susurró Isabelle, inclinándose hacia él. "Tanta piedad parece no ser un gran consuelo para vuestras ansiedades."
Don Carlos, un hombre de fe, pero no de piedra, se sonrojó. "No es ansiedad, mi señora. Es preocupación por la situación de España. El canónigo nos ha traído noticias de Gerona. Hablan de una defensa heroica, pero que pronto será aplastada. El sufrimiento de mi pueblo, me inquieta."
Isabelle le tomó la mano, deslizando sus dedos por los de él. "Un sufrimiento que pronto terminará, ¿no?. Si el Emperador os ofrece una salida, no hay pecado en aceptarla."
"El canónigo dice que la traición a la fe y a la corona es el mayor de los pecados," respondió Don Carlos, intentando, sin éxito, apartar su mano.
"Oh, pero el Emperador es el elegido de Dios," respondió ella, su voz un susurro seductor. "El destino ha puesto a Francia en el camino de la historia. Aceptar su ayuda es aceptar el plan divino. Además, vuestro hermano es un hombre de honor, él nunca se rendirá. Me han dicho que ha rechazado la propuesta de matrimonio."
Don Carlos asintió con un semblante de orgullo. "Sí, ha rechazado la propuesta. Él es un rey de honor. Mi hermano ha prometido que no se rendirá, y que morirá antes de vender su alma a cambio de un trono de paja."
Mientras, en otra estancia, sumida en una penumbra donde el humo de los cigarros se enroscaba como fantasma, Fernando VII se entregaba con la voracidad de quien huye de sí mismo. Jeanne, morena, de curvas poderosas y una inteligencia tan afilada como la lengua de una víbora, lo tenía bajo su hechizo. Él yacía sobre ella, sudoroso, gruñendo como un animal, embistiendo con una furia que buscaba ahogar sus propias dudas.
“Mi Rey… mi poderoso Rey…” gemía Jeanne, arañando su espalda, sus palabras un contrapunto melodioso a su bestialidad. “Tan fuerte… el canónigo debe de alimentar vuestro espíritu con… ah… con fuego divino…”
Fernando, con la vista nublada por el vino y el placer, empujó más fuerte. “¡El canónigo!. ¡Sí! ¡Él me da fuerza!. ¡Él sabe!. ¡Dice que… que no debo ceder!. ¡Que el matrimonio es… una traición!”. Cada palabra era un buffeted entre jadeos.
Jeanne enlazó sus piernas alrededor de su cintura, apretando, acelerando su caída al abismo. “¿Traición?. ¿A quién?. ¿A un pueblo que… que os llama… el Deseado… para luego… encerraros aquí?”. Su voz era un canto hipnótico, mezclando el placer con el veneno de la insinuación. “El Emperador os ofrece… el mundo… en una bandeja…”
Fernando, al borde del clímax, era presa fácil. “¡El canónigo dice que… que debo ser el mártir!. ¡El símbolo!. ¡Como esos locos en Gerona!. ¡Morir por… por…!”. No pudo terminar. Un espasmo brutal lo sacudió, un rugido sordo escapó de su garganta mientras se vaciaba en ella, convulso, derrotado por su propio placer.
Jeanne lo sostuvo, acariciando su pelo empapado, sus ojos fríos como el acero sobre la nuca del rey. “Los símbolos no comen, mi Rey. No beben. No sienten… esto.” Se movió ligeramente bajo él, provocando un último estremecimiento. “Solo los hombres vivos pueden saborear el poder. Dejad que los locos mueran por sus símbolos.”
Minutos después, en la penumbra del gabinete de Isabelle, las dos cortesanas se encontraron. El aire olía a sexo y a victoria. Sin una palabra, Jeanne alzó una ceja. Isabelle esbozó una sonrisa imperceptible, casi triste.
“El infante está convencido de que su honor es flexible,” murmuró Isabelle, ajustando un pendiente. “Cree que fue su decisión.”
Jeanne se limpió el sudor del cuello con un pañuelo de encaje. “El rey sólo teme la condena del canónigo. Su moral es la de un niño asustado. No la de un soberano.”
Isabelle asintió, mirando hacia la puerta cerrada tras la cual los dos Borbones dormían, exhaustos y engañados. “No es el rey quien debe ser convencido. Es su confesor. Escoiquiz es el verdadero guardián de esta jaula. Napoleón no lucha contra un monarca. Lucha contra la sombra de un confesor y el fanatismo de una ciudad sitiada. Gerona no es un lugar en el mapa. Es la llave de esta puerta.”
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Ambas sabían que el mensaje que enviarían a París sería claro: la conquista de España no pasaba por el lecho de un rey decadente, sino por romper la fe de un sacerdote y las murallas de una ciudad que, a miles de kilómetros, se consumía en fuego y gloria por ese mismo rey que, en ese instante, roncaba ebrio de placer y cobardía.
Jeanne sonrió, satisfecha. Sabía lo que le tenía que decir a su superior. Las cortesanas eran el mejor espionaje que Napoleón tenía en el castillo. Napoleón no tenía que convencer a Fernando, sino al canónigo. El canónigo era el verdadero rey de España en Valençay. La decisión de Fernando era simplemente un acto de vanidad, pues el rey nunca se atrevería a ceder ante Napoleón si el canónigo lo desaconsejaba. La situación en Gerona era grave, y si la ciudad caía, Napoleón enviaría un ejército para acabar con la resistencia española. Y el canónigo, el verdadero rey de España, lo sabía también.
EL SABOR DE LA TRAICIÓN
El aire de Gerona ya no olía a pólvora, sino a podredumbre y a un hedor dulce y nauseabundo de carne en descomposición que se mezclaba con el de la tierra removida. El hambre había afilado los rostros hasta convertirlos en calaveras, y los ojos, hundidos en cuencas de sombra, ardían con el brillo febril de la inanición. En el rincón más íntimo del jardín secreto, las tomateras estaban secas, sus ramas retorcidas como dedos esqueléticos que arañaban el cielo gris de diciembre.
Martí llegó envuelto en la oscuridad de la tarde, su figura, una sombra más delgada que la que había sido, se movía entre las ruinas de lo que un día fue el barrio de San Pedro. Llevaba algo escondido bajo la capa, un bulto pequeño que parecía quemarle la piel. Sus ojos, antes chispeantes, ahora reflejaban la profunda fatiga de un hombre que ha visto demasiado.
Ana estaba allí, sentada sobre una piedra desprendida del muro, una sombra inmóvil. Ya no había fuego en su mirada, solo el rescoldo gris de una resistencia que se apagaba. Había perdido la cuenta de los días sin un bocado que no fuera un puñado de salvado. El estómago le gruñía, un eco silencioso de la miseria que se apoderaba de cada fibra de su ser.
—No deberías haber venido —dijo ella, su voz un hilo apenas audible, tan quebradiza como la paja.
—No podía no hacerlo —respondió él, sin mirarla a los ojos. Se arrodilló, y el crujido de sus rodillas, un sonido seco y doloroso, rompió el silencio del jardín.
Dejó a sus pies un pequeño saco de tela. El olor que emanó era un insulto, una blasfemia en la ciudad-tumba: el aroma tibio de pan blanco y el salado y denso de un trozo de carne curada. Ana lo miró, y luego a él, y en sus ojos no hubo gratitud, sino una profunda y dolorosa tristeza. Era la misma tristeza que había visto en la mirada de sus vecinos, la que había convertido el llanto de los niños en un gemido constante.
—¿De dónde ha salido esto, Martí? —preguntó, con la voz tan baja que apenas era un suspiro.
Él no pudo sostenerle la mirada. La vergüenza era una losa pesada.
—Mi padre... comercia. En el mercado negro. Hay quien todavía tiene reservas.
—¿Y el precio es la vida de la gente de nuestra ciudad?. ¿Tu padre se está lucrando con la miseria?.
El silencio de Martí fue una confesión más amarga que cualquier palabra. Ana se levantó, su cuerpo un esqueleto cubierto de piel. Apartó el saco con la punta del pie, como si fuera una serpiente venenosa.
—No puedo comerlo. Este pan está amasado con la vergüenza, con el dolor de los que no pueden pagarlo. Mis vecinos mueren. En los callejones, se ha empezado a cazar ratas, las mismas que se alimentan de los cadáveres sin enterrar, porque ya no queda ningún perro ni gato. Y mi General... —su voz se elevó un poco, la única fuerza que le quedaba—, el General Álvarez de Castro está consumiéndose de fiebre, negándose a ceder.
—¡Y por eso mismo debes comer! —estalló él, en un susurro cargado de rabia y dolor, su voz un eco de la desesperación que había oído en los túneles y las trincheras—. ¿De qué sirve tu honor si mueres?. ¿Crees que las piedras de esta ciudad te lo agradecerán?. ¡Yo no quiero un recuerdo!. ¡Te quiero a ti, viva!.
La tomó por los brazos, la sacudió con una fuerza que no era la de la ira, sino la de la desesperación. La besó, y esta vez sus labios, resecos y agrietados, sabían a culpa. La empujó contra el suelo polvoriento, y el acto fue un castigo, una penitencia. Un intento desesperado de borrar con la carne una traición que no tenía perdón.
Ella no se resistió, su cuerpo inerte aceptaba el dolor como una verdad más de la guerra, una verdad tan inevitable como el próximo cañonazo francés. Y en la oscuridad, dos cuerpos hambrientos se unieron, no en un acto de amor, sino en una comunión de pérdida y desesperanza, compartiendo el único alimento que les quedaba: el sabor amargo de la traición. La noche se cerró sobre ellos, un sudario de miseria y silencio, mientras el eco de los cañones seguía su implacable, inhumana y monótona melodía.
LA COBARDÍA DEL REY AUSENTE
Sevilla, 3 de diciembre de 1809.
En el Salón de Embajadores del Real Alcázar, el aire era denso, pesado, y olía a una mezcla sofocante de cera de abeja, de incienso rancio y de miedo. No al miedo visceral del campo de batalla, sino al terror civilizado, ese que se oculta tras la retórica pulida y los gestos grandilocuentes. La luz dorada de Andalucía, cruel y sin piedad, se colaba por los intricados celosías y artesonados mudéjares, revelando sin filtros la fatiga en los rostros de los hombres que constituían el gobierno de una nación en guerra. La Junta Central Suprema, el corazón lejano de la resistencia, latía con un pulso arrítmico, atrapado entre el esplendor de un pasado glorioso y la sordidez de un presente que se desmoronaba. Aquella era una reunión de fantasmas, de hombres que se negaban a sí mismos la dura verdad que las murallas de Gerona estaban gritando con cada obús que se estrellaba en ellas.
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Presidía la sesión el marqués de Astorga, su nobleza ancestral forjada en las batallas de otros siglos. Ahora, en el filo de la modernidad y la destrucción napoleónica, no lograba ocultar la incertidumbre en su mirada. Su rostro, un compendio de arrugas y cansancio, parecía el mapa de las derrotas personales de un país. A su lado, el arzobispo de Laodicea asentía con una gravedad que no pesaba los argumentos, sino las almas de los presentes en la balanza de un juicio final. El general Castaños, el héroe de Bailén, tenía la vista clavada en un mapa de la península extendido sobre la mesa, un laberinto de frentes, victorias fugaces y esperanzas que huían. Sus manos, que una vez habían empuñado una espada, ahora se aferraban con fuerza a una pluma de oca, un arma más cobarde, pero necesaria en aquel salón de espejos rotos. Su silencio era la voz de un soldado que sabía que la retórica no podía detener los cañones.
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—Los partes de esta semana no invitan al optimismo —comenzó Martín de Garay, el aragonés, su voz seca como el pergamino de los informes que sostenía—. Las noticias de Castilla son un galimatías de coraje y desorden. El Empecinado ha vuelto a cortar un convoy cerca de Guadalajara. Cien franceses muertos. Dos cañones capturados. Un hombre admirable, sin duda. Pero sus acciones, aunque heroicas, son como la picadura de un mosquito en la piel de un elefante.
—Y la picadura de un mosquito no es mortal —terció el marqués, con un deje de superioridad que delataba su irritación—, pero puede traer la enfermedad. El Empecinado es un bandolero, un guerrillero que lucha por sus propias reglas. Su lealtad es a sí mismo.—¿Y el cura Merino? —inquirió otro miembro, su voz un murmullo inquieto.
—Más al norte, el cura Merino ha colgado a tres alcaldes afrancesados en Burgos y se ha vuelto a echar al monte. Un acto de justicia divina o de barbarie, según se mire. La guerra que libran estos hombres es una contienda sin reglas, una infección que se extiende.
El príncipe de Anglona, representante de Extremadura, con el optimismo ingenuo de quien aún no había visto la guerra en primera línea, se inclinó hacia adelante.
—Y Julián Sánchez, "El Charro", hostiga con su caballería a los franceses cerca de Salamanca. Mantiene ocupada a toda una división. ¿No son noticias excelentes?.
—¿Excelentes? —replicó el marqués de Astorga, el cansancio arrugándole aún más el rostro—. Son pinchazos, señoría. Pinchazos heroicos, sí, pero pinchazos. Mientras esos valientes se desangran en emboscadas, el grueso del ejército imperial sigue intacto. Nuestros espías en Francia confirman que Napoleón no ceja en su empeño. Sigue enviando regimientos de veteranos. Su plan, interceptado por un correo cerca de Vitoria, es claro: tomar Portugal el próximo año y, mientras tanto, pacificar el norte de España por completo. Y para él, "pacificar" significa arrasar.
Un silencio tenso se apoderó de la sala, pesado y con un dejo de miedo. Todos sabían cuál era el siguiente punto del orden del día. Castaños carraspeó, y su voz de soldado sonó grave y desnuda, como la verdad que se negaban a aceptar.
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—Ha llegado un mensajero de Cataluña. Un hombre que ha tardado dos meses en llegar, a pie y de noche. Trae un despacho del general Blake y adjunta una misiva del gobernador de Gerona. —Castaños desdobló un papel arrugado y manchado de sudor, sucio de tierra y de la desesperación de un viaje a través de un país hostil—. El brigadier Álvarez de Castro informa de que la situación es desesperada. Han pasado más de seis meses de asedio. No queda pan, solo un poco de trigo y cebada. La munición de fusil escasea y la de artillería es prácticamente inexistente. Informa al general Blake de que el último intento de romper el cerco, liderado por el coronel Marshall, fue un fracaso. Los franceses interceptaron el convoy. Álvarez de Castro termina su carta con una frase que no por manida deja de ser trágica: "Defenderemos esta plaza hasta el último hombre y la última piedra, o hasta que la honra de España nos ordene perecer entre sus ruinas".
Las palabras cayeron en el salón como losas. El marqués de Astorga suspiró, pasándose una mano por la frente.
—Un hombre de un coraje admirable. Un verdadero español. Pero su sacrificio, me temo, será inútil. ¿Qué podemos hacer desde aquí?. Enviar una fuerza de socorro a través de una España infestada de franceses es una locura militar. Gerona está perdida, señores. Y en esto, debemos atender a la voluntad de quien no podemos olvidar.
El marqués hizo una seña, y un secretario le entregó otro documento, este sellado con un lazo de seda.
—Hace dos días, a través de un canal seguro en la frontera, nos ha llegado esto. Una comunicación de Su Majestad el Rey Don Fernando, desde su cautiverio en Valençay.
Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. El nombre del rey ausente era un tótem, una reliquia sagrada que legitimaba su propia existencia. Astorga leyó con voz solemne:
—"A mis leales vasallos de la Junta Suprema. Con el corazón roto por el sufrimiento de mi amado pueblo, os encomiendo a vuestra prudencia la salvaguarda de mi Corona y de mi Reino. No emprendáis acciones desesperadas que puedan conducir a sacrificios inútiles. La primera obligación de un buen gobernante es preservar la sustancia de la nación para tiempos mejores. Confío en vuestra lealtad y sabiduría".
El marqués de Astorga dobló la carta con una meticulosidad casi obsesiva.
—La voluntad de Su Majestad es clara. "Prudencia". "Evitar sacrificios inútiles". "Preservar la sustancia de la nación". La sustancia, señores, es el ejército que aún nos queda en el sur, no un puñado de mártires en una ciudad ya condenada. Abandonar Gerona a su suerte no es una decisión nuestra, es acatar la orden implícita de nuestro Rey.
Fue entonces cuando Gaspar Melchor de Jovellanos, que había escuchado la lectura con una expresión de profundo dolor, golpeó la mesa con los nudillos. El sonido seco resonó en el silencio, un golpe que era como la maza del juez del Apocalipsis.
—¡Me niego a aceptar esa interpretación! —dijo, su voz tranquila pero cargada de una indignación que hizo que todos se volvieran hacia él—. ¡Es una lectura cobarde y una traición a la voluntad misma de Su Majestad!.
—Modere sus palabras, don Gaspar —advirtió el arzobispo, su voz un susurro de advertencia.
—¡No las moderaré, porque la verdad no admite moderación! —replicó Jovellanos, poniéndose en pie, su figura enjuta llena de una pasión que sus años no habían logrado sofocar—. ¿Acaso creen que un Rey de España, cautivo en tierra extraña, puede escribir con libertad?. ¡Cada palabra de esa carta está dictada por la sombra de su carcelero!. "Prudencia" es la única palabra que un prisionero puede usar cuando en realidad quiere decir "¡Coraje!". "Sacrificio inútil" es la forma en que un rey maniatado nos dice "¡Haced que cada sacrificio valga la pena!".
Se apoyó en la mesa, su mirada recorriendo los rostros de los presentes como un puñal.
—¿Qué creen ustedes que es la Corona de España?. ¿Un objeto de oro y joyas que se guarda en un cofre?. ¡No!. La Corona de España, señores, es el honor de su pueblo. Y en este momento, ese honor no reside en el palacio de Valençay, ¡reside en las murallas apestadas y hambrientas de Gerona!. Servir al Rey no es interpretar sus miedos, sino encarnar su coraje ausente.
Se giró hacia Castaños.
—General, usted que conoce la guerra. Díganos. ¿Qué valor tiene un símbolo en un conflicto como este?.
Castaños, el viejo soldado, levantó la vista del mapa. Su voz era grave, su mirada triste.
—Un símbolo vale más que diez mil hombres. Da a los vivos una razón para morir, y a los muertos, la inmortalidad.
—Ahí tienen la respuesta —concluyó Jovellanos—. Gerona no es una fortaleza, es nuestro estandarte. Es la prueba viviente que ofrecemos a Europa de que esta nación no se rinde. Abandonarla en nombre de una prudencia mal entendida es darle a Napoleón la victoria política que no ha podido ganar con sus cañones. Es decirle al Empecinado, al cura Merino, a cada español que se juega la vida en los caminos, que su lucha es inútil.
Hubo un silencio tenso. La lógica de Jovellanos era impecable, pero chocaba contra el muro del miedo y la comodidad de una interpretación literal. El marqués de Astorga, finalmente, carraspeó.
—Son argumentos de un gran patriotismo, don Gaspar. Conmovedores. La Junta tomará en consideración su apasionada defensa. Se someterá el asunto a un comité de guerra para estudiar la viabilidad de su propuesta. Se redactará un despacho al general Blake... instándole a hacer todo lo posible.
Jovellanos volvió a sentarse, lentamente. Comprendió. "Comité". "Estudio". "Instándole". Eran las palabras de la dilación, el lenguaje de la muerte por abandono. Miró por la ventana hacia el sol brillante de Sevilla, y por un instante pensó en la oscuridad, el hambre y el frío de Gerona. Y supo, con una certeza que le heló el alma, que estaban solos. Completamente solos. Usando el nombre sagrado de su rey cautivo como excusa para su propia cobardía.
LA ÚLTIMA CONFESIÓN DEL HONOR ROTO
A principios de diciembre de 1809, los golpes desesperados que resonaron en el portón de madera vieja del Convento de las Carmelitas no se parecían a ningún sonido conocido. En una ciudad que se negaba a morir, el hambre y el frío habían ahogado la mayoría de los ruidos. Por eso, el eco de aquel portazo fue un grito de auxilio en el silencio. Sor Lucía, una novicia de rostro ovalado y ojos asustados, se acercó a la rejilla con las manos temblorosas. Al otro lado se encogía una figura femenina, con el rostro pálido y un corte sangrante en el brazo. Era Carmen Barrau, una de las "chicas de Isabel", una de las pocas mujeres que aún se atrevía a vivir del lado salvaje de la supervivencia en el burdel de “El Racó de l’Esplai”, regentado por la famosa Isabel "La Leona".
—Por favor... —balbuceó Carmen, con la voz rota por el pánico, y con el mismo miedo en la mirada que las ratas que habían invadido los sótanos—. El hombre... se ha puesto violento. No puedo regresar al burdel.
Sor Lucía vaciló, la llave fría en su mano. Sabía que aquel lugar no era un refugio para las descarriadas, y la reputación de Isabel “La Leona” y su burdel no era un secreto. Desde la oscuridad del patio, Sor Inés, la madre superiora, se acercó con paso firme y la severidad grabada en el rostro, un espectro bajo la túnica oscura.
—Aquí no es un refugio para las pecadoras —sentenció, su voz un eco de la intransigencia que defendía las murallas invisibles del convento.
—Es un refugio para los desamparados —la atajó la voz tranquila de Sor Teresa, la que tanto había hecho por cuidar a los heridos y ayudando al doctor Dubois, que salió de las sombras. Ella también era una novicia, y aún conservaba la bondad sin fisuras de quien no ha conocido del todo la aspereza del mundo pese a las dramáticas circunstancias. La luz de su vela iluminó el rostro de Carmen, sucio de tierra y de lágrimas. Sor Teresa había visto esa misma mirada en los ojos de los soldados heridos y de los niños hambrientos—. Y ahora mismo, hermana, no creo que haya nadie en Gerona más desamparado que ella.

La luz de la vela de Sor Teresa fue un faro en la oscuridad, un acto de fe. Abrió el portón y ayudó a Carmen a entrar, ignorando la mirada de reproche de Sor Inés. La convivencia en los días siguientes fue un choque de mundos, una colisión entre el incienso y el hedor a rata, entre el silencio de la oración y la risa amarga de la calle. Las monjas, especialmente la joven Sor Lucía, escuchaban las historias de Carmen del mundo exterior con un horror fascinado.
Dos días después, Sor Teresa se encontraba en el patio, recogiendo ropa, cuando Carmen se acercó. La joven arrastraba consigo el olor a la calle, el de la sangre seca y el del sudor añejo, pero también el de una aguda inteligencia que nada tenía que ver con la de las monjas. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en un muro, y se quedó mirando al cielo, como si estuviera hablando consigo misma.
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—He oído algo —dijo, sin rodeos, sus palabras saliendo en un hilo de voz—. El hombre que me atacó... el que me hizo huir de la fonda... se le soltó la lengua. No era catalán. No sé de dónde era, pero vestía ropa de civil, de calidad, y hablaba castellano con acento andaluz. Hablaban de un túnel. No es la primera vez que se oye ese rumor, pero esta vez daban nombres. Era un zapador que trabajaba para los franceses. Había descubierto que el baluarte de Santa Clara tenía los cimientos debilitados por la artillería. Decían que el mariscal Augereau iba a usarlo para un ataque definitivo. Un golpe de gracia.
Teresa se quedó inmóvil. Se le heló la sangre en las venas. El rumor del túnel era una historia de terror recurrente, pero la forma en que Carmen lo decía, con el detalle del lugar y el nombre del general, le dio una veracidad escalofriante.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí? —le preguntó Teresa, con voz tenue.
Carmen se encogió de hombros, con una resignación que parecía de siglos.
—Yo no soy de aquí. No soy de nadie. La guerra es la guerra. Pero usted, hermana... usted me abrió la puerta. Usted me dio una cama y una palabra sin pedir nada a cambio. Tal vez sea por eso. Tal vez sea porque el honor, en estos tiempos, no vale más que una cama y una palabra.
Sor Teresa supo entonces, con una certeza que le heló el alma, que el honor de Gerona no se jugaba en las trincheras, sino en la boca de una mujer que había vendido su cuerpo por sobrevivir, y que ahora se lo ofrecía a una monja como si fuera un don de Dios. El honor de Gerona no se jugaba en los sermones, sino en la intimidad de las confesiones, en las alianzas impensables que la desesperación había forjado.
—Iré a ver a la Leona de Gerona —anunció Teresa, su rostro pálido pero firme, una resolución que no había conocido nunca antes. Se levantó, y la determinación en sus ojos hizo que Carmen la mirara con una mezcla de admiración y miedo.
—¿Y usted, Carmen? —le preguntó Teresa, mirándola directamente a los ojos.
Carmen, la prostituta, sonrió, una sonrisa sin amargura.
—Yo esperaré aquí, hermana. Ya he pagado mi entrada a esta función.
Sor Teresa asintió. Se alejó por el patio del convento, bajo un cielo sin estrellas. La luz de la vela en su mano temblaba, pero sus pasos eran firmes. Se dirigía al centro de la ciudad sitiada, donde el eco de la guerra era una constante, para llevar una verdad tan valiosa como un cañón, y tan pesada como un pecado.
EL PRECIO DEL GRANITO: EL ÚLTIMO BASTIÓN
La sede del General Álvarez de Castro no era la Casa de la Ciutat, sino un despacho desvencijado en la Casa Pastors, el imponente palacete de la familia del teniente coronel Narcís Antoni de Pastors, en la Plaza de la Catedral. Era un lugar donde la opulencia de antaño se había trocado en una atmósfera densa y opresiva, que olía a tabaco rancio, a papeles viejos y a la desesperación que emanaba de los hombres reunidos allí. El General, la figura central del calvario que vivía Gerona, se enfrentaba a los notables de la ciudad, un grupo de hombres demacrados, con los ropajes arrugados, pero aún aferrados a la dignidad de una clase que se negaba a morir.
Álvarez de Castro parecía una estatua de granito, impasible e inquebrantable, pero en realidad, era un muro de piedra que se desmoronaba por dentro. El Doctor Dubois, un hombre de ciencia atrapado en la locura de la guerra, se mantenía cerca, con los ojos clavados en su paciente. El General tenía el rostro hundido, la piel pegada a los huesos del cráneo, y una fiebre que le quemaba las sienes. A su lado, el teniente coronel Narcís Antoni de Pastors, joven y leal, y el general Joan Bolívar, pragmático y de mayor rango, observaban la escena con una mezcla de respeto y pavor. El teniente Miquel Ferrer, su ayudante, sostenía una linterna que proyectaba sombras alargadas en la habitación. No había lugar para la luz en esa Gerona agonizante.
A pesar de su debilidad, el General se inclinó hacia uno de los soldados que custodiaban la puerta y le dijo con voz grave pero cálida:
—Hijo, no olvides que tu nombre lo sé de memoria porque lo has ganado en estas murallas. Dile a tu madre, cuando la veas, que aquí tu general pelea con ella en el corazón. Somos uno solo en este sacrificio.
Lideraba la delegación Don Rafael de la Riva, el comerciante, cuya altivez habitual se había trocado en una desesperación apenas contenida, en una rabia sorda que le quemaba los ojos. Don Rafael, un especulador de víveres y banquero, todavía conservaba un tenue fulgor de la opulencia de antaño en sus ropas, y en su mirada se podía percibir el resentimiento de un hombre que se ve obligado a regatear con la muerte. La reunión no era una súplica, sino una rebelión abierta, un motín silencioso contra el hombre que los conducía a la aniquilación. Un motín civilizado, sí, pero un motín al fin y al cabo.
—¡General! —estalló Don Rafael, y la formalidad se rompió en mil pedazos, un sonido tan violento como un obús—. ¡Me cago en su orgullo y en su puta disciplina!. ¡La ciudad se muere de hambre, por el amor de Dios!. ¡Sus hombres se comen las ratas que cazan mientras usted habla de honor!. ¡Su honor es un tirano de mierda!. ¡Moriremos por su honor, no por la patria!.
La voz del especulador, antes un instrumento de negocios, era ahora el eco de una rabia elemental. Don Rafael, que además era cómplice de Isabel “La Leona” en negocios turbios del mercado negro, no tenía hijos a los que llorar. La pérdida que le consumía no era la de la familia, sino la del control. El riesgo que representaba el cerco para su ingente fortuna, escondida en los sótanos y los almacenes más recónditos de la ciudad, era una afrenta personal que el General no parecía querer entender.
Un abogado llamado Don Matías Bassols, cuya elocuencia se había reducido a un gruñido de hambre, dio un paso al frente. Su figura, antes imponente, era ahora un esqueleto cubierto de piel, pero en sus ojos brillaba una ferocidad que el hambre había avivado.
—¡Su honor!. ¡Siempre su puto honor! —espetó, señalando a Álvarez con un dedo tembloroso—. Mientras usted se hace pajas mentales con la gloria, mis hijos se comen lo que sea. ¡Abra los ojos, por el amor de Dios!. ¡Nos está sacrificando en el altar de su orgullo!. ¡Ríndase de una puta vez y déjenos morir en paz, no como ratas en una jaula!
—Caballeros... —intervino una voz desde el fondo, la de un farmacéutico asustado—. Por mucho que nos duela, el General Álvarez de Castro nos ha permitido hablar con franqueza. Todavía nos queda esa libertad, cosa que los franceses ya nos habrían quitado en cualquier otro lugar.
El General, escuchando incluso las palabras más duras, respondió con inesperada calma:
—Hablad sin miedo, porque el miedo es lo que los franceses desean sembrar entre nosotros. Mientras yo viva, en Gerona no habrá mordaza. Si discutís conmigo es porque seguimos siendo libres. Y os lo digo, prefiero que me insultéis en castellano o catalán, que no que tengáis que rezar en francés. Y usted Don Matías Bassols, es la segunda vez que viola mi ley de la pena de muerte al que hable de rendirse. Consiento la libertad de expresión de que cada cual diga lo que quiera, pero le advierto que una tercera vez que vuelva a hablar o me haga sugerencia de rendirse, lo haré fusilar. Y esto también va para usted, Don Rafael. ¡Aquí nadie se rinde....es mi ley como gobernador de esta plaza y como representante de nuestro Rey Fernando VII!.
El doctor Dubois, que hasta ese momento había permanecido en silencio, dio un paso al frente y se colocó entre la delegación y el General, como un perro guardián que defiende a su amo.
—Caballeros, por favor, comprendan. El General está gravemente enfermo. Su cuerpo apenas responde, vive por pura voluntad. Debemos ser racionales...
—¡Racionales! —le interrumpió Don Rafael, con una risa amarga—. ¡Usted, doctor, ha visto la muerte de cerca, en sus mesas de cirujano, pero ha visto el olor de la desesperación?.
Fue entonces cuando el teniente coronel Narcís Antoni de Pastors, el dueño de la casa, y por tanto, una de las pocas personas que podía hablar con cierta libertad, se atrevió a aportar su opinión, siempre desde la más estricta subordinación militar.
—Mi general —dijo, con voz suave y respetuosa—. No hay más provisiones, las enfermedades avanzan. La resistencia no es una locura, es la única cosa que puede hacer, lo que lo mantiene vivo. Pero, quizá, debamos buscar un punto intermedio, una rendición con honores, la salvación del pueblo.
—¿Y qué proponéis? —espetó el general, con la voz seca y un tono helado, casi inhumano, como el filo de una espada—. ¿Que nos arrodillemos ante los franceses?. ¿Que pidamos perdón por haber defendido nuestra tierra?. ¡Nunca!. ¿Cómo osa pedirme que me rinda con honores?, ¿os tendré que fusilar a todos?. Por favor, no me obliguen a algo que saben que no deseo.
—General, la situación militar es insostenible —intervino ahora el general Joan Bolívar, cuya voz era la de la lógica pura, la de la matemática de la muerte—. No hay esperanza de refuerzos, las fortificaciones están en ruinas y las reservas de pólvora son casi inexistentes. Gerona ya ha cumplido con su deber, y con creces. Ha dado una lección al mundo...
—¡Al mundo le importa una mierda si Gerona se rinde, Bolívar! —rugió Álvarez de Castro, una furia que no tenía nada que ver con la de los hombres que tenía delante, sino con la de un león herido—. ¡A lo que no le importa una mierda es a mí!. ¡Moriremos con la frente en alto!.
Entonces, suavizando el tono, añadió mirando a todos con firmeza pero también con cercanía:
—No os equivoquéis, no soy un verdugo. Soy vuestro compañero en esta desgracia. Mis tripas duelen como las vuestras, mis noches son tan frías como las vuestras. Si resisto, no es por mi honor, sino por el de vuestros hijos y nietos, para que algún día digan: “Nuestros padres en Gerona no se vendieron por pan.” Ese legado vale más que una vida llena de hambre.
Las acusaciones llovían sobre Álvarez de Castro, no solo por su obstinación férrea, sino por la locura que representaba, por el sacrificio de la vida por un ideal abstracto. Álvarez de Castro permaneció inmóvil tras su escritorio, una figura de granito. A su lado, su joven ayudante, Miquel, presenciaba la escena con la boca seca. La admiración casi ciega que sentía por su general se mezclaba con un miedo cerval, con una duda punzante. ¿Era su general un héroe inquebrantable, el último bastión de la dignidad, o un monstruo que había sacrificado su propia humanidad en el altar de un ideal abstracto?
Otra vez la respuesta de Álvarez de Castro fue gélida, casi inhumana, como el filo de una espada.
—El honor, señores, es lo único que nos queda cuando todo lo demás se ha perdido. Es el último bastión del hombre. Y Gerona no se rendirá. Combatiremos hasta el último hombre, hasta la última bala, hasta el último aliento. Quien no comprenda esto, quien ose pronunciar la palabra rendición... tendrá lo que le corresponda. Actuaré, como siempre, según convenga.
Y antes de dejar la reunión, añadió en un susurro grave, mirando a los ojos de los notables más desesperados:
—El hambre pasará, caballeros. El recuerdo de una traición jamás. Escoged bien qué queréis dejar a vuestros descendientes: un plato vacío, o un nombre sin mancha.
La amenaza directa de ejecución se había diluido en la ambigüedad, lo que la hacía más terrorífica, más implacable. El miedo, más potente incluso que el hambre, paralizó a los notables. El silencio que siguió era pesado, un silencio en el que la dignidad se pudría. Los notables, humillados, retrocedieron. En ese momento, Don Rafael, el especulador y banquero que no había perdido del todo su fortuna, miró a los ojos de Álvarez de Castro y vio un muro de granito, un muro contra el que su poder y su orgullo no podían hacer nada. En ese instante de humillación y terror, tomó una decisión. No rendiría la ciudad por el hambre, sino por el odio y por el desprecio que Álvarez de Castro le había infligido. La traición, comprendió con una frialdad que le heló el alma, no era la rendición. La traición era la única forma de que su poder volviera a ser relevante, y la única forma de proteger la inmensa cantidad de bienes y comida que tenía escondidos en los sótanos de la ciudad, lejos de la tiranía del honor.
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EL PRECIO DEL GRANITO: EL ÚLTIMO BASTIÓN
Humillado, aterrorizado y lleno de una rabia impotente, Don Rafael de la Riva regresó a "El Racó de l'Esplai" bajo el manto de la noche, una negrura rota solo por los destellos intermitentes de los cañonazos franceses y los gemidos ahogados que se escapaban de los edificios derruidos. La taberna, que antes había sido un próspero negocio y un refugio de placeres mundanos, era ahora un pozo de sombras y desesperación. El hedor a vino agrio y a cuerpos sin lavar se mezclaba con el de la pólvora quemada y la humedad de los muros. En una ciudad sitiada y hambrienta, hasta la decadencia había adquirido un sabor amargo y polvoriento. Su regreso no era una búsqueda de consuelo, sino de una forma de aniquilación. Buscaba la otra escena íntima con Carmen que no la encontró el otro día y se pasó la noche follando y durmiendo con Isabel "La Leona" a cambio de poco más de 300 reales, toda una fortuna, y no por placer, ni por el consuelo banal, sino por un olvido fugaz y, más importante, por una salida. Era un acto de egoísmo puro, un intento de ahogar los gritos de los moribundos y el hedor de la derrota en los gemidos calculados de una mujer que había aprendido a vender hasta su última esperanza.
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Sus manos, acostumbradas al tacto frío del oro y a la firma de documentos que certificaban ganancias, desvistieron a Carmen Barrau con una eficiencia glacial, la de un mercader que desenvuelve una mercancía. No la miró a los ojos; miraba su cuerpo delgado, casi infantil, como un mapa de la miseria que él pretendía trascender. La empujó sobre el jergón, que crujió como los huesos de un moribundo. El rito de la jofaina ya lo dejaron aparte, pues en tan dramáticas circunstancias ni se acordaban ni se molestaban en ello, yendo directamente a lo que buscaba en obtener ese alivio desesperado. Se hundió en ella con un ímpetu que no nacía de la pasión, sino del pánico, el mismo pánico que sentía cuando los cañonazos de los franceses resonaban sobre la ciudad.
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Con los ojos cerrados, buscaba una breve aniquilación, una muerte pequeña y controlada en la que no hubiera honor ni traición, solo la pulsión rítmica y sin alma de la carne. El miedo, para un hombre como Don Rafael, no era una emoción, sino una enfermedad que se manifestaba en forma de una lujuria ciega y desesperada. La humillación infligida por Álvarez de Castro había roto en él algo más que el orgullo: había quebrado la ilusión de poder, la creencia de que su dinero y su astucia le otorgaban inmunidad.
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Carmen Barrau recibió su desesperación con la pericia de quien conoce su oficio. Su cuerpo se arqueó, sus suspiros fueron una partitura aprendida en noches de hambruna. Pero su mente, fría y calculadora, estaba lejos, analizando al hombre que la poseía. Sentía el peso de aquel hombre sobre ella, no como un amante, sino como una pieza en un tablero, una oportunidad que nacía de la debilidad. Había observado a Don Rafael durante meses, con la perspicacia de una superviviente. Su aparente confianza era una máscara de la avaricia, su lealtad, una hoja de papel al viento. Cuando él se derrumbó sobre ella, un peso muerto y sudoroso, Carmen Barrau contuvo la respiración. El silencio que siguió fue más atronador que los cañones. Él se apartó sin una palabra, dándole la espalda. Y fue en ese instante de vulnerabilidad, en esa desnudez que no era física sino espiritual, cuando Carmen Barrau vio su camino. El hombre humillado estaba listo. La conspiración podía empezar.
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Carmen Barrau, la misma prostituta cínica de antes, estaba ahora mucho más delgada, sus pómulos marcados, sus senos casi inexistentes, su cinismo endurecido por la miseria y el miedo. No había rastro de la coquetería pasada, de la alegría forzada. Sus ojos, antes desafiantes y vivaces, ahora veían con una claridad brutal la fragilidad de la vida, la inevitabilidad de la muerte. La guerra les había quitado todo, incluso el derecho a la ilusión. En los últimos días, había regresado del convento donde se había refugiado por la piedad de la novicia Sor Teresa, una experiencia que le había mostrado la inutilidad de la fe ante el hambre.
Después, mientras yacían en la penumbra de la habitación, sus cuerpos exhaustos y ajenos, Don Rafael despotricaba contra Álvarez, su voz baja, cargada de odio y terror.—¡Un tirano!. ¡Un loco!. Nos está matando a todos, uno a uno. ¡Qué honor es este que nos condena a la muerte más indigna!. ¡Si hubiera una forma... si hubiera una forma de acabar con esto!. ¡Con él!. ¡Con esta locura!.
Su voz se quebró en un sollozo ahogado, revelando el miedo puro, el pánico de un hombre acorralado.
Carmen Barrau, en silencio, lo escuchaba. Su mente aguda procesaba cada palabra, cada temblor en la voz del hombre, cada signo de su desesperación. Observó el terror en sus ojos, la forma en que se aferraba a ella como un náufrago a un madero, como a la última esperanza. Y en ese instante, en la intimidad sombría de aquella habitación, se dio cuenta. Don Rafael, este hombre roto y desesperado, sería capaz de traicionar a la ciudad, de vender su alma por la supervivencia.
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—Hay una forma —susurró Carmen Barrau, su voz apenas audible, apenas una brisa—. Una puerta... la del Obispo. Conozco un pasadizo que lleva hasta el río, más allá de las murallas, justo a la altura del baluarte de Santa Clara según me dijo uno de mis clientes en medio de su borrachera,....pero esto tienes que comprobarlo si es verdad. Si a los franceses les interesara esa información se la haces llegar... a cambio de un salvoconducto para mí y para ti. Y algo de oro, por supuesto. Llevo días que apenas ni he comido, y necesito tu dinero.
Don Rafael se incorporó bruscamente, sus ojos brillando con una luz febril, la luz de la esperanza y la traición.
—¡Oro!. ¡Lo que quieras!. ¡Un salvoconducto para ti!. ¡Pero el mensaje debe llegar!. ¡Debemos acabar con esta locura!. ¡Sálvarnos!.
La lujuria, en tiempos de guerra, se había convertido en un revelador de almas, y en el inicio de una conspiración que se tejía en la oscuridad. Esta información, un pequeño secreto en el vasto mar de horrores que era Gerona, sería vital más adelante.
Cuando Carmen Barrau regresó con Isabel, esta le preguntó cómo había ido.
—Otro cerdo con prisa, Isabel —respondió Carmen Barrau, con una mueca de asco—. Estaba más asustado que un conejo en una matanza. Pagan por cinco minutos de olvido y te dejan el alma hecha un estercolero. Pero ya está, ya ha mordido el anzuelo. El muy cabrón vendería a su puta madre por un salvoconducto.
LA CAÍDA DEL GRANITO
El cerco, implacable y con una paciencia que solo la geopolítica del gran juego de poder podía engendrar, había comenzado a cobrarse no solo la vida de los débiles, de los niños y los ancianos, sino también la de aquellos cuya voluntad había sido su armadura, su último bastión. Sus 60 años y el sobreesfuerzo titánico de los últimos meses junto con hambre y la enfermedad, aliados silenciosos y mortales, encontraron en el cuerpo del propio general Mariano Álvarez de Castro un objetivo predilecto. El hombre de hierro, el símbolo inquebrantable de la resistencia, la encarnación de la voluntad de Gerona, comenzó a ceder. Hacia bastante tiempo que se encontraba mal, con episodios de fiebre repetidos, y ahora la propia agonía de Álvarez se convertía en el reflejo más cruel de la agonía de la ciudad: mientras su cuerpo cedía a la fiebre, la disciplina y la voluntad de resistencia en el exterior se desmoronaban, abriendo paso a la traición y al golpe de gracia francés.
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El despacho del gobernador, en la Casa Pastors, olía a vinagre de los ungüentos, a hierbas amargas y al sudor febril que manaba del cuerpo del brigadier. No había en la habitación ni una pizca de la grandeza de antaño; la guerra no es épica en la intimidad, sino una sordidez de cuerpos rotos y almas marchitas. Álvarez de Castro yacía en una cama improvisada, la frente cubierta con un trapo húmedo. Los ojos, antes fieros y penetrantes, eran ahora un par de pozos vacíos que brillaban con una luz inerte. El doctor Dubois, un hombrecillo de manos temblorosas y una expresión de pánico perpetuo, se inclinaba sobre él, intentando tomarle el pulso.
—La fiebre no baja, mi general. Es el tifus, la “peste de la hambruna” la llaman los galenos en el frente… Y Gerona ya no tiene ni siquiera fuerza para rezar. El cuerpo ya no es capaz de luchar contra ella.
La voz del brigadier era un murmullo ronco, una sombra de lo que había sido su grito de batalla.
—Gerona... Gerona resiste... —susurró, con la misma obstinación con que una piedra se niega a rodar.
—No es Gerona la que se rinde, mi general, es usted —respondió el doctor Dubois, con una voz que era una mezcla de terror y compasión.
Álvarez de Castro se incorporó, los ojos brillantes de una ira febril. Su cuerpo exiguo, que la biografía y la leyenda habían hecho de granito, temblaba como una caña al viento. Su estatura, de baja estatura y enjuto de carnes, no parecía la de un héroe de la guerra. Sin embargo, su mirada era la misma que había usado para inspirar a los soldados, para ordenar un ataque, para enviar a un desertor al paredón. Una mirada de una furia gélida, casi inhumana, que había cimentado su leyenda.
—¡Soy Gerona!. ¡Gerona soy yo! —gritó con una voz que era una sombra de lo que había sido su grito de batalla.
El médico retrocedió asustado. En ese momento, entró en la habitación el teniente Miquel Ferrer, el joven ayudante que había presenciado la humillación de los notables. Su figura, enjuta y demacrada por la hambruna, era un reflejo de la ciudad misma. Se arrodilló junto a la cama, mirando al que había sido su mentor. Sentía un dolor agudo en su alma. Su admiración por el General era ciega, era el único faro que brillaba en la oscuridad de Gerona.
—Mi general... han intentado dinamitar las murallas otra vez. Esta vez en el baluarte de Santa Clara. Pero lo hemos evitado a tiempo.
Álvarez de Castro le agarró la mano con una fuerza que no correspondía a su estado. Sus ojos ardían de una lucidez inesperada.
—¿El túnel?. ¿De dónde lo sabíais?.
—Una mujer, mi general. Una de las prostitutas de Isabel, Carmen Barrau... la información la ha traído la hermana Teresa. Nos ha dado el soplo. Quería pasar la información a los gabachos a cambio de un salvoconducto para ella al exterior de la ciudad...pero al final se lo confesó a sor Teresa por haberle acogido en el convento en una noche que no sabía cómo regresar al burdel. El brigadier soltó la mano de Miquel y se derrumbó sobre la cama, la luz de sus ojos se apagó. El honor no era un concepto abstracto para él, era un bastión. La idea de que una prostituta dispuesta a traicionarla, al final decidió salvar la ciudad le dio de que pensar, eso era más que una derrota militar, pero entendía que por sobrevivir había quienes estaban por traicionar a Gerona.
—Miguel ya no puedo supervisar las defensas , ¿has pasado por las calles? ¿Qué has visto?.
El joven teniente tragó saliva. La verdad, para un hombre que se moría por un ideal, era una afrenta.
—Las calles... mi general... están llenas de cadáveres. La gente muere de hambre...
Álvarez de Castro gimió de dolor, un sonido gutural, como si el propio granito del que estaba hecho se resquebrajara.
—¡Mienten!. ¡Todos mienten!. ¡Gerona resiste!. ¡Gerona soy yo!.
Miguel se levantó, con lágrimas en los ojos. La admiración ciega que sentía por su general se había evaporado. Ya no veía a un héroe, sino a un hombre delirando, un hombre que se negaba a aceptar la realidad, un monstruo de granito que había arrastrado a la ciudad a su autodestrucción. En ese momento, la épica del asedio se desvaneció, y solo quedó la miseria humana, la sordidez de una guerra sin sentido.
En el baluarte de Santa Clara, el sol de diciembre era una luz fría y cruel. El ingeniero militar José de la Torre estaba de rodillas, examinando los restos de la mina francesa que habían descubierto. Una mina que había sido excavada con la desesperación del atacante, una mina que los franceses pensaban que les daría la victoria. La mina no era grande, pero estaba bien construida, y habría sido suficiente para abrir una brecha. José de la Torre se puso en pie, la mirada perdida en el horizonte.
—¡Lo habéis logrado, amigos!. ¡Lo habéis logrado! —gritó un soldado, con el rostro sucio de hollín y una sonrisa cansada.
Pero José de la Torre no sonreía. Su mente, fría y calculadora, ya no pensaba en la victoria. Sabía que la ciudad se moría, que la resistencia era inútil. Sabía que la mina era solo una de las muchas amenazas, que la verdadera amenaza era la hambruna y la enfermedad. Y sabía, con una certeza que le heló el alma, que el heroísmo de Gerona era solo el preludio de una tragedia.
EL FUEGO INTERIOR
La "fiebre pútrida", el tifus que el doctor Dubois había temido, se había anidado con saña en el cuerpo del brigadier Álvarez de Castro. El tifus no era una enfermedad, sino la firma del desastre, un hálito pestilente que se había gestado en las trincheras, entre los heridos apilados en sótanos húmedos y los hambrientos que deambulaban por las calles. Era el resultado inevitable de la malnutrición extrema, la falta de saneamiento y el hacinamiento de los heridos y los sanos.
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Sus ojos, antes tan agudos y penetrantes, capaces de escrutar el alma de un hombre o la debilidad de una muralla, estaban ahora inyectados en sangre y velados por el delirio. Una niebla febril distorsionaba la realidad, devolviéndole rostros del pasado. Su piel, reseca y pegada a los huesos, ardía con una fiebre incesante, un fuego interno que lo consumía lentamente. En la sobria habitación de la Casa dels Pastors, despojada ya de todo lujo, el teniente Miquel Ferrer, su joven ayudante, y el doctor Armand Dubois, hacían guardia.
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El doctor Dubois, a pesar de su cinismo profesado y su escepticismo sobre la fe y el honor, sentía un respeto profundo, casi a regañadientes, por la fortaleza de aquel hombre que se negaba a doblegarse, incluso ante la inminencia de la muerte. Apenas se había permitido un momento de respiro para secarse el sudor de la frente, cuando el obispo Pedro Valero, un hombre de rostro piadoso pero de mirada firme y penetrante, entró en la habitación. Su presencia, grave y solemne, llenó el espacio con el tenue olor a incienso que lo acompañaba.
—General —dijo Dubois, su voz suavizada por una compasión que rara vez se permitía, mientras intentaba acercarle una cuchara con un remedio elaborado con las últimas hierbas medicinales, un brebaje amargo y casi inútil—. Debe tomar esto. Le ayudará a mitigar el dolor, quizá a recuperar algo de fuerzas. Es lo único que nos queda..png)
Álvarez, con un esfuerzo supremo que le arrancó un gemido ahogado, abrió los ojos. La lucidez, fugaz como un rayo en la noche más oscura, iluminó por un instante su mirada, dándole un atisbo de su antigua fiereza. Notó la presencia del obispo. Una paz inesperada, un bálsamo para su alma atormentada, se instaló en sus facciones.
—Mi señor obispo —musitó con voz áspera, un hilo apenas audible que se perdía en el estertor de su respiración—. Quiero confesarme... mi hora se acerca.
El obispo se acercó a la cama, y con un gesto suave, le indicó al médico y a Miquel que los dejaran a solas. La puerta se cerró con un murmullo, aislando el drama de la habitación del caos de la ciudad sitiada.
—¿Sois feliz, Mariano? —preguntó Valero, su voz baja y serena.
—¿Cómo podría serlo, con tanta muerte sobre mi conciencia?. No la mía, sino la de mis hombres... la de mi pueblo.
—A vuestros hombres les disteis lo que un general da: la oportunidad de luchar por una causa que creyeron justa. A vuestro pueblo, la esperanza. Habéis obrado con honor.
—El honor... —susurró Álvarez, con los ojos vidriosos—. Creí que era mi escudo, pero fue mi espada. Me aferré a él cuando mi carne se debilitó. Y aún así, padre, decidles a todos... que no me voy en soledad. Que cada mujer, cada niño y cada soldado de Gerona han sido mi familia. Que no los obligo a nada, solo les pido que procedan según convenga, pero que nunca olviden que resistimos juntos. Si yo caigo, que mi voz se quede en ellos como un aliento de vida.
—Aquellos que aman el conocimiento —respondió el obispo, sus palabras resonando con una sabiduría antigua— saben que sus almas están unidas al cuerpo sólo como si estuvieran pegadas con cola o sujetas con alfileres. En cambio, aquellos que no aman el conocimiento no saben que cada placer, cada dolor, es una especie de clavo que fija el alma al cuerpo como un remache, de modo que emula al cuerpo y cree que todas sus verdades surgen de él.
—¿Existe lo contrario de la vida? —preguntó Álvarez, su mente febril buscando una respuesta.
—Sí.
—¿Qué es?
—La muerte.
—¿Y cómo llamamos a aquello que no muere?
—Inmortal.
—¿Muere el alma? —insistió Álvarez, con la voz quebrada por la desesperación.
—No.
—¿El alma es inmortal, pues?
—Sí.
—El alma no puede perecer cuando muere el cuerpo, ya que el alma no admite la muerte como parte de sí misma... —Álvarez repitió las palabras como una lección que había olvidado hacía tiempo.
En ese momento de confesión, la fiebre tomó un giro más siniestro. Las imágenes del pasado se superpusieron a las palabras del obispo. Se vio a sí mismo de niño, en el Burgo de Osma, escuchando las gestas de su familia, la célebre heroína de Toro. Sintió el peso del mosquete en sus manos de cadete, el olor a pólvora en la campaña del Rosellón, el frío del mármol en el Castillo de Montjuïc, donde se negó a entregar la plaza a los franceses hasta recibir una orden que su honor no pudo desobedecer. En un destello fugaz, vio a su mujer, a su amada, Clara, de espaldas, sin poder alcanzarla. La escuchó reír junto a su hijo, una risa que ya no podía recordar, pero que llenaba su alma de una desesperanza infinita.
—Padre... —murmuró, la voz apenas audible—. ¿Cómo... cómo se salva el alma?. ¿Me acogerá Dios en su seno cuando muera?.
El obispo posó una mano suave sobre la frente ardiente del brigadier, sus labios se movieron en una oración silenciosa. El silencio de la habitación era denso y pesado, roto solo por el estertor de la respiración de Álvarez de Castro. La fiebre lo venció de nuevo. Vio el rostro de la traición en el del comerciante, Don Rafael, su rostro demacrado y lleno de odio. Vio el cuerpo de su mujer, agonizante en la lejanía, y el de su padre, un militar que había muerto con la espada en la mano, como un fantasma que lo condenaba por haberse rendido a la debilidad de su cuerpo.
—El honor... —balbuceó en su delirio—... el honor no se rinde... la carne es débil...—Miquel... —susurró de pronto, en un destello de lucidez al sentir a su joven ayudante cerca—. Si mañana no despierto, di a los hombres que no lloren mi muerte. Que digan a sus hijos que Gerona resistió porque cada uno de ellos lo decidió. Que yo no los obligué: que cada cual proceda según convenga, pero que recuerden siempre que el valor compartido es lo único que hace libre a un pueblo.
Miquel, que había permanecido fuera de la habitación, sintió un escalofrío. Comprendió que la guerra de Álvarez no era contra los franceses, sino contra la debilidad de la carne, contra la inevitabilidad de la muerte. Y en su delirio, el brigadier estaba perdiendo su última batalla. La ciudad, Gerona, era su cuerpo; las murallas, sus huesos; y la voluntad de resistir, su alma. Cuando la fiebre lo consumiera por completo, Gerona moriría con él.
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En ese momento de humillación y terror, con su héroe convertido en un murmullo de muerte, Miquel Ferrer sintió el peso de una responsabilidad que lo superaba. El honor de Gerona ya no estaba en las manos de un hombre de granito, sino en las manos de los que quedaban, de los débiles y los hambrientos. El honor ya no era una épica gloriosa, sino una carga solitaria, una decisión personal que cada hombre debía tomar. El honor era el último acto de una guerra sin esperanza. Y en el último aliento consciente de Álvarez, su voz quebrada aún alcanzó a decir: “Sed fuertes, amad esta tierra... y proceded según convenga”. Ya confesado, mientras el obispo oraba por él a su lado, Álvarez de Castro se durmió otra vez de nuevo.
EL HIERRO SE ROMPE
El delirio se apoderó de Álvarez, arrastrándolo por un viaje sinuoso a través de los recuerdos de su vida. Su mente, un campo de batalla fracturado, mezclaba órdenes militares con susurros íntimos, la disciplina férrea con la fragilidad de un corazón roto. En la oscuridad febril de su habitación, los ecos del pasado resonaban con una claridad brutal, más nítidos que el presente.
—¡Fuego sobre las barricadas, Miguel!. ¡Que no pasen!. ¡Por Gerona…! —bramaba, la voz se le transformaba en un eco de ternura— Clara... mi Clara... ¿estás ahí?. El jardín... las rosas... el olor de la tierra mojada...
Luego, el recuerdo amargo de Barcelona lo asaltaba, un grito de humillación que se le escapaba de los labios, un lamento por la traición que le había quitado el honor.
—¡Cobardes!. ¡Duhesme!. ¡No entregaré Montjuich!. ¡No, no...! —Se agitaba en la cama, su cuerpo enjuto luchando contra enemigos invisibles, sus manos buscando la empuñadura de una espada que ya no poseía.
Sus alucinaciones eran un tapiz de su vida militar. El sonido ensordecedor de los cañones de Gibraltar en 1799, el ulular de las balas que silbaban sobre su cabeza de joven subteniente. Una carga de bayoneta en la nieve del Rosellón en 1794, el frío que quemaba los pulmones, el brillo de las armas, el rostro de un soldado francés cayendo a su lado, la sangre manchando la blancura inmaculada.
—¡Según convenga!. ¡Siempre según convenga, maldita sea! —gritaba, su voz de mando resonando en la habitación vacía, un eco de su férrea disciplina—. ¿Acaso sugieren la capitulación?. ¡Nunca!. ¡Antes la muerte!.
—Y si yo falto, decid al pueblo... que no lo obligo a morir conmigo, sino a elegir con dignidad su camino. Que cada cual proceda según convenga, pero que jamás se diga que Gerona entregó su alma.
Llamaba a soldados muertos hace mucho tiempo en la brutal batalla de Montjuich, sus nombres perdidos en la vorágine de su agonía. —¡O'Connell!. ¡Ruiz!. ¡A la brecha...! —Su vida, sus batallas, sus amores y sus derrotas se fundían en un torbellino de dolor y memoria, de una humanidad rota que se negaba a ceder.
A un kilómetro de distancia, la ciudad se desmoronaba. La noticia de su enfermedad terminal se extendió por Gerona como un reguero de pólvora, más rápido que cualquier obús. El colapso del símbolo que había mantenido unida la resistencia provocó un efecto devastador. En una barricada cercana, el Sargento Ruiz, con el rostro más demacrado que nunca, blandía el culatazo de su mosquete.
—¡A vuestro puesto, malditos cobardes! —bramó, reprimiendo a golpes a un puñado de milicianos que intentaban desertar, sus ojos desorbitados por el hambre y el pánico.
El hedor a pólvora rancia y a cuerpos sin lavar era abrumador. La disciplina, antes férrea, se desmoronaba. Los soldados, desmoralizados, se miraban con una desesperanza que ya no podían ocultar. La ausencia de su general, de su faro inquebrantable, era un vacío que ninguna orden o promesa podía llenar. La Gerona de granito se estaba convirtiendo en la Gerona de polvo.
En "El Racó de l'Esplai", Isabel escuchaba los rumores con un nudo en el estómago. La taberna, antes un refugio, era ahora un cementerio de almas. El hedor a vino agrio y a miseria era el ambiente que se respiraba. Entró Sor Teresa en la casa del pecado, con el rostro enjuto y el hábito manchado de sangre y tierra. Su presencia, que antes era un bálsamo, era ahora un recordatorio de que ni la fe podía detener el avance de la enfermedad y el hambre.
—Ya no hay esperanza, Isabel —murmuró Sor Teresa, y en sus ojos cansados se veía una rendición que ninguna palabra podía expresar—. El general se va... y con él, se va la ciudad. Es el final.
Isabel no esperó. Ignorando el silencio sepulcral de la taberna y la mirada de Sor Teresa, se puso la capa y salió a la calle. Su paso era rápido y decidido, como una marea contra el flujo de la desesperación. Subió por las callejuelas empinadas, esquivando a los heridos y los niños famélicos que la miraban con ojos vacíos. El hedor a muerte se hacía más fuerte a medida que se acercaba a la Casa dels Pastors.
El centinela, un soldado de aspecto demacrado y mirada perdida, la detuvo en la puerta.
—No puede pasar, señora. El General está muy grave.
—No vengo a visitarlo, vengo a verlo. Necesito verlo —dijo Isabel, su voz era un susurro que no admitía réplica. El soldado, abrumado por la autoridad que emanaba de su figura y su fama, se apartó.
Isabel entró en la habitación de Álvarez de Castro. El olor a fiebre, a sudor y a la amargura del incienso era denso. El doctor Dubois, con el rostro pálido y los ojos hundidos, la miró con una mezcla de sorpresa y respeto.
—No debería estar aquí, señora —murmuró Dubois, con un acento francés más marcado de lo habitual por el cansancio—. Su estado es... catastrófico.
Álvarez, al oír su voz, se agitó en la cama. Sus ojos, antes velados por la neblina febril, se abrieron de golpe. Una chispa de lucidez, una última llama, iluminó su mirada.
—Isabel... —musitó, la voz ronca como el crujido de un tablón al romperse—. Has venido...
Ella se acercó y, sin dudar, tomó su mano. La piel de Álvarez estaba reseca y ardía. Era como tocar el rostro de la muerte.
—¿Qué pasa, General?. ¿Qué es esto? —le preguntó, su voz era un bálsamo de calma.
—Es el final, Isabel. El hierro... se rompe.
—Diles que no lloren por mí. Que digan que el hierro puede romperse, pero que el espíritu de Gerona no se doblará jamás. Que cada uno haga lo que deba, según convenga, pero que recuerden siempre que esta tierra fue defendida con amor y con fe.
El General intentó levantarse. Un gesto de pura voluntad, de una voluntad que su cuerpo ya no podía obedecer.
—No... tengo que ir... a las murallas... Los hombres... tienen que ver que su general aún está en pie. Aunque solo me vean un instante, que sepan que estoy con ellos hasta el último aliento.
El teniente Miquel Ferrer, que había estado de pie en un rincón, se acercó para ayudarle. Juntos, el doctor, Miquel e Isabel, lo levantaron con cuidado. El general, con un esfuerzo sobrehumano, se puso en pie, su cuerpo esquelético temblando como una hoja. Se le colocó su capa de general sobre los hombros, y entre los tres, lo llevaron en una camilla improvisada a la muralla.
La imagen era desgarradora. El símbolo de la resistencia de Gerona, el hombre que había desafiado a un imperio, era ahora un espectro, una caricatura de sí mismo, llevado en una camilla por su médico, su joven ayudante y una mujer. Los soldados, al verlo, no sintieron un renovado vigor, sino una inmensa piedad. El mito de la fortaleza inquebrantable se había roto. Su sola presencia fue un presagio de la derrota.
A mitad de camino, Álvarez se desplomó. Los ojos se le pusieron en blanco y un gemido se le escapó de los labios.
—No puede... No puede seguir, señor. Hay que regresar —ordenó Dubois.
De vuelta en su habitación, en la Casa dels Pastors, el General se encontraba gravemente enfermo. Los notables de la ciudad, los principales jefes militares, el obispo Pedro Valero y el conspirador Don Rafael, se reunieron en la habitación. El aire era denso, lleno de la ansiedad contenida de hombres que veían su mundo desmoronarse.
El obispo Valero, con un gesto de piedad, presentó a la joven novicia Sor Teresa. —La he traído para que le ayude a usted, doctor. No podemos perder a nuestro general.
—Ya no hay nada que hacer, monseñor —murmuró Dubois, con los ojos llenos de una resignación que jamás había sentido—. El final se acerca.
Álvarez, con su último aliento, hizo una señal a su ayudante. Miquel le acercó la pluma y un documento.
—General Juan Bolívar —dijo con la voz apenas audible, mirando a su segundo al mando, un hombre de rostro grave y cansado—. Me dirijo a usted y a todos ustedes. Ya no puedo más. Mi cuerpo se rinde. Temo que voy a morir en cualquier momento. Dejo todo el mando y todos los poderes en sus manos.
Con un esfuerzo supremo, firmó el documento, su firma un garabato tembloroso, el último acto de un hombre que se negaba a la derrota, incluso en la derrota.
—Ahora eres el comandante en jefe, la máxima autoridad de Gerona. Por favor, no rindas la plaza —susurró, con la voz quebrada. Hizo un esfuerzo para recuperar el aliento y continuó con firmeza—: Que tu mando sea un reflejo de lo que hemos defendido: la dignidad de este pueblo. Eso, Bolívar, no se entrega.
Don Rafael, el conspirador, permanecía en un rincón, con los ojos brillantes, observando la escena con una curiosidad mórbida. Su expresión era ilegible, pero su presencia era un recordatorio de que la batalla por el poder había comenzado, incluso antes de que el último aliento de Álvarez de Castro se extinguiera. La resistencia había perdido a su alma.
En el campamento francés, en una colina cercana, el mariscal Augereau y el general Suchet observaban Gerona con sus prismáticos. Lucien Suchet, un hombre de maneras finas y una mente tan afilada como un sable, había llegado hacía poco y, por rango administrativo con facultades especiales concedidas por el emperador Napoleón Bonaparte, era superior a Augereau pese a no ser todavía mariscal. El aire de superioridad que emanaba del más joven de los mariscales contrastaba con el cansancio visible en el rostro de su colega.
—El general Álvarez está moribundo, general —dijo uno de sus ayudantes, dirigiéndose a Suchet—. El espía ha confirmado que el tifus lo está consumiendo. Es solo cuestión de horas.
Suchet asintió, con una sonrisa amarga.
—Es el destino, entonces. Es un hombre de granito, no un gran general. Su voluntad es admirable, pero la voluntad sin recursos es solo un gesto inútil. Y ahora que su voluntad se rompe, la ciudad es nuestra.
—Prepara a los hombres —ordenó Suchet, con la voz tan fría como el acero de su sable—. Al amanecer haremos el asalto final. Quiero la bandera de Napoleón ondeando sobre la catedral antes del mediodía.
Augereau algo recuperado por la gota y las fiebres entendía el sufrimiento mucho peor que debía de pasar Álvarez de Castro , y silencioso observó el horizonte. El viento soplaba del este, trayendo el hedor de Gerona. El asalto final. Una victoria tardía. Pero esta victoria que tanto esperaba Napoleón Bonaparte, al fin y al cabo.
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EL ÚLTIMO PASEO
Era el frío día del 8 de diciembre de 1809, y el General Juan Bolívar sintió el peso de una ciudad moribunda caer sobre sus hombros siendo la segunda vez que volvía a ser la autoridad máxima, después del primer sitio. Esa autoridad no llegó como un estallido de gloria, sino como la losa fría de un sarcófago. En la Casa dels Pastors, el obispo Pedro Valero, con el rostro más pálido de lo habitual, y los notables de la ciudad, junto a los principales jefes militares, observaban a su nuevo líder. Afuera, la escolta, liderada por un teniente Miquel Ferrer con la mirada perdida y el uniforme sucio, esperaba la primera orden.
—Hay que ver —murmuró Bolívar, su voz ronca por el cansancio—. Hay que ver qué queda de la Gerona de granito.
La comitiva salió al frío gélido de la mañana. El olor a pólvora rancia, a escombros húmedos y a la dulzura pútrida de los cadáveres sin enterrar era un puñetazo en la cara. Las calles se habían convertido en trincheras urbanas, donde cada esquina era una fortaleza y cada casa, una tumba. A cada paso, la comitiva se enfrentaba a la visión de la carnicería desesperada.
Vieron a un niño de catorce años, armado con un trabuco más grande que él, defendiendo un portal como si fuera la puerta del cielo, y a un anciano, que apenas podía caminar, arrastrarse por los escombros con una bayoneta en la mano, dispuesto a vender cara su vida. La voluntad de matar antes de morir era lo único que quedaba.
El martilleo de la artillería francesa, que había sido el latido de la ciudad durante meses, se había vuelto incesante, una vibración que se metía en los huesos. El sonido, un estruendo constante, taladraba el alma. Bolívar sintió una opresión en el pecho, la misma que volvía locos a los hombres más fuertes. Los proyectiles no distinguían. Cerca de la Catedral, que había servido de hospital, un cráter y los cuerpos dispersos testimoniaban el último impacto directo. Los gritos de los treinta heridos que perecieron se mezclaban, en un eco fantasmal, con el canto del Te Deum que un sacerdote moribundo había entonado en su último aliento.

En la plaza de la Rambla, el horror se hizo tangible. Un niño de no más de diez años estaba en un rincón, con la cara hundida en una de las ratas gordas que había logrado cazar. Se la comía con una desesperación febril, un testimonio brutal de que el hambre había transformado a los gerundenses en algo que ya no era humano. El obispo Valero se detuvo y se santiguó, sus ojos llenos de una inmensa piedad.
La comitiva siguió su camino, y en las calles destrozadas, el hambre se mostraba en toda su bestialidad. Vieron a dos madres disputándose un trozo de rata hervida; a hombres que se mataban por un puñado de garbanzos podridos. Y el terror de la disciplina. En la calle Ballesteries, el cuerpo de un panadero se balanceaba en la plaza. Había sido colgado por esconder una hogaza de pan para su familia. Su cuerpo era una advertencia. ¿Quién ha hecho esto? - se preguntaba Bolívar-.
Volvieron al cuartel general en un silencio profundo. La crudeza de la visita había calado hasta lo más hondo en cada uno de ellos. No hacía falta decir nada.
De vuelta en la Casa dels Pastors, el general Bolívar reunió a los notables de la ciudad en la sala de conferencias.—Señores —comenzó Bolívar, su voz carecía de la fuerza de Álvarez, pero tenía el peso de la convicción—. Acabamos de ver lo que queda de Gerona. Cuando el General Álvarez de Castro llegó, la guarnición era de casi 6.000 hombres. Hoy, apenas quedan 2.000, todos hambrientos y en muchos casos gravemente enfermos. Mis espías me confirman que las bajas del enemigo han sido superiores, pero de nada sirve si con los hombres que nos quedan, la falta de provisiones y municiones, y sin ayuda exterior, esta plaza no va a resistir más. Y yo no pienso convertir a Gerona en la segunda Numancia.
El obispo Valero se levantó, su voz era un murmullo grave. —El honor, general, es el último bastión de nuestra fe. Rendirse es traicionar nuestro juramento.
Don Rafael, sin embargo, se acercó, su voz un susurro cargado de amargura. —El honor no da de comer, monseñor. Ya se lo dije al General, pero prefirió la paranoia de los traidores. ¿No lo ven?. Ya Gerona no es una defensa; es un cementerio. Yo he perdido mis bienes y he visto a gente morir de hambre mientras él se creía invencible. Ya era hora de que alguien se atreviera a decir la verdad.
Bolívar golpeó la mesa con la mano. El sonido resonó en la habitación, un eco de la autoridad que ahora detentaba.
—¿Y qué hay de las vidas que nos quedan?. ¡He visto a los niños hambrientos, a los hombres desesperados que se matan por un pedazo de pan!. Esto ya no es una defensa. ¡Es una carnicería sin sentido!. La voluntad de Álvarez de Castro es admirable, pero la voluntad sin recursos es solo un gesto inútil. No se trata de traicionar, se trata de salvar lo que queda.
Hubo un silencio tenso. El debate se había acabado. La razón había vencido al honor. Bolívar tenía la autoridad, y lo sabían.
—Mi decisión está tomada —continuó Bolívar, su voz ahora firme y resoluta—. Mañana a primera hora, enviaré un emisario a los franceses para negociar la capitulación. No podemos permitir que Gerona perezca por completo.
Mientras los hombres se dispersaban, dejando a Bolívar solo en la sala, el general regresó a la habitación de Álvarez de Castro. El doctor Dubois y la monja Teresa velaban su sueño. El ambiente era de una calma irreal, un remanso de paz en medio de la tormenta. Unos pasos ligeros se acercaron a la puerta. Una muchacha de no más de quince años, con un vestido humilde y el pelo oscuro recogido en una trenza, entró en la habitación. Era una de las chicas de Isabel “La Leona”, enviada para ofrecerle a Álvarez de Castro un último consuelo.
Ella se arrodilló al lado de la cama, y con una voz suave, casi un susurro, comenzó a cantar. Su canto era una nana sencilla, un bálsamo para el dolor.“Oh, general, no hay guerra ya, solo el susurro de la paz.
La luna duerme, la tierra está en calma, y el mar se lleva la pena del alma.
Ya no hay cañones, ni gritos, ni espadas, solo un silencio que el alma aguarda.
Y en este sueño, la ciudad, te da las gracias, general.”
Mientras la muchacha cantaba, Álvarez de Castro, ajeno a la terrible decisión que acababa de tomar su sucesor, sonrió en su sueño porque la dulzura de esta canción le aliviaba el espíritu.. La Gerona de granito se había rendido, pero el hombre que la defendió hasta el final, nunca lo sabría.
EL TESTAMENTO DE LAS PLUMAS
El aire de Gerona, en los primeros días de diciembre de 1809, ya no era una simple brisa, sino una sentencia de muerte. El viento que barría los escombros no traía el aroma a sal del Mediterráneo, ni el olor a tierra mojada de los campos, sino una sopa densa y nauseabunda de polvo de cal, pólvora quemada, el dulzor metálico de la sangre seca y un hedor a podredumbre que se había adherido a cada muro, a cada calle, a cada alma. El sol, cuando lograba perforar la capa de humo, se veía como un ojo rojizo y enfermo, testigo mudo de la agonía. En ese ambiente, el general Juan Bolívar, ahora al mando de una ciudad que era ya solo un esqueleto, estaba dispuesto a preparar la capitulación, aunque aún no tenía a punto los documentos de rendición.
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En el vientre de piedra del campanario de Sant Feliu, una cicatriz gótica en el cielo de la ciudad, Arnau Bellsolà cuidaba del alma de Gerona. No estaba hecha de plegarias ni de proclamas, sino de plumas, arrullos y el batir frenético de corazones diminutos. Era el palomar secreto, la última arteria que unía a la ciudad moribunda con el mundo exterior. Arnau, un hombre de rostro curtido y ojos que habían visto demasiados horrores, sentía el peso de aquella responsabilidad con cada latido de las aves, con cada grano de alpiste que les ofrecía. Sabía que las palomas no eran simples mensajeras, sino anclas vivientes que regresaban a su origen, a su hogar, por una ley misteriosa de la naturaleza.
Acto I: El Grito de Auxilio (Semanas atrás)
La imagen de Álvarez de Castro se le antojó a Arnau como un fantasma del pasado, un recuerdo de cuando la esperanza aún era una posibilidad. La caída de Montjuïc, hacía ya semanas, había convertido la comunicación en un bien tan vital como el pan, tan escaso como el agua purificada. Los gritos de auxilio se disolvían en el aire, ahogados por el estruendo de los cañones. Arnau bajó de la torre a la carrera, el corazón en la garganta. El general, una sombra de lo que fue, yacía en su catre. Su rostro, surcado por el insomnio y la fiebre, era el de un hombre que se ha consumido por un juramento.
—Debemos enviar tres, Arnau —murmuró, como si las palabras mismas pudieran ser interceptadas por los oídos del enemigo—. El mismo mensaje. Los franceses no son estúpidos. Sus tiradores vigilan los cielos y se rumorea que el Mariscal Augereau ha traído halcones amaestrados, aves de presa del propio Emperador. Aumentaremos las probabilidades, pero el riesgo es nuestro. Y el de ellas.
Con una punzada de dolor, como si arrancara un trozo de su propia alma, Arnau seleccionó a sus últimos soldados alados: Victoria, una hembra blanca y fuerte; Audaz, un macho de pecho ancho y ojos inquietos; y Relámpago, una criatura de plumas grises tan rápida como su nombre. Eran sus hijos, criados para ignorar el estruendo de los cañones y volar más allá del horror.
Con dedos precisos y temblorosos, ató a la pata de cada una un diminuto tubo de plomo. Dentro, en un papel de fumar, iba el mismo grito de auxilio, codificado para que, si era interceptado, solo revelara desesperación:
«La Corona ha caído. La sed es insoportable. El León espera.»
Para Álvarez y Blake, el código era claro: la principal defensa, el Castillo de Montjuïc, había caído. "La sed" era la necesidad agónica de auxilio, y "El León" el apodo de Blake. Para un oficial francés, solo serían las divagaciones de una ciudad delirante. Arnau las lanzó una a una desde una tronera, el corazón en un puño. Las vio ascender en espiral, tres puntos de coraje contra un cielo sucio de humo, tres diminutas esperanzas que se perdían en la inmensidad. “Dios os guíe”, susurró.
Acto II: El Silencio del Cielo (Semanas de espera)
Las semanas que siguieron fueron un descenso a la locura, un purgatorio de hambre y desesperación. El hambre roía más profundo que las bayonetas, y el tifus era un enemigo silencioso que se extendía como una mancha de aceite. Cada día, la mirada de Álvarez de Castro al ver a Arnau era una pregunta sin palabras, un interrogante mudo que pesaba más que cualquier orden. Y cada día, Arnau negaba con la cabeza, el alma encogida por la ausencia. Ni Victoria, ni Audaz, ni Relámpago habían vuelto. El silencio del cielo era una respuesta en sí misma, una sentencia tan terrible como el estruendo de un obús.
Hasta esa tarde. Un único punto oscuro apareció en el horizonte, volando de forma errática. Arnau sintió un vuelco en el corazón. Era Victoria. La atrajo con el último puñado de alpiste, una pieza de un mundo ya olvidado. El ave se desplomó en sus manos, no con un arrullo de regreso, sino con un gemido de dolor. Un ala estaba rota y en su pecho, la herida inconfundible de la garra de un halcón, una prueba de la implacable vigilancia francesa. Con un cuidado infinito, temblándole las manos, Arnau extrajo el tubo. La respuesta del General Blake era aún más breve que la pregunta de Gerona, una sentencia lapidaria.
«El León está enjaulado. Ahorren el agua. El cielo proveerá.»
El León enjaulado. Blake no podía romper el cerco. Ahorren el agua. Estaban solos, abandonados a su suerte. El cielo proveerá. Un epitafio piadoso, una burla cruel. Arnau se deslizó por la pared de piedra, el papel arrugado en su puño, y se lo llevó a Álvarez. El general, con la fiebre en la frente y los ojos hundidos, lo leyó. La calma del general era terrible, la de quien ha aceptado su destino.
—Entendido, Arnau —dijo con una voz que era puro hielo—. Ahora solo nos queda Dios y nuestro honor.
Acto III: El Testamento Final (El presente)
Para cuando la ciudad se convirtió en un osario al aire libre, un cementerio de escombros y cuerpos, solo quedaba un ave en el palomar. Un macho viejo y gris al que Arnau llamaba Testamento, un nombre que había cobrado una resonancia fatal. El General Álvarez de Castro ya no era más que una sombra de sí mismo, un león desdentado que rugía a los fantasmas de su memoria en un catre infecto, su cuerpo devorado por la fiebre.
En el cuartel general, Bolívar ya estaba dispuesto a la capitulación. Había tomado la decisión de rendir la ciudad por la vía de los hechos, pero los documentos de rendición aún no estaban a punto. Arnau, de alguna manera, lo supo. No necesitaba más mensajeros, no quedaba esperanza que enviar. Solo una obligación. Subió por última vez la escalera de caracol del campanario. El aire era irrespirable, una mezcla de muerte y podredumbre, un sudario invisible que lo asfixiaba. El ave, su último soldado, lo miró con sus ojos brillantes y redondos, como si comprendiera el final de la historia.
Ya no había un mensaje que enviar. No había nada que pedir. Solo algo que declarar. Con un trozo de carbón de leña, sobre un retal arrancado del forro de su propia casaca, Arnau escribió las últimas palabras que saldrían de Gerona, no para un ejército, sino para la historia.
«Aquí yace el honor. Digno de la historia. Díganle al mundo.»
No lo ató con un tubo. Lo enrolló y lo anudó a la pata del ave con un hilo, un simple hilo, un lazo frágil que unía a la ciudad moribunda con la eternidad. Abrió las manos. Testamento se quedó quieto un instante, como si comprendiera el peso de su misión, la última esperanza de un pueblo, y luego se lanzó al cielo apocalíptico, un punto diminuto contra la inmensidad gris. Arnau no siguió su vuelo. Se quedó allí, en el silencio del campanario vacío, escuchando los gritos lejanos de Gerona y el latido de un corazón que, por fin, dejaba de latir, el suyo, el de la ciudad.
LA ÚLCERA DEL IMPERIO
El fastuoso Salón de la Paz del Palacio de las Tullerías era, a la vista de un observador, un monumento al poder absoluto. El mármol pulido brillaba bajo la luz de los candelabros, los tapices de seda narraban las gestas de la Antigüedad y el aire, perfumado con cera de abeja y el aroma a cuero de los libros, era denso y estático.
Pero para el Emperador Napoleón Bonaparte, aquel lugar era un escenario insoportable. En el centro de la habitación, una pesada mesa de caoba sostenía un mapa de la Península Ibérica, y esa piel de toro que los geógrafos llamaban España era para él una obsesión, una úlcera purulenta que su purga de sangre francesa no lograba curar.
Napoleón, un hombre que se movía con la fuerza de un vendaval, caminaba de un lado a otro del salón. El crujir de sus botas contra el suelo pulido era el único sonido en el pesado silencio. Sus dos mariscales, Bessières y Berthier, permanecían inmóviles como estatuas a un lado, esperando la tormenta. No se atrevían a respirar. A la sombra de ese poder inclemente, la grandeza era una carga tan pesada como la gloria.
La resistencia de Gerona era una afrenta personal, una mancha en su estrategia que le robaba el sueño. No era solo un fracaso militar; era la prueba de la insensatez y el fanatismo de un pueblo que se negaba a comprender la lógica de la guerra.
—¡Imbéciles! —tronó, y el eco de su voz se estrelló contra las paredes de la sala. Se detuvo frente al mapa, golpeándolo con la punta de su compás justo en la ubicación de Gerona. El pequeño punto de metal se incrustó en el papel, dejando una herida—. ¡Siete meses para tomar un nido de ratas!. ¡Siete meses de hombres, de pólvora, de cañones!. ¿Creen que tengo recursos ilimitados?. ¡La guerra no es una broma!. Es una matemática del combate, y en España las variables son demasiado volátiles.
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Napoleón alzó la vista, y con un gesto solemne señaló los Pirineos. “Gerona debe caer —murmuró con voz de trueno contenido— porque es una de las dos puertas que nos abren la entrada a España. Si controlo estas puertas, domino el camino hacia el mayor imperio del mundo: el Imperio Español. Si no lo hago yo, lo hará Inglaterra, y entonces ellos serán los dueños del mar y, con él, del mundo. Quien controle el mar, controlará el mundo. Y quien controle el Imperio Español, será quien gobierne sobre él. Y esta grandeza, esta empresa inmensa, no debe servir solo a Francia, sino también a España misma, que debe convertirse en provincia hermana del Imperio, partícipe de su gloria”.
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Napoleón ya no pensaba en la gloria. Pensaba en la logística, en el coste humano, en las divisiones de infantería y caballería que su ejército de 300.000 hombres en España estaba devorando. El Gran Armée, su máquina de guerra perfecta, se estaba desangrando por una insubordinación que no podía controlar.
Para él, España era una distracción, un lastre en su camino hacia la dominación total del continente. Y Gerona era el grano de arena que se había atascado en el engranaje de su destino.
Volvió a mirar a sus mariscales, sus ojos, fríos y penetrantes, escudriñando sus rostros. No había compasión, solo una fría y calculada ira. Bessières, el orgulloso jefe de la caballería de la Guardia, se mantuvo impávido, pero el sudor le resbalaba por la espalda. Berthier, su fiel jefe del Estado Mayor, no pudo evitar que un temblor le recorriera las manos.—Berthier, ¿qué dicen los espías?. ¿Saben de la enfermedad del brigadier? —Su voz, más baja, era ahora un silbido helado.
Berthier tomó la palabra, con la voz apenas un hilo. —El último informe, mi señor, es que Álvarez de Castro se consume en la fiebre. El tifus ha hecho estragos. El hambre es una plaga. La moral, Emperador, ha caído.
Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Napoleón. La noticia no le daba alegría, sino la certeza de que su estrategia, a pesar de sus detractores, era la correcta. La obstinación española, que tanto lo exasperaba, se desvanecía ante la biología.
—Entonces la solución es simple y brutal. Que se ocupe Augereau. Que ponga fin a esta pantomima. No me interesan las tácticas, me interesa el resultado.
Con un gesto de la mano, despidió a los mariscales. Se quedaron unos segundos inmóviles, el corazón latiendo con fuerza en su pecho, para luego salir de la sala con la cabeza gacha, como si la ira del Emperador todavía resonara en sus oídos.
Solo en la inmensidad del salón, Napoleón se acercó de nuevo al mapa. Con la punta del compás, borró la marca de Gerona. Pero su mirada ya no estaba allí. Se deslizó por los mapas del Imperio, hacia el este, hacia el centro mismo de París. La úlcera de España podría ser sellada, pero ya le había enseñado que la voluntad, incluso en la derrota, era una variable que ni siquiera un genio como él podía controlar. Y en su mente, la matemática del combate ya estaba calculando las bajas y las ganancias no solo de una guerra, sino de su propio linaje.
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Recordó el rostro de Joséphine, la gracia de su sonrisa y la esterilidad de su vientre. El imperio era un coloso de pies de barro sin un heredero que lo sustentara, y esa era la única verdad que lo obsesionaba por encima de cualquier batalla. Para él, en diciembre de 1809, el problema de España no era más que un eco lejano, un eco que se desvanecía ante la necesidad urgente de asegurar una dinastía. No importaba la gloria, no importaba la victoria: si no había un hijo, no había un imperio. La úlcera de España era solo una herida de superficie; el verdadero cáncer que roía el alma del emperador era la sombra de la nada, el pavor de un trono sin sucesor.
EL ÚLTIMO ALIENTO DE GERONA
Gerona, 12 de diciembre de 1809.
El frío de aquel diciembre era un enemigo tan implacable como el ejército de Augereau. Un aliento gélido que se había colado por las grietas de la ciudad, penetrando hasta el tuétano de los huesos de los supervivientes. Gerona ya no era una fortaleza, sino un osario de piedra y madera, un esqueleto roído por la metralla y el hambre donde los últimos latidos de vida apenas resonaban. El hedor a cadáveres insepultos y a enfermedad lo dominaba todo, una pestilencia que ni la helada y sucia capa de barro podía ocultar. Las calles, antaño bulliciosas, estaban cubiertas por una mezcla de hielo y excrementos que obligaban a un esfuerzo titánico, y los supervivientes no eran más que sombras famélicas que se arrastraban en busca de un refugio, de un bocado. Los más afortunados habían logrado cazar ratas al lado de los cadáveres abandonados y sin enterrar, pero incluso esas escasas presas habían desaparecido. El hambre había borrado la dignidad de los rostros, y la locura, el brillo de los ojos. El silencio, roto solo por el lamento de los moribundos, era más aterrador que el estruendo de los cañones.
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El general Joan Bolívar caminaba con la rigidez de un hombre de piedra, el último jefe de Gerona por designación de un moribundo Álvarez de Castro. El peso que llevaba sobre sus hombros no era el del manto de su uniforme, gastado y sucio, sino el de las miradas que lo observaban desde la oscuridad de los zaguanes.
Eran las miradas de un pueblo que le había entregado lo último que le quedaba: la esperanza. Y en cada una de ellas, Bolívar sentía la misma pregunta silenciosa, más afilada que cualquier espada: ¿Hasta cuándo?. ¿Cuánto más podemos soportar?.
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El recuerdo de la última reunión de la Junta de Defensa la noche anterior era un nudo en la garganta. El Obispo, una figura espectral, había susurrado las últimas cifras: menos de mil hombres en pie; raciones de pan que ya no existían; pólvora agotada. La rendición era inevitable, aunque el honor del pueblo de Gerona permaneciera inexpugnable.
El viaje de Bolívar hacia la brecha de Santa Lucía fue una procesión fúnebre. Iba a pie, pues el único animal que quedaba con vida era una yegua enferma y desnutrida, incapaz de sostenerlo. Caminó cientos de metros fuera de las murallas, con pasos rígidos, escoltado por dos oficiales demacrados, cuyos ojos ya no tenían lágrimas. El viento helado silbaba entre las ruinas, un canto fúnebre por la ciudad moribunda. En el centro de la brecha, una bandera blanca ondeaba débilmente, un gesto de sumisión que le quemaba por dentro..png)
Al llegar, el contraste fue tan brutal que le dolió. Al otro lado, los soldados franceses esperaban en formación, una marea de uniformes impecables y rostros impacientes, pese a que también habían pasado hambrunas por culpa de la obstinación de los gerundenses y los ataques de los guerrilleros. Eran una máquina de guerra perfectamente engrasada, y su simple presencia era un insulto a la agonía de Gerona. Y en el centro, sobre su caballo, el mariscal Pierre Augereau, una figura imponente, un veterano de las guerras napoleónicas, con el rostro curtido por la crueldad y la experiencia.
Bolívar avanzó hacia él, sintiendo el peso de miles de ojos sobre él. No había aplausos, ni vítores, solo un silencio sepulcral, el silencio de la derrota.
—Mariscal Augereau —dijo Bolívar, su voz clara y firme a pesar del nudo en la garganta—, vengo en nombre de la Junta de Defensa de Gerona.
Augereau sonrió, una mueca que no le llegaba a los ojos.
—General Bolívar. Vuestra resistencia ha sido... notable. ¿Pero dónde está el general Álvarez de Castro?. ¿Es que se ha muerto ya?.
La rabia le subió a la garganta a Bolívar por el tono de burla y falta de respeto de Augereau , pero la contuvo con la dignidad con la que un hijo defendería a su padre.
—Mi general está en su lecho, postrado por las fiebres, por su nobleza y por un honor que le ha consumido. No ha sido él quien ha consentido esta capitulación, Mariscal, él nunca habría capitulado. Ha sido mi decisión. Convertir a Gerona en una Numancia es la más completa y absurda de las estupideces cuando se sabe que no se puede vencer. El destino de esta ciudad depende de mí, y mi deber es salvarla.
Augereau miró a Bolívar con una mezcla de sorpresa y desprecio.
—Mi deber es con mis soldados. Exijo que les dé un trato digno. Estos hombres solo recibían órdenes y defendían a su patria. Muchos ni se rendirían si no fuera por mi orden directa. Le doy una advertencia, Mariscal. Trate a los soldados españoles con respeto, porque si no es así, en cuanto lo sepa el resto de España, ya nadie se va a rendir, y los españoles acabarán derrotando a los franceses más pronto que tarde.
Augereau soltó una carcajada estridente y sin humor.
—¡Ridículo!. ¿Amenazas?. ¿Predicciones?. General, estáis en posición de vencido, no de negociador. Mis condiciones son sencillas: rendición incondicional. Vuestros soldados serán prisioneros de guerra. Los civiles serán respetados, siempre y cuando no ofrezcan resistencia.
El corazón de Bolívar se encogió. La vida de miles de gerundenses dependía de su decisión.
—Aceptamos la capitulación —dijo Bolívar, su voz apenas audible, pero firme.
El Mariscal asintió. Se firmó un acta, con copias para ambas partes, sellando el destino de la ciudad. El documento garantizaba el respeto a las propiedades y bienes de los supervivientes, una promesa que Augereau sabía que el emperador podría romper. A cambio, los franceses tomarían el control de las fortalezas y los almacenes, y los soldados españoles serían prisioneros.
Con el acta en la mano, Bolívar regresó a Gerona y dio la orden final: depongan las armas. Sus hombres, fantasmas de soldados, obedecieron en silencio.
Los soldados franceses entraron en Gerona con cautela. La escena que se encontraron no era un campo de batalla, sino un lugar de horror. Los rostros cadavéricos, los ojos vacíos, los niños que no tenían lágrimas que llorar. Muchos soldados franceses, endurecidos por la guerra, se detuvieron, con el horror reflejado en sus rostros. Pero el horror se mezcló con la rabia. La venganza por los miles de franceses caídos en el asedio provocó que algunos soldados llenos de odio se lanzaran al saqueo. Ante la furia de los defensores, los oficiales franceses se vieron obligados a dar la orden de detener los saqueos y las violaciones. Sin embargo, algunos soldados, incapaces de contener su ira, ignoraron la orden.
Bolívar observó el caos. Sentía un vacío inmenso en el pecho, una mezcla de alivio y vergüenza. Había cumplido con su deber hasta el final. Había salvado lo que quedaba de Gerona. Pero el precio había sido la rendición, y en el silencio de la ciudad ocupada, el eco de los gritos de la ciudad parecía más fuerte que nunca, un lamento por la libertad perdida, por los sacrificios inútiles, por una ciudad que había luchado hasta el último aliento.
Y sin embargo, en los escombros y la desolación, un detalle le hizo alzar la vista. En lo alto de un muro derruido, una bandera española, gastada y rota por la guerra, ondeaba con terquedad al viento. Más adelante, en el balcón de una casa bombardeada, otra bandera, hecha jirones.
Y luego otra. Los pocos supervivientes de Gerona, con un último acto de desafío, habían plantado la enseña de su nación en cada rincón que pudieron, un mensaje silencioso para los ocupantes: Gerona seguía siendo española. Y siempre lo sería.
EL ÚLTIMO ALIENTO DE PIEDRA
En la habitación de Mariano Álvarez de Castro, el aire se había vuelto una entidad tangible. Era denso y viciado, un peso en los pulmones que olía a derrota, a sudor frío y a la cera derretida de las velas que parpadeaban en la penumbra. El sonido del asedio, el estruendo incesante de los cañones y el ulular de las granadas, se había esfumado. Solo quedaba un silencio pesado, un silencio de muerte. Era el silencio que anuncia el fin del mundo. La respiración del general, el hombre de hierro que había animado a la ciudad a resistir durante más de siete meses, era un estertor irregular, un quejido ronco y seco que lo mantenía aferrado a la vida por un hilo cada vez más tenue.
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A su lado, el teniente Miquel Ferrer, su fiel escolta y ayuda de cámara, sostenía su mano. Sentía la frialdad del mármol en la piel consumida del general, un eco gélido de la voluntad de acero que una vez había sido invencible. El pulso era apenas un hilo, un latido fantasmal, un eco moribundo. Sor Teresa, la joven novicia del convento de las Capuchinas, se había arrodillado para rezar el rosario, cumpliendo las órdenes del obispo de velar por él hasta el final. Sus dedos se movían con la velocidad del hábito, mientras las lágrimas le surcaban las mejillas. A diferencia del Dr. Dubois, que aún seguía en la Catedral —el principal hospital de Gerona— atendiendo a los numerosos heridos y enfermos, el deber de Sor Teresa era con este hombre, el símbolo de la resistencia de la ciudad.
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Álvarez, en su lecho, convulsionó levemente. Sus labios se movieron, un susurro tan débil que apenas fue audible. Miquel tuvo que acercar el oído para descifrar la palabra: —Clara... El nombre de su amada esposa era un recordatorio de la vida que la guerra no pudo borrar, un eco de una humanidad que la voluntad de hierro había sepultado. El hombre de hierro no moriría en silencio. En sus ojos, entreabiertos, brillaba una chispa de lucidez, de un desafío postrero. ¿Qué es ese silencio?. ¿Qué ocurre?. La pregunta, muda pero feroz, era el último gesto de un guerrero que se negaba a rendirse.
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Apenas a unos cientos de metros, en la brecha abierta en la muralla, la historia se escribía con sangre y barro. Los soldados franceses, con sus uniformes deshilachados y sus rostros curtidos, se abrieron paso. No había gloria en sus rostros, solo un cansancio infinito y una brutalidad pragmática. La capitulación, firmada por el general Joan Bolívar, había sido una necesidad, pero el resultado era una tragedia. Los franceses entraban en la ciudad, inundando las calles, donde la lucha, pese a la orden de alto el fuego, era breve y brutal. Una masacre de los pocos defensores que, llenos de ira y de desesperación, se negaban a deponer las armas, y una brutalidad de los franceses que se entregaban al pillaje y a las violaciones. Algunos defensores, en un último acto de rabia, lograron pasar a cuchillo a varios soldados franceses, pues sus mosquetes ya habían sido entregados.

Cuando los franceses llegaron a la Casa dels Pastors, la residencia y cuartel general de Álvarez de Castro, un silencio de muerte les recibió. Un oficial francés, un hombre joven y de rostro afilado, abrió la puerta de la habitación del general. Su cuerpo, un esqueleto cubierto de piel, estaba inerte. Pero sus ojos, entreabiertos, aún parecían reflejar una chispa de desafío. Miquel, con los ojos inyectados en sangre, se interpuso entre el general y los franceses, y pese a su inútil resistencia, fue reducido de inmediato y se lo llevaron detenido. Álvarez, gravemente enfermo, se había convertido en un prisionero moribundo. Y se preguntaba: ¿Dónde está Bolívar?. ¿Qué ha hecho?. Su voluntad, la que no pudieron doblegar en el asedio, seguía intacta, un desafío silencioso a sus captores.
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En ese mismo instante, a mil leguas de allí, en un escritorio de caoba bañado por la luz mortecina de su gabinete en París, el Emperador de los Franceses, Napoleón Bonaparte, repasaba una misiva de su general Suchet. Sus cálculos eran fríos y precisos, desprovistos de toda emoción. El asedio a Gerona, esa "ratonera montañosa" como la había bautizado en un momento de frustración, había durado siete largos meses. El costo, en términos puramente militares, había sido abominable: cerca de quince mil bajas entre muertos y heridos, sin contar las pérdidas por enfermedad y deserción. Casi el doble de habitantes iniciales de esta maldita ciudad, como si un gerundense fuera civil o militar valiera por dos soldados franceses. Un precio desorbitado por una ciudad que, en el gran tablero de la guerra europea, no era más que una pieza secundaria, una irritante astilla. Sus planes, los grandes planes para la conquista total del Levante español, habían sido retenidos por un puñado de fanáticos dirigidos por un general terco. El retraso había dado tiempo a los ejércitos británicos de Wellington para consolidar sus posiciones en Portugal. La caída de Gerona era una victoria necesaria, sí, pero su excesiva duración era un signo de la enfermedad que ya se incubaba en las entrañas de su ejército español: la frustración, la fatiga y el agotamiento, los verdaderos enemigos invisibles del Imperio.

PARTE V: LAS CENIZAS DE LA GLORIA (Epílogo: 1810 – 1865)
EL HALCÓN Y LA PRESA
El hedor de la derrota no era el dulce aroma de la victoria, ni el acre de la pólvora gastada. Era un olor más íntimo, un veneno en el aire que se colaba bajo la piel y llegaba hasta los huesos: una mezcla de sangre fermentada, de cal viva mordiendo la garganta y, sobre todo, la dulzona y pegajosa pestilencia de los muertos. Los ingenieros del Mariscal Augereau se habían visto obligados a despejar el camino de cadáveres putrefactos para permitir la entrada de las tropas francesas a Gerona, en una burla macabra a la gloria militar. Era el hedor de una ciudad que se había rendido a la peste y a la inanición antes que a la espada.
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El mariscal Pierre François Charles Augereau, el hombre de la brutalidad pragmática, lo percibió en el primer paso que dio por las ruinas, y el hedor le trajo recuerdos del saqueo del 93 y de las batallas más sangrientas. Su memoria no evocaba gloria, sino placer morboso ante la sangre derramada; allí donde otros veían horror, él encontraba alimento para su desprecio hacia la especie humana.
Su uniforme, un lienzo de seda y oro que lucía impecable sobre su recio cuerpo, parecía un insulto a la ruina que lo rodeaba, a los edificios desollados por la metralla y a la multitud famélica que lo observaba desde la sombra. Su primera orden no fue para proteger a los civiles, sino para asegurar el abastecimiento de sus tropas de los almacenes de los notables y de lo que sabía que escondía el clero, y su segundo acto fue una visita al General Álvarez de Castro.
No era un gesto de compasión, sino la inspección de una presa. Augereau, con sus ojos de halcón, miró al hombre que había desafiado su genio militar con una mezcla de curiosidad, respeto perverso y una profunda indignación. Habían muerto miles de sus soldados por la tozudez de un solo hombre. Esa mirada no ocultaba el odio visceral de un ser que despreciaba cualquier forma de compasión, como si la empatía fuese una debilidad indigna de su rango.
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La entrada a la Casa dels Pastors fue solemne. El mariscal caminaba con la pesadez de un dueño de tierras que inspecciona su nueva propiedad. A su espalda, el coronel Jean-Baptiste Vigny, un hombre de razón, un ingeniero militar de la Escuela Politécnica, observaba la escena con la vergüenza grabada en su rostro. Esta no era una victoria de la razón, sino el triunfo crudo de la aniquilación. Vigny había estado en Gerona desde el inicio del sitio, bajo los mandos de Duhesme y Saint-Cyr, y había visto cómo la lógica de la guerra se desmoronaba ante la inquebrantable voluntad de una ciudad.
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Delante de ellos, custodiado por dos soldados franceses, marchaba el general Julián de Bolívar. Su rostro, un lienzo pálido y consumido por el insomnio y el hambre, no podía ocultar la amarga vergüenza de su firma en el documento de rendición. Sus ojos vidriosos evitaban la mirada de Augereau, como si el contacto visual pudiera transmitir el peso de su humillación. Cada trazo de su pluma, cada letra de su nombre en el contrato de defunción de la ciudad, se había convertido en un epitafio para la honra de un hombre que se había creído invencible.
Augereau, con una sonrisa cruel, le ordenó a Bolívar que los condujera a la habitación de Álvarez de Castro. La celda, helada y húmeda, estaba iluminada por la pálida y moribunda luz de una vela. En la cama, el general Álvarez de Castro, debilitado y consumido por la fiebre, se irguió lentamente. Su cuerpo, un esqueleto cubierto de piel, era el reflejo de una ciudad que se negaba a morir.
A su lado, la joven novicia Sor Teresa, con sus manos apretadas, rezaba en silencio, sus labios moviéndose en una letanía inaudible. Había permanecido al lado del general, cuidando de él día y noche. Pero sus ojos, dos ascua incandescentes en un rostro cadavérico, reflejaban una voluntad de acero que ninguna bomba ni enfermedad podía doblegar. Incluso en aquel estado, Álvarez buscó la mano de la muchacha y le susurró unas palabras de gratitud, gesto pequeño pero lleno de ternura que demostraba cuánto valoraba el sacrificio de los suyos. Para él, la humanidad era tan esencial como la pólvora.
Bolívar se quedó en el marco de la puerta, con la cabeza gacha, mientras Augereau entraba en la habitación. Cuando el francés lo señaló, Bolívar entró, con la espalda encorvada, como si llevara el peso de una catedral. El ambiente se hizo más pesado, más tenso. El mariscal, que no soportaba la inacción, se movió con la inquietud de un animal salvaje. Sus ojos se fijaron en la figura del español, en su enfermedad y su orgullo intacto, y su ira se hizo más grande.
—¡Bolívar! —la voz de Álvarez de Castro, una carraspera seca y dura, rompió el silencio—. ¿Qué has hecho?. ¿Con qué derecho te has rendido? . Mi orden fue resistir hasta el último hombre, hasta que no quedara ni un solo aliento.
Y sin embargo, al ver la vergüenza de su subordinado, añadió con voz más baja: —Sé también que llevas en tu corazón el peso de los tuyos… no pienses que ignoro tu dolor. Pero el deber que juramos no admite concesiones.
Bolívar, sin atreverse a mirarlo a los ojos, apretó los puños. Su garganta se anudó, las palabras un nudo de vergüenza y dolor.
—Mi general… yo… —murmuró, su voz apenas un hilo—. No teníamos más hombres, ni munición, ni comida, ni siquiera la voluntad de seguir luchando. La peste… la peste, mi general, se estaba llevando a más hombres que sus balas. La ciudad… la ciudad no podía más. No teníamos más opción.
El general Álvarez de Castro tosió, un estertor seco y doloroso que le sacudió todo el cuerpo. Cuando recuperó el aliento, su voz era más baja, pero más filosa que un puñal.
—No teníamos opción, decís, Bolívar. Y yo os digo que siempre la hay. ¿Acaso no sabíais que un militar, en el servicio de las armas, se enfrenta con la muerte y se conforma con ella?. Os lo digo yo, que os lo enseñé en la Academia. A la falta de plomo, le habría seguido la de piedra. No teníamos ratas, pero habríamos comido las que se hubieran alimentado de sus muertos. El honor de Gerona no se vende, Bolívar. Y aún así, hijo, sé que has obrado con la intención de salvar vidas. Que Dios te juzgue con más piedad que la que yo puedo mostrarte hoy.
La tensión era palpable. Augereau, el halcón, se rió, un sonido estridente, como un graznido. Esa risa no era solo burla, sino un rugido de odio hacia todo lo humano, como si despreciara la sola idea de compasión o de misericordia.
—¡Bah! ¡Sois unos románticos! —dijo con burla, su acento francés sonaba como un insulto—. El honor es una abstracción que no vale ni el precio de una bala. Este hombre, Bolívar, ha sido valiente. Ha hecho lo que un buen militar hace: salvar lo poco que queda. Ha comprendido la lógica de la guerra: el mejor enemigo es el muerto, pero si no está muerto, debe ser capturado. A mí me importa poco que vivan o mueran; los hombres son carne útil mientras obedezcan, estiércol cuando dejan de servir.
Luego, la voz de Augereau cambió, el tono de burla se trocó en el de un depredador que se acerca a su presa. Con desprecio y crueldad, le habló al General de Castro.
—Sois un hombre valiente, General —dijo, la dicción de un soldado de fortuna que contrastaba con la educación formal del general español—. Pero vuestra temeridad le ha costado a este pueblo un precio terrible. Mi deber es restaurar el orden y asegurar la paz, una paz que vuestro romanticismo ha hecho imposible durante siete meses. La paz de los cementerios, sí; la única que respeto, porque en ella los hombres no estorban.
Álvarez de Castro lo miró a los ojos, una mirada sin miedo, una chispa de fuego en un rostro de ceniza.
—Habéis vencido a un fantasma, no a Gerona. De no haber enfermado, mi ciudad no se hubiera rendido. Y de no tener ya municiones, hubiera dado orden de usar las piedras como proyectiles. Me hubiera conformado con comer ratas, engordadas por comerse los cadáveres de vuestros soldados. Y te aseguro que se hubieran muerto más franceses que españoles. Y aun así —añadió con voz más suave mirando a Sor Teresa— sé que mi deber es también velar por estas almas inocentes que no escogieron esta guerra. Por ellas luché. Por ellas volvería a morir.
La respuesta provocó una furia terrible en Augereau. El mariscal se inclinó, con el rostro enrojecido, sus puños apretados. Su odio no era solo hacia el general, sino hacia todo lo que en él representaba humanidad, fe y resistencia.
—¡Maldito sea!. Si no fuera por las órdenes que ya ha dado mi colega, el general Suchet, que pronto llegará a Gerona, ya le hubiera volado la cabeza a usted y a todos los militares que han sobrevivido en esta ratonera. Pero no se preocupe, la cárcel de máxima seguridad que le espera es tan segura que su fantasía de la libertad será imposible. La libertad, a diferencia de la honra, es uno de los dones que solo se tiene cuando se está vivo.
En el silencio que siguió, la expresión de Augereau cambió. Se enderezó y se alisó la casaca. Sacó de su bolsillo un par de puros y de una bolsa de cuero una botella de Courvoisier, el mejor coñac de Francia. Con un gesto de una ironía helada, se los ofreció a Álvarez de Castro.
—Una cortesía del Emperador —dijo, su voz de nuevo un graznido frío—. Ya le hubiera gustado a Napoleón tener a un soldado tan heroico, temerario y digno entre sus mariscales. Aunque lo odie por su testarudez y la de su gente. Esto me escribió recientemente el emperador Napoleón en una de sus cartas. Por supuesto, podrá compartir el coñac con sus oficiales cautivos, si lo desea Sr. Álvarez de Castro. Era un obsequio envenenado, ofrecido con el mismo deleite con que un verdugo afila su hacha.
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Vigny observaba, en silencio, la escena. Observaba la cruda transacción del poder: el pragmatismo despiadado de su superior frente a la inquebrantable dignidad del español. El mariscal ofrecía un veneno, una falsa muestra de respeto que solo buscaba humillar a un hombre ya derrotado. Y en ese instante, Vigny sintió una profunda náusea. Había sido testigo de la valentía de los españoles desde la primera bomba. Había visto el arrojo de los civiles, la resistencia de los soldados, y había visto cómo un solo hombre, un esqueleto con ojos de fuego, había logrado desafiar la lógica de la guerra moderna. Un hombre que no solo ordenaba resistir, sino que compartía la angustia de cada niño hambriento, que apretaba la mano de cada herido como si fuera su propio hermano. Ahora, su mariscal se regocijaba en la aniquilación, en la humillación, en la barbarie, y Vigny comprendía que la victoria, en realidad, no siempre era un triunfo de la razón, ni de la estrategia, ni del poder. Era, a veces, la simple y pura rendición del espíritu, de un espíritu que no había sido el de Gerona.
Cuando el mariscal salió de la habitación, Álvarez de Castro llamó a Sor Teresa con un gesto fatigado. Le pidió que tomara la botella y la vaciara por la ventana, sin que nadie lo viera. Estaba convencido de que aquel licor llevaba veneno, y no deseaba darle la satisfacción a tan arrogante y cruel conquistador de verlo morir con su copa en la mano. “Que el demonio beba su propio brebaje, hija mía” —murmuró— “pero no este viejo soldado”.
Sor Teresa se estremeció, apretando la botella contra su pecho. La duda brilló un instante en sus ojos, pero al mirar al general comprendió que no era desconfianza lo que hablaba, sino sabiduría nacida de la guerra y la experiencia. Con voz temblorosa pero firme, susurró: “Así lo haré, mi general. Dios no permitirá que vuestra honra se manche con la perfidia de los enemigos”. Después, con un gesto resuelto, abrió la ventana y dejó caer el licor sobre la tierra enlodada, como si purgara la habitación de la sombra del mariscal.
LA ENTRADA DE LOS ESPECTROS
La mañana del 13 de diciembre, la victoria no se anunció con el estruendo de los cañones, sino con el silencio de un funeral. Un silencio espeso, más pesado que la niebla que se aferraba a las ruinas, roto solo por el chirrido espeluznante de los carromatos de ingenieros. El primer bienvenido a Gerona era un olor: la putrefacción que, tras meses de asedio, se había filtrado en el aire y en la piedra de la ciudad, un hedor tan nauseabundo que hacía que los veteranos de Austerlitz apartaran el rostro.
Desde fuera, el olor de la peste y los muertos era un fétido rumor; aquí, en las entrañas de la ciudad, era una bofetada que se adhería a la piel. De no haber sido por el frío cortante del invierno, la pestilencia habría sido insoportable, pero la baja temperatura no hacía más que contener el veneno, no eliminarlo. Muchos soldados, a pesar de las órdenes y el orgullo, se subieron los pañuelos hasta la nariz en un intento inútil de protegerse del miasma.
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El macabro trabajo había comenzado al amanecer. Picos y palas, manejados por un destacamento de ingenieros y zapadores, se habían abierto camino por las puertas derruidas del Portal de França. La tarea era horrible: despejar los cadáveres malolientes y en putrefacción para que el ejército de ocupación pudiera pasar. Eran cuerpos de defensores, de civiles, de la inocencia que había perecido en el fango de la desesperación. Se habían amontonado en brechas, callejones y portales, una barrera blanda y repugnante que se había convertido en el último bastión de la resistencia. Se los había movido a un lado, apilándolos como sacos de harina en un almacén, con la resignación de quienes sabían que la guerra a veces no era una lucha por la gloria, sino una profanación en masa.
El hedor y el espectáculo atrajeron a un ejército de alimañas: milanos planeando en círculos, cuervos graznando desde lo alto de los tejados, y ratones que se movían en oleadas por las sombras. Las ratas, antes consideradas un enemigo, se habían convertido en un recurso. Las órdenes, transmitidas por un correo del general Suchet, que pronto asumiría el mando de las operaciones en Cataluña, eran claras: los soldados debían disparar a las aves carroñeras y a los roedores para que la carne sirviera de alimento a la población civil, desesperada, hambrienta y enferma.
Era un acto de crueldad pragmática, una muestra del genio que ya había pacificado el Reino de Aragón. Para reconstruir una nueva Gerona que sirviera al Imperio, Suchet sabía que necesitaba ciudadanos vivos y funcionales, no espectros moribundos. Se hacía lo que se podía.
Avanzando lentamente por la vía recién despejada, el coronel Jean-Baptiste Vigny, un hombre de razón y de planos de batalla, sintió una opresión en el pecho que ninguna fortaleza podía contener. Sus oídos, acostumbrados al estruendo de la artillería, se aturdieron con un silencio absoluto. Sus ojos, que habían visto los campos de batalla de Europa teñidos de rojo, ahora se enfrentaban a un gris fantasmagórico. Las casas, desolladas por la metralla, tenían las ventanas como ojos vacíos, las fachadas salpicadas con la costra del tiempo.
En los umbrales, los gerundenses, figuras enjutas y esqueléticas, observaban la marcha de los franceses. Vigny no vio odio en sus miradas, ni furia, ni el brillo de la desesperación. Sus ojos, hundidos y vidriosos, eran pozos de una desolación abismal, un vacío que era más aterrador que cualquier grito de agonía. Eran fantasmas en movimiento, espectros que se negaban a rendirse. Había sido una lucha entre la razón y la pasión, y la pasión había ganado su propia y terrible victoria: la de la extinción.
Y, sin embargo, en medio de aquella ciudad espectral, ondeaban banderas españolas, raídas, desgarradas por la metralla y ennegrecidas por el humo. Los harapos rojigualdos colgaban de los balcones y de los palos torcidos en las azoteas, como si se negaran a caer del todo después de la orden de Juan Bolívar sobre el alto el fuego por toda Gerona. No era un gesto triunfal, sino un desafío silencioso, una provocación muda que los famélicos supervivientes habían colocado con manos temblorosas. Aquellos jirones, movidos apenas por el viento helado, parecían latir como heridas abiertas. Los franceses, al verlas, sintieron un escalofrío: para ellos no eran simples telas, sino ojos vigilantes que les recordaban que ni la peste ni el hambre habían doblegado del todo el espíritu de Gerona..png)
Detrás de Vigny, el mariscal Augereau, el veterano de la Revolución, el “carnicero” de las batallas, montaba a caballo con una expresión de perplejidad. Su rostro, curtido y duro, se vio sobrecogido por la visión. La victoria, para un hombre que había forjado su leyenda en la brutalidad, se sentía hueca, casi una profanación. La cruda realidad del enemigo, que se había consumido hasta la última fibra de su ser, manchaba el triunfo.
La procesión militar, que debería haber sido un desfile de tambores y cornetas, se había convertido en un avance fantasmal de hombres que temían el silencio. Vigny observó a sus soldados, curtidos veteranos que habían conquistado imperios. Los ojos de algunos, acostumbrados a la disciplina de la línea, se desviaron en un gesto de vergüenza. Otros bajaron la mirada, como si estuvieran profanando un templo sagrado.
Al pasar por una callejuela devastada, Vigny vio a una mujer demacrada agachada junto a dos niños pequeños. La escena era tan desoladora que su sargento, un veterano de la Vieja Guardia llamado Mathieu, que había visto más horrores de los que cualquier hombre podía contar, se detuvo en seco. Instintivamente, se cuadró, su gesto de respeto chocando con la profunda desolación de la escena. Con las manos temblorosas, sacó un trozo de pan de su bolsa y lo ofreció. Los niños lo tomaron con la lentitud de quien ya no recuerda el sabor de la comida. La voz de Mathieu, un ronco susurro, rompió el silencio que lo había acompañado durante la marcha.—Perdón, mi coronel —murmuró, sus ojos fijos en la mujer y los niños—. He luchado por toda Europa por la gloria del Emperador. Hemos conquistado imperios. Pero esto... esto no es una conquista. Es profanar una tumba. ¿Qué gloria hay en vencer a los muertos?
Vigny cerró los ojos, no por el dolor de la escena, sino por la verdad de las palabras. Su mente, una máquina de cálculo y estrategia, luchaba por dar sentido a lo que veía. La victoria no había sido en el campo de batalla, sino en el teatro de la muerte y la supervivencia. Gerona no se había rendido. Simplemente había dejado de existir. Los defensores, a quienes los franceses habían subestimado, no se habían rendido por falta de coraje, sino porque el cuerpo de la ciudad había dado su último aliento. El enemigo no había sido derrotado, se había autodestruido.
El coronel pensó en las futuras batallas que le esperaban al Imperio en esta tierra de fanatismo y orgullo. En su diario, esa noche, Vigny anotaría con una pluma temblorosa: "No siento triunfo. Solo quedan cenizas y una advertencia: esta tierra no se somete, ni con pólvora ni con razón. La guerra aquí no tiene gloria, solo una infinita tristeza." La tragedia de Gerona no era la rendición, sino la comprensión de que el asedio, más que una victoria militar, había sido la constatación de que la locura, el honor y el sacrificio eran fuerzas más poderosas que cualquier cañón o batallón.EL TRIUNFO DE LA AVARICIA
Mientras la marea espectral del ejército de Napoleón se derramaba por el Portal de França, la maquinaria de guerra económica de Don Rafael de la Riva se desmoronaba en el silencio de su bodega. Desde la primera bomba, Don Rafael no había visto el asedio como una lucha por la fe o la patria, sino como un mercado, un cálculo de riesgo y beneficio. Era un maestro, no de la guerra, sino de su economía. En la penumbra fresca de su sótano, entre polvorientos barriles de vino y sacos de grano, había pasado los últimos siete meses con un candil de aceite, sus dedos huesudos recorriendo las columnas de sus libros de contabilidad. Cada gramo de sal, cada medida de harina que se negaba al pueblo, no era un acto de crueldad, sino un "cálculo de supervivencia". Era una inversión en el inevitable futuro francés. La resistencia de Gerona, a sus ojos, era una locura fanática, una apuesta perdedora que solo traería destrucción. A él, la única patria que le importaba era la que se escribía con números negros en el libro de cuentas.
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Su plan era perfecto. Había diversificado su negocio, escondido sus mejores bienes y, lo más importante, había asegurado una vía de escape. Con la discreción que solo la avaricia puede otorgar, antes de la capitulación había sobornado a un oficial francés para que pronto le facilitara un salvoconducto, un plan de evacuación que le aseguraría la salida de la ciudad antes de que fuera demasiado tarde. Su intención era desaparecer un tiempo sin dejar rastro, dejando que la ciudad se consumiera para luego, cual ave fénix, resurgir sobre sus cenizas al regresar, listo para negociar con el nuevo poder francés y reabrir sus tesoros escondidos entre los escombros de lo que había sido su casa. Pero el destino, en su amarga ironía, le tenía reservada una lección. La capitulación de Juan Bolívar le había pillado de improviso, y ahora era, para su inmensa frustración, un superviviente más, atrapado en su propia trampa de oro.
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La justicia poética no tardó en llegar, vestida de azul oscuro y con olor a pólvora. El mariscal Augereau, el "carnicero", un hombre de la vieja escuela revolucionaria, era ante todo un pragmático. Sus órdenes a sus tropas eran claras: "Abastecimiento de víveres que encontréis. La guerra se gana con estómagos llenos, no con bolsillos pesados." La miseria de la ciudad había sido tal, que los almacenes de racionamiento de los defensores estaban prácticamente vacíos. Pero Augereau era un soldado con experiencia, sabía que en toda ciudad sitiada, los ricos y el clero eran los que guardaban los tesoros en sus madrigueras. Y así, los soldados franceses, hambrientos y desconfiados, irrumpieron en los almacenes secretos de los notables de Gerona.
La mirada de Don Rafael, desde la oscuridad de su ventana, era una mezcla de terror y una rabia impotente, mientras veía cómo la misma brutalidad que él había anhelado como instrumento de negocio, ahora se volvía contra él. El sonido de las culatas de los mosquetes y el filo de las bayonetas rompiendo los cerrojos oxidados de sus escondites resonaba como un grito de venganza. Los barriles de vino se abrían con estruendo, derramando su contenido en el polvo, y los sacos de grano se rasgaban, liberando una cascada de vida que se perdía en un instante. Sus "tesoros" se convertían en el botín de sus conquistadores..png)
La escena se repitió en los edificios religiosos, donde los soldados desenterraron importantes partidas de víveres escondidas en los conventos de monjas y frailes. Mientras el pueblo había sufrido una horrible hambruna, los notables y una parte del clero se habían aferrado a la comida como si fuera un salvavidas, sin entender que el verdadero salvavidas era la cohesión y el sacrificio. Ahora, su avaricia se revertía contra ellos mismos con una justicia cruel.
Entre las pilas de papeles mancillados por la sangre y el moho, una mujer enjuta, cuyo rostro era un mapa de dolor y sufrimiento, se agachó. No miró a los soldados, sino a las ruinas del hombre que se sentía el dueño de la comida. Levantó un libro de cuentas abierto. Sus ojos, profundos y desprovistos de vida, se posaron sobre las meticulosas anotaciones. El precio del pan, de la sal, del aceite. Y sin necesidad de escribirlo, el valor de cada traición y cada vacío.
—Aquí está lo que costó la vida —susurró al niño a su lado, sus ojos como ascuas encendidas—. El pan de la memoria y el precio de tu hambre.
Devolvió el libro al polvo, su gesto un epitafio silencioso. Para la nueva Gerona, la que Augereau y Suchet intentarían forjar, sería solo pasto para las ratas o, tal vez, un testimonio involuntario de todo el sufrimiento. Pero para Don Rafael, el golpe fue más profundo que cualquier pérdida material. Fue la revelación de que su cálculo había sido erróneo. Había subestimado la locura de la guerra y la brutalidad de sus ocupantes. Su avaricia, en lugar de salvarlo, lo había arruinado en un acto de justicia poética que él no podría haber predicho.
Y sin embargo, en la mente de Don Rafael, todavía quedaba una pequeña chispa de esperanza. Tenía bastante género almacenado debajo de sótanos cerrados con distintas llaves y en entradas bastante ocultas. Sabía que su estrategia de diversificar su negocio y su dinero, aunque le había costado el primer almacén, todavía daba resultados. Además, en distintos sitios tenía escondidos cantidad de reales y cuartos, cuando la moneda española todavía seguía teniendo valor para el intercambio. En una ciudad arruinada, en una Gerona desolada por la miseria y la destrucción, los primeros que tienen los recursos, son los que empiezan a enriquecerse más rápido. El triunfo de la avaricia no había llegado con la victoria, sino con la aniquilación.
La mañana del 14 de diciembre de 1809, el triunfo no tenía sonido. Solo un silencio espeso, más denso que la neblina que se aferraba a las ruinas, un silencio roto únicamente por el chirrido de los carromatos de ayuda franceses que, con una ironía brutal, entraban en una ciudad que él y sus camaradas habían defendido hasta el último aliento. Entre las filas de fantasmas que se arrastraban por las calles, figuras demacradas y con los ojos vacíos, un joven llamado Miquel Ferrer el teniente ayudante del general Álvarez de Castro que había logrado escapar de los franceses, mientras lo llevaban prisionero vistiéndose con los harapos de un cadáver, y seguro de que los ocupantes no lo reconocerían buscó a Pilar Moncada una mujer joven con la que había tenido una extraña apasionada relación en medio de la incertidumbre del sitio, en cuanto sus obligaciones militares como ayudante de Álvarez de Castro y como teniente del ejército no se lo impedían. No la buscaba por un sentido de honor o para compartir la miseria de la derrota; la buscaba con la última chispa de un amor posesivo que, en su mente, la había convertido en el premio de su heroísmo. Había luchado por una idea, una bandera, pero al final del asedio, su único deseo era aferrarse a esa mujer, el último símbolo de la vida que había perdido.
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La encontró cerca del Portal de França, en un grupo de supervivientes apiñados alrededor de un convoy. Al verla, algo en Miquel se retorció: ella estaba de pie, con la espalda recta, y un soldado francés, de uniforme impecable y cara de muchacho, le ofrecía un pedazo de pan blanco. Un pan suave, fresco, que se deshacía en la mano, a diferencia del pan seco y mohoso que había sido su dieta durante meses.
La veía, y el último rescoldo de su orgullo patriótico se convirtió en la bilis de una humillación personal. La vio tomar el pan con una mano temblorosa, no como un acto de rendición, sino como el gesto más natural del mundo. Como si su hambre no tuviera nada que ver con la guerra, sino con la supervivencia.
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Miquel se abrió paso entre la multitud con la desesperación de un náufrago. —Pilar… —dijo, con la voz áspera por la deshidratación y la desesperación. Ella se giró. Su rostro, enjuto y gris, ya no mostraba el miedo que Miquel había visto antes del asedio, ni la furia, ni la tristeza que él había imaginado. Su rostro era un páramo desolado, un vacío inmenso. Y en el acto de mirarlo, fue como si ella estuviera mirando un pasado lejano, un recuerdo que no le pertenecía. —Se acabó, Miquel. —Su voz era plana, sin emoción, como si sus cuerdas vocales estuvieran ya consumidas por el hambre—. No hay nada que decir. Vete. El corazón de Miquel se encogió. —¿A dónde irás? —preguntó, con un nudo en la garganta. —No lo sé. —Ella se encogió de hombros—. Lejos. Donde no haya héroes ni mártires. Donde un pedazo de pan no cueste el alma.
No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, y el mío ya no puede más. Se dio la vuelta, el trozo de pan en la mano, y se alejó entre los andrajosos grupos de la gente que salía. Miquel se quedó solo, con la mirada fija en su espalda, en medio de las ruinas de Gerona. El silencio de la ciudad, un silencio de muerte y derrota, se hizo de pronto más aterrador que el estruendo de los cañones. Había creído que luchaba por el honor, por la patria, pero en la expresión de Pilar comprendió que había perdido la única batalla que de verdad importaba. No la de la ciudad, sino la de su corazón.
La guerra había terminado, pero su grito, el grito silencioso de todo lo que había perdido, lo acompañaría para siempre. Miró a los pocos niños que aún tenían fuerzas para corretear entre las piedras derruidas, a la gente que se amontonaba para recibir la ayuda francesa. En cada risa de niño, en cada muro reconstruido, en cada corazón que aún latía en Gerona, vivía una semilla de inmortalidad que trascendería las generaciones. Era la promesa silenciosa de que la vida siempre encuentra su camino, incluso en las cenizas..png)
El sacrificio de Gerona no fue inútil; sembró la semilla de una inmortalidad que, a pesar de los años, las promesas rotas y el olvido, florecería una y otra vez en el corazón de un pueblo que se atrevió a soñar con la libertad. La verdadera inmortalidad no se encuentra en las tumbas, sino en la memoria. Y Miguel, mientras tanto, sentía que lo había perdido todo, no solo al general Álvarez de Castro, sino a la mujer que se supone amaba o le ilusionaba, y más lo entendió cuando rebuscando por Gerona, vio lo que había sido la taberna de su madre completamente destrozada y en ruinas.
LA HERMANDAD SILENCIOSA
El coronel francés Vigny cabalgó lentamente por las calles empedradas y llenas de ruinas , sus ojos grises como el cielo invernal escudriñando los rostros y los edificios. No era una ciudad lo que pisaba, sino un osario a cielo abierto, un esqueleto de piedra mordido por la metralla y el hambre. El aire, espeso y quieto, era un sudario para los sentidos. El olor a cal viva se mezclaba con el de la carne en descomposición, un hedor dulzón y repugnante que se adhería a la piel y a la garganta. La pólvora húmeda, que aún se aferraba a las ruinas, añadía una nota acre a este perfume de muerte. Lo que quedaba de Gerona era un testimonio mudo del horror, una ciudad que, como un cadáver valiente, se negaba a morir del todo.
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Al pasar frente a lo que había sido El Racó de l'Esplai, una posada y burdel que se había convertido en un centro de resistencia y de rumores, Vigny vio a Isabel "La Leona" de pie en la puerta de su burdel que en medio de las ruinas todavía se sostenía en pie, gracias a sus grueso muros de piedra, aunque casi todo el tejado lo tenía derrumbado. Era una figura enjuta, demacrada hasta los huesos, pero con los hombros aún erguidos. Su cabello, ahora gris y sucio, caía sobre una frente marcada por la fatiga. Había sido una mujer de carnes generosas y risa fácil, una leona que había rugido en su territorio; ahora era una sombra, pero la mirada en sus ojos no era la de una víctima. Era un desafío silencioso, una dignidad inquebrantable que no se rendía ni siquiera en la derrota más abyecta. La supervivencia de Isabel no era heroica; era una práctica casi cruel, forjada en un lugar donde la intimidad se negociaba y la información era un bien tan valioso como el pan. Había convertido la supervivencia en un arma, y en su mirada, Vigny vio el reflejo de una inteligencia salvaje, una astucia que la había salvado de la aniquilación segura. Vigny desvió la vista, conmovido por su estoicismo. Era la derrota en su forma más pura: la de una mujer que había perdido todo, pero no su voluntad. Algunas de sus chicas estaban allí junto a ella contemplando la entrada de los invasores por la calle, y les dijo como otra lección más: "miradlos, que esos serán vuestros futuros clientes".
Más adelante, en la puerta del convento, la monja Lucía, con su hábito gris raído, sostenía en sus brazos un niño famélico, un bulto de huesos y piel que parecía a punto de desvanecerse. El rostro de Lucía, un lienzo de piedad, no mostraba ni odio ni reproche, sino una inmensa compasión universal que abarcaba tanto el sufrimiento de su propio pueblo como la humanidad silente de sus conquistadores. El terror y la furia de la guerra se habían desvanecido de sus ojos, reemplazados por una paz que solo puede nacer de la aceptación más absoluta. Lucía, con el rostro cubierto de hollín y las manos agrietadas, era el contrapunto perfecto de Isabel: una mujer que no había luchado con armas ni con astucia, sino con fe, salvando a los moribundos y a los niños..png)
Al llegar a la Catedral, transformada en un hospital-morgue donde el hedor a muerte se hacía insoportable, Vigny vio a un hombre de pie en la puerta. Era el Dr. Armand Dubois, un médico civil que hablaba un francés perfecto y que había vivido y ejercido en Gerona durante varios años, teniendo entre sus pacientes al mismísimo Álvarez de Castro. Vigny notó su bata, manchada de sangre y fluidos secos, y la profunda fatiga en sus ojos, que reflejaban la misma locura que él mismo había presenciado. Sus miradas se cruzaron en un reconocimiento mudo, una hermandad silenciosa entre dos hombres de razón que habían presenciado la locura absoluta. Dubois, un hombre de ciencia, cuyo conocimiento de la anatomía no le había preparado para el horror de la guerra, asintió apenas, una señal de una comprensión compartida de la barbarie.
—Me han informado de su excelente labor aquí, doctor. El General está en buenas manos, me dicen. —dijo Vigny, deteniendo su caballo y observando la fachada de la Catedral.
Dubois, un hombre que había perdido en Paris a su esposa de esta ciudad destruida veinte años atrás y que había hecho de su consulta un hogar solitario, negó con la cabeza lentamente. —Si se refiere a Don Mariano, sí, mejora. —Su voz era un susurro ronco, casi un suspiro—. A pesar de todo. No es lo que muchos se esperaban... A veces pienso que ha sido la providencia la que le ha dado el descanso que necesitaba. Tiene muchos paisanos que lo adoran, y cuando lo visité, me dijo que alguien le han dado un poco de caldo y pan, y eso le ha sentado mejor que los aires de guerra. Ahora come y descansa. El problema es el tifus, coronel. A él se le han ido las fiebres, pero a la mayoría no. Y si me disculpa, tengo una larga jornada. El tifus no distingue entre franceses y españoles.
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La conversación, breve y concisa, dejó a Vigny atónito y preguntándose quién dispondría de algo de comer para dárselo a Álvarez de Castro casi moribundo. Pero mejor era no saber nada, que al fín y al cabo, ese hombre de tanto coraje lo merecía, y lo mejor sería olvidarse de ello. Dubois, el hombre de la razón, había renunciado a su identidad, a su nacionalidad, a la idea de la victoria, para convertirse en un hermano de la humanidad. El horror de la guerra había borrado las fronteras, los rangos y las nacionalidades. El coronel se quedó inmóvil, observando al cirujano entrar de nuevo en la penumbra de la catedral, un hombre de ciencia que se había rendido a la fe en la bondad humana en medio de un infierno. Se preguntó si ahora con la PAX napoleónica, podría disfrutar de una vida más tranquila ejerciendo esa profesión que tan atrapado lo había tenido en los últimos meses.
LA NUEVA GERONA: LA UTOPÍA SOBRE LAS CENIZAS
Pocos días después de la capitulación, un tufo a cal viva y a ceniza flotaba sobre los techos hollinados de Gerona, un sudario invisible que se aferraba a cada piedra, a cada cadáver, a cada hálito de vida que aún se resistía. El coronel Vigny, impecable en su uniforme a pesar de la hecatombe, presidió una reunión por orden expresa de Augereau. El encuentro se llevó a cabo en una sala apenas reparada de la Casa de la Ciutat, iluminada por la pálida y trémula luz de las velas que parpadeaban con las corrientes de aire que se colaban por las oquedades de los muros. El aire estaba cargado, no solo por el olor a humedad y a escombros, sino por una tensión helada, un terror silencioso que no era provocado por fantasmas del pasado, sino por el espectro de un futuro impuesto, una visión que se construía sobre la desolación.
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Frente a Vigny, los pocos notables que aún podían tenerse en pie, demacrados, con los ojos hundidos en sus cuencas. Entre ellos, un aterrorizado Don Rafael de la Riva, cuya mano, que se aferraba con fuerza a un bastón de madera, temblaba incontrolablemente. La atmósfera era espectral. La victoria de los franceses no había traído la paz, sino una calma antinatural. Vigny no habló de castigos, sino de una nueva era, una que olía a progreso y a olvido.
—Caballeros —comenzó Vigny, su voz clara y desapasionada, resonando en el silencio como el filo de una guillotina—. El Emperador no desea la destrucción, sino el orden y la prosperidad bajo el manto del Imperio. Gerona será reconstruida, pero no como antes. Ya hemos dado las órdenes para que los escombros que aún contienen cadáveres sean retirados y enterrados en fosas comunes y con cal viva, como mandan los principios de la Ilustración, evitando así que los miasmas de las plagas sigan diezmando a lo que queda de vuestra población.Los notables se miraron entre sí, sus ojos revelando la pesadilla que vivían. Mientras la peste aún se extendía y los lamentos de los moribundos resonaban en la distancia, los conquistadores ya estaban planificando una utopía burocrática sobre un cementerio.
—Se creará una nueva junta municipal, afrancesada, compuesta por aquellos que demuestren lealtad y pragmatismo. Los viejos vicios, las viejas supersticiones, serán erradicados. Abriremos una escuela para enseñar a vuestros hijos el francés, el idioma de la razón y del progreso, y los principios de la Ilustración. Incluso podréis tener vuestra prensa.....¿cómo se llamaba la que teníais ?...¡Ah,..."La Gaceta de Gerona" me dijeron!,....la podréis volver a tener como cualquier otra ciudad del Imperio. Y tendréis libertad para escribir tanto en español como en francés. Napoleón desea que en el nuevo Imperio todos los ciudadanos como mínimo dominen el francés..png)
Vigny desplegó un mapa sobre la mesa, un mapa inmaculado que no mostraba ruinas ni sangre. Era una obra de arte cartográfica, un lienzo de líneas rectas y espacios vacíos, una promesa de orden sobre el caos. Un diseño racional y perfecto, sin los callejones serpenteantes de la Gerona medieval, sin sus plazas irregulares, sin el alma que ellos mismos habían borrado.
—Los ingenieros ya han trazado los planos. Reconstruiremos la ciudad siguiendo un modelo racional, con calles amplias, edificios modernos, una higiene que evite las plagas... Será una Gerona nueva, un faro de la civilización napoleónica en la puerta de entrada hacia España..png)
Los notables escuchaban en un estupor silencioso. La mano de Don Rafael, agarrada al bastón, se detuvo. No era la ruina lo que le aterraba, sino la perfección de aquel plano. Comprendieron, con un terror silencioso que les helaba la sangre, que el enemigo no solo quería su tierra, sino también su alma, su cultura, su identidad. El Sitio de Gerona no había sido una guerra por la posesión de un territorio, sino una guerra por la aniquilación de una esencia. Y ellos, los supervivientes, se enfrentaban a la peor de las derrotas: la de ver su alma resurgir del lodo, pero con un vestido ajeno. Esta sería la primera fase de la "Gerona Francesa", una ciudad renacida sobre los escombros, pero despojada de su esencia, una victoria que trascendía lo militar para adentrarse en lo espiritual.
EL EPITAFIO DEL SACRIFICIO
Reducido el saqueo del primer par de días y pasando a una ocupación metódica que continuaba bajo un cielo plomizo, en una esquina de la plaza de la Catedral, un gesto minúsculo se erigió como la primera piedra de la reconstrucción, no de los muros, sino de la esperanza. Sor Emilia, con la monja Lucía a su lado, aún sostenía en sus brazos al niño famélico, una criatura de hueso y piel que parecía un epitafio ambulante. El aire, pesado y frío, olía a los despojos de la guerra: a cal húmeda, a ceniza, a putrefacción, y a una tristeza tan densa que casi se podía tocar. Los supervivientes, sombras errantes, apenas alzaban la mirada ante el desfile sombrío de los franceses, sus uniformes azules y blancos, un contraste chocante con la palidez de la ciudad.
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Un soldado francés, un joven con el rostro marcado por la fatiga y una extraña tristeza en los ojos, pasó a su lado. Era Étienne, un granjero de Borgoña que había visto más muerte en los últimos meses que en toda su vida. Su fusil parecía un peso insoportable, una extensión de la culpa que le oprimía el pecho. Se detuvo, dudó un instante, y luego, con un gesto casi furtivo, extrajo un trozo de pan de su zurrón y se lo tendió a la monja.
No hubo palabras, solo una mirada de compasión, una chispa de humanidad que cruzó la inmensa distancia entre conquistador y conquistada. La mano de Étienne, áspera por el fusil y las marchas interminables, temblaba ligeramente al ofrecer la brizna de harina. Sor Emilia, por su parte, le devolvió una mirada de piedad, sin rencor, una mirada que parecía abarcar el dolor de todo el mundo, incluso el de aquel joven que no había elegido su destino.
Bajo la tela desgastada de su hábito, los dedos de Sor Emilia encontraron el rosario. No pronunciaba los misterios en alto, los desgranaba en silencio, dejando que la aspereza de cada cuenta le recordara un nombre perdido, una promesa rota, un grano de esperanza menos. Cuando el miedo era insoportable, el tacto de la cruz —ya gastada por el sudor y la ceniza— la sostenía anclada a una ciudad que se había negado a rendirse, aunque todas las plegarias se hubieran convertido en sollozos roncos.
Con una gracia que contradecía su extenuación, Sor Emilia tomó el pan, un fragmento de vida en medio de la muerte, y con un cuidado infinito, lo acercó a los labios agrietados del niño. El pequeño, con un gemido ahogado, comenzó a masticar lentamente, sus ojos grandes y sorprendidos por el sabor de aquel manjar, de aquella brizna de vida que hacía meses no probaba. Fue un acto minúsculo, apenas visible en el vasto lienzo de la destrucción. Pero en ese gesto, en esa pizca de humanidad, se sembró una semilla. No la reconstrucción de los muros, sino la de la esperanza..png)
El Dr. Dubois, que observaba la escena desde la entrada de la Catedral, sintió una punzada de esperanza que fue inmediatamente aplastada por la ironía que llevaba sintiendo varios días. La victoria de los franceses no había sido una conquista, sino la adquisición de un fantasma. A pocos metros, escuchó una conversación que heló la sangre que apenas le quedaba en las venas. El coronel Vigny, con el rostro grave, hablaba con otro oficial francés, el capitán Leclerc, su ayudante de campo.
—Ahora que Gerona ha caído —dijo Vigny, su voz cortando el aire gélido con la fría precisión de un estratega—, el camino está despejado. He recibido órdenes. Nos reunimos con el 3er Cuerpo. El general Suchet nos espera para marchar sobre Lérida. La clave es el movimiento, capitán. El Emperador detesta los asedios que se prolongan. Gerona nos ha retenido demasiado tiempo. Suchet vendrá unos días, Augureau se rumorea que el Emperador lo quiere mandar a Barcelona, luego regresamos otra vez a la batalla.
Dubois sintió un escalofrío. La terrible verdad estratégica resonó en su mente: el sacrificio de Gerona, ese infierno de siete meses, no había sido un fin en sí mismo. Había sido la llave que había abierto la puerta a nuevas conquistas. Gerona había sido asediada, sus gentes diezmadas, su espíritu roto, pero su caída solo servía como un sangriento peldaño para la inexorable marcha del Imperio. Un peón sacrificado para que el rey pudiera avanzar. El teniente Miquel Ferrer, el niño, Sor Emilia, Isabel “La Leona”, el obispo Pedro Valero, la novicia sor Teresa, el maestro Fray Raimundo, los generales Juan Julián Bolívar y Álvarez de Castro... todos ellos eran parte de una historia, un relato, un epitafio..png)
La vida, a pesar de todo, se abriría camino, pero la caída de su ciudad sería recordada como el sangriento preludio de una victoria mucho mayor. La ironía de su sacrificio era un amargo epitafio. En cada risa de niño, en cada muro reconstruido, en cada corazón que aún latía en Gerona, vivía la semilla de una inmortalidad que trascendería las generaciones, pero su sacrificio sería el sangriento peldaño de la inexorable marcha del Imperio.
EL CÍNICO EPITAFIO DE UN HÉROE
La caída de Gerona no fue el final del desafío, sino el primer capítulo de un martirio político cuidadosamente orquestado. El General Mariano Álvarez de Castro, el hombre que se había negado a arrodillarse ante el Imperio, había sido liberado del infierno del asedio solo para ser entregado a una prisión más oscura, más insidiosa.
Para Napoleón, era un prisionero de guerra que se había convertido en una espina irritante, un símbolo peligroso que, si era liberado, podría avivar aún más la llama de la resistencia española. Por lo tanto, debía ser neutralizado. Su cautiverio, lejos de ser el fin de su insurrección silenciosa, se convertiría en el acto final que consolidaría su leyenda, sellando su martirio y transformando su destino en la última victoria moral, la más perdurable.
Mientras la noticia de la capitulación de Gerona llegaba a los salones de la Junta Central en Sevilla, los prohombres del gobierno provisional español, con sus trajes de seda y sus manos pulcras, la recibieron con una mezcla de consternación y un cínico alivio. El sol de la mañana se filtraba por los altos ventanales de la sala de reuniones, dorando el polvo suspendido en el aire y reflejándose en las hebillas de plata de los zapatos. Era una luz cálida, ajena al frío del hambre y la muerte que se cernía sobre Cataluña.
El General Eguía, un militar de carrera cuya fe en el valor de la tropa seguía intacta, rompió el silencio.—La resistencia de Gerona será recordada como un ejemplo de la nobleza del carácter español. El General Álvarez de Castro…
—¡Un ejemplo de qué, General! —espetó el anciano vocal por León, don Pedro de Silva, interrumpiendo a Eguía con un gesto impaciente de su mano. El anciano era una figura encorvada y seca, un arrugado pergamino de la vieja política española. Su voz, quebrada y seca por la edad, sonó como el roce del papel—. ¿Un ejemplo de la nobleza de una nación que dejó morir de hambre y de peste a sus propios hijos?.
Un silencio incómodo se instaló en la sala. Don Pedro se levantó, apoyándose en su bastón con un esfuerzo visible.
—¿De qué sirve la heroica resistencia, si las juntas regionales no enviaron ni un solo regimiento de socorro, si la logística falló, si los caminos están plagados de guerrilleros que se matan entre sí en lugar de luchar contra el enemigo?. Gerona ha caído por el heroísmo de un solo hombre y por el abandono de una nación. Ahora, su cautiverio será nuestro estandarte, pero su suerte es la prueba de nuestro fracaso.El anciano se detuvo un instante, su mirada penetrante recorriendo los rostros de los allí presentes.
—Álvarez de Castro será nuestro santo. Su prisión, el precio de nuestra desvergüenza. La gente lo llorará, se indignará, y olvidará que fuimos nosotros, la Junta Central, quienes no movimos un dedo para socorrerle.
El Marqués de la Romana, un noble de alta cuna, intervino con voz más pausada, buscando el consenso.
—El anciano tiene razón. La inacción de las juntas regionales ha sido un escándalo. Pero ahora no podemos rendir cuentas. Gerona ya es un mito. Un mártir como Álvarez de Castro... su cautiverio será un poderoso símbolo.
—Un cautivo que se convertirá en mártir —interrumpió Don Pedro con una risa amarga y fría—, con el que podremos inspirar a la nación, sin tener que rendir cuentas por nuestra vergonzosa inacción.
La Junta Central, en la opulencia de Sevilla, acababa de encontrar su coartada. El destino de Álvarez de Castro no sería el final de su leyenda, sino el comienzo de su mito, un mito que se construiría sobre la inacción y la traición de aquellos que se suponía que debían salvarlo.
EL ÚLTIMO DESAFÍO
Un día, en la desolación de Gerona, una figura conocida se acercó al lugar de la Casa dels Pastors, el antiguo cuartel general, donde el General Álvarez de Castro se encontraba custodiado y curando su enfermedad. Era Isabel “La Leona”, con el rostro afilado por la hambruna de la guerra, pero con los ojos aún llenos de una determinación felina. Llevaba en las manos una cesta cubierta por un paño, cuyo aroma a comida casera hizo que las tripas del General, consumidas por la fiebre y la debilidad, rugieran de hambre. Los guardias franceses, que toleraban las visitas, permitieron su paso con una mezcla de curiosidad y desdén.
—General —dijo Isabel, con una reverencia que no correspondía a su clase, sino al profundo respeto que le tenía—, me enteré de su estado y le he traído algo. No es mucho, pero es lo único que me queda. Me alegro mucho de que al final haya decidido no morirse. Creo que Dios le quiere mucho más de lo que yo le quiero a usted.
Álvarez de Castro la miró, sorprendido. Le unía ya cierta complicidad, una de las figuras más enigmáticas de Gerona, la mujer del burdel que tanto le había ayudado con el asedio de Gerona, que se dignó a visitarle cuando se estaba muriendo, que le envió esta maravillosa cantante que tan bien le hizo sentirse aún estando a las puertas de la muerte. A pesar de su debilidad y la fiebre, le hizo un gesto para que se sentara a su lado. —Isabel… ¿cómo... cómo es que tú, de entre todos los que he conocido, te atreves a venir a verme aquí cuando ya tenemos aquí a los gabachos?.
—Porque los valientes no se olvidan, General —respondió ella, descubriendo la cesta. Dentro había un trozo de asado de conejo, envuelto en hojas, y una hogaza de pan recién hecho—. Aquí tiene. El último conejo de mi corral. La carne es para que la coma ahora, y los restos, para que haga un caldo. Le ayudará con la fiebre. Y el pan... lo he horneado yo misma, con el último puñado de harina que tenía.
El General no pudo evitar las lágrimas. Cogió la comida y le dio las gracias. —La ciudad... ¿cómo está la ciudad, Isabel?
—Vacía, General —dijo con un suspiro amargo—. Pero la gente... la gente ha puesto banderas españolas por todas partes. Para que los gabachos no olviden quién es el dueño de esta tierra. En cuanto a mí... mi burdel sobrevivió. Los dos sótanos de ochocientos metros cuadrados me sirvieron para esconder a buena parte de mis chicas y a mi propia gente para evitar que los gabachos nos violaran. También tenía un huerto y un corral secretos en un compartimento oculto, pero las provisiones se han agotado. Nos queda un cinco por ciento. Yo también me he quedado en los huesos, por lo poco que comía. Creo que nos hemos salvado porque no es sanguinario Augereau quien manda, sino otra persona afín a Napoleón, un tal Suchet, y algunos oficiales franceses que se les nota bastante civilizados, a pesar de lo muy mal que ellos también lo han pasado.
—Y ahora, ¿qué harás? —preguntó Álvarez de Castro, sintiendo una profunda pena por ella.
—Reconstruir, General. No conozco otra forma de ganarme la vida. Las chicas que sobrevivieron me ayudarán, y reconstruiremos el burdel de la nada si hace falta. No puedo hacer otra cosa que seguir adelante.
El General la observó. En esa mujer, consumida por el hambre pero con una voluntad de hierro, veía el verdadero espíritu de Gerona, una ciudad que se negaba a morir y de nuevo iba a emprender, a resurgir otra vez, porque aquello era tierra de gente valerosa y trabajadora a la vez, y así era el carácter de los gerundenses. Le dio las gracias por la comida y por su visita, sintiendo que un poco de la dignidad que había perdido en el camino se le había devuelto.
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Pocos días más tarde, el viaje fue una odisea de humillación, un calvario de la victoria sobre la dignidad. Era la noche del 21 de diciembre y el aire helado de Gerona mordía la piel, cargado con el olor a ceniza, a madera podrida y a la dulzona fetidez de los muertos que todavía no habían sido retirados. Aislado de sus hombres, el General Álvarez de Castro fue sacado del infierno del asedio y conducido a un carruaje custodiado por gendarmes de la Guardia Imperial. No era un traslado, sino una procesión de la derrota. A su lado, el Obispo de Gerona Pedro Valero y el asistente del obispo, el canónigo y el capellán Sebastián Bataller, compartían su suerte. El paisaje de Cataluña, que había defendido con la fiereza de un león herido, se deslizaba por las ventanas como un fantasma de un pasado irrecuperable.
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El General, débil y consumido por la fiebre, se acurrucó en su asiento, su cuerpo un esqueleto de dolor que tiritaba bajo el peso de su uniforme y de una derrota que no se atrevía a aceptar. Su mirada, antaño firme, estaba perdida en el crepúsculo. A su lado, el Obispo rezaba en silencio, sus labios secos moviéndose en un rosario de súplicas. El canónigo, un hombre de letras que había visto su mundo de conocimiento reducido a escombros, miraba el paisaje con una mirada vacía, como si su mente se hubiera rendido antes que su cuerpo. Solo el capellán Bataller tenía los ojos fijos en el camino, su rostro una máscara de determinación. Eran las tres caras de la resistencia: la fe silenciosa, la rendición intelectual y la obstinada voluntad. Bataller, un hombre acostumbrado a las penurias y a las batallas de la fe, parecía el único con la fuerza para seguir adelante, una columna de acero en la desolación.
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La primera parada fue la fortaleza de Sant Ferran, en Figueres, un coloso de piedra diseñado con la precisión matemática de Vauban para ser inexpugnable. El coronel Vigny, que había estudiado la obra del famoso ingeniero militar francés, sabía que Sant Ferran era el pináculo de la ingeniería militar de la época, una prisión y una fortaleza en una sola. Era la perfecta jaula de hierro para el león de Gerona. Los franceses, que no podían perdonarle su tenaz resistencia, le negaron hasta la ración de alimentos que su estado requeriría. Era un castigo por el desafío, una humillación que esperaban que lo quebrara antes de que lo mataran. No cabía sospechar que ese cruel maltrato era debido a órdenes de Augereau.
La celda que le asignaron no era una celda común de prisionero de guerra, sino una mazmorra sombría, en las entrañas de la fortaleza. El aire estaba viciado y húmedo haciendo un frío fuerte, y el olor a moho y a suciedad golpeó a Álvarez de Castro como un puñetazo en el estómago, aunque ya lejos al olor de putrefacción de Gerona que tuvo que soportar los últimos meses. A pesar de su debilidad física, se irguió con una dignidad que sorprendió a sus captores y lanzó una pregunta que resonó en el silencio del pasillo como un grito:.png)
—¿Es este el sitio correspondiente a un General?. ¿Y son ustedes los que se precian de guerreros?. Si alguna vez ven a Napoleón Bonaparte, por favor, dígaselo de mi parte.
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La pregunta no era un ruego, sino un desafío a su sentido del honor. En un mundo donde los códigos de honor y las leyes de la guerra lo eran todo, el general les estaba preguntando si su victoria era lo suficientemente noble como para concederle a un hombre la dignidad de su rango. Los carceleros, acostumbrados al resentimiento y el odio, se quedaron mudos, sorprendidos por la audacia de un hombre que, incluso al borde de la muerte y muy enfermo, se negaba a doblegarse. El silencio de sus captores, un silencio de piedra, fue la confirmación de la burla. El coronel Vigny, que observaba la escena, sintió un escalofrío en la espalda. En ese momento, comprendió que la victoria de los franceses no era tan gloriosa como la dignidad de un hombre que se negaba a rendirse, incluso cuando ya había perdido la batalla. El el mariscal Augereau no le consentía las comodidades y privilegios que merecía el rango de Don Mariano Álvarez de Castro.
Por lo menos pronto le destinarían a Lérida, bajo las órdenes del general Suchet, un hombre mucho más justo, piadoso, y civilizado de lo que en comparación podría ser el mariscal Augereau. EL ÚLTIMO ECO DE LA VOLUNTAD
El fin del Sitio no llegó con una rendición honorable en campo abierto, sino con el crujir de una puerta que cedía ante la fuerza bruta. En la pequeña habitación donde la fiebre devoraba al General Álvarez de Castro, el tiempo se había detenido en un goteo lento y febril. Un olor a enfermedad, a medicinas rancias y a la humedad de un cuerpo que se niega a morir, flotaba en el aire. De pronto, la puerta se abrió de golpe, y el ruido de las botas francesas rompió el silencio. El Teniente Coronel Vigny entró, seguido por varios soldados, la victoria grabada en sus rostros con una mezcla de cansancio y burla. Al ver al General, postrado en la cama, apenas una sombra de su formidable yo, el triunfo perdió su sabor.
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El Obispo Pedro Valero, que había regresado a Gerona tras un acuerdo con el alto clero y los ocupantes, había conseguido que se permitiera al canónigo y capellán Sebastián Bataller acompañar al General. La Iglesia, con sus influencias y sus símbolos, seguía siendo la única institución capaz de suavizar la dureza de la guerra.
—Hemos de llevarle con nosotros, General —dijo Vigny, su español con acento francés sonaba tan afilado como el sable que colgaba de su cintura.
Álvarez de Castro, con un esfuerzo sobrehumano, abrió sus ojos, dos brasas aún encendidas en la ceniza de su rostro. No contestó. La debilidad le robaba las palabras, pero no su dignidad. Vigny, tal vez impresionado por la tenacidad de aquel hombre, o quizás por órdenes del propio Augereau, hizo un gesto con la mano.
—Al General se le concede el privilegio de llevar a un hombre con él. Un ayudante que le asista.
La elección estaba decidida de antemano. En la penumbra de la estancia, Sebastián Bataller, de sotana ajada y manos huesudas, dio un paso al frente. Sus ojos, firmes pero compasivos, se encontraron con los del General. Álvarez de Castro le devolvió una débil inclinación de cabeza. No había palabras, pero aquel gesto era un reconocimiento solemne: Bataller sería su sombra, su último sostén en el camino hacia el cautiverio.
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El viaje, que antes era una odisea de humillación, se convirtió en un calvario compartido. La calesa, con su traqueteo seco y monótono, era un ataúd en movimiento. A su lado, Bataller rezaba en voz baja, intercalando susurros de consuelo con gestos torpes pero constantes de cuidado: sostener la manta, limpiar el sudor, acercar agua. No era un soldado ni un ayudante de armas, pero su fe lo volvía fuerte. El aire helado del invierno se colaba por los cristales rotos, mezclándose con el olor a tela vieja y el sudor de la enfermedad.
La comitiva cruzó la frontera. El paisaje, ahora salpicado de aldeas francesas y campos desolados, no le ofrecía consuelo. En la ciudad de Narbona, la calesa se detuvo en un cuarterón, un edificio austero con el olor a pan recién horneado y a tabaco francés. Fue allí, en un corredor estrecho y lúgubre, con las paredes de piedra rezumando humedad y la luz de una farola parpadeando en la lejanía, que la cruda realidad de su cautiverio los golpeó con toda su fuerza..png)
Bataller, que había sido el testigo espiritual de la resistencia de Gerona, era ahora el testigo íntimo de la agonía de su general. Se inclinó sobre él, murmurando una oración en latín, con la esperanza de que un último aliento de aire puro le diera un poco de vida. Sus ojos se encontraron. No había necesidad de más palabras. Todo el dolor, la fe y la lealtad se comunicaron en esa mirada..
Álvarez de Castro, consciente de lo que les esperaba, susurró, su voz apenas un hilo roto por la enfermedad.
—Mientras no me lleven al Castellet...
Bataller asintió con solemnidad, apoyando su mano sobre la del moribundo, como si jurara ante Dios mismo. El Castellet de Perpiñán no era un simple calabozo, sino un agujero inmundo, un lugar donde Francia quería enterrar la memoria de los héroes. Y aquel gesto, silencioso y firme, fue el último pacto entre el general y su capellán: que la verdad de Gerona no sería olvidada.
EL ÚLTIMO GRITO DEL HONOR
El viaje de regreso a la prisión de Figueres fue una agonía prolongada, un rosario de humillaciones. La calesa, con su traqueteo seco y monótono, arrastraba el cuerpo del general a través de un paisaje que había defendido con su propia vida. El aire, que en Gerona olía a muerte, aquí olía a cal y a tierra húmeda, una nueva fetidez para un hombre que se estaba pudriendo por dentro. La fiebre, esa bestia que ya lo había devorado, no le daba tregua otra vez. Su cuerpo, reducido a casi un esqueleto, ardía y tiritaba al mismo tiempo.
En la bruma de su delirio, la mente de estratega, que una vez había trazado barricadas y defensas, ahora vagaba sin rumbo. Las laderas del monte Montjuic se mezclaban con las caras de sus hombres, los gritos de la batalla se transformaban en las lúgubres lamentaciones de los enfermos. Eran alucinaciones, sí, pero su realidad no era menos terrible. Tanto tiempo de delirios y enfermo, decían mucho del hombre de gran resistencia física que había sido.
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Su primer destino fue el castillo de Sant Ferran, un coloso de piedra en Figueres. Pero allí no halló el descanso prometido, ya que fue sacado de nuevo y llevado al Castellet de Perpiñán, un agujero inmundo, tan sólo para un breve encarcelamiento. Este lugar, una cripta para los vivos, era un sitio reservado para aquellos a los que se quería borrar de la faz de la tierra. El olor a moho, a excrementos y a desesperación lo golpeó como un puñetazo en el estómago, más brutal incluso que el tufo de la podredumbre de Gerona, pues este era un hedor de muerte intencional.
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Fue allí, en las entrañas de esa fortaleza, con la poca luz de las antorchas lamiendo los rostros de sus captores, que la dignidad de un hombre herido se alzó por última vez. Sus piernas, que apenas podían sostenerlo, se irguieron. Sus ojos, dos brasas aún encendidas en la ceniza de su rostro, perforaron la mirada de los gendarmes franceses. Su voz, ronca por la enfermedad y el hambre, resonó en la oscuridad, un desafío que resonó en el eco de piedra de la mazmorra.
—¿Así trata Francia a un general enemigo?. ¿Encerrarlo en la miseria de este muladar, como si la grandeza de una causa pudiera mancharse con el barro de una celda?. Si esta es su justicia, es una justicia indigna de un pueblo que se dice civilizado. ¿Me han oído, gabachos cobardes?.
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No era una súplica, sino una última bofetada moral a la victoria de sus enemigos. Los gendarmes, acostumbrados a la rendición y a la humillación, se quedaron helados y avergonzados. La pregunta del general no exigía una respuesta, sino que los obligaba a mirar el abismo entre su victoria brutal y el honor que decían defender. El silencio de sus captores fue su respuesta, la admisión de que incluso en la victoria, habían perdido la batalla del honor. Fue el último grito de un león enjaulado. Pero para los gabachos, las órdenes del cruel Augereau eran las órdenes.
Pocos días después de ser devuelto a la fortaleza de Sant Ferran su cuerpo ya no tenía la fuerza para seguir luchando. La noche entre el 21 y 22 de enero de 1810 cayó sobre Figueres, una noche densa y silenciosa, preñada de un horror invisible. El capellán Sebastián Bataller, con el corazón encogido por un presentimiento, se abrió paso hasta su celda. El olor a muerte y a paja húmeda se aferraba a todo. Allí, en un camastro, encontró a Álvarez de Castro. Su cuerpo yacía rígido, inerte, la piel de un semblante amoratado, los ojos abiertos y vidriosos, fijos en el techo, como si todavía miraran a las estrellas, o a un cielo que ya no era de este mundo. No había heridas externas, ninguna marca visible de violencia, pero un rictus… una mueca de agonía y desafío aún impresa en sus labios. No era una mueca de sufrimiento, sino de victoria, una última burla a sus captores, una victoria moral congelada en la muerte.
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El capellán cerró los ojos y se inclinó, su frente casi tocando la del general. "Dios mío, acógelo en Tu seno", susurró, su aliento empañando el aire frío. "Ha librado el buen combate. Requiescat in pace, mi general. Por el amor de Cristo, que al menos encuentre en el cielo la paz que le negamos en la tierra".
Mientras un pequeño grupo de prisioneros españoles se preparaba para enterrar el cuerpo con la dignidad que merecía, unos soldados franceses se acercaron con la intención de despojarlo de la sábana que lo cubría. Los ojos del capellán, llenos de dolor y de furia, se alzaron. Se interpuso entre el cuerpo del general y los soldados, su figura erguida y desafiante. Bataller, un hombre que se había pasado la vida predicando la paz, se convirtió en una muralla de fe y de rabia.
—¡Deténganse! —rugió, su voz resonando en el patio, su cruz alzada como una espada—. ¡Hasta las fieras respetan los cadáveres!. ¡Si le quitan la sábana, lo envolveré en mi propia capa pluvial!.
La autoridad moral del capellán, su indignación y su valor, fueron tan abrumadores que los soldados, avergonzados, se retiraron. Había logrado que el enemigo le concediera, al menos en la muerte, la dignidad que no le había otorgado en vida. El cuerpo del general fue enterrado en una fosa común, un lugar sin nombre ni gloria.
La causa oficial de la muerte, según el parte médico francés que se escribiría y sería enviado a París, sería "fiebre pútrida", la misma que había diezmado Gerona, una conveniente excusa para la posteridad. Pero el capellán Bataller, con su testimonio, había dejado claro que la muerte de Álvarez no fue el final natural de una enfermedad. Fue un asesinato de estado, el último acto cobarde de un imperio que no pudo doblegar su espíritu en vida. El hombre había muerto, pero la leyenda de Álvarez de Castro, el inquebrantable, se alzaba, inmortal, forjada en la sangre de un mártir.
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El tiempo, ese incesante y cruel escultor de la historia, cinceló su paso sobre Gerona con la misma indiferencia con la que el río Onyar horadaba la piedra milenaria de sus cimientos. La guerra, esa bestia napoleónica, se había retirado de sus campos y sus ciudades. El invasor había sido finalmente expulsado, y la ciudad, cual ave fénix de pesadilla, carbonizada y rota, comenzaba su lento y doloroso resurgir de las cenizas. Un esqueleto urbano que intentaba vestirse de nuevo con la carne de la esperanza, pero cuyo corazón aún latía al ritmo de los gritos que no podía olvidar.
Años después, en 1816, el general Castaños ordenaría colocar una lápida conmemorativa en la celda donde murió Álvarez de Castro, pero la memoria era tan peligrosa para el poder como el hombre que honraba. Los franceses, que regresaron en 1823, la arrancaron en un acto de rabia impotente. Sin embargo, la lápida fue repuesta, y un monumento, pagado por el ayuntamiento de Gerona, se alzó sobre su tumba. Era el reconocimiento de la ciudad, un grito silencioso que no podía ser acallado.
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Pero la historia, como un implacable fiscal, dictaría con el paso del tiempo que el verdadero y trágico significado estratégico de su agonía no residía en el heroísmo del momento, sino en la terrible ironía del después. El sacrificio de Gerona no fue un fin en sí mismo, sino un sangriento peldaño en la inexorable marcha del Imperio. Un peón sacrificado para que el rey pudiera avanzar. Miquel Ferrer, el niño Pau, Sor Emilia, Isabel “La Leona”, el obispo Pedro Valero, la novicia sor Teresa de los Martires, el doctor Armand Dubois, el general Álvarez de Castro... todos ellos eran parte de un relato, un epitafio. Un epitafio que se convertiría en un mito, pero un mito que había nacido sobre la sangre de un mártir, un mártir que se convirtió en el grito silenciado de una victoria mayor, la de la libertad y el fin de la pesadilla napoleónica.
LA DEVESA: SEMILLAS DE RESISTENCIA Y OLVIDO
Pero volvamos otra vez a Gerona, al invierno de principios de 1810. La noticia de la muerte de Álvarez de Castro llegó como una bofetada helada, un susurro que viajó por callejones y plazas, saltando muros y barricadas invisibles. Álvarez de Castro, el inquebrantable, había muerto en Figueres. La ciudad, ya exhausta de tanto dolor, se quedó en silencio, como si toda la Gerona que aún latía hubiese detenido su aliento.
En un sótano con olor a alcohol y a carne, Isabel "La Leona" escuchó la noticia. Su rostro, curtido por la vida y el asedio, se contrajo en un gesto de dolor que nadie le había visto. Siete meses de horror, de bombas y de hambre, apenas no habían logrado arrancarle una sola lágrima. Pero la muerte de Álvarez, la noticia de que su protector, el hombre que le había devuelto un motivo para luchar por Gerona, ya no respiraba, la hizo sentirse rota y destrozada por entero. Las lágrimas le corrieron por las mejillas como dos ríos desbordados, un torrente salobre que le quemaba la piel.
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Álvarez había sido para ella la figura paterna que nunca tuvo, un raro ejemplo de hombre de honor y de fe en un mundo de bestias. La admiración que le profesaba era más profunda que el amor. Se quedó allí, en la penumbra, entre barriles de vino y el olor rancio de las conservas, un 5% de sus reservas de víveres aún ocultas, y se preguntó si la resistencia, si el sacrificio de aquellos meses, había tenido algún sentido. Pero la vida tenía que seguir y recomenzar de nuevo, como ya le explicó al propio Álvarez de Castro, prostrado muy enfermo en su cama, que emprendería de nuevo tras el alto el fuego gabacho. Ella era mujer de iniciativa y acción, como algo que hubiera aprendido por instinto.
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Unos días después, el silencio público se rompió con el primer debate de la nueva junta municipal títere de los franceses. Todavía, desde sus ventanales, los concejales podían ver las tiendas de campaña del ejército francés entre montones de escombros de por medio , asentado en los campos exteriores, como una constante y muda amenaza. El primer tema en la agenda no fue la reconstrucción, sino el sombrío negocio de la muerte: el reparto de los escasos alimentos y medicinas, el inventario de los heridos y, sobre todo, la necesidad de enterrar a los miles de cuerpos que aún yacían bajo los escombros y en fosas comunes. Era una labor espantosa, pero urgente, y en esto estaba lo de ser edil y comprometerse con el ayuntamiento.
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Una vez despachado el lúgubre asunto de los muertos, el nuevo alcalde afrancesado ( que era el antiguo corregidor) puesto por Suchet, un hombre de negocios cuyo miedo a la hambruna superaba su amor por la patria, cedió la palabra a Monsieur Darquier, el ingeniero civil en jefe que había venido con los franceses y que entendía bastante de jardinería, hasta el punto que era una de sus pasiones no aprovechadas, pero que ahora tendría oportunidad. Darquier, un hombrecillo enjuto con la pasión de un botánico, tenía un rictus de impaciencia. Para él, aquellos trámites sombríos eran una distracción. Su proyecto, en cambio, representaba el futuro, el progreso, el orden sobre el caos.
—Messieurs —comenzó Darquier, desplegando con un gesto teatral un enorme plano sobre la mesa—. La Devesa. El futuro corazón verde de su ciudad, Gerona. Los Sitios la han despojado de su protección natural, convirtiéndola en un páramo de desolación, pero esto es una oportunidad. No será solo un parque muy bonito, sino un símbolo de lo que representa la hermosura y el progreso. Su Majestad Imperial, el Emperador Napoleón, quiere que Gerona sea un faro de progreso ejemplo para el resto de España. Este parque les hará sentir señores, señores de su propia tierra. Pondremos bancos para el descanso, y crearemos amplias avenidas para que puedan pasear, a pie o a caballo cuando con trabajos vuelvan a ser señores, a sentirse herederos de los hidalgos de este país que es España y que ahora es parte del Imperio Francés, con la frente alta. Será un lugar donde los escolares hagan excursiones y se fomente el compañerismo. Habrá canales, y también fuentes para beber o recoger agua..png)
Se detuvo para tomar aliento, sus ojos brillando con el fervor de un visionario. El plan de Napoleón, susurraban en el consistorio, era ambicioso. Se hablaba de una España regenerada, con nuevas técnicas de agricultura, de carreteras, puentes y nuevas industrias, que uniría toda la red comercial con la que se beneficiarían todas las naciones del Imperio cada una aportando lo mejor de sí mismas. Se hablaba de un futuro de prosperidad y de una Europa unida bajo el mismo Imperio común. Para los que lo oían, el proyecto del parque no era solo un jardín, era un eslabón en la cadena de un imperio que prometía civilización.
—No será un parque como el de Versalles, por supuesto —continuó Darquier, con un tono condescendiente—, pero será el más grande de toda Cataluña, Aragón y Valencia. Las demás ciudades les copiarán. Y de momento dará trabajo a los gerundenses más necesitados, con el apoyo de generosas aportaciones de los notables y de la Iglesia, preceptora de muchas rentas, que espero que estén por esto que igualmente es para su propio beneficio. Una vez que termine la guerra, el plan económico de Su Majestad Imperial, con mejoras en la agricultura, el fomento de la industria y el comercio con el resto de la Europa Imperial, traerá una prosperidad fuerte y abundante como nunca hubo antes. Y esto conllevará la creación de más escuelas, como las que ya se están desarrollando en Francia. Napoleón quiere mejorar las condiciones de vida de todos, y que perciban más libertad y más justicia en todo el Imperio, dejando atrás el Antiguo Régimen, que venía con muchas trabas feudales, vestigios de una época que España tiene que empezar a superar. Napoleón quiere terminar con la superstición y la ignorancia, causantes de muchas desgracias. Nos lo comentó en persona, a grandes rasgos, en un encuentro que tuvimos..png)
La propuesta fue aprobada, pese a la lógica desconfianza inicial, y al enorme sentimiento de profunda tristeza por cómo había quedado y lo que era de momento Gerona. La reconstrucción de Gerona no comenzó con el ladrillo y el mortero, sino con la tierra, y lo demás tampoco tardaría mucho en iniciarse. Y el lugar elegido fue la Devesa, el campo de batalla donde miles de almas, tanto locales como forasteras, habían librado el buen combate.
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El paraje era un espectro de sí mismo. Los combates habían convertido la arboleda en un campo de muñones calcinados, de troncos partidos y ramas desgarradas. El suelo, removido por los obuses y pisoteado por miles de soldados, era un lodazal helado donde aún asomaban los restos de pertrechos militares. Sobre esta tierra de duelo, Monsieur Darquier desplegaba sus planos sobre una mesa de campaña, ajeno al dolor que lo rodeaba, con la misma fría eficiencia con la que un cirujano traza la línea para la amputación. A su lado, un grupo de gerundenses, reclutados a la fuerza, le escuchaban con una paciencia pétrea. Entre ellos estaba Esteve, el viejo maestro de obras, cuyas manos, que habían levantado murallas, ahora sostenían una pala para servir al enemigo.
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—Orden, Messieurs, orden —decía Darquier, con un entusiasmo que parecía obsceno, señalando las hileras de pequeñas estacas clavadas en el fango—. Estos son los cimientos de la nueva Gerona.
Esteve miró al francés y luego a sus hombres. Sus rostros estaban cerrados, sus ojos vacíos. No veían un parque. Veían una profanación. Veían a los conquistadores dibujar sus jardines sobre la tierra que aún guardaba la sangre de sus hijos y hermanos. Cada estaca clavada era una pequeña bandera enemiga. Cada árbol que plantaran sería un monumento a su derrota. El único sonido era el de las palas mordiendo la tierra helada, un sonido hueco, sin esperanza, como el de una tumba que se abre. Cuando el hoyo estuvo listo, Darquier se acercó con el primer esqueje de Platanus hispanica a plantar, un tallo frágil y desnudo.—Este es el principio —dijo con solemnidad—. Un símbolo de la vida que renace.
Esteve miró aquel palo insignificante en medio del fango y no vio un símbolo de vida. Vio un trozo de madera inerte, plantado por la mano de un extranjero en una tierra que ya no les pertenecía.
Y comprendió que había muchas formas de conquista, y que la más duradera no era la que se imponía con el cañón, sino la que, con una sonrisa de progreso, intentaba redibujar el paisaje de tu memoria, borrando el pasado para imponer un futuro ajeno.
EL VIRREY Y LA GEOMETRÍA DEL OLVIDO
El hedor de la derrota impregnaba los muros de Gerona, un miasma de polvo de cal, de azufre y de putrefacción que la brisa helada del invierno de principios de 1810 no lograba dispersar. Pero para el general Louis Gabriel Suchet, el hombre que había logrado el triunfo donde sus predecesores, Duhesme y Saint-Cyr, habían fracasado, no era el aroma del fin, sino el perfume de la victoria metódica. Suchet no era un mero soldado; en su mente se gestaba un tipo de ambición diferente, más sutil y profunda que la de sus generales rivales.
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Él era, para usar una analogía que él mismo no habría desdeñado, un estratega de la razón y el orden. Veía la conquista no como un fin en sí mismo, sino como el primer paso hacia una administración eficiente y rentable del territorio. Su mirada no se detenía en las ruinas, sino en la red de caminos que debían ser reconstruidos, en el potencial fiscal de una provincia, en la necesidad de imponer un orden imperial que justificase el inmenso coste humano y material de su victoria arrebatada a Augureau.
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En el Palacio del Obispo, reconvertido en su cuartel general, el Virrey Suchet analizaba los informes financieros y de ingeniería con la misma meticulosidad con la que había planificado la voladura de las defensas. La sala, antaño un espacio de devoción, era ahora un laboratorio de la razón militar, iluminada por la fría luz que se colaba por los ventanales rotos. Las estatuas de santos habían sido reemplazadas por pilas de mapas y documentos. A su lado, un ingeniero de la Grande Armée, un hombre menudo con gafas de montura de acero y dedos manchados de tinta, desgranaba los planos de la ciudad.
—La demolición, general, ha de ser quirúrgica —dijo el ingeniero, su voz tan precisa como sus cálculos—. No se trata de un acto de ira, sino de una inversión. Los Baluartes de la Reina y del Gobernador han de ser volados. Suetania y la Torre de los Alemanes, derribadas hasta sus cimientos. La zona de Mercadal ha de quedarse sin murallas que la rodeen. La obra es costosa, la pólvora no es barata, pero el coste de una nueva insurrección, de un nuevo asedio... ese es un precio que el Emperador no puede permitirse volver a pagar, y Juan Clarós domina montañas y bosques que rodean a Gerona, y el cual podría volver a reconquistar..png)
Suchet, con la mano posada sobre el mapa, asintió, su rostro una máscara de fría racionalidad. La decisión no era un acto de humillación, aunque así lo sintieran los gerundenses, sino un cálculo militar puro: asegurarse de que Gerona nunca más volviera a ser una espina en la garganta de su imperio. Una demolición "quirúrgica" que pulverizaría los puntos clave, un último acto de frialdad militar para evitar una nueva rebelión. El eco de las explosiones, que pronto resonaría en la ciudad, sería la última lección de la razón imperial sobre la obstinación.
Pero el general Suchet sabía que el desafío más grande no era demoler la piedra, sino conquistar el alma. Y el alma de Gerona era una obstinación silenciosa. Por eso, en los salones de la nueva "Prefectura del Departamento del Ter", un ensayo político se llevaba a cabo con una perversidad sutil. La prensa local, como La Gaceta de Gerona que volvía a estar tímidamente en circulación tras la capitulación, era bilingüe, un intento de domesticar el orgullo local con una pátina de modernidad imperial.
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Los viejos gremios fueron reorganizados, las leyes napoleónicas, impuestas. Para hombres como Don Rafael de la Riva, uno de los antiguos ediles municipales, ahora afrancesado, la vida bajo las nuevas normas tenía un cálculo cínico. ¿Qué era mejor?. ¿La caótica y corrupta administración de las Juntas españolas, o la férrea pero eficiente mano del Imperio, que, al menos, prometía orden y prosperidad?. La ocupación francesa no era una mera opresión; era un experimento político en el que los franceses buscaban convertir a la élite local, ofreciendo poder y estabilidad a cambio de lealtad.
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Pero la resistencia, como una fiebre latente, se mantuvo. En las callejuelas, las madres enseñaban a sus hijos las viejas canciones, aquellas que hablaban de una Gerona libre. Los ancianos contaban historias de la Gerona que fue, del valor indomable del difunto General Álvarez de Castro, al que ahora llamaban el León de Gerona. El eco de su nombre era un desafío. Aunque no estuviera, su espíritu seguía vivo. En el mercado, los viejos mercaderes se negaban a usar los nuevos pesos y medidas aunque al final la necesidad económica se impondría por sí sola, el catalán y el castellano seguían siendo los idiomas del alma, a pesar de los edictos bilingües.
Y en las montañas de Juan Clarós, los guerrilleros, una presencia invisible pero constante, no solo atacaban convoyes, sino que eran el símbolo de un alma nacional que se negaba a ser asimilada. Suchet lo sabía. Y por eso la demolición de las murallas, las mismas que tanto le había costado franquear, era la última lección para la ciudad: un muro de piedra se puede reconstruir, pero un espíritu roto es más difícil de sanar.
El día de la demolición, la ciudad entera pareció contener el aliento. Desde el interior de su burdel, Isabel "La Leona", con el dolor por la muerte de su protector aún fresco, vio la polvareda que subía desde las murallas, y volvió a los recuerdos de los terribles días de guerra, hace ya apenas unas semanas, cuando todavía Gerona era lo peor del infierno. .webp)
No eran nubes de polvo, eran el alma de la ciudad que se desvanecía. La primera explosión fue un trueno que hizo vibrar el suelo, sacudiendo los jarrones y haciendo caer el revoque de los techos. Las siguientes fueron aún más poderosas.
El alma de Gerona, se dio cuenta, nunca sería conquistada. Era una tierra de sangre, de recuerdos, de obstinación, una tierra donde la memoria era más fuerte que cualquier bomba o cualquier rey.
EL PAN Y LA BAYONETA
El invierno se había adueñado de Gerona con una tenacidad helada, envolviendo las cicatrices de la ciudad en un sudario de niebla y escarcha. Pero para el general Louis-Gabriel Suchet el aire en el Palacio Episcopal no era gélido, sino denso con el olor a cera de los mapas y el humo débil de la chimenea. Su mente, un mecanismo de precisión forjado en veinte años de campañas, no sentía el frío. Él no era como Augereau, el general de las brutales pasiones que había dejado una mancha de sangre sobre la ciudad. Suchet era un estratega de la razón y el orden, un contable de la guerra. Veía la conquista no como una mera victoria de las armas, sino como el primer paso hacia una administración eficiente y rentable del territorio.
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Semanas después de la capitulación, mientras el eco de la brutalidad de Augereau aún resonaba en las calles con el clamor mudo del dolor y el luto, Suchet realizó una inspección a pie por el devastado Barri Vell. No era una marcha triunfal, sino la fría evaluación de un arquitecto ante un problema de orden y logística. Lo acompañaban su joven ayudante de campo y el Capitán Grimaud, un hombre leal a los métodos de Augereau, cuyo rostro reflejaba un desdén apenas velado por la debilidad. A una distancia respetuosa, se arrastraba la figura obsequiosa y expectante del especulador Don Rafael de la Riva. Un maestro de la economía de guerra, un hombre que no había visto el caos del asedio, sino la oportunidad arriesgada; no la miseria, sino el mercado.
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A diferencia de lo que muchos creían, no había servido a Augereau, sino que había operado en las sombras durante el asedio buscando sobornar a algún alto cargo francés para obtener un salvoconducto a cambio de una fuerte suma de dinero. Sin embargo, la capitulación anticipada de Juan Bolívar dio al traste con sus planes. Su traición, de la que nadie había sospechado, ni siquiera el propio Álvarez de Castro o Isabel “La Leona”, no era un acto de deslealtad pasional, sino un cálculo de riesgo financiero, la simple apuesta de un hombre que veía el valor de la vida humana en el precio del grano.
La comitiva de Suchet se detuvo frente a un gran almacén aparentemente en ruinas. Don Rafael se adelantó, untuoso, con las manos frotándose nerviosamente, la piel de sus manos ásperas como lija.
—Mi general —comenzó, su voz una melodía falsa, empalagosa—, como le prometí al Mariscal Augereau, aquí está mi modesta contribución... un pequeño tesoro que supo encontrar la oportunidad donde otros solo vieron desgracia.
Pero al observar aquello, había algo que a Suchet le llamaba la atención, como si presintiera un doble fondo. Mandó abrir una puerta oculta disimulada de allí, que costó y al final cedió con un chirrido metálico. En el interior, un sótano se reveló, repleto de sacos de grano apilados hasta el techo, barriles de vino y aceite, y carne salada. El contraste entre aquella obscena abundancia y la desolación de la calle era una total afrenta moral.
Pero mientras Don Rafael presumía de su "previsión", la mirada de Suchet se detuvo en un rincón oscuro. Algo no cuadraba. Entre la pila de barriles, un trozo de tela oscura cubría lo que no eran víveres. La tela estaba arrugada, como si hubiera sido arrojada con prisa. Se volvió hacia Don Rafael, su rostro inexpresivo.
—¿Y qué oculta esa tela, señor de la Riva? —Su voz era un susurro gélido que helaba la sangre.
Don Rafael palideció, pero su sonrisa no se desvaneció. —Nada, general, solo viejos trapos... cosas sin importancia.
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Suchet no esperó a que terminara la frase. Con un gesto imperioso, ordenó a su ayudante que retirara el trapo. Debajo, no había más sacos, sino un tesoro impío: cofres de plata con cruces grabadas, cálices de oro arrancados de los altares de iglesias, joyas de familia y pequeños relicarios de marfil y ébano. Aquello no era un acto de comercio, era un acto de pillaje, de profanación. La máscara de mármol del general francés se tensó, y sus ojos se clavaron en los de Don Rafael. La ira que emanaba no era la furia ruidosa de Augereau, sino una fría y afilada furia que destilaba un desprecio absoluto.
—Así que esto... era su contribución —dijo, su voz un filo de acero. Luego, sin esperar respuesta, se dirigió a sus soldados—. Abran estas puertas, requisen todo este tesoro, que ahora pasará a las arcas Imperiales y el resto un 20% aproximado para el presupuesto del consistorio de esta desdichada ciudad. Se repartirá pronto esta comida. Ahora. Convoquen a los ediles, para que preparen un plan de reparto de toda esta comida entre los gerundenses más necesitados.El Capitán Grimaud, nervioso pero firme, intervino. —Mi general, con su permiso... El Mariscal Augereau dio su palabra. Estos víveres y estas... posesiones son la recompensa del señor De la Riva por sus servicios de espionaje y negocios del mercado negro.
Suchet se volvió hacia Grimaud, y su respuesta fue una lección magistral de realpolitik imperial, cargada de un profundo desprecio. —Capitán, ¡Vaya, yo no sabía que Don Rafael tuviera negocios e hiciera servicios de espionaje a Augereau!. De todos modos el Mariscal Augereau y yo no vemos la victoria de la misma manera. Él premia la traición a sus conveniencias. Yo la utilizo, pero la desprecio. Un hombre que deja morir de hambre, traiciona, y despoja de sus símbolos más sagrados a sus propios compatriotas por conseguir un salvoconducto como un cobarde desertor no es un aliado, es una alimaña. Y las alimañas, una vez han cumplido su propósito, se quitan de la circulación.
Su mirada se clavó en el aterrorizado Don Rafael, cuya sonrisa se había desmoronado en una mueca de ruina total.
—El Imperio, señor De la Riva, no se construye sobre la lealtad de los traidores, sino sobre el orden y, si es posible, el respeto de los vencidos. Su avaricia ha alimentado el fanatismo que ha costado la vida a miles de mis hombres, y además ha provocado una hambruna terrible entre sus compatriotas. Usted no es un amigo de Francia. Usted ha sido un enemigo de todos.
Don Rafael de la Riva se derrumbó. Ya no sabía qué iba a ser de él. La vida era un riesgo, como los negocios, y él había perdido y tenido mala suerte con este riesgo. Demasiado arriesgado,…..al final se descubrieron sus negocios sucios derivados de su falta de escrúpulos y de ética. Poco le había importado el patriotismo, puesto que su patria era el dinero que acumulaba, contante y sonante.
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Finalmente, se volvió de nuevo a Grimaud, y su voz adquirió un matiz de fría pedagogía. —Sé lo que piensa, Capitán. El Emperador envió aquí a su general más sanguinario para forzar la rendición o el exterminio. Y Augereau cumplió su papel con la brutalidad esperada. Pero no confunda la cólera del Emperador con su visión de futuro. Napoleón es un hombre civilizado. Él comprende que un imperio se sostiene con pan, no solo con bayonetas. Y le aseguro que, entre la palabra dada a un traidor y la oportunidad de alimentar a los hijos de sus enemigos, el Emperador, como cualquier buen gobernante, siempre escogerá lo segundo. Repartir esta comida no es un acto de caridad, Capitán. Es un acto de gobierno. Es demostrar a los gerundenses que nosotros traemos el orden, no el caos de la avaricia que este miserable representa. Es mostrarles que uno de sus más importantes prohombres de la ciudad los habría dejado morir, mientras que el Imperio, su conquistador, les da de comer. Esa es una victoria más duradera que cualquier brecha abierta en una muralla. Ahora, cumpla mis órdenes.
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Mientras los soldados, con una mezcla de sorpresa y urgencia, comenzaban a sacar los primeros sacos de harina, Suchet ordenó otra vez a su ayudante con más detalles: —Localice a los miembros del antiguo ayuntamiento que aún queden en la ciudad. No importa si son afrancesados o no. Ordéneles que formen un comité inmediatamente. Este comité será responsable de la distribución equitativa de todos los víveres y, también, de los bienes que este sujeto ha robado a la ciudad en un 20%, para los más necesitados. Quiero que el resto también sirva para los costes de la guerra de nuestro ejército, que han sido cuantiosos en dinero y en vidas de franceses.
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Los niños y otras figuras demacradas de la ciudad se acercaron con una mezcla de terror y una esperanza incrédula, mientras el primer puñado de grano caía en las manos temblorosas de una madre. El rostro de Don Rafael pasó de la codicia al pánico, y finalmente a la ruina total. Se le llevarían la fortuna que consideraba suya, y la humillación sería pública. El hombre que había querido ser rey de las ratas, se quedaba sin nada. Había diversificado su fortuna y sus medios de vida, pero ya no le quedaba nada, y era uno más como los demás, de los más miserables y pordioseros. O al menos así se mostraba en su teatralidad, pues todavía quedaba algo de su patrimonio esparcido y escondido en lugares que solo él conocía y nadie más. Era la previsión de los buenos especuladores que nunca acaban en la ruina cuando algo les falla.
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Siguieron los días de la demolición de las murallas, la ciudad entera pareció contener el aliento, pues ya no era peligroso y ya había paz. Desde el interior de su burdel, Isabel "La Leona", con dolor por la muerte de su protector aún fresco, vio la polvareda que subía desde los Baluartes. No eran nubes de polvo, eran el alma de la ciudad que se desvanecía en la brutalidad del invierno, y Suchet mataba sus defensas. Las primeras explosiones fue unos truenos que hicieron vibrar el suelo, sacudiendo los jarrones y haciendo caer el revoque de muchos techos que aún aguantaban. Las siguientes fueron aún más poderosas. El alma de Gerona, se dio cuenta, nunca sería conquistada, a pesar de destrozar la mayor parte de las murallas. Era una tierra de sangre, de recuerdos, de obstinación, una tierra donde la memoria era más fuerte que cualquier bomba o cualquier rey.
EL RENACER DE LOS ESCOMBROS
El pasado 12 de diciembre de 1809, el estruendo que había sido la única música de Gerona durante siete meses se extinguió, no con un rugido final, sino con un suspiro agónico, un silencio más sobrecogedor que el fragor de la batalla. La capitulación no trajo alivio, sino una quietud cargada de muerte. De los más de 15.000 almas que Gerona albergaba al inicio del asedio, apenas menos 4.000 deambulaban ahora por las calles, casi todos fantasmas demacrados y enfermos, con ojos perdidos por el horror. La ciudad, que había resistido con una tenacidad sobrehumana, había sucumbido no por la fuerza de las armas, sino por el hambre, el tifus y el agotamiento de un espíritu que, aunque inquebrantable, era mortal.
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La entrada de las tropas francesas tras la firma de la capitulación había sido un desfile macabro. Los soldados, con sus uniformes impolutos, marcharon por calles sembradas de escombros, entre edificios desdentados. El contraste entre la disciplina marcial del invasor y la desolación de la ciudad era una bofetada a la dignidad. El aire ya no olía a pan ni a vino, sino al hedor dulzón de los cadáveres sin enterrar y a la pólvora apagada. No hubo vítores ni lamentos, solo el silencio de los vivos, que pesaba más que las ruinas, y el eco de los muertos, que susurraban su reproche desde cada piedra. Las banderas españolas colgadas, aunque muy raídas, eran un indirecto indicador de que estas gentes todavía no habían sido doblegadas.
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El primer acto de ocupación después de las violaciones y saqueos que había consentido Augereau y que terminaron pronto por orden del alto mando francés, no fue una fiesta, sino un funeral masivo. Los supervivientes, exhaustos y demacrados, tuvieron que enterrar a sus muertos, una tarea que parecía que nono terminaba nunca. Las calles, antes barricadas de honor, se convirtieron en un laberinto de cascotes, y las murallas, orgullo y última esperanza de la ciudad, no eran más que un montón de piedras rotas.
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Entre las ruinas, un puñado de almas se aferraba a la vida, cada uno con sus propias heridas invisibles. Isabel “La Leona” había enterrado con sus propias manos a algunas las muchachas de su casa, y su burdel, que había servido como hospital, se había convertido en un refugio para huérfanos y ancianos. Aunque su negocio de placer había desaparecido, su astucia y su pragmatismo seguían intactos. La mayoría de sus chicas se habían salvado y, con el asedio terminado, Isabel las ayudó a limpiar y reconstruir el burdel, devolviéndole su viejo esplendor, tan solo para atraer a nuevos clientes: los soldados y oficiales franceses, junto con el resto de gerundenses que se pudiera permitir pagar esos servicios. El burdel se convirtió poco a poco en un oasis para el invasor y, para Isabel, otra vez en el medio de supervivencia de ella y sus chicas.
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El teniente Miquel Ferrer, el joven ayudante de Álvarez de Castro, había logrado sobrevivir al asedio y regresar a Gerona tras su fuga. Su admiración por el general, que había sido su motor durante la batalla, se había convertido en un peso insoportable. Al igual que a muchos otros supervivientes, los franceses lo obligaban a cargar piedras y reparar muros a cambio de un salario miserable, una humillación constante que, sin embargo, él convertía en un acto de resistencia silenciosa. Su madre, Rosa Puig, a quien Miquel creía muerta tras ver su taberna destruida, también había sobrevivido.
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Rosa ya no tenía el brillo vivaz en la mirada, pero su espíritu se negaba a romperse. Había comenzado a reconstruir Ca la Rosa y servía vino aguado a los soldados franceses mientras escuchaba sus conversaciones para recabar información valiosa para la resistencia. Por su parte, Sor Teresa, la monja enjuta, había convertido una casa derruida en un hospital improvisado, con el visto bueno del obispo. Como los monasterios de clausura se habían vuelto a cerrar por disposición de las Madres Superioras, ella curaba a los heridos que quedaban con los pocos recursos que tenía.
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La vida cotidiana en la Gerona ocupada se había convertido en un ejercicio de ingenio y humillación. Bajo el mando del ahora ascendido mariscal Suchet, los franceses iniciaron un proceso de reconstrucción, no por benevolencia, sino por pragmatismo imperial, aunque Suchet, en a comparación con Augereau era un hombre bastante justo y de maneras civilizadas que se guardaba al máximo de hacer que los gerundenses no se sintieran oprimidos ni humillados. Las tropas francesas necesitaban alojamiento, y la ciudad tenía que ser operativa en este sentido, aparte de ser la puerta de entrada a España por parte del nuevo Imperio Francés.
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Los gerundenses famélicos fueron movilizados por la autoridad francesa para trabajar en la retirada de los escombros, a cambio de un pequeño salario que les permitiera sobrevivir. Los trabajos forzados consistían en la limpieza y desescombro de las calles, en la reparación de los edificios civiles y militares, y en la construcción de los nuevos cuarteles y fortificaciones con prioridad, entre ellas la Torre Suchet, con la que el mariscal deseaba dejar su sello cuando tuviera que marchar de esta terrible ciudad que fue capaz de aguantar el peor de los asedios conocidos hasta la fecha, Y derribando el resto de fortificaciones que pudieran servir en caso de que Gerona de alguna manera volviera a rebelarse.
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Por cada jornada de trabajo, los famélicos obreros gerundenses recibían un salario, ínfimo pero constante, pagado en francos y reales españoles. Era un salario de miseria, pero lo suficiente como para mantener la llama de la vida en una ciudad devastada. Y con la llegada de las tropas francesas, el mercado de abastos se normalizó, acabando con la especulación de los últimos días del asedio. El dinero no valía mucho, pero permitía adquirir un poco de comida era el bien más preciado y más caro dadas las circunstancias.
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La gente, el pueblo llano, se las ingeniaba para subsistir. Los hombres se empleaban como albañiles en las reconstrucciones de los que poco a poco volvían a percibir sus rentas y les podían pagar, los jóvenes en la carga y descarga de materiales, y las mujeres y los niños en la limpieza y el servicio doméstico de los ocupantes franceses. El mercado negro también se activó otra vez para proveer de pan, frutas, verduras, pescado y otros víveres a la población, a un precio más o menos justo a los proveedores del campo, a cambio de tabaco, aguardiente o cualquier otro producto artesanal cuando no se disponía de suficientes reales, por parte del pueblo llano que lo obtenían muchas veces de los propios soldados franceses a cambio de pequeños favores, o de la miseria que les daban los terratenientes afines al nuevo consistorio.
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El doctor Dubois, el famoso médico francés con una profunda conciencia, seguía atendiendo a los heridos y enfermos, sin importar su nacionalidad. El comerciante Don Rafael se encontraba en una posición ambigua, odiado por los suyos y recelado por los franceses, pero como había escondido sus riquezas en distintos lugares secretos, hacía nuevos planes en esta nueva situación como el típico especulador que era. El consistorio, ahora afrancesado, intentaba mantener la fachada de normalidad y orden, sirviendo de puente entre el invasor y la población, una tarea que los convertía en traidores para algunos de los del pueblo y en títeres forzados de los gabachos para otros. Incluso algunos ediles pensaron que el nuevo modelo de administración francés sería mucho mejor.
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Cada día era casi como una humillación. Pero en cada gota de sudor, en cada piedra que se movía, había un acto de resistencia. Las calles comenzaron a despejarse, y los edificios más dañados fueron apuntalados. Los gerundenses reconstruían su ciudad, aunque el trabajo fuera una cadena. Por las noches, en la taberna-burdel improvisado y poco a poco reconstruido de Isabel “La Leona”, el alcohol se había convertido en un refugio. El vino aguado y las sopas se compartían. Ella se convertía en el faro de la desesperación. “Resistid en silencio —les decía—. Resistir no siempre es pelear, a veces es seguir vivos aunque nos quieran muertos. No paréis de trabajar, que sólo con trabajos vienen los tiempos mejores”. Poco a poco Isabel volvía a ganar dinero otra vez.
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La vida de la ciudad se iba apaciguando. La gente se acostaba temprano y la ciudad quedaba sumida en el silencio. Ya no había ruidos de fiesta, ni de alegría, pero tampoco de cañonazos, que esto último era lo más importante tras haber vivido y sobrevivido a aquel infierno. A lo largo del día, las tareas y oficios que el invasor necesitaba se activaron, y el pueblo se resignó, en espera de lo inevitable, del día que el ejército español regresase y liberase la ciudad de nuevo. Y entre esa resignación y esperanza, los días pasaban, uno tras otro, hasta llegar a las vísperas de 1813, año en el que la orden llegó. Suchet evacuó Gerona.
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Las tropas francesas, que habían entrado con la arrogancia de los vencedores, salieron con el cansancio de los vencidos. La ciudad era de nuevo libre y algo reconstruida, pero su libertad venía acompañada todavía de un paisaje de ruinas y un alma marcada por la tragedia. Y sin embargo, en las ruinas había todavía un pulso. Isabel repartió entre los vecinos las semillas que había guardado de su huerto oculto para que volvieran a replantar en los jardines de sus destrozadas viviendas y se procurasen sus propios víveres otra vez, y Gerona, la ciudad que había resistido el asedio de Napoleón, había renacido de las cenizas poco a poco.
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Ya no era la ciudad de los gemidos, sino la ciudad de las heridas, una ciudad que había aprendido a vivir con el dolor y la memoria de su sacrificio con todo lo que suponían los miles de muertos ahora ya ausentes para siempre. Sor Teresa encendió una vela en la Catedral ennegrecida. Miquel Ferrer, con lágrimas contenidas, acarició las piedras reconstruidas de la muralla. Gerona, la inmortal, había pagado un precio terrible por su libertad, pero su sacrificio se grabaría en la memoria colectiva, un recordatorio eterno de que, incluso en la miseria extrema, el espíritu humano puede encontrar la fuerza para resurgir, para reconstruir, para gritar de nuevo su existencia.
VALENÇAY Y LA SOMBRA DE GERONA
El frío de la piedra se aferraba a los muros de Valençay, un frío más viejo y profundo que el de los inviernos franceses. Fernando VII, un hombre que parecía más un sacerdote que un rey, caminaba por sus aposentos con el lento paso de quien ha aprendido a medir el tiempo en siglos. El fuego de la chimenea crepitaba, intentando inútilmente ahuyentar el fantasma del cautiverio. Habían sido casi seis años de una jaula dorada, un encierro envuelto en terciopelo y porcelana, donde la mayor humillación no era la falta de libertad, sino el tedio asfixiante. Este tedio, sin embargo, encontró su consuelo más profundo en la compañía constante de las cortesanas-prostitutas francesas. Lejos de ser un simple pasatiempo, se habían convertido en las confidentes y protagonistas de su exilio. Ellas, con sus risas y sus cuerpos, se convirtieron en la única distracción, en la única forma de que Valençay se sintiese menos una jaula y más una corte. Sus dedos se deslizaban por las telas suntuosas, desvelando la piel cálida y perfumada que prometía un olvido momentáneo. El rey, con sus manos que habían gobernado brevemente un Imperio, ahora se aferraba a la sensualidad de esos cuerpos, un ritual que se repetía cada noche para acallar el eco de sus propias humillaciones. Eran un bálsamo para el alma herida de un monarca, una danza de placer y poder donde, al menos por un instante, Fernando era el amo y el señor de su propio deseo, ahuyentando el recuerdo del trono perdido y del imperio desangrado. A la luz incierta del crepúsculo, su rostro, que el pueblo español había idealizado, se revelaba tal como era: una máscara de cálculo y ambición, surcada por las cicatrices del rencor. No era un héroe, ni un mártir. Era un rey, un hombre cuyo único credo era el poder, y su única iglesia, el trono.
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Un diplomático francés, un hombrecillo pálido y servicial llamado Monsieur de Laforest, entró sin llamar. Traía un pergamino enrollado, sellado con el águila imperial de Napoleón. Laforest se detuvo a la luz de la chimenea, su sombra danzando contra los muros.
—Majestad —murmuró, su voz suave como el raso—, el Emperador propone un final a esta dolorosa situación. Propone su regreso a España. Reconoce su legitimidad como rey de las Españas y de las Indias.
Fernando no respondió de inmediato. Sus ojos, antes opacos, se encendieron con una luz gélida. Conocía a Napoleón. Este no era un acto de magnanimidad, sino de necesidad. El águila, herida en las estepas heladas de Rusia y acorralada en las llanuras de Leipzig, intentaba ahora un último y desesperado regateo. El tratado de Valençay no era un regalo, sino una moneda de cambio. Fernando lo entendió a la perfección.
—¿A cambio de qué? —La voz del rey era un susurro seco.
—La paz. La neutralidad de España, una vez que el conflicto con las naciones aliadas haya terminado. El Emperador desea dejar atrás este sangriento malentendido.
—¿Malentendido? —Fernando soltó una carcajada amarga—. ¿Después de haber desangrado a mi pueblo y de haber humillado a mi familia, de haber destrozado un reino?. No hay malentendido, señor. Solo una oportunidad.
Laforest desenrolló el pergamino y lo extendió sobre la mesa. Su gesto era una súplica. Fernando lo miró de reojo. El documento era un mapa de la vergüenza, un compendio de concesiones, pero para él, era el camino de regreso a casa. No a la mansión de un duque francés, sino a su verdadero hogar: el Palacio Real de Madrid, el más grande de todos los palacios de la realeza de Europa y del mundo, el símbolo de la grandiosidad de los monarcas borbones en el inmenso Imperio Español del cual era Rey. Firmar no era una derrota, sino una victoria. No solo recuperaba la corona, sino que lo hacía como un salvador a ojos de su pueblo.
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Y ese era el punto clave para el rey. Para el pueblo llano, Fernando VII era un mito, un mártir, el deseado. La Constitución de Cádiz, la primera de la historia española, con sus ideas liberales, no era más que un nombre extraño, una entelequia de intelectuales. Su regreso significaría el restablecimiento del orden, la vuelta a un pasado que, en la memoria colectiva, era preferible al brutal presente de la guerra. Fernando no iba a defraudarlos. En su mente, ya planeaba cómo desmantelar cada avance de esa Carta Magna, cómo borrar de la historia a los traidores que habían soñado con una España sin rey absoluto. Los franceses le habían entregado la llave de su reino, pero él iba a usarla para abrir la puerta del absolutismo.
—Firmaré —dijo Fernando, su voz resonando con una convicción que no había tenido en años—. No por Napoleón. Lo haré por España… y por mí.
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El peso de la soledad en Valençay era inmenso. Fernando, tan acostumbrado a la adulación, se había visto obligado a confiar en un círculo muy reducido de allegados. El más influyente de todos, el canónigo Juan de Escoiquiz, no estaba allí. Napoleón, con su genio para el control, había comprendido la naturaleza intrigante y manipuladora de Escoiquiz desde el principio. Fue él quien, con su ambición desmedida, había aconsejado a Fernando viajar a Bayona, creyendo que Napoleón le entregaría la corona de buen grado. El resultado fue la abdicación de toda la familia real. Viendo en él un peligroso intrigante que sembraría la cizaña en el entorno del monarca, el Emperador lo había apartado de su séquito casi inmediatamente después de las abdicaciones de Bayona, enviándolo a su propio lugar de destierro en Bourges. En 1812, tras el empeoramiento de su salud, se le permitió regresar, pero siempre bajo la estricta vigilancia francesa, con la orden expresa de mantenerse alejado de Fernando VII. De este modo, se aseguró que el príncipe se quedase aislado de sus conspiradores más fieles y ambiciosos.
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Y así, mientras la pluma de un rey cautivo bailaba sobre el pergamino, sellando el destino de una nación, a cientos de leguas de distancia, la noticia de las derrotas francesas llegaba a Gerona. El eco de la Batalla de Vitoria y la catástrofe de Leipzig viajaba más rápido que los correos oficiales, un reguero de pólvora que encendía la esperanza en los corazones más recelosos.
En la taberna de Isabel “La Leona”, el ambiente era, por primera vez en mucho tiempo, menos gris. El aire olía a vino nuevo y a pan. Un soldado francés, con el rostro curtido por las marchas, se sentó en una de las mesas de la taberna. No era uno de los oficiales, sino un joven recluta. Rosa, con el rostro serio, le sirvió una jarra de vino. El francés bebió con avidez.
—¡Es un desastre! —espetó en un francés chapucero—. El Emperador… ha perdido en las naciones. En Leipzig. El camino a casa está cortado. ¡Merde!
Rosa, que entendía más de lo que aparentaba, dejó escapar una imperceptible exhalación. En la mesa de al lado, Miquel, que había estado reparando una silla, levantó la cabeza. Sus ojos, antes tan perdidos, se encontraron con los de Rosa, y en esa mirada compartida se reflejó una chispa de esperanza. No se atrevieron a sonreír. El miedo era un huésped demasiado antiguo en Gerona.
Isabel, que había escuchado la conversación desde la barra, se acercó a la mesa del francés. Su cara era una esfinge.
—¿Señor? —preguntó, su voz suave—. ¿Se va?
El soldado gruñó.
—Aún no. Suchet nos ha dicho que nos reagrupemos, que la guerra no ha terminado. Pero ya lo sabéis, la guerra ha cambiado. Ahora peleamos por la espalda, por las retiradas. Se acabaron los grandes asedios, los grandes desfiles. La guerra ahora es un monstruo silencioso que nos persigue.
Isabel asintió. La intuición de la leona le dijo que la retirada de Suchet era inminente. La guerra, en efecto, estaba cambiando, pero no a peor. La sangre derramada en las calles de Gerona no había sido en vano. Los franceses se marchaban, no por honor o por clemencia, sino porque el monstruo silencioso al que el soldado se refería había alcanzado a Napoleón, había deshecho su imperio, y ahora venía a cobrarse la deuda de la infamia. La Gerona asediada, rota y maltrecha, se encontraba ahora en la víspera de su nueva libertad. Una libertad ambigua, frágil, pero libertad al fin y al cabo. Y una libertad que se había ganado a pulso, gota a gota, dolor tras dolor.
EL LEGADO DE LA PÓLVORA
El aire sobre Gerona, en marzo de 1814, olía a tierra húmeda y a escombros, un hedor persistente que el sol pálido de la mañana no lograba disipar. Desde el ventanal del Palacio Episcopal, el ya Mariscal Louis-Gabriel Suchet, duque de la Albufera, contemplaba el paisaje herido, una cicatriz de piedra y memoria. El frío del invierno se había metido en la estancia, pero Suchet no lo sentía. Su mente, un mecanismo de precisión forjado en veinte años de campañas, no estaba en el frío ni en la retirada, sino en la geometría del futuro.
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Él no era un general cualquiera. A diferencia de otros mariscales napoleónicos deshonrados, su ejército de Aragón no había conocido la derrota. Mientras el resto de la Grande Armée se desbandaba por los Pirineos, un torrente caótico de hombres cansados y carretas abandonadas, Suchet dirigía un repliegue ordenado, una contracción calculada del músculo del Imperio para proteger un corazón —Francia— que ya latía con dificultad. Las noticias de la catástrofe en Rusia y la aplastante derrota en Leipzig habían dejado a Napoleón acorralado. La retirada de España no era una opción, sino una necesidad para defender el suelo francés, pero cada legua de repliegue era una daga en el orgullo de Suchet, el estratega que había pacificado Aragón y doblegado Valencia.
La puerta se abrió con un discreto crujido y su jefe de ingenieros, el coronel Valadier, entró en la estancia. Suchet, sin volverse, continuó con su mirada fija en las torres mutiladas de la catedral, siluetas oscuras contra un cielo de plomo.—Lo que me inquieta es lo que dejamos atrás —dijo finalmente.
Se volvió hacia la mesa, donde reposaba un plano desplegado de las fortificaciones de Gerona. Suchet pasó los dedos por las líneas, acariciando las cicatrices de una ciudad que había resistido lo inimaginable.
—Mis predecesores hicieron de este lugar una leyenda. No cometeremos el mismo error.
Con un gesto firme, su dedo trazó una línea sobre las murallas.
—Preparen a los zapadores. Volaremos los puntos clave. No todo, sería un derroche de pólvora que no tenemos, solo lo esencial. El Baluarte de la Mercè y el de Sant Francesc, que custodian el llano, serán volados. Abriremos brechas irreparables. Los almacenes de pólvora del castillo de Montjuïc serán inutilizados. Toda la zona de Mercadal, al otro lado del Onyar, tendrá todo lo que queda de sus murallas completamente destruido.
Valadier asintió, pálido. La frialdad de su lógica era escalofriante.
—Del lado de la vieja Gerona, mi mariscal... —se atrevió a preguntar, con la voz apenas un susurro.
—Solo respetaremos las murallas de alrededor del lado que da por la Catedral —respondió Suchet sin dudarlo—. Y todo lo que da por el río y sus lados, deben de quedar completamente destruidos, pues será lo más difícil de reconstruir en caso de que los gerundenses se animaran a ello. Dudo que de momento puedan por falta de recursos tanto humanos como económicos.
—Exacto, coronel —respondió Suchet con una lógica implacable—. Le arrancaremos los colmillos, pero no le romperemos la espina dorsal. Dejaremos intacta la estructura principal, los muros interiores, el viejo castillo. Que los españoles la ocupen. Que se sientan seguros tras unas murallas que ya no son más que un decorado. Y si algún día volvemos, la tomaremos en una semana. Dejamos una puerta abierta para el futuro. Un conquistador no piensa solo en la batalla de hoy, sino en la guerra de mañana.
Aquella mañana, una advertencia susurrada había recorrido las calles de Gerona: "No salgan de sus casas. Permanezcan en sus refugios. Se van a volar las murallas". La orden, aunque cruda, buscaba evitar víctimas civiles por la metralla y los cascotes. El miedo que se sentía era diferente. No era el estruendo de la guerra, sino el de una amputación deliberada.
En el burdel, el negocio de Isabel “La Leona” se vaciaba. El oro francés que había mantenido a flote el "Racó de l'Esplai" durante la ocupación se marchaba con los oficiales y la tropa, dejando un vacío económico tan devastador como cualquier bombardeo. La esperanza de un futuro más próspero se desvanecía con cada carruaje que abandonaba la ciudad. ¿Y ahora de qué viviremos, si se nos marchan los clientes más solventes que teníamos?.
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Esa noche, mientras Gerona dormía un sueño inquieto, un rumor sordo recorrió sus entrañas. Después, un rugido que hizo temblar los cimientos de la ciudad. La primera detonación fue un puñetazo en el estómago, una onda expansiva que hizo vibrar el cristal de las ventanas. El sonido se propagó como un eco de la artillería lejana, y tras un breve silencio tenso, llegó el siguiente, y luego el siguiente. Las explosiones controladas se sucedieron, una tras otra, en un solo día, rememorando los bombazos del sitio.
Las torres se desmoronaron con un gemido de piedra, las murallas se desintegraron en polvo y cascotes. La ciudad fue desollada hasta dejar expuestas sus entrañas. Gerona quedó más empolvada que nunca, una capa gris cubriendo cada rincón, cada calle, cada rostro. El polvo, un velo gris y asfixiante, se metía en la garganta y en los ojos, obligando a los pocos que se aventuraban a salir a cubrirse el rostro. El aire se hizo denso, irrespirable, cargado con el olor acre de la pólvora y el polvo de la destrucción.
Isabel se levantó y se asomó a la ventana, el frío de la noche mordiéndole la piel. Vio una nube oscura de polvo elevarse sobre las ruinas. No eran solo las murallas las que caían; era el símbolo de una resistencia que había costado la vida de hombres como el General Álvarez de Castro. Aquellos que habían luchado por cada palmo de tierra, veían ahora cómo sus propias defensas se convertían en una burla. El único vestigio intacto que los franceses dejaron en pie fue una torre que los soldados ya llamaban Torre Suchet, construida en 1812 junto al castillo de Montjuïc, un desafío pétreo en medio del despojo..png)
El legado de la pólvora quedaba enterrado entre sus ruinas. Aquella demolición, brutal en su ejecución, dejaría mucha piedra que serviría para volver a reconstruir las viviendas destrozadas. Era una ironía cruel: la destrucción francesa sembraba las semillas de la futura reconstrucción española. Isabel sabía que la memoria era más fuerte que cualquier bomba o cualquier rey. La Gerona que importaba, la que ella había visto morir y renacer en los ojos de sus gentes, no estaba en sus muros, sino en el alma de los que habían sobrevivido. Y esa Gerona, la que guardaba en su corazón la historia del León, jamás podría ser demolida.
EL GRITO EN LAS RUINAS
En aquel marzo de 1814, el aire de Gerona seguía oliendo a cal viva y a la podredumbre del abandono.
Pero hoy, había un nuevo hedor: el de la pólvora seca, un residuo amargo que se había pegado a los escombros tras la voladura de las murallas. Era el último obsequio de los franceses en su retirada, una herida abierta sobre una cicatriz antigua.
Un torbellino de actividad frenética había intentado disfrazar la desolación. Las calles por donde pasaría la comitiva real habían sido barridas con un celo desesperado, liberando una nube de polvo gris que lo cubría todo. Las fachadas aún tenían el rostro desdentado por los obuses, y los tejados hundidos eran agujeros negros que mostraban un trozo de cielo.
Desde los balcones, colgaban banderas de España. Muchas estaban raídas, descoloridas por el sol o manchadas por el hollín del último bombardeo, pero su presencia era un desafío, una declaración de resistencia.
A pesar de la urgencia, el Ayuntamiento, reconstruido a toda prisa por el consistorio afrancesado, parecía una burla. Limpio, con sus aristas afiladas y el blanco de la cal cegando a la vista, se alzaba en contraste con la vieja ciudad, un decorado de papel sin alma. El Rey, de regreso de su exilio sin embargo, no sería recibido allí. El destino era la Catedral.
Y la Catedral lo merecía. Sus muros de piedra milenaria aún lucían las cicatrices del asedio, las marcas redondas y profundas de los cañonazos franceses, heridas que no podían ser escondidas con una mano de cal. Se había mantenido en pie, un milagro de fe y de tenacidad. Al pie de la escalinata principal, aguardaban los prohombres de la ciudad, los supervivientes. A su lado, el Obispo Pedro Valero, con el rostro demacrado por los años y el sufrimiento, sostenía un crucifijo. A pesar de todo, su mirada conservaba la luz de una fe inquebrantable, la misma que había usado para infundir esperanza en las almas de sus feligreses.
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Entre ellos, ocupando el lugar de honor, se encontraba el Dr. Armand Dubois. Su presencia era un enigma. Un francés que llevaba muchos años como médico en Gerona, muy apreciado y respetado por todo el pueblo gerundense, ahora hacía las veces de alcalde provisional, elegido por los notables por su impecable honestidad y su dedicación a los heridos de ambos bandos. Su uniforme de médico, aunque impecable, no podía ocultar la delgadez de su cuerpo, ni el cansancio que se le había clavado en las cuencas de los ojos después de esos años tan terribles.
Un murmullo se expandió por la multitud cuando apareció Fernando VII, "el Deseado", con un rictus grave en el rostro. Observaba con una curiosidad casi morbosa el mudo testimonio de su triunfo.
El Dr. Dubois dio un paso al frente, con un manuscrito enrollado en la mano. La voz le falló un instante, y la garganta se le secó. Recordó la voz del General Álvarez de Castro, ronca por la fiebre. "Doctor," había susurrado Álvarez, "usted es francés pero un gerundense más, un hombre de honor." Esas palabras se habían quedado grabadas a fuego en el alma de Dubois.
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—Majestad —comenzó Dubois, su voz firme, con un acento extranjero apenas perceptible—, Gerona os recibe hoy con el corazón lleno de la esperanza que habéis traído. Pero también con las heridas abiertas de la guerra. Esta ciudad es un osario de piedra, Majestad. No es un triunfo, sino un recordatorio de la lealtad que no se dobla. Y si bien vuestra figura es la promesa de un futuro, la memoria de aquellos que ya no están es el cimiento sobre el que debemos construir. Recordamos hoy al Don General Mariano Álvarez de Castro, nuestro héroe y mártir, cuya voluntad de hierro nos guió hasta el final. Y con él, recordamos a los miles de hombres y mujeres que dieron su vida por la fe, por la patria, por vos.
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El Rey asintió, su mirada escrutando los rostros demacrados de aquellos que habían sufrido. Apenas esbozó una sonrisa forzada, casi de disculpa. Desde la multitud, una anciana con el rostro surcado de arrugas profundas, sus ojos vidriosos por las lágrimas no derramadas, que apenas se sostenía con un bastón de madera, se atrevió a alzar la voz.
—¡Majestad! —llamó, la voz como el susurro de las almas en pena—. ¡Mis dos hijos se quedaron en las barricadas!. ¡Mi casa es un montón de piedras!. ¿Tendremos pan, Majestad?. ¿Tendremos paz de verdad, o solo promesas vacías?.
El grito era un lamento universal. Un joven ex-soldado, cojeando visiblemente, con un brazo en cabestrillo y el rostro huesudo, se sumó, su voz cargada de una exigencia tácita:
—¡Que vuestra justicia sea tan fuerte como vuestra vuelta, Rey!. ¡Que los que murieron no lo hicieran en vano, Majestad!. ¡Que su sangre riegue una España justa!.
El Rey, visiblemente conmovido por la crudeza de la verdad que le llegaba directamente, se irguió. Subió lentamente las escalinatas y se volvió hacia la multitud expectante.
—¡Gerundenses!. ¡Hijos leales y valientes de España! —Su voz, aunque no atronadora, resonó con una solemnidad inusual—. Contemplo vuestras cicatrices, la desolación de vuestras calles, y mi corazón de Rey se encoge de dolor y admiración. Habéis librado la batalla por la patria, por vuestro Rey, por Dios. Vuestro coraje es el faro que guiará a España hacia un nuevo amanecer.
Hizo una pausa dramática.
—Prometo, bajo el sagrado nombre de Dios y la Corona, que la reconstrucción comenzará. Que la justicia prevalecerá. Que el sacrificio de Gerona no será olvidado jamás, y será grabado con letras de oro en los anales de la historia de nuestra gran nación. ¡Viva Gerona!. ¡Viva España!. ¡Viva el Rey!.
Un débil "¡Viva!" se alzó desde las gargantas secas, un eco de esperanza que apenas disimulaba el hambre y el agotamiento. El discurso del Rey, aunque breve y protocolario, fue un gesto simbólico.
Después de la ceremonia, el Rey fue guiado a un paseo. La comitiva real se dirigió al Parque de La Devesa, seguidos por el pueblo. Aquellos árboles, plantados por manos francesas y regados con el sudor de los gerundenses, se alzaban ahora como un testimonio silencioso de la ocupación.
Mientras caminaban, Don Ramón Feliu, uno de los ediles durante la ocupación francesa, junto a otros notables, se acercó al Rey con la reverencia de quien pide un favor.
—Majestad —murmuró Feliu, inclinando la cabeza—. La ciudad, aunque agradecida por vuestra visita, necesita un liderazgo fuerte para su reconstrucción. Las heridas son profundas.
—Lo sé, mi buen Feliu. No dudo de vuestra lealtad y vuestra capacidad. —El Rey caminaba lentamente, su mirada perdida entre las copas de los plátanos.
—Majestad, el pueblo os ha visto. Se ha conmovido. Pero ahora, necesitan un faro. —Otro de los notables, un hombre de negocios llamado Borrás, se unió a la conversación—. Necesitan un alcalde. Un hombre de esta tierra. Y vuestros súbditos, Majestad, nos hemos tomado la libertad de sugerir algunos nombres que han demostrado su valía durante el asedio.
Feliu interrumpió, ansioso por ser el primero en proponer.
—El señor Borrás, Majestad, ha sido un pilar para el comercio. Y mi primo, Joan Feliu, demostró una lealtad inquebrantable a la causa. Serían excelentes candidatos.
El Dr. Dubois, que caminaba ligeramente rezagado, escuchaba con un rictus de amargura. Su papel como máximo representante de los gerundenses era provisional, él lo sabía, pero ver cómo los tiburones políticos salían de sus escondites para reclamar su pedazo del pastel era un espectáculo nauseabundo. Eran los mismos hombres que se habían mantenido al margen de la ciudad durante el asedio, o que se habían quedado, esperando la mejor oportunidad.
El Rey se detuvo. Miró a los notables, su rostro impasible.
—La reconstrucción será larga, señores. Y la justicia prevalecerá. Vuestras sugerencias serán tenidas en cuenta, por supuesto. La Corona no olvida a sus leales súbditos. A propósito, me han dicho que se llaman Platanus Hispánica esos árboles. ¿Es así?. No sabía que aquí me encontraría con los árboles de nombre más español que existen y que observo que los están plantando en todas partes para que den buena sombra.
La respuesta era tan ambigua como el regreso del Rey. Los notables sonrieron, satisfechos, pensando que habían asegurado su futuro. Para ellos, la historia había terminado con la victoria, pero para el Dr. Dubois, para la anciana con el bastón y para el soldado cojo, la historia de Gerona apenas comenzaba. La verdadera historia no estaba en los decretos reales, sino en la obstinada vida que brotaba de la tierra, incluso de la que había sido sembrada por el enemigo.
EL GRITO SILENCIADO
Años después, en la iglesia de Sant Feliu, una que se alzaba de nuevo con cicatrices visibles en sus muros pero con el alma intacta, Miguel Ferrer el antiguo ex teniente y ayudante de Álvarez de Castro entró con el peso de la vejez sobre los hombros. Había envejecido como Gerona, sus líneas surcadas por el tiempo, su cabello blanco como la cal de los escombros. El aire del templo, denso y frío, olía a cera de vela, a incienso rancio y a polvo de siglos, un aroma que, extrañamente, le traía una paz amarga. Su visita no era por devoción, sino por una peregrinación personal. Buscaba la tumba del General Álvarez de Castro.
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Allí estaba, sobria y digna, en un rincón. La lápida de piedra, con el nombre y la fecha de su muerte, era un epitafio tan simple que gritaba su grandeza. No había rabia en el corazón de Miguel, ni el miedo de antaño, solo una profunda comprensión, una paz que solo los años y la distancia podían traer. Se detuvo y levantó la mirada hacia el imponente monumento de Jerónimo Suñol, una obra que había transformado la historia en leyenda. La figura de Gerona, una hermosa mujer de piedra, coronaba a su héroe con laureles de inmortalidad. El escudo de la ciudad, cincelado en la base, y el manto de la Orden de Santiago, cubriendo los hombros del general, eran un canto de piedra a la resistencia. Aquella estatua era el héroe público, la leyenda forjada para que el pueblo la honrara. Era la verdad de la historia, grandilocuente y hermosa, limpia de la fetidez de los muertos y del hedor de la derrota.
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Y sin embargo, al mirarla, la memoria de Miguel se rebeló. No vio la estatua, sino la figura enjuta de un hombre moribundo en una fría habitación de la Casa dels Pastors, una imagen grabada a fuego en su alma. Vio la mirada desafiante y el rictus de desafío en el rostro muerto, a pesar de la fiebre que lo consumía. Su mente, con el paso de los años, había ido sumando otras piezas al rompecabezas, piezas que la historia oficial había enterrado.
Recordó a Carmen Barrau, la prostituta, hablando en el burdel de Isabel “La Leona” con un cinismo que solo podía forjarse en la supervivencia.—El brigadier Don Juan de Sola que era uno de los que más me visitaban, Miguel, solo quería que la gente viviera. Que sobrevivieran al horror —había dicho Carmen, sus ojos, extrañamente limpios, fijos en la nada—. Él no era un traidor, era un hombre que ya no tenía fuerzas para ver morir a más gente. Él vio los cadáveres en las calles, los niños con los vientres hinchados de hambre. ¿Crees que el General los veía?. Él estaba en su torre, con su idealismo. Para el General, la honra de un hombre era la muerte. Para nosotras, la honra era estar vivas. Y la supervivencia no es una traición, Miguel. Es una victoria.
Miguel se sintió golpeado por aquella lógica implacable. Para él, que había visto a Álvarez de Castro como un dios, escuchar aquello era una blasfemia. Pero la verdad de Carmen era tan real como el olor a alcohol de su aliento, una verdad que la estatua de mármol de Suñol jamás podría comprender.
Y la verdad del Dr. Armand Dubois, el cirujano francés que en un instante de honestidad le había confesado en el hospital de sangre que el honor no era más que la última mentira que un hombre se cuenta a sí mismo para morir con dignidad.
—El honor no salva vidas, muchacho —había espetado Dubois, limpiándose la sangre seca del uniforme—. La cirugía sí. El agua sí. El pan, sí. ¿Sabes lo que es el honor para un moribundo?. Un simple recuerdo. Una tontería que le hizo arriesgarse hasta el final. No mueren por la patria, mueren por el orgullo de un hombre. Y luego la historia los convierte en estatuas. Como si hubieran muerto con una sonrisa. ¡Bah!.
Esas verdades se habían quedado enterradas con los muertos, bajo las piedras reconstruidas de Gerona. Lo que sobreviviría no era la historia real, sucia y cruel. Sería la tinta, la piedra, la leyenda. Y la leyenda, a diferencia de la sangre, siempre busca a sus héroes.
Con el peso de todas esas verdades a cuestas, Miguel, ya un anciano con las espaldas encorvadas, se encontró de pie frente a una tumba en un rincón de la fortaleza de Sant Ferran. Era la otra verdad de la historia, la que no salía en los libros. El tiempo había borrado casi por completo las inscripciones, y solo una sencilla lápida de piedra conmemoraba el lugar de descanso de su general.
Miguel conocía la historia. Sabía cómo el General Castaños, el célebre vencedor de Bailén, en un acto de justicia poética, había mandado colocar una lápida en la propia celda donde Álvarez había muerto el 22 de enero de 1810, oficialmente por fiebres, aunque muchos murmuraban de un envenenamiento. Y conocía la rabia impotente de los franceses que, en un intento por borrar el recuerdo del héroe, la habían arrancado en 1823, como un intento final de matar lo inmortal.
Pero también conocía el epílogo. Sabía de su redescubrimiento cuando, en 1847, por un capricho del destino, fue encontrada entre los escombros de la fortaleza, como un fantasma de la verdad que se negaba a ser silenciado. Aquel hallazgo no fue un simple suceso arqueológico; fue una resurrección de la memoria, un acto final de desafío.
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Al pasar la mano por la fría superficie, Miguel no sintió la piedra. Sintió el eco de una voluntad de hierro. Aquel nombre grabado, simple y contundente, no era la lápida de un hombre, sino el altar de una idea. El General había sucumbido, sí, envuelto en el polvo de su propia gloria, pero lo que él había sido —el inquebrantable honor, la fe obstinada, el desafío de un pueblo frente a la derrota— seguía vibrando, inmortal. Era una cicatriz en la piel del mundo, un testimonio de que Gerona, aunque sus muros se hubiesen desmoronado y su gente hubiese caído, jamás entregaría su alma. El fuego del asedio no había consumido su espíritu, sino que lo había forjado en una semilla de inmortalidad, sembrada en cada grieta de sus piedras. Aquella no era la derrota de un hombre; era el renacimiento eterno de un mito. Y era tan empático aquel hombre: siempre te preguntaba algo, te daba ánimos, te hacia sentir importante....¡qué hombre tan encantador era el general, y al mismo tiempo tan obstinado!. Y lo que era imposible olvidar de él, aquellas famosas palabras que todos conocían y tomaban como dogma de fe en la defensa de Gerona: " procedan según convenga".
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LA SEMILLA INMORTAL
Miguel se alejó de la tumba de Álvarez de Castro, sus pasos lentos pero firmes, y se fundió con la gente que llenaba las calles de la nueva Gerona. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras, proyectando sombras largas y fantasmales sobre la ciudad que se negaba a olvidar. Ya no era la Gerona del asedio, la que se arrastraba entre escombros y cadáveres, sino una ciudad que renacía con cicatrices visibles, pero con el latido obstinado de la vida en sus venas. Las risas de los niños resonaban en las esquinas, el aroma de pan recién horneado flotaba en el aire, mezclado con el persistente olor a cal y polvo de los muros recién construidos.
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En su corazón, Miguel entendió por fin la verdadera victoria de su general, una victoria que trascendía los campos de batalla y los libros de estrategia. No había sido una victoria militar. Gerona había caído, sus defensas destrozadas, sus habitantes diezmados por el hambre y la enfermedad. Pero la victoria de Álvarez no estaba en las piedras derruidas, ni en las fortificaciones, ni en la derrota del enemigo en un sentido táctico. Estaba en la creación de un símbolo imperecedero de resistencia, un faro de la voluntad humana.
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Recordó el rostro estoico del General, incluso cuando la fiebre lo consumía. No había rendición en esos ojos, solo una firmeza que inspiró a un pueblo a resistir lo imposible. El sacrificio de aquellos que murieron de hambre, de enfermedad, bajo las bombas, no había sido en vano. Su tenacidad había resonado, había encendido otras llamas en la lucha contra el invasor napoleónico. La resistencia de Gerona, esa lucha desesperada de un puñado de almas contra un enemigo abrumador, se había convertido en un faro para toda España, un susurro de coraje que había calado hondo en la moral de una nación.
Mientras caminaba, el recuerdo de las palabras de Carmen Barrau volvieron a él, un eco del cinismo amargo del burdel. "El honor de un hombre era la muerte... La honra para nosotras era estar vivas". Miguel había luchado contra esa verdad durante años, pero ahora entendía que ambos lados de la moneda eran válidos. La supervivencia era una victoria, y la resistencia una semilla de inmortalidad.
Se detuvo al pasar por un callejón. El sol de la tarde apenas alcanzaba el patio del orfanato de una ya anciana sor Emilia, un refugio levantado con los restos de lo que fue su convento. Las risas de los niños, un sonido tan hermoso que casi le dolía, le hicieron detenerse. La risa de los niños era la verdadera victoria, la prueba de que el fuego del asedio no había consumido el espíritu de Gerona, sino que lo había forjado.
Entre el juego y los gritos, un chiquillo de cara mugrienta, con los pantalones remendados y el pelo enmarañado, encontró algo en un montón de escombros. Lo sostuvo al sol, su cara iluminada por la fascinación de un hallazgo. Era el torso mutilado de un soldadito de plomo, sin pintura, con la bayoneta torcida, sin brazos ni piernas. El niño lo sostuvo con reverencia, como quien encuentra un talismán.
—¡Mire, sor Emilia! —gritó, corriendo hacia ella—. ¡He encontrado un soldado!.
Sor Emilia, con su viejo y desgastado hábito, se inclinó, su rostro marcado por los surcos del hambre pero con la mirada de una profunda dulzura. Le besó la frente y le acarició el cabello, un gesto tan tierno que le rompió el alma a Miguel.
—Cuídalo, Joan —dijo, su voz suave como el murmullo del río Onyar—. Ese luchó más que nadie.
Los otros niños, mugrientos y delgados como él, se acercaron. Lo pasaron de mano en mano, reverentes, como si la herida en el plomo fuera el signo de un linaje secreto. Para ellos, era más que un juguete. Era el símbolo de lo que había sido su hogar. Así, sin nombre ni ceremonia, la memoria de la resistencia siguió viva, allí donde la carne era barro y el recuerdo, un juego.
Gerona había sido asediada, sus piedras habían sido machacadas, sus gentes diezmadas, pero su espíritu, esa semilla de inmortalidad forjada en el fuego de la adversidad, jamás sería conquistado. En cada risa de niño, en cada muro reconstruido, en cada corazón que aún latía, vivía una promesa silenciosa de que la vida siempre encuentra su camino, incluso en las cenizas de la gloria. Aquella no era la derrota de un hombre; era el renacimiento eterno de un mito.
EL HIJO DE LA CIUDAD
Muchos años después, cuando las murallas ya no sangraban y los cañones dormían en los arsenales, Julián caminaba por las mismas calles donde había nacido. Tenía veinte años y los ojos oscuros de su madre, a la que apenas conoció, y sabía que había sido cantante. Sabía, por susurros, que había venido al mundo en un burdel durante el sitio, entre sangre, hambre y pólvora. Una ya anciana Isabel “La Leona” le había contado una verdad a medias: que su madre había muerto salvando a otros, que su vida comenzó en medio de la vergüenza y la gloria.
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Julián llevaba un cuaderno bajo el brazo. Quería escribir, dejar constancia de aquello que los libros oficiales olvidaban. Isabel “La Leona” le pago su educación y su crianza en el orfanato que regentaba la ya muy anciana Sor Emilia, teniendo de maestro a Fray Raimundo que también había sobrevivido milagrosamente al asedio de Gerona. Ahora trabajaba de escribiente en el modesto despacho de un notario, y en cuanto el tiempo se lo permitía, acudía a visitar a su prometida. A veces se sentaba en la plaza, mirando las piedras viejas, como si en ellas pudiera oír los ecos de los gritos que bautizaron su infancia.
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Un día, en una taberna de la calle larga que lleva a la Catedral, se cruzó con un hombre mayor, de acento extranjero. Era el viejo doctor Dubois, ya muy encorvado, que había atendido a tantos gerundenses durante el asedio. Se reconocieron sin palabras: el viejo médico había ayudado a hacerle un reconocimiento a petición de Isabel “La Leona” un tiempo después de que naciera, que curiosamente lo encontró fuerte y sano en medio de aquel infierno de hambruna.
—Así que tú eres el niño del burdel, el hijo de la famosa Caterina,… —susurró Dubois, con un temblor en la voz—. Creí que no habrías sobrevivido.
Julián no respondió de inmediato. Lo miró con una mezcla de recelo y gratitud. Finalmente dijo:
—Usted ayudó a salvarme. Pero sus compatriotas mataron a los míos.
Dubois bajó la cabeza. —En la guerra nadie gana, muchacho. Yo también perdí, sufrí mucho, atendí a todo el que pude, y gracias a Dios también pude salvar a mucha gente, tanto gerundenses como franceses. La culpa no es mía, muchacho, la guerra la provocan los hombres que no se empeñan en evitarla, que esto sería lo más razonable. Pero son tan locos y tan estúpidos los hombres. Todos los seres humanos nacen defectuosos, sienten envidia, son codiciosos, son egoístas, son desconfiados,…..y en esto está el origen de muchos males, que es la ignorancia. Para superar todo esto, hay que estudiar y reflexionar mucho, muchacho, intentar ser cada vez más bueno y más justo,…no todos lo consiguen,…casi nadie, ni siquiera yo mismo,….y todos tienen sus defectos con los que hay que aprender a convivir. Si supieras lo mucho que sufrí y lloré…., por favor no me hables más de quiénes mataron…. Nací francés, pero soy gerundense,….por favor, no más acusaciones,….nadie tiene la culpa,….y hay que saber perdonarse….. porque si no lo hacemos, todos estamos perdidos, y las guerras siguen, tanto las particulares como las entre naciones. Pero no quiero hablar más de esto,….no me apetece....
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Compartieron un jarro de vino en silencio. Parece que no hubo reconciliación plena, pero sí una grieta por donde entró un poco de comprensión, y en el fondo Dubois se alegró de ver bien al muchacho. Cuando el anciano médico partió, Julián abrió su cuaderno y escribió: “No nací francés ni español. Nací de Gerona. Y su herida vive en mí.”
En la vieja muralla, el joven se detuvo. Apoyó la mano en la piedra rugosa y prometió que la memoria de su ciudad, y de las mujeres que le dieron la vida, no caería en el olvido, al tiempo que una inmensa tristeza se apoderó de él, que se le marchó rápidamente cuando volvió a ver a su prometida ya pensando en el futuro.
EL ARCHIVERO DE LA MEMORIA
Madrid, 1865, reinaba una jovencísima reina Isabel II, hija mayor de Fernando VII. El aire en la capital de un reino inquieto, en el cual la tertulia del día era la segunda guerra carlista, era una mezcla densa de humo de tabaco de cigarral, del polvo que las calesas levantaban al pasar por calles sin pavimentar y del olor agrio a vino de Valdepeñas que rezumaba de las tabernas. Era un hedor que poco tenía que ver con el de la pólvora, el excremento y el miedo que Miguel Ferrer, ya no el joven idealista de antaño, sino un hombre con el rostro surcado por las cicatrices invisibles de la memoria, aún sentía en sus pesadillas.
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El peso de los setenta y tres años se le había posado sobre los hombros, como una pesada capa de plomo. Sentado en un rincón sombrío de una de esas tabernas de mala muerte, sostenía un vaso de vino peleón que el tabernero había llenado hasta el borde, un acto de piedad que no se correspondía con el precio. Para un veterano con la mitad de su familia enterrada en las fosas comunes de Gerona, la vida ya no ofrecía mucho más que la sobriedad dolorosa de la supervivencia. En Madrid donde residía tras haber conocido a una joven viuda madrileña de paso en Gerona hacia ya unos cincuenta años , y que se casó con ella, Miguel se había ganado el pan como un modesto escribiente del Archivo General. Su trabajo, irónico hasta la crueldad, consistía en dar forma legible a la historia oficial, en pulir la realidad de sus asperezas, en domesticar las verdades más inconvenientes para que encajaran en las actas reales. Pero su mente, incluso en el sopor de una tarde de burocracia, aún resonaba con los gritos del asedio. Ahora vivía de sus modestos ahorros, en la edad que solo se está esperando la muerte.
Frente a él, un joven de apenas veintipocos años lo miraba con una intensidad desarmante, sus ojos brillantes y llenos de una ambición que Miguel había creído olvidada. La pluma del muchacho se movía sobre el cuaderno con la rapidez de un fusil de chispa. Se llamaba Benito, un periodista que, a diferencia de los que solo buscaban escándalos en las cortes, rastreaba las historias de la guerra en el barro y la sangre de los viejos soldados.
—Don Miguel, cuénteme de nuevo lo del pasadizo de los franceses en el Baluarte de Santa Clara —inquirió el joven, su voz llena de un entusiasmo que a Miguel le resultó casi doloroso—. El sitio donde el general Álvarez de Castro ordenó cavar las contraminas. Un acto de audacia, ¿no?. Y el General Álvarez, ¿era tan fiero como dicen las leyendas?. Me han hablado de un espíritu indomable, de una voluntad de acero.
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Miguel guardó silencio, mirando el remolino de su vaso. Por su mente no cruzó la imagen del héroe de la leyenda, sino el rostro consumido por la fiebre, el delirio, la desesperación. Recordó el hedor dulzón de la gangrena en los cuerpos que se descomponían en el hospital de Sant Pere; el rastro de sangre del Dr. Dubois sobre la sierra con la que amputaba sin anestesia y luego los gritos al poner el miembro amputado en aceite hirviendo para tapar la herida, sin más bálsamo que la oración y un posterior trago de aguardiente; el sabor a pescado y a ratas, la carne de caballo que sabían a piedad y la desesperación de los que no tenían ni eso. El llanto ahogado de los niños que veían a sus padres morir de hambre; el frío que le calaba hasta los huesos en las trincheras, un frío que era más psicológico que térmico.
Recordó no la audacia, sino la necesidad. La cruda realidad de un hombre, Álvarez de Castro, que sabía que la derrota era inevitable, y que el honor era la única herramienta psicológica que le quedaba para evitar el colapso total de una ciudad condenada. La audacia de Álvarez de Castro no era una estrategia militar; era una estrategia para sobrevivir al miedo, para que el último hálito de esperanza no se extinguiese. El general que se le había ofrecido a la patria en sacrificio no era un santo invencible, sino un hombre con dolor, con miedo, que al final de su vida decidió que su dolor y el dolor de los suyos se justificaban solo si la derrota se convertía en leyenda, un mito.Pero al levantar la vista, las palabras que salieron de su boca fueron otras.
—Fiero no es la palabra —dijo, y su voz sonó más grave, más profunda, como la de un actor en un escenario, la voz de un hombre que había ensayado la mentira durante treinta años—. Era la encarnación del espíritu de España. Era la voluntad de un pueblo que se negaba a morir. Su mirada bastaba para encender el fuego en el más cobarde de los hombres. Murió, sí, pero su grito nos hizo inmortales. Gerona no cayó, joven. Se sembró para la eternidad.
El joven Benito, ajeno al amargo monólogo interno del viejo veterano, escribía febrilmente. Los ojos le brillaban con la luz de una verdad que no había vivido, sin percibir la leve mueca de dolor que se dibujó en los labios de Miguel. Escribía sobre la gloria, sobre el sacrificio, sobre la leyenda. No le interesaba el olor de la podredumbre, sino la fragancia del heroísmo. La tinta de su pluma, un torrente de ideas, corría sobre el papel, transformando el crudo y violento recuerdo en una historia épica, digna de los héroes clásicos.
Miguel, con una repentina y dolorosa curiosidad por el muchacho que sería el custodio de su mentira, lo interrumpió con un gesto de la mano, que temblaba levemente.
—Perdone la pregunta, joven de la pluma rápida. Su nombre, ha dicho que es Benito. ¿Cuál es su nombre completo?. Lo digo por si algún día me encuentro la crónica.
El joven levantó la vista de su cuaderno, con un punto de orgullo en su mirada.
—Benito, señor. Benito Pérez Galdós. Y con su permiso, esto es para algo más que una crónica. Es el germen de un proyecto más ambicioso. Quiero contar la historia reciente de nuestra patria, no desde los despachos, sino desde la sangre y el barro. Una serie de novelas… he pensado en llamarlas Episodios Nacionales. Y la gesta de Gerona, su resistencia numantina, debe tener un lugar de honor en ellos. Su testimonio es oro para mí.
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Episodios Nacionales. La frase resonó en la mente de Miguel Ferrer como un eco de la artillería lejana, un trueno de metal y pólvora que se había quedado atrapado en el tiempo. Apuró su vino de un trago, sintiendo el ardor en la garganta, un ardor que no era del alcohol, sino de la comprensión. Así que era eso. Así nacía la leyenda. Comprendió en ese mismo instante que su verdad, la cruda y sucia verdad de los cuerpos hinchados, el sabor a rata y la desesperación, no tenía cabida en un episodio. Esa verdad se había quedado enterrada con los muertos, bajo las piedras reconstruidas de Gerona. Lo que sobreviviría no era la historia, la historia real, sucia y cruel. Sería la tinta. Y la tinta, a diferencia de la sangre, siempre busca a sus héroes. Era una transacción. Él le había dado al escritor la mentira que necesitaba para crear una leyenda, y el escritor, sin saberlo, le había dado a él la paz, el sentido, la justificación final de todo aquel horror. El sacrificio de Gerona no había sido en vano, no por las razones que Miguel le había contado a Pérez Galdós, sino porque, al convertirse en mito, por fin podía descansar en paz. La historia la escribían los vivos, no los muertos.
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FIN
Xavier Valderas en Porqueras ( Gerona ) octubre de 2025
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ANEXOS A LA NOVELA:
CONTENIDO DEL ARTÍCULO QUE ESCRIBÍ EL DOMINGO 12 DE MAYO DE 2013 EN EL PRIMER BLOG QUE TUVE, Y QUE SERÍA EL GERMÉN DE LA PRESENTE NOVELA, DONDE PODRÉIS ENCONTRAR INTERESANTE MATERIAL:
EL GENERAL MARIANO ÁLVAREZ DE CASTRO, HÉROE Y DEFENSOR DE LA INMORTAL CIUDAD DE GERONA
El general español Mariano Álvarez de Castro fue uno de los héroes de la Guerra de la Independencia. Nació en El Burgo de Osma (Soria) en 1749 y murió en Figueres en 1810. Aunque algunos de sus biógrafos sostienen que nació en Granada, la mayoría de las fuentes indican que fue en Soria.
Descendía de una ilustre familia castellana, contando entre sus antepasados a la célebre heroína de Toro. Siendo muy joven, ingresó en el ejército, sirviendo como oficial en las Guardias Españolas durante el sitio de Gibraltar en 1782. Fue gobernador político-militar de la villa de Alegrete y, en 1780, fue nombrado profesor de cadetes. Al declararse la guerra con Francia en 1793, tomó parte en la campaña del Rosellón, distinguiéndose en cuantas acciones participó y ganando sus empleos por méritos de guerra.

En 1808 era brigadier y gobernador militar del castillo de Montjuïc, en Barcelona, y se negó terminantemente a que la guarnición española fuese relevada por tropas francesas, como ya había ocurrido en la Ciudadela, hasta que tuvo que consentirlo al recibir una orden ineludible del capitán general. No obstante, protestó enérgicamente contra dicha orden y advirtió cuáles eran las verdaderas intenciones de los falsos aliados franceses de España: convertir al Imperio español en un vasallo del nuevo Imperio francés.

Al comenzar la Guerra de la Independencia se le confió el mando de la vanguardia del ejército de operaciones; pero, por muchos méritos que hubiera acumulado durante su carrera militar, todos ellos quedaron eclipsados por el comportamiento que demostró durante el segundo sitio de Gerona, de la cual era gobernador por nombramiento del legítimo gobierno español. Un ataque casi por sorpresa y un asedio formal habían fracasado, costando a los franceses mucha sangre, y a principios de mayo de 1809 comenzaron a ocupar los pueblos inmediatos a la ciudad. Álvarez de Castro, previendo el asedio, trató de organizar la defensa, reuniendo municiones y víveres, y reparando en lo posible las murallas, pues, aunque Gerona figuraba como plaza de guerra de primera clase, sus fortificaciones se hallaban en un estado muy deplorable, en especial las torres avanzadas y el castillo de Montjuïc.
Ya había llegado a los alrededores de Gerona el general Guillaume Philibert Duhesme, justo al comenzar la invasión napoleónica en 1808. En efecto, atacó, pero no pudo tomar ni arrasar cosa alguna, salvo su propia soberbia, que cayó por tierra ante esos muros. Contaba con 9.000 hombres, mientras que dentro de Gerona los militares y milicianos apenas pasaban de 2.000, sumados a los paisanos que se habían armado a toda prisa. Duhesme puso cerco a la plaza y, abiertas trincheras entre Montjuïc y los fuertes del Este y del Mercadal, comenzó a bombardear la ciudad sin piedad. Los franceses intentaron asaltar el fuerte de Montjuïc, pero lo tuvieron muy complicado, pues el regimiento gerundense de Ultonia lo defendía con firmeza. Y, por si fuera poco, no solo se implicaban los paisanos gerundenses, junto con los frailes del clero, sino que incluso las mujeres formaron una milicia de defensa, como demostraba el ejemplo de doña Lucía Fitz-Gerald, coronela del famoso batallón de Santa Bárbara. Cuando los jóvenes veían a aquellas mozas marchar al combate, se encendía en ellos el deseo de seguirlas y luchar a su lado contra los invasores franceses.
Fracasado el intento del general francés Guillaume Philibert Duhesme de apoderarse de Gerona, tras un primer sitio a la ciudad, que fue auxiliada por voluntarios de poblaciones cercanas como los líderes guerrilleros Juan Clarós, Milans i Baget, hizo su presencia en el mes de junio de 1809 el general Laurent de Gouvion-Saint-Cyr , al frente de un ejército francés mucho más numeroso de al principio unos 18.000 hombres (que luego se incrementaría en 30.000 hombres), rodeó y acampó ante los muros de Gerona; e inmediatamente el General Álvarez de Castro hizo publicar este lacónico bando por todas las esquinas de la ciudad: “Será pasado por las armas el que profiera la voz de capitular o rendirse”.
Los defensores de Gerona en aquellos momentos consistían en 3225 infantes con 300 artilleros y zapadores, 1720 migueletes de Gerona y Vich, 370 marineros de la costa vecina y 50 caballos del nuevo escuadrón de San Narciso, con lo cual todas las fuerzas con que contaban los españoles de Gerona eran, en conjunto, 5615 hombres, que sí bien la ciudad contando con la guarnición y la población, incluyendo a mujeres y niños, llegaba a unos 7000 habitantes, no llegaba ni siquiera de mucho a la mitad de las tropas sitiadoras del general francés Verdier que tomó el relevo al general Duhesme, por un breve período de tiempo, tras sufrir varias incursiones de los guerrilleros de la zona, que al principio ascendían a 18.000 hombres por los numerosos refuerzos recibidos, pero que al personarse el general Saint-Cyr para hacerse cargo en persona de la situación, las tropas francesas llegarían a elevarse a unos 30.000 hombres.

Si Zaragoza defendida por el general Palafox, que tenía dentro de murallas cincuenta mil hombres, había caído al fin en poder del invasor francés, ¿qué va a hacer Gerona con cinco mil seiscientos?. Ese era el dilema del general Álvarez de Castro, ¿qué estrategia seguir?. La comparación de la ciudad catalana con la aragonesa era de extremo heroísmo. Si bien la Inmortal Ciudad recibió cuatro mil soldados españoles de Conde, que desde el exterior lograban penetrar la ciudad y acudir a su auxilio, pronto se dieron cuenta de que los mismos militares españoles de refuerzo que venían a auxiliar, consumían los escasos víveres de la misma ciudad. Era el drama de las ciudades sitiadas: los sitiados si son pocos los vence la superioridad del enemigo, pero si vienen muchos a auxiliar, les acaba venciendo el hambre ya que son más bocas a alimentar. Toda una contradicción.
El 13 de junio, antes de romper el fuego los sitiadores, se presentó un parlamentario intimando la rendición. Álvarez de Castro respondió que no queriendo tratos con los enemigos de su patria, recibiría a cañonazos a cuantos parlamentarios se les enviara. Continuaron los franceses el constante bombardeo con las baterías de cañones dispersas en varios lugares de fuera de la muralla, y en corto espacio de tiempo dieron repetidos asaltos en las brechas abiertas por los cañonazos que fueron rechazados. Todos participaban en la defensa de Gerona, sean soldados, milicias, e incluidos todos los vecinos de todas las edades y condiciones, y hasta el mismo clero, los cuales predicaban de aquella guerra como una cruzada, mientras las mujeres se organizaron para llevar municiones y víveres a los defensores así como atender a los heridos, y los niños ayudaban por su parte a la fabricación de cartuchos y otros menesteres.

Participaban en la defensa de Gerona, incluido el clero, que por cierto, bastante numeroso: los frailes y las monjas tuvieron que dejar de lado los rezos cristianos. Las monjas abrían de par en par las puertas de sus conventos, rompiendo a un tiempo rejas y votos, y disponían para recoger a los heridos en sus virginales celdas, que hasta entonces jamás habían sido pisadas por varón alguno, y algunas salían en falanges a la calle, presentándose al gobernador Don Mariano para ofrecerle sus servicios, una vez que el interés de la defensa nacional había alterado pasajeramente los rigores de las instituciones clericales.
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Dibujo de la segunda mitad del siglo XVIII, en el que se puede apreciar y verla forma amurallada que tenía la ciudad de Gerona. |
Se decía que dentro de las iglesias gerundenses ardían mil velas delante de mil santos; pero no había oficios de ninguna clase, porque los sacerdotes, lo mismo que los sacristanes, estaban en la muralla colaborando en la defensa. La misma catedral de Gerona se convirtió en un grandísimo hospital improvisado. Toda la vida de Gerona, en suma, desde lo religioso hasta lo doméstico, estaba alterada, y la ciudad no era la ciudad de otros días. Ninguna cocina humeaba, ningún molino molía, ningún taller funcionaba, y la interrupción de lo ordinario en aquella nueva situación de guerra era completa en toda la línea social, desde lo más alto a lo más bajo, participando todos: nobleza, clero, pueblo llano, etc..

Álvarez de Castro, hombre de baja estatura, enjuto de carnes, de aspecto demacrado y sexagenario, parecía imposible pudiese poseer tanta energía y el vigor necesario para resistir el sinnúmero de fatigas y privaciones que soportaba día tras día; se le veía siempre en todas partes donde había peligro, en las brechas durante los asaltos y en el recinto a todas horas, en todas las calles. Para que bajo ningún concepto la plaza de Gerona se rindiera, hizo que llegara a conocimiento de todos los gerundenses el siguiente bando: «Las tropas que están detrás tienen orden de hacer fuego contra las que están delante, si estas retroceden un solo paso» . Ante el cerco de los franceses, ya no era posible pensar en socorros, como no vinieran por los aires. Los gerundenses ya no tenían el triste recurso de buscar por sí mismos la muerte en las murallas, porque ellos no se cuidaban de asaltarlas sino defenderla de los ataques, y era prohibido cruzarse de brazos y dejarse morir sin luchar, mirando la efigie impasible del gobernador don Mariano Álvarez, cuyos ojos vivos no paraban nunca observando aquí y allí las caras de los resistentes gerundenses, por ver si alguna tenía trazas de desaliento o cobardía. Los gerundenses estaban moralmente aprisionados entre las garras de acero del carácter del gobernador Álvarez, y no les era dado exhalar en su presencia ni una queja ni una súplica, ni hacer movimiento que le disgustara, ni dar a entender que amaban la libertad, la vida, la salud, y de ahí los deseos de rendirse, que se los impedía el terrible gobernador Álvarez. En suma, los gerundenses le tenían más miedo al propio Álvarez de Castro, que a todos los ejércitos franceses juntos. Y ante los extremos del hambre, que se trataba de buscar cualquier trozo de pan, cualquier cosa para comer aunque fuera una raquítica rata, los mismos gerundenses se sentían estorbos entre sí, que si no se devoraban entre sí (salvo devorar los cadáveres de los caídos), era gracias a la disciplina de hierro del inquebrantable general Álvarez de Castro, que incluso parecía inhumano al negarse a rendir la plaza mientras tuviera un hálito de vida. Cada día que pasaba, todos tenían claro de que Gerona no se iba a rendir, y que antes de capitular se pasaría por la muerte. Mientras los defensores de Gerona disminuían, aumentaban los atacantes franceses, pues el general francés Saint-Cyr en poco tiempo reunió un ejército de más de 30.000 hombres. Para contener los trabajos de aproximación la guarnición hacía frecuentes salidas. A un jefe encargado de mandar una de ellas le preguntó al general Álvarez de Castro: ¿dónde haremos, en caso necesario, la retirada?, y su general le respondió, volviéndole la espalda: “hacia el cementerio, y que le conste que el suyo es un comentario cobarde”.
Era el castillo de Montjuich, la principal defensa externa de Gerona, y de ella lograron apoderarse los invasores franceses el día 12 de agosto de 1809, cuando de la guarnición de unos 900 hombres sólo quedaba en pie una tercera parte. A otro menos animoso que Álvarez de Castro, aquella pérdida le hubiera decidido a capitular, pero en vez de hacerlo el inquebrantable gobernador construyó barricadas y trincheras en el interior de la población gerundense. En el asalto dado en 19 de septiembre al baluarte de Santa Lucía, pisaban ya los franceses el parapeto, cuando la presencia de Álvarez de Castro infundió nuevos ánimos a sus defensores, que rechazaron a los asaltantes; verdad es que el general la emprendió a golpes con los que huían, a la vez que decía a gritos a todos aquellos pobres angustiados: “Las tropas que están detrás tienen orden de hacer fuego contra las que están delante si éstas retroceden un solo paso”. Táctica que emprenden los generales a la desesperada que tienen prohibido el rendirse, como luego se vería en posteriores guerras, como ocurrió en la batalla del Ebro durante la pasada guerra civil española, o en el sitio de Stalingrado ( Rusia) entre el ejército rojo comunista, durante la Segunda Guerra Mundial, por citar un par de ejemplos. O sea que el precedente ya se había dado.
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Llegó el mes de octubre de 1809 y ya se acabó todo tipo de víveres dentro de la sitiada Gerona: se acabó la harina, la carne, las legumbres, el azúcar, la fruta. Ya no quedaba sino algunos sacos de grano de trigo averiado, que no se podían moler. ¿Por qué no se podía moler? Porque ya se habían comido las caballerías que movían los molinos. Se pusieron a algunos hombres a moler; pero los hombres extenuados de hambre, se caían al suelo. Entonces era preciso comer el grano de trigo como lo comen las bestias, crudo y entero. Algunos lo machacaban entre dos piedras, y hacían una especie tortas, que cocían en el rescoldo de los incendios, y con eso intentaban paliar el hambre. Aún quedaban algunos asnos; pero se acabó el forraje, y entonces los animalitos se juntaban de dos en dos y ellos mismos se mantenían comiéndose mutuamente sus crines. Fue preciso matarlos antes que enflaquecieran más; al fin la carne de asno, que es tenida como la más desabrida de las carnes, se acabó también. Desaparecieron todos cuantos perros, gatos, gallinas, cerdos o conejos hubieren en las casas particulares, e incluso algunos vecinos se mataban entre sí, sólo por disputarse comer alguna rata que habían encontrado. Muchos vecinos de Gerona habían sembrado hortalizas en los patios de las casas, en tiestos y aun en las calles; pero por desgracia las hortalizas ni siquiera nacieron. En aquella situación dantesca, todo moría, humanidad y naturaleza, todo era esterilidad e impotencia dentro de Gerona, y entonces en aquellos extremos más propios de un verdadero infierno empezó una guerra espantosa entre los diversos órdenes de la vida, destruyéndose de mayor a menor. Era una guerra a muerte en la animalidad hambrienta, del más fuerte al más débil, en los que se cazan y engullen ellos mismos, como el mito de Saturno devorando a su propio hijo. Sólo la férrea e inquebrantable disciplina del gobernador don Mariano Álvarez, evitaba que se llegará a la autodestrucción en aquellas condiciones desesperadamente extremas, decidiendo lo que según convenga en cada circunstancias, ya que se hizo famosa la persistente decisión y famosa expresión del mismo general de "según convenga" de hacer cualquier cosa, menos rendirse.

La catedral de Gerona, por ejemplo, convertido en hospital improvisado, ya no podía contener más enfermos y tanto la plaza de al lado, como la larga escalinata se fue convirtiendo en hospital al descubierto. Allí con frecuencia se veía aparecer en lo alto de la gradería al gobernador Don Mariano Álvarez, que daba algunas disposiciones para el socorro de los heridos. Parecía que su semblante era en toda Gerona el único que no tenía huellas de abatimiento ni tristeza, y conservándose tal como en el primer día del sitio, exclamaba: «Cuando la ciudad principie a desfallecer, se hará lo que "convenga», es decir, cualquier cosa, menos rendirse. Tal era el temerario y suicida temple y espíritu del gobernador, que a pesar de la extremada desesperación, en algo contagiaba y mantenía en vivo el espíritu de patriotismo y defensa entre los gerundenses. Y luego yendo por las murallas y demás puestos de defensa, no cesaba de repetir nuevamente el gobernador: «Sepan los que ocupan los primeros puestos, que los que están detrás tienen orden de hacer fuego sobre todo el que retroceda». Resistir a cualquier precio y mantener la posición era la norma, aunque costara la muerte.
Destituido el general Saint Cyr, al pedir nuevos refuerzos, fue reemplazado por el mariscal Augereau, uno de los mejores pero más crueles y sanguinarios generales del emperador Napoleón Bonaparte, quien estrechó el bloqueo de modo que ya nadie podía entrar en la plaza para ayudar a los sitiados, ni siquiera los veteranos militares españoles del popular “Regimento de Saboya” que se cuidaban de romper los cercos franceses para llevar víveres y municiones desde el exterior rompiendo las líneas enemigas para llegar hasta a los defensores de Gerona, no quedándoles otro remedio que quedarse en Gerona con la misma suerte que sus defensores, con lo cual los defensores de Gerona empezaron a verse diezmados por las enfermedades derivadas de la monstruosa epidemia de cadáveres, y luego por el hambre mismo al agotar las escasas provisiones.

Llegó el día en que cadáveres no había tiempo de enterrar, y por todas partes habían inmundicias y enfermos junto a heridos, para los que no se encontraban medicamentos, ni comida, aunque quedaba el recurso del agua del río Oñar, igual contaminado por los innumerables cadáveres. Y ya no había ni planta ni animal alguno que ponerse a la boca, salvo la carne de los cadáveres, y beberse la misma sangre de los cadáveres, pues ni la del Oñar, ni la de los pozos estaba limpia con la peste derivada de tantos cadáveres por la ciudad. A pesar de esta situación infernal, Álvarez de Castro ordenaba aún la resistencia a todo trance. Aunque se carecía de raciones y los hospitales estaban llenos de heridos y enfermos, rechazó con energía las preposiciones que para capitular le hicieron. En todas las esquinas de la destrozada ciudad seguía pegado y visible el bando del gobernador que nadie (salvo las propias bombas que caían) se atrevía a arrancar: «Será pasada inmediatamente por las armas cualquier persona a quien se oiga la palabra capitulación u otra equivalente».
Ante tan heroica defensa, las noticias volaron como un reguero de pólvora, y Cataluña entera se conmovió, y reunidos los notables catalanes en un Congreso de Manresa, el 26 de noviembre de 1809, que acordaron declarar “borrado para siempre del catálogo de los verdaderos catalanes al que prefiriese sus comodidades a la libertad de Gerona y a la salvación de la patria”.
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MONUMENTO A LOS DEFENSORES DE GERONA |
Pero mientras tanto, enterado el Mariscal Augereau, temió de que toda la España ocupada por las tropas napoleónicas se alzase en armas contra él, y emprendió nuevos ataques, secundados por su numerosa artillería, y Gerona al final se quedó sin verdaderas defensas, de tan destruida que la dejaron. Álvarez de Castro, por el esfuerzo sobrehumano cayó gravemente enfermo, hasta tan punto que agotadas sus fuerzas físicas y víctima de una fiebre nerviosa, en aquellos momentos se encontraba dentro su propia residencia del gobernador, la cual, casi por completo arruinada, apenas conservaba en pie los aposentos donde el heroico paciente residía, y allí entre las ruinas, metiéndose por los claros de las paredes destruidas, alborotaron largo rato pidiendo a Su Excelencia que saliese de nuevo a gobernar la plaza. Dicen que Álvarez en su delirio yaciendo en su cama oyó los populares gritos, e incorporándose dispuso que se resistiera a todo trance. Enfermos o heridos los gerundenses que aún estaban moribundos, con casi diez mil cadáveres esparcidos por todas las calles, alimentándose los supervivientes de los propios cadáveres putrefactos (hervían los pedazos de cadáveres en ollas, con la abundante madera de las ruinas para evitar las infecciones y epidemias, y de la carne hervida se alimentaban para resistir), estaban pendientes de la decisión del gobernador, delirando por la fiebre y que se sostenía como podía, pero cómo estaba en tan lamentable estado, casi moribundo, sentía imposible seguir con su misión, que al final decidió entregar el mando de la plaza al general Julián Bolívar. Sólo hirviendo el agua del río Onyar, y calentar con brasas de madera de las casa destruidas los pedazos de cadáveres se podían alimentar de forma tan horrible lo que quedaban de gerundenses sobrevivientes.Aquello que quedaba era un verdadero infierno.

El brigadier Bolívar al frente de una Gerona casi moribunda que se alimentaba a base de hervir sus propios cadáveres, enterado por mensajes que le habían hecho llegar el congreso catalán de que la ayuda y el socorro exterior tardaría aún unos días en llegar, en vez de seguir con la táctica numantina tal como era el deseo de su casi moribundo antecesor, decidió pactar con el mariscal francés Augereau una capitulación honrosa que se firmó el 10 de diciembre de 1809, según la cual la guarnición de Gerona saldría con todos los honores de guerra y seria internada como prisionera en Francia; se respetarían las vidas y haciendas, así como la religión católica, se permitiría la salida con su propiedad a los vecinos y forasteros, se dejaría en libertad a los empleados en el ramo de Guerra y se consentiría el depósito en el archivo del Ayuntamiento de todos los documentos oficiales. Pero desgraciadamente todo aquello que se pactó no se cumplió, en un intento de los franceses de humillar a tan terribles enemigos que tanta resistencia les habían puesto y tantas bajas y sufrimientos les había causado, lo cual serviría al resto de los españoles que ante el enemigo francés, era preferible la muerte antes que rendirse.
El sitio había durado desde el 13 de junio al 10 de diciembre de 1809. A la mañana siguiente (11 de diciembre) entraron los franceses por la ciudad de Gerona y contemplaron asombrados el desfile de aquel pelotón de harapientos y lisiados que habían tenido en jaque a las fuerzas de Napoleón durante siete meses, duración mayor que la guerra napoleónica contra Austria, para comparar.
Entre forasteros españoles, guarnición y los propios ciudadanos de Gerona fueran civiles, militares o milicias, por parte de la Inmortal Ciudad habían perecido de 9000 a 10.000 personas, entre ellas unas 4000 habitantes de la misma; pero las pérdidas de los franceses excedieron de 20.000 hombres (algunos historiadores lo cifran en unas 40.000 bajas francesas). Cuatro años después, cuando los franceses tuvieron que salir de España, el emperador Napoleón Bonaparte, con la idea de una nueva futura invasión francesa en la posteridad, dio orden destruir todas las fortificaciones, dejar derruidas lo que quedaba de la muralla, y demás defensas de las que disponía Gerona, que no se pudieron volver a reconstruir, con lo cual dejó de ser una plaza fuerte, capaz de detener una invasión extranjera.
La resistencia y el heroísmo de la Inmortal Ciudad, sirvieron para reavivar la moral de los españoles frente al invasor francés, gracias al ejemplo de valor y resistencia, ya afirmada en el ideal del momento de expulsar a los franceses y recuperar la independencia de España así como el regreso del Rey Fernando VII, el Deseado.
Lejos de respetar las bases de la capitulación, el Mariscal francés Pierre Françoise Augereau, cuya fama en saqueos y crueldades le había precedido, especialmente en la campaña napoleónica de Italia, trató a Álvarez de Castro con una desconsideración que le ha hecho muy poco honor; parecía que no podían perdonar al invicto caudillo militar gerundense su tenaz resistencia, así como las cuantiosas perdidas que sufrían los convoyes franceses con los ataques sorpresa de los guerrilleros del exterior. Sin respetar la extrema gravedad de su estado de salud, en la noche del 21 de diciembre de 1809 le sacaron de Gerona, junto con algunos de sus otros oficiales presos, llevándole a la prisión de Figueras en un coche custodiado por gendarmes franceses, negándole incluso los alimentos que su grave estado requería, y como varios oficiales franceses censuraban en tono de completo insulto su heroico proceder, el enfermo general con toda dignidad les respondió: “Si ustedes son hombres de honor, hubieran hecho lo mismo que yo en mi lugar”.

A las pocas horas de llegar a Figueras fue sacado del castillo junto con algunos de los otros oficiales defensores de Gerona y llevado a Perpignan (sur de Francia), encerrándole en un calabozo del Castellet, tan inmundo y rodeado de insalubre humedad y donde apenas en el mediodía se asomaba un rayo de sol y que los prisioneros gerundenses ni siquiera podían verse las caras, que Álvarez de Castro, lleno de indignación, dijo: ¿Es este sitio propio para vivienda de un general?, ¿y son ustedes los que se precian de guerreros?, y del Castellet fue llevado de nuevo a Figueras a la espera de celebrar juicio contra él por “alta traición a Su Majestad, el rey José I Bonaparte” (conocido por “Pepe Botella”, y hermano del emperador de Francia Napoleón Bonaparte), donde a los pocos días fue hallado muerto en el castillo de San Fernando ( Figueras), se dice que envenenado, falto de sueño o estrangulado; nada puede afirmarse en concreto: el hecho es que su cadáver apareció con el semblante amoratado; uno de sus biógrafos, su contemporáneo don Miguel de Haro, cree que Álvarez de Castro murió violentamente, aunque sus días de cárcel lo compartieron también con él algunos de los oficiales militares que tuvo bajo sus órdenes en la defensa de Gerona, que fueron testimonios de cruel sufrimiento al que le sometieron los franceses, pero que igualmente fueron asesinados de forma vengativa por los franceses .
En 1816 el general Castaños (el vencedor de Bailén) hizo poner en el calabozo en donde murió Álvarez de Castro una lápida conmemorativa, que fue arrancada en 1823 por los franceses, y vuelta a poner poco después. Por su parte, varios años después, el ayuntamiento de Gerona dispuso edificar sobre la sepultura donde están los restos del ilustre caudillo una gran escultura dedicada en su honor, que es una magnifica obra del escultor Jerónimo Suñol, y que se encuentra dentro de una de las capillas de la Iglesia de San Félix, muy cercana a la Catedral de Gerona, dentro del casco antiguo. La hermosa mujer que está al lado de la sepultura y a una cierta altura, representa a la Inmortal Ciudad de Gerona, en actitud de compañía ante su ilustre héroe, y que con una mano le ofrece una corona de laurel que simboliza el agradecimiento de la ciudad por los sacrificios de su héroe, y con la otra mano se sostiene sobre lo que es el escudo de armas de Gerona, símbolo de todo el pueblo al que representa. Y encima de la losa funeraria, están lo que se supone el manto de la orden de Santiago, patrón de España (a la que pertenecía el general Álvarez de Castro), junto con el birrete de la propia orden, la faja de su alto rango militar, el bastón y la espada, que también acompañan en la sepultura del ilustre militar.
EL AUTOR DEL ARTÍCULO, XAVIER VALDERAS POSANDO EN LA TUMBA DEL GENERAL ÁLVÁREZ DE CASTRO, QUE SE ENCUENTRA EN EL INTERIOR DE LA IGLESIA DE SAN FÉLIX DE GERONA:
Alguna bibliografía del general Álvarez de Castro:
-“Historia del levantamiento y Guerra de la Independencia en España”, del Conde de Toreno.
-“Historia del sitio de Gerona” (Barcelona, 1873), por Víctor Gebhart.
-“El sitio de Gerona” (Barcelona, 1873), de J. Riera y Bertrán.
-“Historia de España”, de Modesto Lafuente.
-“Episodios Nacionales”, de Benito Pérez Galdós.
- “Memorias del Mariscal Augereau” (Paris, 1851)
ILUSTRACIONES COMPLEMENTARIAS DEL ARTÍCULO:
En la llamada “Guerra del francés”, con la larga resistencia de 18 meses contra los ejércitos napoleónicos, los gerundenses vivieron uno de los períodos más desafortunados de su historia. La ciudad perdió la mitad de su población y padeció las graves consecuencias de este desgaste económico y social durante todo el siglo XIX. Fue un momento dramático para unos y heroico para otros, y se ha convertido en el episodio más emblemático y discutido de la ciudad de Gerona
Podemos ver aquí en ese retrato el bando firmado por el general Álvarez de Castro, donde se lee textualmente:
“No quiero trato ni comunicación con los enemigos de mi patria, recibiré en adelante a metrallazos a sus emisarios”
Muestra de militares defensores de Gerona, con su variedad de uniformes:
Vestimenta y uniforme de los defensores ( expuestos en el museo de historia de la ciudad de Gerona):
Armas y municiones empleados por los defensores de Gerona:
El autor del artículo, Xavier Valderas, posando ante dos miembros del famoso regimiento dels "Miquelets", que defensaron Gerona:
Episodios de los sitios de Gerona:
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LAS TROPAS NAPOLEÓNICAS TOMANDO LA POBLACIÓN GERUNDENSE DE BESALÚ |
EL AUTOR DEL ARTÍCULO, XAVIER VALDERAS, POSANDO ANTE LA CATEDRAL DE GERONA:
He aquí la fotografía que se hizo el 5 de noviembre de 1864 con motivo de la celebración de los sitios de Gerona. Son los veteranos que sobrevivieron en la heroica gesta que inmortalizó a Gerona.
Están los siguientes gerundenses combatientes (algunos con sus edades indicadas):
- Don José Vidal, de 84 años.
- Don Lorenzo Norat, de 88 años.
- Don Narciso Simón, de 81 años.
- Don Francisco Comalada, de 85 años.
- Don Jaime Altafulla, de 84 años.
- Don Juan Moner, de 78 años.
- Don Lorenzo Seisdedos.
- Don Manuel Vila.
- Don Juan Petit, de 79 años.
- Don Francisco Bassols, de 83 años.
- Don José Barrau.
- Don José Casallá, de 84 años.
- Don Sisleno Tornabells, de 74 años
- Dob Esteban Talfabert.
La primera tumba provisional del General Álvarez de Castro:
ANEXO DE OTRAS IMÁGENES HISTÓRICAS MÁS PRÓXIMAS Y PREVIAS AL EPISODIO DE LOS SITIOS DE GERONA :

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CUADRO DE GERONA PINTADO A FINALES DEL SIGLO XVIII
 | CUADRO DE GERONA PINTADO A FINALES DEL SIGLO XVIII
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EL OBISPO DE GERONA TOMÁS DE LORENZANA, HERMANO DEL CARDENAL PRIMADO DE ESPAÑA
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CUADRO DEL ARCHIDUQUE CARLOS DE AUSTRIA PRETENDIENTE A LA CORONA ESPAÑOLA, ENCONTRADO EN VIC |
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CUADRO DE FELIPE V DE BORBÓN, ENCONTRADO EN GERONA |
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EL OBISPO MIGUEL JUAN TABERNER |
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SAN NARCISO, PATRÓN DE GERONA |
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INSTRUMENTOS MUSICALES DE GERONA, FINALES DEL SIGLO XVIII |
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INSTRUMENTO MUSICAL DE GERONA, FINALES DEL SIGLO XVIII |
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EL OBISPO MIGUEL PONTICH |
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DIBUJO DE FINALES DEL SIGLO XVIII DE GERONA QUE REPRESENTA PICAPEDREROS ( CANTEROS ) |
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DIBUJO ESQUEMA REALIZADO POR JUAN CISTERNA, DEL SIGLO XVI, DONDE SE VEN LAS CANALIZACIONES PARA DISTRIBUIR EL AGUA POR LA CIUDAD DE GERONA
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DIBUJO DE FINALES DEL SIGLO XVIII, DONDE SE VE LA PLÁCIDA VIDA DE LA ARISTOCRACIA LOCAL GERUNDENSE |
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DIBUJO DE FINALES DEL SIGLO XVIII, DONDE SE VEN ARISTÓCRATAS LOCALES GERUNDENSES TOMANDO CHOCOLATE
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( Para acompañar a la entrada de este blog) :
LOS DESASTRES DE LA GUERRA
(Grabados de Francisco de Goya y Lucientes)
Muchas veces, cuando se intenta explicar la Historia, se hace desde la perspectiva de cada época, interpretándola de manera diferente. No obstante, si hubo alguien que supo mostrar mejor que nadie los desastres de la Guerra de la Independencia, ese fue el pintor aragonés Francisco de Goya, testigo directo de la misma. Además de pintar numerosos cuadros que hoy son auténticos testimonios de la época en la que vivió, dejó también una amplia serie de grabados de temática social y humana, en los que no dudó en expresar con crudeza y patetismo la realidad de su tiempo.
Algunos de esos grabados hacen referencia directa a la Guerra de la Independencia y a las nefastas consecuencias colaterales que provocó. A través de ellos, Goya trató de lanzar un mensaje contra la crueldad, el fanatismo, el terror, la injusticia, la miseria, el hambre, la locura, el sufrimiento, el analfabetismo y la ignorancia, el abandono, la enfermedad, la represión política, el fervor religioso e incluso la muerte. Todo ello en el contexto de un pueblo español exaltado por el patriotismo y el sentimiento religioso católico, que se veía obligado a enfrentarse a la invasión de una potencia extranjera: la Francia napoleónica. En casi todos los grabados puede leerse, en la parte inferior, el título que el propio Goya dio a cada imagen.
En la entrada de este blog hacemos referencia a la figura del general Álvarez de Castro y a los sitios de Gerona. La inclusión de los grabados de Goya pretende ofrecer una visión lo más realista y cercana posible a las vivencias y consecuencias de aquella guerra terrible e inmisericorde, como lo son todas las guerras. Las imágenes del pintor hablan por sí solas acerca del sufrimiento humano de la época, un sufrimiento que muchas veces sobrevolamos demasiado a la ligera.
Aquí os dejo algunos de los grabados de Goya relacionados con el tema que nos ocupa en esta entrada. Conviene señalar, sin embargo, que existen muchísimos otros grabados y cuadros del genial y apasionado pintor de Fuendetodos (Zaragoza).
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Y he aquí otros cuadros en color de Francisco de Goya, que igualmente reflejan los hechos de la época, así como a los protagonistas de la realeza de antes, durante y después de la Guerra de la Independencia española.
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TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN |
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EL MINISTRO GODOY, FAVORITO DE LA REINA |
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RESOLVIENDO SUS DIFERENCIAS A GARROTAZOS |
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EL REY CARLOS IV |
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EL PUEBLO MADRILEÑO ATACA A LOS INVASORES FRANCESES |
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LOS FUSILAMIENTOS DEL 2 DE MAYO DE 1808 |
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LA FAMILIA DE CARLOS IV |
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EL REY FERNANDO VI, "EL DESEADO" |
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EN LA GUERRA |
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EL REY CARLOS III |
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UNA ROMERÍA
 | XAVIER VALDERAS, AUTOR DEL LIBRO |
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